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“Mamá, me van a matar, me van a matar (...) Mamá, no me deje morir”, gritó por última vez José Alejandro Avendaño luego de recibir una de las tres balas que acabaron con su vida un jueves de enero de 2002. Apenas tenía 18 años, pero desde hacía meses lidiaba con serias amenazas de muerte. Varias veces tuvo que salir escoltado del colegio en su natal Santa Marta porque afuera de la institución lo esperaban personas dispuestas a matarlo. La razón no puede ser más absurda: a José le gustaban el rock y el metal.
Su gusto musical también se reflejaba en su ropa y en toda su estética. José vestía distinto en la Perla de América, en la “dos veces santa”, en la ciudad más antigua de Colombia, y eso le empezó a pasar cuenta de cobro. Por sus atuendos negros, sus pantalones rotos, los aretes o el pelo largo lo tildaban -como a varios con esa misma percha- de “satánico” y “degenerado”.
El relato hasta ahí pareciera poner a José como uno de esos jóvenes rebeldes con los que combate todo el tiempo el país camandulero que es Colombia, pero no. Su muerte fue producto de una brutal, pero silenciosa violencia provocada por el Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia en la mal llamada “limpieza social”.
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José Alejandro no fue la única víctima. El colectivo Casa Tachuelas, que ha liderado desde 2014 la visibilización de estos casos a través de la iniciativa Sonidos de memoria, lleva la cuenta de tres muertes -incluida la de José-. Afirman que, con base en los testimonios y en un diagnóstico con el Observatorio de Memoria y Conflicto, podrían ser 25 víctimas mortales, aunque el subregistro puede ser más alto.
Los otros dos asesinatos ocurrieron el 4 de diciembre de 1999. La prensa registró en su momento el hecho como un tiroteo sin mencionar nada relacionado con los paramilitares. “No es raro que eso pasara, la ley del silencio imperó en Santa Marta durante mucho tiempo y culturalmente había cierta aceptación sobre ese tipo de violencia hacia jóvenes con ciertas identidades estéticas (...) y por otro lado también es cierto que muchos no reconocían ese tipo de violencia por una identidad estética. Aun hoy es difícil hallarlos”, explica a Colombia+20 Eliana Toncel, cofundadora de Casa Tachuelas.
Ese diciembre murieron Leonardo Torres Fontalvo, de 18 años, y Alberto Escárraga Soto, de 22. Ambos estudiantes de sistemas. El asesinato se produjo en el barrio Altos Delicias de Santa Marta, uno de los en los que hubo amenazas, hostigamientos y señalamientos sobre los jóvenes rockeros y metaleros, según la recolección de datos que viene adelantando Casa Tachuelas. Por lo menos desde 1996 ya circulaban panfletos y amenazas en los otros lugares que eran Pando, Mamatoco, Galicia, Bastidas, San Miguel y Pescaíto.
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“Hay que partir de que el paraco controlaba todos los barrios, todo Santa Marta. Mejor dicho, el paraco estaba en todo, pero nosotros identificamos esos barrios porque fueron lugares donde existieron este tipo de hechos de violencia. Lo que hemos entendido es que allí era justamente donde había grupos de jóvenes que se reunían en el parque, parche de amigos o de bandas que se reunían y que eran más visibles porque estaban en la cancha del barrio, por darte un ejemplo, entonces todos veían lo de todos”, explica Toncel.
A ese ataque sobrevivió, a pesar de haber recibido dos disparos, Alfonso Hernández, quien por entonces tenía 19 años. “Ese día una amiga estaba cumpliendo años, pero antes de llegar a la fiesta nos quedamos a dos casas de la de ella. Salieron unos tipos de dentro de la tienda y comenzaron a dispararnos. Cuando salió Alberto, mi amigo -él tenía polio en una pierna- me dice: estoy herido. Entonces lo agarré y en vez de irnos para la casa de la pelada, nos fuimos pal frente y ahí se nos vino un tipo detrás y comenzó a dispararnos. Entonces solté a mi amigo y digo ‘marica a mí no me van a joder acá’. En ese momento que lo suelto y comienzo a correr, me pegan dos disparos. [En ese ataque] se llevaron a muchos. De hecho, ese mismo día mi amigo que estaba herido murió”, dice Alfonso, quien agrega: “Los hombres nos tenían vigilados, ellos sabían dónde íbamos a estar”.
Su testimonio puede escucharse dentro del minisitio que el miércoles pasado lanzó Casa Tachuelas de la mano del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) y que contiene la participación de otros testigos, recortes de prensa, pódcast, un recorrido por la escena metalera y rockera de Santa Marta, entre otras. Su apuesta con esta “guarida digital”, es tener una “comunicación alternativa en temas de memoria, en el marco del control paramilitar” que vivió esa ciudad, explicó Eliana durante el lanzamiento.
