Seis reporteros enfrentados a los recuerdos del conflicto armado

Seis reporteros que en su labor cotidiana recorrieron los caminos y pueblos de Antioquia y Chocó, dos de los departamentos más golpeados por la guerra, y quienes hoy, al mirar atrás, se dan cuenta de la dimensión de los hechos que contaron y de cómo esa memoria de país se les grabó en la piel.

Angela Zamin
01 de febrero de 2019 - 09:36 p. m.
La destrucción de Nariño en 1999 después de la toma del municipio antioqueño —una de las más largas que ha soportado Colombia— por el Frente 47 de las Farc. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla.
La destrucción de Nariño en 1999 después de la toma del municipio antioqueño —una de las más largas que ha soportado Colombia— por el Frente 47 de las Farc. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla.
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El año 2003 acababa de empezar y San Carlos, municipio del Oriente de Antioquia, se enfrentaba a la masacre número 29, desde 1985, según el informe San Carlos: memorias del éxodo en la guerra, del Centro Nacional de Memoria Histórica. El jueves 16 de enero, por la noche, guerrilleros del Frente 9 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) asesinaron a 17 campesinos luego de irrumpir en las veredas Dosquebradas, La Tupiada y Dinamarca. Dos personas más resultaron heridas y 749 se desplazaron hacia la cabecera municipal.

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Mary Luz Avendaño trabajaba en Teleantioquia. Llegó al municipio de San Carlos cuando todavía los campesinos no habían comenzado a acudir a la cabecera —ellos empezaron a salir de las veredas el viernes por la tarde—. La situación esta vez era especial, porque cuando los periodistas como ella entraban a un pueblo a cubrir desplazamientos de campesinos, generalmente ellos ya estaban ahí, en la casa campesina, o en la casa cural, o en la escuela, o en la unidad deportiva.

La periodista se quedó en el pueblo y vio llegar uno a uno a los campesinos, algunos a caballo, otros a pie. Traían poco y mucho a la vez. Poco de lo que fue posible coger, con prisa, porque el miedo ya se les había enganchado; mucho de la desesperación y la tristeza que se les agarró por el camino.

—Guardo la imagen de una señora que venía en una mula, y la mulita venía cargada con un cuadro del Corazón de Jesús, con un Cristo, un bultico, y la señora en medio de un llanto impresionante pidiendo que fueran a recoger el cadáver de su esposo —recuerda Mary Luz con la voz embargada.

Se acuerda de otra escena, la llegada de una chiva a San Carlos.

—Ese carro escalera llegó lleno, lleno, lleno de gente, de cosas, de animales. Yo me quedé mirándolo y no sé cuánta gente se bajó de esa chiva. Te lo juro, eran montones… niños, adultos, ancianos… Marranos, perros, gallinas, terneros… Y ahí tenían los corotos, las camitas... Yo me quedé mirando esa imagen y pensé “ese es el diluvio y esa es el arca de Noé”.

De ahí vino la nota para el noticiero. El diluvio universal era lo que había pasado en esas veredas con esa masacre, con esa orden de desalojo, y esa chiva, ese carro escalera, era esa arca de Noé que los salvaba de ese diluvio.

Carlos Olimpo Restrepo también estuvo ahí. El reportero gráfico Donaldo Zuluaga Velilla lo acompañó en ese cubrimiento. Trabajaban juntos en El Colombiano. Sus recuerdos son fuertes porque ambos acudieron al caserío donde los vivos guardaban a sus muertos mientras empacaban algunas pertenencias. Había urgencia. El desarraigo era la única posibilidad para seguir adelante.

Olimpo describe uno a uno los muertos que le tocó ver en ese entonces: unos muchachos que estaban jugando cartas, una chica embarazada, un niño con síndrome de Down, un anciano. “Por las posiciones, la chica y el niño estaban observando a los del juego”, añade. En otra casa, un chico solo, muerto.

—Ayudamos al padre de ese muchacho a subir a un carro unos marranitos, que era lo único que él podía sacar de la zona en ese momento.

Una fotografía de Donaldo registra la mirada de dolor de ese papá. Además, conserva un gesto. La mano de Olimpo reposa sobre el hombro de ese señor. “Intentaba apoyarlo, darle fuerzas”, explica. Con palabras intentan aprehender los sentimientos que vieron: dolor, indignación, disgusto. Los titulares de los diarios locales y nacionales sobre aquel suceso eran elocuentes: “Otra masacre en San Carlos”, “El dolor de San Carlos”, “San Carlos despidió a sus hijos asesinados y rechazó la violencia”…

Allí también estuvo Fernando Cifuentes, haciendo el cubrimiento para el telediario Hora 13 Noticias. Se acuerda de que, al llegar, aún la Policía no había ido por los cadáveres para hacer las tareas judiciales que corresponden a un asesinato. Poco después de que llegara, le informaron que la Policía iba a salir, “si quieren nos acompañan”, les dijeron a los periodistas. El Ejército iba adelante, a unos quinientos metros, la Policía venía detrás con una volqueta del municipio identificada con banderas blancas y, allí, iban echando a los muertos. Estaban desarrollando una misión humanitaria. Fernando hizo el recorrido junto con otros periodistas. Un recorrido de pesar, de impotencia.

—En un sitio habían recogido al papá muerto del patio de la casa y lo tenían con la herida de bala abierta. Lo estaban velando en la sala de la casa, en medio de su dolor y del abandono absoluto de ver que nadie llegaba, nadie ayudaba. Otros, por el temor, todavía mantenían al muerto ahí, tirado, como lo habían dejado los guerrilleros. Fue muy triste —narra el reportero.

Natalia Botero era corresponsal de la revista Semana y estuvo en San Carlos después de la masacre de ese 16 de enero de 2003. Ese cubrimiento le cambió la mirada en cuanto a su responsabilidad y a su rol como fotógrafa del conflicto colombiano.

¿Qué fue lo que me marcó a mí en esa masacre? Es que nos tocó caminar mucho tiempo detrás de la volqueta que cargaba los muertos. Y era caminar detrás del olor de la muerte.

