Sin EPS ni salud: Así capacitan civiles en el Bajo Atrato para atender emergencias
Ante el deficiente sistema médico en esta subregión del Chocó, la Iglesia y algunas oenegés han capacitado a 30 promotores de salud para que atiendan a comunidades apartadas con pocos recursos y en medio de las dificultades de orden público.
A Luis Eduardo Cogollo Hoyos no le ha temblado la voz para decirles a los actores armados que no. Es el único médico para al menos quince comunidades del río Jiguamiandó, en Chocó, y en sus 18 años de experiencia ha recibido varias amenazas por negarse a atender a hombres armados y uniformados, sin importar el bando. “En una ocasión uno de ellos volvió de civil y sin armas y yo lo atendí, porque es un ser humano, pero esta es una comunidad de paz; yo no atiendo a nadie armado”, dice con un acento entre chocoano y cordobés mientras señala un cartel escrito a mano que dice: “Prohibido el ingreso con armas en este lugar”.
El letrero está pegado en una de las paredes de madera de la caseta que la comunidad de la Zona Humanitaria Nueva Esperanza construyó para que hiciera las veces de hospital en el corregimiento de Jiguamiandó de Carmen del Darién (Chocó). La caseta pintada de blanco y rosado es el lugar en el que Cogollo trabaja de domingo a domingo, sin más pago que el agradecimiento de la comunidad.
Cogollo, o “el médico”, como todos lo conocen aunque no estudió una carrera formal de Medicina, llegó, como muchos de los habitantes de este caserío, huyendo de la violencia en el Alto Sinú, sur de Córdoba. Era 1996, cuando todos en el río Atrato juraban que aunque ya había presencia de las Farc y el Eln, las masacres, los relatos de horror y el desplazamiento se iban a quedar allá, lejos de ellos.
Pero en el 97, la estrategia de expansión de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, en alianza con el Ejército, produjo las operaciones Génesis y Cacarica contra las Farc, que generaron el desplazamiento de más de 3.500 personas del Bajo Atrato y una condena de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) contra el Estado colombiano. Fue entonces cuando Cogollo cambió su trabajo de agricultor por el de promotor de salud. “En medio de la huida veíamos morir niños y no había quién atendiera, entonces nació la necesidad de que alguien se preparara en temas de salud. En esas llegaron oenegés y la Pastoral Social con capacitaciones y la comunidad me designó a mí”, cuenta.
Cogollo tiene una mirada serena, una sonrisa amable y un trato delicado con los otros. Desde 2004, ha sido a la vez médico general, pediatra, odontólogo, ginecólogo, enfermero y cirujano y ha llegado a atender a quince personas en un día . “Es tan básico como decir que aquí no se muere ningún niño por desnutrición ni por diarrea, como pasa en otras zonas donde no hay médicos ni promotores. Desde ahí salvamos vidas”, dice orgulloso.
“Cuando él sale, todas las comunidades de por aquí quedan desamparadas, porque de él nos beneficiamos más de 600 familias”
“Cuando él sale, todas las comunidades de por aquí quedan desamparadas, porque de él nos beneficiamos más de 600 familias. Ya hasta los niños dicen con cualquier dolorcito: ‘Papi, llévame donde Cogollo’”, cuenta y luego ríe Benjamín Sierra, líder comunitario de la zona.
Cogollo y otros 29 promotores integran el Comité Asociado Interétnico del Bajo Atrato en Salud (Coapibas), que se conformó en 2004 cuando en una visita humanitaria el médico Alan Wan vio las necesidades de salud que vivían las comunidades de Riosucio y Carmen del Darién y decidió implementar esta estrategia que ya funcionaba en Guatemala y México. “Este médico trajo a otros colegas que les enseñaron atención primaria y conceptos básicos de medicina occidental a las personas delegadas por los pobladores y a quienes ya tenían conocimientos en medicina ancestral. Desde ahí la capacitación ha sido constante”, cuenta la hermana dominica Elizabeth Ceballos, quien ha acompañado el proceso desde entonces.