Diego Sánchez, periodista y autor del libro Música para oídos zurdos, explica que aunque no hay muchas referencias documentales sobre estos casos, ese fenómeno ocurrió en diferentes partes del país con la complacencia en algunos lugares de las iglesias católica y cristiana. “La violencia hacia los muchachos era solo por su estética. Esto ocurrió en Medellín, en Urabá, en La Dorada y también en Bogotá, en barrios de Usme y Ciudad Bolívar. Además, en Soacha y en Barrancabermeja, donde fue fuertísimo ese hostigamiento incluso con casos de asesinatos”.
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“Éramos los satánicos”
En busca del control territorial -que ejercían todos los grupos armados- los paramilitares intimidaron a los civiles, especialmente a través de violencias basadas en género. En algunos lugares, por ejemplo, controlaban la ropa que usaban las mujeres, niñas y jóvenes, les imponían a ellas que solo podían tener relaciones con miembros de su grupo armado o “castigaban” a quienes tuvieran otras identidades de género y/o orientaciones sexuales.
El colectivo tiene registro de uno de los panfletos que el Bloque Norte de las Auc hizo circular por Mamatoco en 2005. El documento está firmado por El señor de la Sierra. El sobrenombre corresponde a Hernán Giraldo Serna, también conocido como El patrón de la Sierra, exjefe del Bloque Resistencia Tayrona de las extintas Autodefensas Unidas de Colombia (Auc). En enero pasado volvió a Colombia luego de ser extraditado a Estados Unidos por narcotráfico tras su desmovilización en 2006. En Colombia enfrenta un proceso por violencia sexual.
En el papel se afirmaba que habría una “sentencia de muerte” y que le había llegado la hora a “todos esos ladrones, marihuaneros (sic), borrachos degenerados, mechudos y satánicos que están fastidiando a la comunidad de Santa Marta y sus alrededores”. Además, se afirmaba que tenían esa semana para “desalojar”, que los tenían “identificados” y que podían ser los próximos que eliminaran. Tanto para Eliana como para Laura Chávez, la otra cofundadora de Casa Tachuelas, así como para Alfonso, varios hechos permitieron que este tipo de violencias se dieran como el rumor, el papel de la Iglesia, de los medios y la poca comunicación que por entonces tenía la ciudad con el resto del país.
“Puede sonar feo, pero Santa Marta es una ciudad machista, conservadora, analfabeta y en gran parte cristiana. Entonces se esparce un rumor y perfectamente lo pueden tomar como cierto, como la verdad absoluta”, asegura Alfonso.
Esa generación de jóvenes estaba de alguna manera rompiendo con una tradición, con la cultura popular.
Laura lo explica así: “Esa generación de jóvenes estaba de alguna manera rompiendo con una tradición, con la cultura popular. Imagínate ver un montón de chicos y chicas vestidos de negro, con estéticas góticas que no eran propias de la ciudad. Desde el desconocimiento, quizás por estar tan incomunicados, se empiezan a asociar a esos jóvenes con el satanismo y ese rumor fue creciendo de tal manera que para muchos era real que algo estaba pasando”, explica.
En algunos de los pódcast que están en el micrositio se exponen casos disparatados, como el de un joven que fue acusado por su profesora de ser satánico por una presentación que hizo sobre la canción Bohemian Rhapsody, de Queen, y otro de un chico del que decían podía levitar, enamoraba a mujeres con piedrecitas y robaba niños el 31 de octubre. “De alguna manera eso permitió cierta permisividad entre la gente porque decían ‘por algo le pasó’. También porque ese control social ponía a estos chicos en la misma balanza de prostitutas, drogadictos, consumidores y habitantes de calle, gente ha sido marginada por la sociedad”, afirma Eliana.
Cuando a José lo mataron a todos nos tocó cortarnos el pelo, cambiarnos de camisetas, quitarnos los aretes y ocultarnos los tatuajes.
Las muertes -aun con el subregistro que Eliana afirma que existe-, las requisas por parte de la Policía, la presión de la Iglesia, el miedo y la petición de las familias para que sus hijos no se vistieran de negro fueron evidencias de esta persecución. Los que pudieron salieron desplazados y los que no, tuvieron que dejar de ser ellos. “Cuando a José lo mataron a todos nos tocó cortarnos el pelo, cambiarnos de camisetas, quitarnos los aretes y ocultarnos los tatuajes. Íbamos de blanco o de cuadros, esa era la manera. El que era rockero, era extraditado (…) Crecimos amando el metal y huyendo de la sociedad samaria”, dice uno de los testimonios incluidos en la página.