Al llegar a la última casa, la fotoperiodista encontró un escenario que la conmocionó tanto que se desmayó. La dignidad y el interés de la familia de los hermanos Cielo y John Ángel Giraldo Ceballos por recuperar a sus muertos en medio de la tragedia la dejaron marcada. Ya era sábado.

—Estaban dignamente velados. La familia los limpió, los cubrió, los vistió. Un ritual bien cuidado para una situación tan aterradora. Estaban esperando a que las volquetas y los carros los recogieran para sacarlos de la vereda, de la casa, y mientras que montaban la nevera, los marranos, los enseres, los bultos, la ropa; a ellos dos allí los estaban velando, estaban sus cuerpos ahí suspendidos.

Natalia sacó un reportaje gráfico en la revista Semana, en enero de 2003. Ahí tituló “Sangre, fuego, odio” y escribió: “El dolor de un pueblo se ha convertido en la gran tristeza de un país que día a día ve arrancar los sueños de los más indefensos”.

Unos días antes, en esa misma semana de enero de 2003, Glemis Mogollón, corresponsal de El Tiempo en Medellín, estuvo también en San Carlos. El martes 14, guerrilleros de las Farc dispararon contra un bus de pasajeros cerca del casco urbano. El conductor y su hijo —el ayudante— resultaron muertos. También una mujer y su hijo de 12 años. “Por miedo no podrá ir al sepelio de su hijo”, tituló Glemis al referirse al viudo y padre. Sacaron los cuerpos del municipio en helicóptero y los sepultaron en la capital del departamento, Medellín. A Glemis ya no le correspondió cubrir la masacre del día 16; el periodista asignado por El Tiempo fue Carlos Salgado.

Una semana más tarde, Olimpo tuvo la oportunidad de hablar con las Farc sobre el hecho. Llegó un mensaje, por una tercera persona: que alguien de las Farc quería hablarle. “En esos casos el periodista no es autónomo”, explica. Le comentó a su jefe la situación. Olimpo impuso una condición: “Nosotros hablamos con ustedes pero no garantizamos que se les publique una línea”.

En los artículos y en el editorial hubo críticas decididas frente a esa masacre.

Olimpo volvió a la misma zona acompañado de Róbinson Sáenz, reportero gráfico. Estuvieron dos días en un campamento con los guerrilleros. “En esa época era un grupo muy fuerte, creo que allí había más de 600 hombres armados”, dice.

Lograran hablar y confrontar a algunos comandantes del bloque. El comandante del noveno frente, alias ‘Danilo’, les decía: “No, es que eran aliados de paramilitares”, refiriéndose a los civiles asesinados, justificando así la masacre. El vocero del bloque José María Córdova, que actuaba en la zona noroccidental del país, conocido con el alias de ‘Carlos Alberto Plotter’ —que desertó de las FARC como seis meses después de la masacre— reconoció que sí, que tal vez hubo exceso.

El Colombiano sacó la nota “FARC se pronuncian sobre Oriente” el 30 de enero; ahí se describe el encuentro de los reporteros con la guerrilla.

Unos meses más tarde, Natalia publicó en la revista Semana una reflexión acerca de las exigencias del trabajo de reportería en medio del conflicto, especialmente el tener que mirar la soledad de la gente. Escribió: “San Carlos, la tristeza de un país” (3 de julio de 2003), todavía impactada por los recuerdos que la familia de Cielo y John Ángel le generaban y por la pregunta que la acompañaba desde entonces.

—No puede ser posible que eso que le pasó a esa familia solo les pase a ellos. Y ellos, sumidos en su tragedia, en su dolor, y el resto del mundo como si nada…

Desde 1980, hubo en San Carlos por lo menos 33 masacres y se registraron 156 desapariciones forzadas, según el citado informe sobre San Carlos del Grupo de Memoria Histórica. La revista Noche y Niebla: Panorama de Derechos Humanos y Violencia Política en Colombia (No. 27, ene-jun. 2003, p. 44), publicada por el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep) y el grupo Justicia y Paz, describe que en los hechos del 16 de enero de 2003, protagonizados por el Frente 9 de las Farc-EP, murieron 17 campesinos y dos más resultaron heridos, luego de que la guerrilla irrumpiera en las veredas Dosquebradas, La Tupiada y Dinamarca. Además de los muertos, el hecho originó el desplazamiento de más de 700 personas hacia la cabecera municipal.

En Noche y Niebla, los nombres de Cielo y John Ángel Giraldo Ceballos están entre las víctimas de homicidio intencional, una infracción al Derecho Internacional Humanitario.

* * *

Olimpo, Glemis, Donaldo, Natalia, Mary Luz, Fernando. Seis periodistas colombianos a quienes les tocó cubrir el conflicto armado interno, especialmente en el departamento de Antioquia. A excepción de Glemis, que es cordobesa, los demás son antioqueños. También a excepción de Glemis, que estudió periodismo en la Pontificia Universidad Bolivariana de Medellín, los demás son egresados de la Universidad de Antioquia. Todos salieron de la universidad en los años noventa. También en esa década les tocó reportear el conflicto, a excepción de Fernando, que trabajó en estos años en el periodismo deportivo. Quince, veinte, veinticinco años cubriendo el conflicto. Uno a uno los convoqué para hablar de sus memorias, de ese pasado que nunca se ha ido.

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Olimpo, Glemis y Donaldo empezaron sus trayectorias profesionales en El Mundo de Medellín, un periódico liberal creado en 1979 por un grupo de empresarios y periodistas, y que desde los años noventa pertenece a la familia Gaviria Echeverri. Olimpo, Glemis, Donaldo y Natalia, en épocas distintas, trabajaron en El Colombiano, periódico conservador, ya centenario, el principal diario regional de Antioquia; ahí formaron parte de la Unidad de Paz y Derechos Humanos, creada en febrero de 1999 y que todavía sigue existiendo. Glemis, Donaldo y Natalia estuvieron también en El Tiempo, el diario de mayor circulación en Colombia. Natalia permaneció doce años en la revista Semana, dedicada a la política y la actualidad nacional. Mary Luz, por su parte, comenzó en Hora 13 Noticias, después pasó a los noticieros de Teleantioquia —el primer canal regional del país, creado en 1985—, luego llegó a El Espectador, diario de ideas liberales fundado a fines del siglo xix, el decano de la prensa en Colombia. Fernando se fue a Hora 13 Noticias después de diez años como periodista deportivo en distintos medios y entidades. Natalia, Mary Luz y Fernando actualmente combinan el ejercicio profesional y la docencia. Aquí comparten sus experiencias y memorias.