Una labor llena de limitaciones
Son las 11 de la mañana y seis personas aguardan en la sala de espera mientras Cogollo atiende a un paciente. Todos coinciden en que no saben qué harían sin él. “Aquí las distancias son muy largas y el transporte muy costoso. Para ir hasta Carmen del Darién, donde deben atender a la mayoría, uno se gasta dos horas en carro hasta el río y luego dos horas más en panga hasta Curvaradó: cuatro horas contando con que el vehículo esté aquí”, describe la hermana Elizabeth.
“Sin Cogollo, me tocaría viajar cuatro horas por el río hasta Murindó y me gastaría unos $400.000″
Doris León es una de las pacientes. Vino desde la comunidad de Santa Fe para una citología. Se demora veinte minutos en bote en llegar hasta aquí y paga $40.000 por bajar y volver a subir. Pero sigue siendo la mejor opción: “Sin Cogollo, me tocaría viajar cuatro horas por el río hasta Murindó y me gastaría unos $400.000, porque son dos bombas de gasolina, cada una a $100.000, y como uno nunca tiene cita fija en el centro de salud, a eso hay que sumarle la comida y la quedada allá, que a veces es hasta una semana entera”, cuenta. Por eso Cogollo es su médico de cabecera. Él descubrió que tenía quistes en un seno y recientemente atendió el parto de una de sus hijas.
Lo que cuenta Doris revela una crisis que ha sido denunciada una y otra vez: la del sistema de salud en Chocó. Para entenderlo basta con visitar el Hospital San Francisco de Asís, el único de segundo nivel en todo el departamento: se está cayendo a pedazos y los empleados llevan más de seis meses viviendo de créditos gota a gota ante la falta de pago.
(Le puede interesar: En Bojayá, los jóvenes indígenas se quitan la vida ante el temor a la violencia)
Según cifras del Ministerio de Salud, mientras que a escala nacional el 99,2 % de la población tiene cobertura en salud y en Chocó el 79,7 %, en Carmen del Darién la cifra apenas llega al 42,9 % y en Riosucio al 44,6 %. La Defensoría ha hecho múltiples llamados para que el Ministerio y la Superintendencia de Salud actúen, pero la situación no parece cambiar.
A esto se suma la situación de orden público. La Defensoría ha alertado desde 2018 sobre la disputa por el territorio entre el Eln y las Agc o Clan del Golfo. Estos últimos tienen mayor presencia en el territorio y la hacen evidente: en el trayecto de cinco horas entre Riosucio y Nueva Esperanza, por una larga trocha interrumpida de vez en cuando por tramos cortos de pavimento, son innumerables los grafitis de “Agc” sobre postes, casas y tiendas. Colombia+20 también evidenció que hay hombres corpulentos y vigilantes en varios trayectos del río Curvaradó, al igual que en los puertos de entrada a las comunidades.
Un trabajo no reconocido
La caseta tiene dos consultorios. En uno de ellos, Cogollo sumerge una tira delgada de plástico con varios cuadritos de colores entre una muestra de orina y luego la sostiene con dos dedos. Los cuadritos cambian de color y Cogollo encuentra lo que creía: el joven de unos 18 años que llegó en la mañana con fiebre y escalofríos tiene malaria, una enfermedad que se transmite a través de mosquitos infectados. Cogollo sabe cuál es la receta, pero no se la puede dar.
“El conocimiento es grande, pero nuestra desventaja es que no tenemos un cartón que nos respalde como médicos.”
“El conocimiento es grande, pero nuestra desventaja es que no tenemos un cartón que nos respalde como médicos. Ya nos han enseñado qué medicamentos les podemos dar, porque si él va a un centro de salud y dice: ‘Necesito esto para la malaria’, le van a responder: ‘Demuestre que usted puede saber eso’ y no se lo dan porque no está acreditado”, explica la hermana Elizabeth. Por eso deben usar combinaciones entre medicamentos genéricos y naturales.
