¿Qué pasa con la educación de los niños y niñas desplazados por el conflicto?
El desplazamiento forzado es una de las razones de deserción escolar de menores de edad, sobre todo en zonas rurales. Al menos un millón de niños y niñas viven este flagelo, aún así, garantizar este derecho no es en muchos casos prioritario. Las familias no conocen las rutas para acceder a educación gratuita y las instituciones educativas ponen trabas para la matrícula.
Carolina Ávila Cortés
De acuerdo con el Informe Global sobre Desplazamiento Interno de 2021 (Grid, por sus siglas en inglés), Colombia está entre los ocho países en el mundo con el mayor número de menores de edad que viven en situación de desplazamiento. Estamos junto a Siria, El Congo, Somalia, Agfanistán, Nigeria, Yemen y Etiopía con las cifras más altas de este flagelo por conflicto. Cada uno tiene más de un millón de niños, niñas y adolescentes víctimas.
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En Colombia, el desplazamiento es una de las causas de la deserción escolar, una realidad preocupante que se suma a la larga lista de consecuencias que viven las familias tras el abandono de su hogar, como la pérdida de sus ingresos económicos, el poco acceso a servicios básicos, la ruptura cultural y social, y las afectaciones psicológicas. Pero hay un agravante y es que el derecho a la educación no es lo suficientemente priorizado ni por las familias ni por el Estado en el momento de atender desplazamientos forzados.
“La primera opción nunca es la escuela, siempre es la vivienda y la alimentación. En el caso de los padres, si los niños tienen cierta edad le piden que ayuden a cuidar a sus hermanos menores, a ayudar en la casa o a salir a trabajar”, sostiene Maritza Lucumi, gerente de educación del Consejo Noruego para Refugiados en el nororiente de Colombia.
Y en un comienzo es lo normal. Ante el impacto económico que genera el desplazamiento, buscar trabajo es lo primordial para alimentar y mantener a la familia. Pero no puede ser un derecho que se deje para lo último. La educación, y de calidad, es justamente una de las soluciones duraderas para las personas desplazadas, según el Comité Permanente entre Organismos (IASC), un mecanismo de coordinación de agencias de las Naciones Unidas.
Este Comité asegura que “para muchos jóvenes, la educación puede proporcionar una sensación de estabilidad frente a la incertidumbre. También puede ofrecerles protección física, psicosocial y cognitiva para ayudarles a afrontar el trauma del desplazamiento y a desarrollar sus estrategias de afrontamiento y su resiliencia”.
Pero la realidad en Colombia es otra. Existen casos donde el niño, niña o joven que dejó su colegio por desplazamiento no vuelve a retomar sus clases porque no conoce las rutas de atención, las instituciones no les brindan el acompañamiento adecuado, tienen que volver a desplazarse o les es difícil acoplarse en el nuevo lugar o en los colegios de los municipios a donde llegan desconocen sus derechos como víctimas y les ponen impedimentos para matricular a los niños.
Todo eso le ocurrió a Martha* con sus cuatro hijos, a quien por seguridad le cambiamos el nombre. En 2018, salieron desplazados de su finca, en una zona rural de Tibú, por los enfrentamientos del Eln y Epl. Llegaron a Cúcuta y con su marido buscaron trabajo por meses sin tener éxito, hasta que un conocido les recomendó irse a Fortul, en Arauca. En este municipio Martha encontró trabajó como empleada doméstica, su esposo todavía sigue en la búsqueda, pero entre ese lapso sus hijos duraron un año sin poder estudiar.
“Tocó esperar a que abrieran matrículas y me tocó ponerme a buscar todos los papeles que habíamos perdido para que entraran a preescolar, primero, tercero y cuarto. Me dijeron al comienzo que nos tocaba pagar por los pupitres y pues me tocó rogarles que me ayudaran, que no tenía cómo pagar, pero que no me los dejaran sin cupo. Fue muy difícil porque para que la gente lo escuche a uno toca ir contando lo que nos pasó”, cuenta.
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Martha no tuvo acompañamiento ni en Cúcuta, ni en Fortul, ni acceso a rutas para que sus hijos regresaran a clases. El colegio en Arauca tampoco reconoció que según la Ley 1448 o Ley de Víctimas, las autoridades educativas deben asegurar el acceso y la exención de todo tipo de costos académicos si la familia víctima de desplazamiento no cuenta con recursos.
De hecho, el Ministerio de Educación fijó en 2015 lineamientos para que los establecimientos educativos efectúen la matrícula a población vulnerable y víctima sin exigir documentos a quien no esté en capacidad de presentarlos y sin que sea requisito que aparezca en el Registro Único de Víctimas.