* * *

Amenaza. Intimidación. Balacera. Retención. Secuestro. Balacera. Espionaje. Hostigamiento. Balacera. Desplazamiento. Exilio. Balacera. Acoso. Homicidio. Balacera. Atentado. Violación.

La violencia en el departamento de Antioquia arrastraba a los periodistas por un sinfín de acontecimientos. “Había demasiados hechos, ocurrían tan rápido...”, recuerda la fotoperiodista Natalia Botero en el Patio de las Azaleas, en el Jardín Botánico de Medellín.

Inicialmente el conflicto se cubría como si fuera orden público, explica Mary Luz Avendaño en una clase de la universidad donde actualmente trabaja. Era por esa sección que, generalmente, los jóvenes periodistas ingresaban. A veces también en el área Metro, como ocurrió con Carlos Olimpo Restrepo y Glemis Mogollón, o Deporte, como le tocó a Fernando Cifuentes. Los reporteros gráficos y a los corresponsales, entretanto, cubrían de todo. Así les pasó a Natalia Botero y a Donaldo Zuluaga Velilla.

Era tal el caudal de información en Medellín, que a algunos les tocó cubrir el conflicto muy pronto.

—Comencé prácticamente desde que entré en El Mundo, en los ochenta, porque era la época del narcotráfico en Medellín, de las bombas, de la muerte de civiles —recuerda Donaldo en una cafetería del sector de Suramericana, nos encontramos dos veces.

Glemis, por su parte, no escogió cubrir el conflicto. Trabajaba en El Mundo, cuando apareció la oportunidad de ser corresponsal de El Tiempo de Bogotá, en el departamento de Chocó. Era comienzos de los años noventa y en esa época ya se sentían en ese departamento los embates del paramilitarismo que se había consolidado en el norte del Urabá antioqueño.

Pasé a dedicar muy buena parte de mi tiempo de reportería a cubrir el conflicto armado —cuenta Glemis en un café del barrio Laureles, donde la entrevisto.

Carlos Olimpo Restrepo ya había pasado al área Internacional en El Mundo cuando, por primera vez, le tocó cubrir un hecho relacionado con el conflicto colombiano. Acababa de entregar la información que tenía para hacer en ese día cuando oyó una explosión muy cerca. Como habitante de Medellín, ya sabía reconocer aquel ruido: se trataba de un carro bomba.

—Fue el sonido al que nosotros nos acostumbramos cuando éramos jóvenes —añade Olimpo, mientras conversamos y tomamos café.

Recuerda que uno de los fotógrafos del periódico le dijo: “¡Vamos! ¡Vamos!”. Era un atentado contra las instalaciones del Gaula, unidad antisecuestro de la Policía, junto a la Cuarta Brigada del Ejército, a unas pocas cuadras de la sede del periódico. Empezó a ver los destrozos antes de que llegara al lugar donde estalló el carro bomba. Más adelante, la escena era impactante. Al otro día, 31 de julio de 1999, su texto gritaba: “¡Dolor y terror!”.

—No me correspondía ese cubrimiento. Fue instinto. Cuando el compañero fotógrafo dijo “¡vamos!”, corrí con él. Esa fue la primera vez.

Natalia, por su parte, eligió ser fotoperiodista. No escogió cubrir el conflicto. Le tocó. En ese momento era estudiante de periodismo en la Universidad de Antioquia y hacía las prácticas profesionales en El Colombiano. Era septiembre de 1993 y la enviaron a cubrir a Urabá los asesinatos de los voceros de la Corriente de Renovación Socialista, un reducto del Ejército de Liberación Nacional (Eln) que en ese momento adelantaba un proceso de paz con el gobierno de César Gaviria.

De regreso, se les atravesó un camión en la carretera. Los emboscaron, pero gracias a las gestiones del conductor del vehículo ella y sus colegas pudieron salir con vida.

—Ese creo que fue uno de los hechos que marcó mi historia profesional porque desde ahí me inserté en el tema del conflicto. Entonces desde que era estudiante tuve que fotografiar las problemáticas sociales y el conflicto armado del país.

A Mary Luz también la marcó su estreno en el cubrimiento del conflicto. Su trayectoria profesional había empezado diez meses antes en el noticiero Hora 13 Noticias: los seis primeros como practicante, los cuatro siguientes como periodista graduada. Cubría comunidad o temas de orden público en Medellín. La periodista recuerda que era víspera de las elecciones presidenciales de 1998. Había una amenaza fuerte de la guerrilla de las Farc en el Oriente antioqueño, la gente no podía salir a votar. El día anterior, en la vía que va de El Peñol a Guatapé, habían quemado unos carros. Era una señal de alerta.

Al llegar al noticiero, vino la orden de ir a ver lo que pasaba, si la gente iba a salir a votar o no. Y así partió con un camarógrafo y con la conductora, que ni siquiera trabajaba para el medio de comunicación, sino que la contrataban en días de mucho trabajo.

—Cuando íbamos llegando al sitio donde estaban los carros quemados, comenzamos a escuchar silbidos, y les dije: “Nos están vigilando”. Ahí fue donde nos cogió la guerrilla y nos llevó. A los tres.

Mary Luz y sus compañeros fueron secuestrados por las Farc, que los tuvo una semana en cautiverio.

—Ese fue mi primer contacto con el grupo guerrillero. Yo sabía que existía, los había visto por televisión, los había leído, pero nunca había visto a un guerrillero en mi vida, y ahí me los encontré.

Me explica que a partir de este cubrimiento de iniciación, le interesó contar el conflicto.

¿Y esos por qué existen? ¿Por qué hacen lo que hacen? ¿Por qué secuestran? ¿Por qué utilizan a los muchachos en las ciudades, como Medellín, para luchar en su guerra? —inquiere Mary Luz, compartiendo las preguntas que la acompañaron.