“Menos mal nos ha funcionado”, añade indignado Cogollo, porque él, las oenegés y los pacientes concuerdan en que esta no debería ser una responsabilidad suya. “Este es un vacío del Estado que nosotros llenamos con esfuerzo propio. La salud funciona aquí por la voluntad de la comunidad y mía, que no sé hasta cuándo vaya a poder trabajar, y por la ayuda de las oenegés, que tampoco deberían asumir esa carga”, reclama. Proclade, entidad de los misioneros claretianos, les brindó hace poco un par de camillas, porque antes debía atender a la gente en el piso, y tienen un botiquín rotatorio que se llena con el aporte de la comunidad; pero insisten en que su labor, al menos, debería ser reconocida por el Estado.
“Si no estuvieran los promotores, ¿qué sería de estos pueblos tan lejanos, donde no hay ni esperanzas de una pastilla?”, cuestiona tajante la hermana Elizabeth.
*Comunicadores de la Promoción Claretiana para el Desarrollo (Proclade).
A Luis Eduardo Cogollo Hoyos no le ha temblado la voz para decirles a los actores armados que no. Es el único médico para al menos quince comunidades del río Jiguamiandó, en Chocó, y en sus 18 años de experiencia ha recibido varias amenazas por negarse a atender a hombres armados y uniformados, sin importar el bando. “En una ocasión uno de ellos volvió de civil y sin armas y yo lo atendí, porque es un ser humano, pero esta es una comunidad de paz; yo no atiendo a nadie armado”, dice con un acento entre chocoano y cordobés mientras señala un cartel escrito a mano que dice: “Prohibido el ingreso con armas en este lugar”.
El letrero está pegado en una de las paredes de madera de la caseta que la comunidad de la Zona Humanitaria Nueva Esperanza construyó para que hiciera las veces de hospital en el corregimiento de Jiguamiandó de Carmen del Darién (Chocó). La caseta pintada de blanco y rosado es el lugar en el que Cogollo trabaja de domingo a domingo, sin más pago que el agradecimiento de la comunidad.
Cogollo, o “el médico”, como todos lo conocen aunque no estudió una carrera formal de Medicina, llegó, como muchos de los habitantes de este caserío, huyendo de la violencia en el Alto Sinú, sur de Córdoba. Era 1996, cuando todos en el río Atrato juraban que aunque ya había presencia de las Farc y el Eln, las masacres, los relatos de horror y el desplazamiento se iban a quedar allá, lejos de ellos.
Pero en el 97, la estrategia de expansión de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, en alianza con el Ejército, produjo las operaciones Génesis y Cacarica contra las Farc, que generaron el desplazamiento de más de 3.500 personas del Bajo Atrato y una condena de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) contra el Estado colombiano. Fue entonces cuando Cogollo cambió su trabajo de agricultor por el de promotor de salud. “En medio de la huida veíamos morir niños y no había quién atendiera, entonces nació la necesidad de que alguien se preparara en temas de salud. En esas llegaron oenegés y la Pastoral Social con capacitaciones y la comunidad me designó a mí”, cuenta.
Cogollo tiene una mirada serena, una sonrisa amable y un trato delicado con los otros. Desde 2004, ha sido a la vez médico general, pediatra, odontólogo, ginecólogo, enfermero y cirujano y ha llegado a atender a quince personas en un día . “Es tan básico como decir que aquí no se muere ningún niño por desnutrición ni por diarrea, como pasa en otras zonas donde no hay médicos ni promotores. Desde ahí salvamos vidas”, dice orgulloso.
“Cuando él sale, todas las comunidades de por aquí quedan desamparadas, porque de él nos beneficiamos más de 600 familias”
“Cuando él sale, todas las comunidades de por aquí quedan desamparadas, porque de él nos beneficiamos más de 600 familias. Ya hasta los niños dicen con cualquier dolorcito: ‘Papi, llévame donde Cogollo’”, cuenta y luego ríe Benjamín Sierra, líder comunitario de la zona.