Sin saber leer ni escribir, insistió y logró que sus hijos tuvieran educación. La ayuda que ha recibido vino por parte del Consejo Noruego para Refugiados, que a través del su programa Puente, la apoyó con los uniformes, materiales escolares y a reforzar con los hijos mayores las materias más importantes para retomar el colegio.
Sin cifras claras
La ministra de Educación, María Victoria Angulo, aseguró que cerca de 158.000 niños, niñas y adolescentes abandonaron sus estudios como consecuencia de la pandemia en 2020. El DANE también reveló que el índice de inasistencia escolar pasó de 4,8% a 30,1% en zonas rurales durante la pandemia por la falta de conectividad y el cierre de colegios.
Pero los altos índices de deserción no son nuevos en zonas del conflicto, donde el reclutamiento de menores de edad o el uso de escuelas por grupos armados son otros de los factores que llevan a los niños y niñas a dejar sus estudios. Si bien la pandemia profundizó la deserción escolar, en Tumaco, uno de los municipios de Nariño y del país con más casos de desplazamiento forzado, las cifras de años anteriores eran elevadas.
Según datos del Ministerio de Educación, en este municipio 674 chicos dejaron sus estudios en 2017, 691 en 2018, 715 en 2019 y 1.439 en 2020. Caso contrario se observa en el Bajo Baudó, en el Chocó: 89 casos en 2017, 232 en 2018, 159 en 2019 y bajó a 75 registros de deserción en 2020. De acuerdo con la Unidad de Víctimas, 2018 fue el año con más casos de desplazamiento forzado en el Bajo Baudó: 1.626 personas fueron víctimas, de los cuales 811 eran menores de edad.
La información recibida por el Ministerio no discrimina las razones del abandono escolar ni tampoco hay datos públicos que permitan establecer las causas de la deserción y los casos que se dieron en respuesta a hechos del conflicto armado.
Esta entidad le respondió a Colombia+20 que está avanzando en la estructuración del Observatorio Nacional de Trayectorias Educativas para hacer el seguimiento de los estudiantes, el diagnóstico de situación y la formulación de políticas públicas que atiendan de manera diferencial las razones para no volver al colegio.
Los otros impactos
Además de que la interrupción de la educación genera un atraso escolar en los jóvenes y niños desplazados con respecto a niños y niñas de ciudades o zonas sin conflicto, de acuerdo con Maritza, los menores de edad también se enfrentan a ser rechazados en las instituciones educativas porque su edad no corresponde con el grado de escolaridad o a la discriminación por parte del resto del curso, sobre todo cuando vienen de zonas rurales.
“Los colegios no están preparados con planes de estudio para atender las necesidades de los estudiantes que tiene alguna afectación por el conflicto armado. En Colombia existen los modelos educativos flexibles, pero no hay para para implementarlos o formar docentes dedicados a estos modelos”, y destaca la urgencia de que el Ministerio de Educación refuerce la respuesta a la emergencia educativa que deja el conflicto armado sobre los menores de edad.
Vea: El conflicto armado les arrebató las escuelas a las comunidades de los Montes de María
En el caso de niñas y mujeres jóvenes, la deserción escolar puede llegar a ser permanente debido a que tienen que asumir labores de cuidado en la casa o se casan, asumiendo de manera permanente su rol de madres y cuidadoras, según concluye la Red Interagencial para la Educación en Situaciones de Emergencia (INEE) en su informe Escuchando las voces de las comunidades desplazadas internamente para lograr una educación de calidad inclusiva y equitativa.
Como parte de las medidas de atención a esta población y para prevenir la deserción, el Ministerio de Educación responde que trabaja con entidades territoriales en la “estrategia de permanencia escolar pertinente”, entre la que está el Programa de Alimentación Escolar, que debido a la emergencia humanitaria por el Covid-19 se podría suministrar en casa de cada estudiante, la jornada escolar complementaria a través de la recreación, cultura y deporte y el transporte escolar.
También asegura que en 2019 se conformó la Mesa de Educación, en articulación con otras entidades como la Unidad para las Víctimas, el Instituto Nacional de Bienestar Familiar (ICBF) y el Departamento Administrativo para la Prosperidad Social (DPS) para garantizar las medidas de atención a las víctimas del conflicto.
El informe del INEE lanza algunas recomendaciones para los Estados, organizaciones, oenegés y organizaciones comunitarias. Entre esas está mejorar la recopilación de datos sobre poblaciones desplazadas y sus necesidades, garantizar que las escuelas sean espacios seguros para los niños, niñas y jóvenes, apoyar a docentes en comunidades desplazadas o que reciben a estudiantes desplazados para que acompañe y fortalezca su calidad educativa y que los planes de educación sean sensibles a las crisis que deja el conflicto armado.