Fernando llegó al noticiero Hora 13 Noticias a comienzos de los años 2000 para actuar en el área deportiva. Tenía experiencia en ese tema, como periodista y comunicador corporativo. La cantidad de información que el conflicto generaba cada día llevó a Fernando a cambiar de fuentes.

—Empecé a dejar el deporte atrás, atrás. La agenda informativa me obligó a concentrarme en la cobertura del conflicto urbano —explica Fernando que me recibe en la universidad donde es docente.

Le tocó asistir a un enfrentamiento por el control territorial en Medellín. La ‘banda de Frank’ cometía extorsiones y homicidios en la zona de las terminales de transporte de los barrios París, El Picacho, 12 de Octubre y Robledo.

—Recuerdo que cuando empecé a trabajar había un conflicto muy fuerte en el área norte de la ciudad, en los límites de Medellín y Bello, con una banda delincuencial.

El dolor de un padre cuyo hijo fue asesinado en la masacre del Frente 9 de las Farc de enero de 2003 en las veredas Dosquebradas, La Tupiada y Dinamarca, municipio de San Carlos, Antioquia. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla.
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Fernando cree que los periodistas fueron víctimas del conflicto a través de secuestros, homicidios, amenazas, restricciones, zonas vedadas para su labor, entre otras dificultades.

Somos víctimas directas como colectivo de una estructura que tenía como objetivo perseguir la tarea periodística, restringirla, controlarla o impedirla por todas las formas posibles —dice.

Olimpo añade otro tipo de intimidación: los seguimientos.

—Como ir al restaurante y ver siempre al mismo tipo, que se sentaba al frente y te miraba.

Algunas veces quedamos en medio del fuego cruzado, otras veces éramos retenidos momentáneamente o por el Ejército, o por los paramilitares, o por la guerrilla. Había el temor de llegar a un lugar y que fuéramos a ser víctimas de ataque —dice Mary Luz. —A veces estábamos como tan acostumbrados y con tanta presión que hasta minimizábamos lo que pasaba. Y hoy lo miro y pienso: “cómo aguanté eso, cómo no hice un escándalo o cómo estoy viva”. Las cosas fueron más allá.

Donaldo también evalúa el pasado:

—Aquí disparaban desde todas las partes. Lo único que te defendía era llevar un chaleco que tenía escrito “Prensa” y una cámara de fotografía en la mano. De resto, eras una persona más. Yo estoy haciendo esas valoraciones de riesgo justamente ahora cuando tengo mi vida más reposada, más tranquila. “Donald, ¡por Dios!, te arriesgaste demasiado. Corriste demasiados riesgos. Eso era en serio”, pienso ahora. Sobreviviente, me siento un sobreviviente de todo ese conflicto tan verraco que vivimos y que todavía, todavía…

Entre 1977 y 2015 se cometieron en Colombia 152 asesinatos de periodistas por razón de su oficio, según datos de la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip). El informe La palabra y el silencio: la violencia contra periodistas en Colombia (1977-2015), del Centro Nacional de Memoria Histórica, revela que 62 periodistas fueron muertos en el periodo 1986-1995 y otros 58 entre 1996 y 2005. Muchos de los crímenes, sin embargo, tienen relación con la investigación de la corrupción y, especialmente, de la corrupción administrativa.

Amenaza. Intimidación. Balacera. Retención. Secuestro. Balacera. Espionaje. Hostigamiento. Balacera. Desplazamiento. Exilio. Balacera. Acoso. Homicidio. Balacera. Atentado. Violación.

—Los reporteros salíamos a la calle y el cotidiano eran las bombas, la matanza de policías, la guerra contra el Estado —recuerda Donaldo—. Fueron muchos los policías que cayeron en atentados. También periodistas, jueces, militares, estudiantes, activistas, políticos. Hubo una masacre impresionante y Medellín fue epicentro de estos crímenes.

—Cayeron muchos más civiles que los actores involucrados o metidos en el conflicto —dice.

Según cifras oficiales, entre 1980 y 2014, se calcula que en Medellín al menos 132.529 personas fueron víctimas reconocidas del conflicto armado. La principal modalidad, el desplazamiento forzado, tuvo la mayor parte de las víctimas: más de 100 mil. Los asesinatos selectivos y las masacres, por su parte, contaron 21 mil víctimas. En la ciudad hubo 221 masacres.

Algunos municipios del departamento de Antioquia tuvieron altos niveles de violencia en razón de la diversidad de los actores armados, de sus intereses y de la permanencia del conflicto en esas regiones.

—Yo prácticamente crecí en medio del conflicto. A mi familia le tocó, le toca y le seguirán tocando todas esas batallas del conflicto en Colombia —explica Donaldo.

El conflicto colombiano tiene una característica y es que no es fácil, no es de un bando contra otro, sino que son un montón de fuerzas, muchas veces combinadas, muchas veces disfrazadas, muchas veces no tan claras; es una mescolanza de odios y de luchas por el poder que no es tan fácil de contar —así es la síntesis que hace Fernando.

El único denominador común eran el dolor y la impotencia. La sensación de abandono, de no importarle a nadie, de estar en medio de todo eso —dice Mary Luz, quien, además de sufrir un secuestro, tuvo que exiliarse por su oficio.

El conflicto armado interno colombiano, el más antiguo de América Latina, ocasionó la muerte de por lo menos 220.000 personas entre 1958 y 2012. Son datos del informe ¡Basta ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad, publicado por el Centro Nacional de Memoria Histórica en 2013.

* * *

2 de mayo de 2002. Combate entre guerrilleros del Bloque José María Córdoba las Farc y paramilitares del Bloque Élmer Cárdenas de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), que golpeó la población de Bellavista, en Bojayá, Chocó.

El río Atrato aproxima y separa los departamentos de Chocó y Antioquia. Del lado chocoano queda Bojayá; del lado antioqueño, Vigía del Fuerte. Los guerrilleros de las Farc estaban en una margen del río; los paramilitares en la otra.

El enfrentamiento se produjo en la cabecera municipal de Bojayá, en Bellavista. La población civil, en estado de indefensión, estuvo prácticamente sitiada soportando el enfrentamiento de las dos partes. Las hostilidades no fueron suspendidas ni siquiera después de que un cilindro bomba, de los tantos que lanzaron las Farc, impactara la iglesia en la que la comunidad local se resguardaba del combate. Al menos 79 civiles resultaron muertos, de ellos 49 eran niños.

Ya habían pasado varios días desde la masacre cuando los periodistas lograron entrar en la zona. Quibdó, la capital del Chocó, se encuentra a cien kilómetros de Bojayá. Mientras intentaban avanzar, los periodistas eran llevados por los militares de un lado para otro; les decían que sí, que podrían entrar a la zona; que no, que todavía era muy peligroso, que había combates, que tenían que esperar.

Natalia Botero estuvo allí. En ese entonces era fotoperiodista de la revista Semana. Su relato es un indignarse sin fin frente al papel que juegan la prensa y el poder, y frente al silencio de los periodistas en su quehacer.

—Estuvimos muchos días tratando de hacer nuestro trabajo, casi que encarcelados, encerrados, atrapados. Sabían que si entrábamos antes, si llegábamos antes, íbamos a mostrar la escena dantesca.

Además de lo terrible que fueron la masacre de Bojayá y sus imágenes, a Natalia, todavía, le impacta lo que ocurrió cuando el Ejército les dijo a los periodistas que, finalmente, podían entrar. Había una condición: solo podrían moverse en el helicóptero del Ejército, “para garantizar nuestra seguridad”, añade. La fotoperiodista tomó la decisión de no montarse al helicóptero y se quedó abajo. Hizo lo mismo el fotógrafo Paul Smith, que era independiente.

—Y eso fue muy bochornoso, fue una vergüenza muy grande porque el periodista de Semana y el general gritaban desde el helicóptero que dónde estaba la fotógrafa de la revista, que tenía que montarse. Desde la pista le dije al periodista: “Yo no me subo ahí”.

Natalia recuerda que pronto recibió una llamada telefónica donde le dijeron “o usted se monta en el helicóptero o ya no trabaja más”. Y acabó haciéndolo.

Fue muy repugnante haber tenido que llegar al lugar en esas circunstancias, pero también fue muy repugnante ver ese escenario, tener que ver la muerte de esa manera. Fue muy triste. Eso me dejó muy marcada porque yo entendí cómo era el poder del Estado, el papel que juega la prensa y el silencio frente al quehacer. Entendí también cómo era el conflicto, los intereses oscuros de unos y de otros.

 

El padre Antún Ramos y el Cristo destruido, símbolos de la tragedia de mayo de 2002 en Bojayá, Chocó, tras el combate entre guerrilleros del Bloque José María Córdoba de las Farc y miembros del Bloque Élmer Cárdenas de las Auc. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla.

* * *

Comprender la importancia del cubrimiento periodístico que desarrollaban fue un largo ejercicio para aquellos que empezaron en los ochenta y noventa. Los talleres de formación que impartieron organizaciones como Medios Para la Paz, el Comité Internacional de la Cruz Roja, las Naciones Unidas, o la Federación Internacional de Periodistas sucedieron mucho después. Primero a los periodistas les tocó prepararse “bajo fuego”, como dice Donaldo.

—Era una cosa absolutamente empírica llegar a un lugar, sabías que eras un reportero y que tu labor era registrar un hecho. Pero no tenías normas de seguridad para saber si podrías ir hasta allá o no —añade.

Olimpo reflexiona en la misma dirección:

—En esa época ninguno de nosotros tenía preparación. Hacíamos un cubrimiento casi que por instinto, generalmente acudíamos a las fuentes oficiales.

Rodearse de gente que estuviera haciendo lo mismo, que tuviera los mismos intereses, los mismos valores y las mismas búsquedas, que entendiera lo delicado que era cubrir el conflicto fue la elección de Natalia. Estaba muy joven. Quiso aprender en qué se estaba metiendo. Quiso aprender de la experiencia de los compañeros que empezaron antes. Así también le pasó a Glemis:

—Es un asunto que se va adquiriendo con la experiencia, por el carácter de cada quien y, también, por algún acompañamiento.

—Un poquito de audacia, un poquito de arrojo para ir hasta allá sin saber los riesgos por los que estábamos pasando. Eso no te lo enseñan. Eso lo aprendimos ahí, a cada paso —dice Donaldo.

—Aprendimos unos protocolos básicos de protección y fuimos desarrollando otros protocolos, de intuición. Aprendimos de la teoría, pero también del ejercicio. Aprendimos en el terreno, mucho: a conocer las carreteras, las horas en que nos podíamos mover. Aprendimos a hacer banderas blancas, letreros de prensa —dice Natalia.

—Nosotros mismos nos inventamos ciertas estrategias. Cuando se iba a cubrir el Oriente antioqueño, a municipios como San Carlos, Granada y Cocorná, ya sabíamos que había un punto de encuentro. Es más difícil que secuestren a veinte periodistas que a uno que vaya en un carro solito. Esa era una forma de apoyarnos —explica Glemis.

El aprendizaje no era solamente profesional, sino también personal. “¿Qué hago para no quedarme enganchada, para borrar todas esas historias en que uno se ve envuelto?”, es la pregunta que siempre se ha planteado Glemis.

—Era muy doloroso, pero era tanto lo que teníamos que cubrir que a veces no había tiempo para asimilar y para digerir. Uno no tenía tiempo ni siquiera de llorar. Porque hoy estaba en esa toma guerrillera, mañana pasaba a otra, eran semanas con dos o tres cosas graves que teníamos que cubrir y no te daba tiempo para asimilar —recuerda Mary Luz.

* * *

Testigo. Víctima. Sobreviviente.

Esas expresiones permiten a los reporteros adjetivar la propia experiencia.

Algunos de ellos no tienen dudas: les tocó testimoniar. Otras vacilan: ser víctima. No, testigo. No, víctima. Alguno puede verse también como sobreviviente.

Testigo.

—Por tarea propia de nuestra profesión fuimos testigos de lo que fue el conflicto armado, o de lo que es, porque todavía es —dice Fernando.

Testigo. Víctima.

Soy testigo de las épocas duras, pero también soy testigo de la transformación que se ha venido dando —dice Glemis. Reflexiona: —Digamos que, socialmente, muchos de nosotros, como colombianos, fuimos víctimas. No solamente nosotros como periodistas, en general, fue toda la sociedad colombiana.