De acuerdo con el Informe Global sobre Desplazamiento Interno de 2021 (Grid, por sus siglas en inglés), Colombia está entre los ocho países en el mundo con el mayor número de menores de edad que viven en situación de desplazamiento. Estamos junto a Siria, El Congo, Somalia, Agfanistán, Nigeria, Yemen y Etiopía con las cifras más altas de este flagelo por conflicto. Cada uno tiene más de un millón de niños, niñas y adolescentes víctimas.
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En Colombia, el desplazamiento es una de las causas de la deserción escolar, una realidad preocupante que se suma a la larga lista de consecuencias que viven las familias tras el abandono de su hogar, como la pérdida de sus ingresos económicos, el poco acceso a servicios básicos, la ruptura cultural y social, y las afectaciones psicológicas. Pero hay un agravante y es que el derecho a la educación no es lo suficientemente priorizado ni por las familias ni por el Estado en el momento de atender desplazamientos forzados.
“La primera opción nunca es la escuela, siempre es la vivienda y la alimentación. En el caso de los padres, si los niños tienen cierta edad le piden que ayuden a cuidar a sus hermanos menores, a ayudar en la casa o a salir a trabajar”, sostiene Maritza Lucumi, gerente de educación del Consejo Noruego para Refugiados en el nororiente de Colombia.
Y en un comienzo es lo normal. Ante el impacto económico que genera el desplazamiento, buscar trabajo es lo primordial para alimentar y mantener a la familia. Pero no puede ser un derecho que se deje para lo último. La educación, y de calidad, es justamente una de las soluciones duraderas para las personas desplazadas, según el Comité Permanente entre Organismos (IASC), un mecanismo de coordinación de agencias de las Naciones Unidas.
Este Comité asegura que “para muchos jóvenes, la educación puede proporcionar una sensación de estabilidad frente a la incertidumbre. También puede ofrecerles protección física, psicosocial y cognitiva para ayudarles a afrontar el trauma del desplazamiento y a desarrollar sus estrategias de afrontamiento y su resiliencia”.
Pero la realidad en Colombia es otra. Existen casos donde el niño, niña o joven que dejó su colegio por desplazamiento no vuelve a retomar sus clases porque no conoce las rutas de atención, las instituciones no les brindan el acompañamiento adecuado, tienen que volver a desplazarse o les es difícil acoplarse en el nuevo lugar o en los colegios de los municipios a donde llegan desconocen sus derechos como víctimas y les ponen impedimentos para matricular a los niños.
Todo eso le ocurrió a Martha* con sus cuatro hijos, a quien por seguridad le cambiamos el nombre. En 2018, salieron desplazados de su finca, en una zona rural de Tibú, por los enfrentamientos del Eln y Epl. Llegaron a Cúcuta y con su marido buscaron trabajo por meses sin tener éxito, hasta que un conocido les recomendó irse a Fortul, en Arauca. En este municipio Martha encontró trabajó como empleada doméstica, su esposo todavía sigue en la búsqueda, pero entre ese lapso sus hijos duraron un año sin poder estudiar.
“Tocó esperar a que abrieran matrículas y me tocó ponerme a buscar todos los papeles que habíamos perdido para que entraran a preescolar, primero, tercero y cuarto. Me dijeron al comienzo que nos tocaba pagar por los pupitres y pues me tocó rogarles que me ayudaran, que no tenía cómo pagar, pero que no me los dejaran sin cupo. Fue muy difícil porque para que la gente lo escuche a uno toca ir contando lo que nos pasó”, cuenta.
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Martha no tuvo acompañamiento ni en Cúcuta, ni en Fortul, ni acceso a rutas para que sus hijos regresaran a clases. El colegio en Arauca tampoco reconoció que según la Ley 1448 o Ley de Víctimas, las autoridades educativas deben asegurar el acceso y la exención de todo tipo de costos académicos si la familia víctima de desplazamiento no cuenta con recursos.
De hecho, el Ministerio de Educación fijó en 2015 lineamientos para que los establecimientos educativos efectúen la matrícula a población vulnerable y víctima sin exigir documentos a quien no esté en capacidad de presentarlos y sin que sea requisito que aparezca en el Registro Único de Víctimas.
Sin saber leer ni escribir, insistió y logró que sus hijos tuvieran educación. La ayuda que ha recibido vino por parte del Consejo Noruego para Refugiados, que a través del su programa Puente, la apoyó con los uniformes, materiales escolares y a reforzar con los hijos mayores las materias más importantes para retomar el colegio.