La mayoría de las veces fuimos testigos, aunque en algunas situaciones uno sí podría decir… no sé si fue víctima, pero por lo menos sí llegó a sentir intimidaciones, sobre todo cuando estabas en la zona y te tocaban esos cubrimientos —dice Olimpo.

Víctima.

Aun con lo que implica la categoría de víctima, Natalia se mira a sí misma como tal:

Siento que todos los colombianos somos víctimas del conflicto. Siento que el conflicto nos enfermó mentalmente, nos rompió la confianza en nosotros mismos, en el Estado; nos derrumbó también la esperanza. Yo siento que el conflicto nos trajo zozobra, nos volvió seres nerviosos y nos hizo entender que de la vida no salía nada. Me siento víctima del conflicto porque vivo en un país que me mantiene así. También porque he sufrido amenazas por tratar de trabajar temas de los derechos humanos. Asimismo por ser mujer he tenido que cambiar ciertas dinámicas de mi vida. Porque me he tenido que replegar a un segundo plano. Entonces, sí. De alguna manera, siempre me he sentido víctima del conflicto.

Testigo. Víctima. Sobreviviente.

El reportero gráfico Donaldo dice que es sobreviviente porque: “No sabíamos en qué momento podría pasar alguna cosa”. Además de sobreviviente, víctima.

Vi la muerte por encima de mí muchas veces, me vi amenazado con armas de fuego. Ahí sí fui víctima. Y fui víctima también de retenciones, de secuestros momentáneos, de que me dijeran “váyase de aquí”.

Y añade:

—Yo creo que estoy ahora poniéndome el adjetivo de víctima. Después de todo, después de que me pasaron tantas cosas, después de que hago unas elaboraciones mentales llego a esa conclusión, a esa definición: ¡Es que te pasaron muchas cosas y simplemente las asumiste como paisaje!, ¡como paisaje! Yo decía: Es que no, eso hace parte del reportear. Pero vuelvo y lo pienso. Elijo las dos palabras: víctima y testigo.

* * *

30 de julio de 1999. Toma de Nariño, Antioquia, por el Frente 47 de las Farc.

Nariño está ubicado a unos 150 kilómetros de Medellín. El Colombiano envió al reportero gráfico Donaldo Zuluaga y al periodista Juan Diego Restrepo, hoy director de VerdadAbierta.com.  Llegaron a Sonsón, municipio intermedio, la noche después de la toma. A la mañana siguiente, un retén los detuvo. Nariño estaba cerca. Se oían disparos, bombardeos, ametrallamientos desde los helicópteros de la Fuerza Aérea.

El médico del pueblo estaba ahí, retenido; les dijo a los guerrilleros que necesitaba llegar al pueblo, ver los heridos. Los periodistas estaban ahí, también retenidos; le explicaron a los guerrilleros que, por su labor, necesitaban pasar.

—Déjenos entrar. Nosotros llevamos al médico y nos devolvemos.

Accedieron.

Cruzaron el camino con una bandera blanca. Se oyeron disparos, bombardeos, ráfagas.

—Afortunadamente no nos dieron —recuerda Donaldo.

El primer cadáver que vieron, un policía en ropa sudadera, estaba tirado en el suelo. Nadie podía recogerlo. Llegaron al hospital. Entre los heridos había más policías. Y ahí, custodiándolos, varios guerrilleros. Salieron a la calle y encontraron a otros guerrilleros. Les explicaron que, por su labor, necesitaban llegar al parque, escenario de los enfrentamientos y donde estaban el comando de la Policía y algunos negocios. Las casas estaban en llamas.

Accedieron.

Caminaron hasta el parque. La gente estaba encerrada, nadie salía a la calle. La bandera blanca, la cámara cargada junto al cuerpo para que no la confundieran con un arma. En la mitad del parque, recomenzó el fuego cruzado. Se oyeron disparos, bombardeos, ametrallamientos.

—Nos tiramos al piso, las balas pasaban silbando. A Juan Diego lo perdí de vista. Me arrastré hasta una casa y me escondí con un compañero de televisión. Demoré por ahí dos horas, encerrado en una casa de familia que estaba abandonada. Se calmó la balacera un ratico y logramos salir.

Caminaron hasta el hospital. Los periodistas se reencontraron. Otra vez ese bombardeo impresionante. Tiempo después, silencio. La guerrilla regresó al hospital, por los policías heridos, los iban a secuestrar.

—Nosotros prácticamente nos escondimos en el hospital, en los últimos cuarticos, mientras pasaba toda esa situación. Fueron momentos muy angustiantes porque la guerrilla también quería llevarnos. Nosotros nos escondimos. Ellos se llevaron el carro en que vinimos con los policías heridos, con los policías que aún tenían esas bolsas de suero.

Los periodistas salieron de esa guarida del hospital a las cinco y media de la mañana. El amanecer era gris por la lluvia, diminuta, miedosa. La gente se asomaba triste, desolada, desmoralizada.

—Esa es una de las tomas guerrilleras más largas que ha suportado este país. La toma de Nariño. Esa me tocó vivirla. Nariño fue un episodio muy duro. Me dolió mucho y me duele sobre todo ahora. Volví allá hace un año, quise hacer el antes y el después. Obviamente es un pueblo ya reconstruido. Pero el miedo, el miedo sigue latente. Y eso me duele más.

* * *

—¿Qué pasó? ¿Por qué pasa lo que pasa? ¿De dónde salió? ¿De dónde vino? ¿Por qué? —son preguntas que se hacen los periodistas mientras hablamos.

Con brevedad, Carlos Olimpo Restrepo dice que el conflicto es la intolerancia total llevada al extremo: “Las intolerancias y las rabias alimentadas constantemente. Una rabia que va creciendo. Unos odios que se van actualizando”. En sentido opuesto, “el inicio de todo trabajo periodístico es un sentimiento profundo de solidaridad y de compromiso con el ser humano”, dice Fernando.

Les pregunto:

—¿El conflicto tiene un color? ¿Un olor? ¿Un sonido? Si fuera posible ponerlo en una fotografía, ¿cuál sería?

—¡¿Un color?! —indaga Fernando, mirándome. —A tierra. El conflicto siempre estuvo relacionado con la tierra, yo no sé por qué. Pocas veces es el cemento, la hierba, no, siempre la tierra, la tierra.

—Rojo —elige Natalia Botero.

Interrumpo rápidamente:

—¿Por la sangre?

—No, no. Yo lo describiría con el rojo porque el rojo es ese punto que llama la atención en todas partes y no permite tranquilidad alguna, sino que genera una excitación permanente. No solo el estado de atención de las cosas, sino del estado de conmoción de los espíritus. O sea, donde hay rojo hay excitación. No precisamente por la sangre porque la sangre se vuelve café o violeta.

—El naranja, pues, de explosión —dice Olimpo.

—Gris. Porque el gris me acompañó en todas esas misiones. Era el gris del municipio de Nariño, de la luz, un gris de muerte. Pareciera que ese color viniera a rodear toda esa aureola de muerte y dramatismo. Ese color sí, ese color gris. Las nubes grises. El cielo gris. Yo nunca había pensado en esa conclusión de que hubiera un color que pudiera reflejar todo mi cubrimiento del conflicto. Gris, gris.

Glemis elige ese mismo color porque la remite a lo que encontraba cuando iba hacer los cubrimientos de hechos violentos. “Digo humo para no decir gris”, explica. El humo de cualquiera edificación o de los vehículos quemados cuando había ataques a pueblos.

Gris, naranja, rojo, tierra. Además de colores, el conflicto tiene sus olores.

Donaldo incluso elige un olor gris:

—A ceniza. ¿Sabes por qué? Es un olor muy particular. Es el olor que producen las llamaradas cuando se apagan. El olor de Nariño. El olor que se produjo en Bojayá cuando se quemó. Si bien no hubo cenizas era impresionante. Me tocaron muchas tomas, algunas las viví directamente y otras cuando ya había pasado todo. Yo ya llegaba con ese olor gris y volvía del cubrimiento con la ropa toda tiznada. Es decir, si los olores pudieran llevar un color, yo diría que era un color gris también.

—A sangre —dice Fernando y, con las manos en los ojos, explica: —La sangre tiene un olor muy penetrante. A uno se lo mete como acá, en el entrecejo y te impregna, como el humo. Te impregna muy fuertemente. Y es un olor que, por lo menos a mí, me perseguía. Una o dos semanas después yo todavía le sentía. Yo sentía como que algo se me olía a sangre.

Glemis Mogollón ubica el olor en el tiempo, en el territorio, en un hecho de su labor de reportera:

—Una vez en Dabeiba, en la zona del Urabá antioqueño, de clima caliente, recuerdo que las Farc atacaron el comando de la Policía, destruyeron parte del parque del pueblo. Yo estaba parada delante de la iglesia, haciendo una reportería y ¡qué olor tan raro!, pensé. Yo como que no le atinaba a saber qué era y no caía en la cuenta...

—Es que los muertos están ahí —le dijo la persona con quien hablaba.

—¿Cómo que ahí? Entonces me mostró que detrás de la puerta de la iglesia estaban los cuerpos de los policías asesinados. Con ese olor en la nariz duré varios días.

El olor de la muerte, de los muertos por el conflicto, también es el referente de Olimpo.

—Hay un olor que a mí me impresionaba y me daba muy duro, se me quedaba en la piel largo tiempo, lo sentía mucho y por eso fumaba tanto. Es un olor como dulzón, como de los cadáveres en descomposición. Más de una vez fui a lugares donde ya los muertos llevaban un día, dos, tres días y a mí me daba la impresión de que la ropa, de que la piel me olía a muerto. Es ese olor dulzón del cuerpo, entre dulzón y podrido. Es muy fuerte. Una vez fuimos a un sitio donde había más de setenta muertos en descomposición y llevaban ahí como cuatro días en una montaña, todos eran paramilitares. Me acuerdo de que, cuando volvíamos, paramos en un pueblito y fuimos a un hotel. Me bañaba y bañaba y fumaba y a mí no se iba ese olor. A mí se me quedó una semana ese olor. Eso fue muy verraco.

Ceniza, sangre, muerte, entre dulzón y podrido. Además de olores, el conflicto tiene sus sonidos.

Donaldo explica que el conflicto tiene muchos sonidos: el tableteo de las ametralladoras sobre el monte, el bombardeo, el helicóptero, el llanto de una señora o de un niño. Hay que elegir uno. El ahogo, el sonido que no sale, dice el fotógrafo con las manos en la garganta.

—Ese jadeo que produce el miedo. O inclusivo ese sonido que ni siquiera alcanza a salir de miedo. Que es como lo tenéis aquí, querés gritar y no sale —explica.

—El silencio —dice Natalia—. El silencio es muy poderoso y muy peligroso porque significa el dolor, también el miedo, el temor, la represión, la complicidad.

—El ametrallamiento desde los helicópteros es un sonido que a mí nunca se me olvida. Para mí es aterrador, aterrador —dice Fernando.

El sonido elegido por Olimpo lo ubica en el tiempo. Lo conoció muy joven. Lo llevó a cubrir el conflicto.

—El sonido de la explosión del carro bomba. No es un transformador de la luz, no es una pipeta de gas que estalló, no. Es como seco y retumbante, tan fuerte, tan estremecedor. El sonido de las balas más de una vez me tocó, me tocaron algunos combates muy fuertes. Pero el sonido del carro bomba es una cosa bárbara.

Ubicar también es importante para Glemis. El sonido viene de un lugar, ahí está:

—Comenzaron a volver los campesinos a sus veredas en el corregimiento de Saiza, municipio de Terralta, Córdoba, y una de las personas con quien hablaba me decía: “En Saiza ya cantan los gallos”. El canto de los gallos y el ladrido de los perros son parte de los sonidos de una familia, prueba de que hay gente. Es un sonido que es un buen indicador. Cuando hay demasiado silencio, obviamente lo que hay detrás de eso es desplazamiento, abandono, soledad. El sonido de los gallos cantando y de los perros ladrando es como un sonido de familiaridad, de cotidianidad, de vida que está ahí.