Sin cifras claras
La ministra de Educación, María Victoria Angulo, aseguró que cerca de 158.000 niños, niñas y adolescentes abandonaron sus estudios como consecuencia de la pandemia en 2020. El DANE también reveló que el índice de inasistencia escolar pasó de 4,8% a 30,1% en zonas rurales durante la pandemia por la falta de conectividad y el cierre de colegios.
Pero los altos índices de deserción no son nuevos en zonas del conflicto, donde el reclutamiento de menores de edad o el uso de escuelas por grupos armados son otros de los factores que llevan a los niños y niñas a dejar sus estudios. Si bien la pandemia profundizó la deserción escolar, en Tumaco, uno de los municipios de Nariño y del país con más casos de desplazamiento forzado, las cifras de años anteriores eran elevadas.
Según datos del Ministerio de Educación, en este municipio 674 chicos dejaron sus estudios en 2017, 691 en 2018, 715 en 2019 y 1.439 en 2020. Caso contrario se observa en el Bajo Baudó, en el Chocó: 89 casos en 2017, 232 en 2018, 159 en 2019 y bajó a 75 registros de deserción en 2020. De acuerdo con la Unidad de Víctimas, 2018 fue el año con más casos de desplazamiento forzado en el Bajo Baudó: 1.626 personas fueron víctimas, de los cuales 811 eran menores de edad.
La información recibida por el Ministerio no discrimina las razones del abandono escolar ni tampoco hay datos públicos que permitan establecer las causas de la deserción y los casos que se dieron en respuesta a hechos del conflicto armado.
Esta entidad le respondió a Colombia+20 que está avanzando en la estructuración del Observatorio Nacional de Trayectorias Educativas para hacer el seguimiento de los estudiantes, el diagnóstico de situación y la formulación de políticas públicas que atiendan de manera diferencial las razones para no volver al colegio.
Los otros impactos
Además de que la interrupción de la educación genera un atraso escolar en los jóvenes y niños desplazados con respecto a niños y niñas de ciudades o zonas sin conflicto, de acuerdo con Maritza, los menores de edad también se enfrentan a ser rechazados en las instituciones educativas porque su edad no corresponde con el grado de escolaridad o a la discriminación por parte del resto del curso, sobre todo cuando vienen de zonas rurales.
“Los colegios no están preparados con planes de estudio para atender las necesidades de los estudiantes que tiene alguna afectación por el conflicto armado. En Colombia existen los modelos educativos flexibles, pero no hay para para implementarlos o formar docentes dedicados a estos modelos”, y destaca la urgencia de que el Ministerio de Educación refuerce la respuesta a la emergencia educativa que deja el conflicto armado sobre los menores de edad.
Vea: El conflicto armado les arrebató las escuelas a las comunidades de los Montes de María
En el caso de niñas y mujeres jóvenes, la deserción escolar puede llegar a ser permanente debido a que tienen que asumir labores de cuidado en la casa o se casan, asumiendo de manera permanente su rol de madres y cuidadoras, según concluye la Red Interagencial para la Educación en Situaciones de Emergencia (INEE) en su informe Escuchando las voces de las comunidades desplazadas internamente para lograr una educación de calidad inclusiva y equitativa.
Como parte de las medidas de atención a esta población y para prevenir la deserción, el Ministerio de Educación responde que trabaja con entidades territoriales en la “estrategia de permanencia escolar pertinente”, entre la que está el Programa de Alimentación Escolar, que debido a la emergencia humanitaria por el Covid-19 se podría suministrar en casa de cada estudiante, la jornada escolar complementaria a través de la recreación, cultura y deporte y el transporte escolar.
También asegura que en 2019 se conformó la Mesa de Educación, en articulación con otras entidades como la Unidad para las Víctimas, el Instituto Nacional de Bienestar Familiar (ICBF) y el Departamento Administrativo para la Prosperidad Social (DPS) para garantizar las medidas de atención a las víctimas del conflicto.
El informe del INEE lanza algunas recomendaciones para los Estados, organizaciones, oenegés y organizaciones comunitarias. Entre esas está mejorar la recopilación de datos sobre poblaciones desplazadas y sus necesidades, garantizar que las escuelas sean espacios seguros para los niños, niñas y jóvenes, apoyar a docentes en comunidades desplazadas o que reciben a estudiantes desplazados para que acompañe y fortalezca su calidad educativa y que los planes de educación sean sensibles a las crisis que deja el conflicto armado.