El quiquiriquí de los gallos, el ladrido de los perros, los ametrallamientos desde los helicópteros, la explosión de un carro bomba, el silencio, el llanto, el sonido que no alcanza a salir. Además de sonidos, el conflicto tiene sus imágenes.

Natalia explica que en Colombia la gran mayoría de los muertos han sido hombres. Así que si pudiera poner el conflicto en una instantánea, pondría a una mujer que llora:

—Esta guerra dejó a muchas mujeres viudas, huérfanas, a muchas mujeres sin esposo, sin hermanos, sin nietos, sin hijos. La mujer encarna la tristeza, el dolor, la angustia, la soledad, la resistencia, la permanencia. La mujer enfrenta, la mujer da pecho, la mujer da rostro, la mujer no tiene miedo, la mujer no tiene vergüenza.

Olimpo también contextualiza su elección. Es muy similar a la de Natalia. Cuando les tocaba cubrir el conflicto, siempre veían que la mayoría de la gente que estaba escapando de la muerte eran mujeres y niños. La gente iba saliendo de los pueblos y los periodistas iban entrando.

—El dolor de los niños. Verlos con su ropita en un estado deplorable, o vomitando o temblando… Esa es la imagen que tengo del conflicto.

Mary Luz se acuerda de una masacre de paramilitares en el corregimiento El Jordán, también en San Carlos. Cuando acudió, los cuerpos todavía no habían llegado. Una volqueta los trajo.

—Había una niña de unos tres, cuatro años, hermosa, con unos ojos verdes, divinos, y ese cabellito crespo. La niña era tan chiquita y flaquita que se paraba en el alambre de púas, se encaramaba en ese alambre, gritando, llamando al papá. Era una cosa absolutamente desgarradora, el dolor de esa niña era impresionante.

Una chiva abandonada a la que ya se la estaba comiendo el monte es la imagen de Glemis.

—Dentro de esa chiva era como una especie de matera gigante porque ya tenía hierbas, flores... Es como una imagen muy poderosa del abandono, de la violencia en los caminos donde antes transitaba la gente. Pero también muestra la capacidad que tiene el ser humano de sobreponerse a la adversidad.

El afán, la primicia, el miedo, nada de eso les importaba cuando estaban en terreno. La gente, sí. Los muertos, sí. Y, por eso, había unos límites; unos límites tantas veces autoimpuestos. Al preguntar, al fotografiar, al reportear.

—Había personas que empezaban a contarme sus historias y yo les decía “no me cuente eso, porque con un muerto en su familia es suficiente. Usted no tiene que contarme eso, no se ponga en riesgo. Usted simplemente háblame de lo que le estoy preguntando” —trae al presente Mary Luz.

Un niño. Una mujer. El llanto de una mujer. El abandono.

El quiquiriquí de los gallos. El ladrido de los perros. Los ametrallamientos desde los helicópteros. La explosión de un carro bomba. El silencio. El llanto. El sonido que no alcanza salir.

Ceniza. Sangre. Muerte. Entre dulzón y podrido.

Gris. Naranja. Rojo. Tierra.

El conflicto que les tocó —y les toca— a los periodistas colombianos.

El destierro involuntario al que fueron sometidos niños, mujeres y hombres del Urabá antioqueño. 135 mil urabaenses tuvieron que desplazarse desde los años ochenta. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla.

* * *

Carlos Olimpo Restrepo: Comunicador Social - Periodista egresado de la Universidad de Antioquia. Especialista en Periodismo Internacional por la Universidad Complutense de Madrid. Trabajó en el periódico El Mundo (1991-1999) y en El Colombiano (2001-2018), de Medellín, donde hizo parte de la Unidad de Paz y Derechos Humanos. 54 años.

Donaldo Zuluaga Velilla: Comunicador Social - Periodista egresado de la Universidad de Antioquia. Fue reportero gráfico de El Mundo, de Medellín, El Tiempo, de Bogotá, y El Colombiano (1994-2018), de Medellín. Actualmente trabaja como reportero gráfico independiente. 60 años.

Glemis Mogollón Vergara: Comunicadora Social - Periodista egresada de la Universidad Pontificia Bolivariana. Magíster en Gobierno y Políticas Públicas. Trabajó en el periódico El Mundo (1994-1996), fue corresponsal de El Tiempo (1996-2003). Integró la Unidad de Paz y Derechos Humanos de El Colombiano(2004-2007). Participó de la fundación de la Asociación de Periodistas de Antioquia y de la Federación Colombiana de Periodistas. Trabajó en la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (2007-2011). Actualmente es Asesora de Comunicaciones de la Unidad de Restitución de Tierras (Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural). 47 años.

Fernando Cifuentes Higuita: Comunicador Social - Periodista egresado de la Universidad de Antioquia. Especialista en Periodismo Digital. Empezó a trabajar en 1990 como periodista deportivo y con comunicación corporativa en entidades deportivas. En el 2001 pasó al noticiero Hora 13 Noticias, donde sigue todavía. Fue corresponsal en Medellín de Noticias Uno (2001-2017). Participó de la fundación de la Asociación de Periodistas de Antioquia y de la Federación Colombiana de Periodistas. Es docente en la Fundación Universitaria Luis Amigó. 46 años.

Natalia Botero: Comunicadora Social - Periodista egresada de la Universidad de Antioquia. Trabajó como reportera gráfica en los periódicos El Colombiano y El Tiempo, y en la revista Semana, donde permaneció doce años. Está concluyendo la maestría en Estudios Socioespaciales. Es docente y tallerista de fotografía.

Mary Luz Avendaño: Comunicadora Social - Periodista egresada de la Universidad de Antioquia. Magíster en Relaciones Internacionales, Seguridad y Desarrollo. Trabajó en Hora 13 Noticias (1998-2001), en Teleantioquia Noticias (2001-2008) y fue corresponsal de El Espectador (2008-2011), siempre cubriendo temas relacionados con derechos humanos, conflicto armado y narcotráfico. Es docente en la Universidad Pontificia Bolivariana y en Eafit. 45 años.

Lea también: Usme, el bastión urbano de las Farc en la década del noventa​

Por Angela Zamin

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