Cogollo y otros 29 promotores integran el Comité Asociado Interétnico del Bajo Atrato en Salud (Coapibas), que se conformó en 2004 cuando en una visita humanitaria el médico Alan Wan vio las necesidades de salud que vivían las comunidades de Riosucio y Carmen del Darién y decidió implementar esta estrategia que ya funcionaba en Guatemala y México. “Este médico trajo a otros colegas que les enseñaron atención primaria y conceptos básicos de medicina occidental a las personas delegadas por los pobladores y a quienes ya tenían conocimientos en medicina ancestral. Desde ahí la capacitación ha sido constante”, cuenta la hermana dominica Elizabeth Ceballos, quien ha acompañado el proceso desde entonces.
Una labor llena de limitaciones
Son las 11 de la mañana y seis personas aguardan en la sala de espera mientras Cogollo atiende a un paciente. Todos coinciden en que no saben qué harían sin él. “Aquí las distancias son muy largas y el transporte muy costoso. Para ir hasta Carmen del Darién, donde deben atender a la mayoría, uno se gasta dos horas en carro hasta el río y luego dos horas más en panga hasta Curvaradó: cuatro horas contando con que el vehículo esté aquí”, describe la hermana Elizabeth.
“Sin Cogollo, me tocaría viajar cuatro horas por el río hasta Murindó y me gastaría unos $400.000″
Doris León es una de las pacientes. Vino desde la comunidad de Santa Fe para una citología. Se demora veinte minutos en bote en llegar hasta aquí y paga $40.000 por bajar y volver a subir. Pero sigue siendo la mejor opción: “Sin Cogollo, me tocaría viajar cuatro horas por el río hasta Murindó y me gastaría unos $400.000, porque son dos bombas de gasolina, cada una a $100.000, y como uno nunca tiene cita fija en el centro de salud, a eso hay que sumarle la comida y la quedada allá, que a veces es hasta una semana entera”, cuenta. Por eso Cogollo es su médico de cabecera. Él descubrió que tenía quistes en un seno y recientemente atendió el parto de una de sus hijas.
Lo que cuenta Doris revela una crisis que ha sido denunciada una y otra vez: la del sistema de salud en Chocó. Para entenderlo basta con visitar el Hospital San Francisco de Asís, el único de segundo nivel en todo el departamento: se está cayendo a pedazos y los empleados llevan más de seis meses viviendo de créditos gota a gota ante la falta de pago.
(Le puede interesar: En Bojayá, los jóvenes indígenas se quitan la vida ante el temor a la violencia)
Según cifras del Ministerio de Salud, mientras que a escala nacional el 99,2 % de la población tiene cobertura en salud y en Chocó el 79,7 %, en Carmen del Darién la cifra apenas llega al 42,9 % y en Riosucio al 44,6 %. La Defensoría ha hecho múltiples llamados para que el Ministerio y la Superintendencia de Salud actúen, pero la situación no parece cambiar.
A esto se suma la situación de orden público. La Defensoría ha alertado desde 2018 sobre la disputa por el territorio entre el Eln y las Agc o Clan del Golfo. Estos últimos tienen mayor presencia en el territorio y la hacen evidente: en el trayecto de cinco horas entre Riosucio y Nueva Esperanza, por una larga trocha interrumpida de vez en cuando por tramos cortos de pavimento, son innumerables los grafitis de “Agc” sobre postes, casas y tiendas. Colombia+20 también evidenció que hay hombres corpulentos y vigilantes en varios trayectos del río Curvaradó, al igual que en los puertos de entrada a las comunidades.
Un trabajo no reconocido
La caseta tiene dos consultorios. En uno de ellos, Cogollo sumerge una tira delgada de plástico con varios cuadritos de colores entre una muestra de orina y luego la sostiene con dos dedos. Los cuadritos cambian de color y Cogollo encuentra lo que creía: el joven de unos 18 años que llegó en la mañana con fiebre y escalofríos tiene malaria, una enfermedad que se transmite a través de mosquitos infectados. Cogollo sabe cuál es la receta, pero no se la puede dar.
“El conocimiento es grande, pero nuestra desventaja es que no tenemos un cartón que nos respalde como médicos.”
“El conocimiento es grande, pero nuestra desventaja es que no tenemos un cartón que nos respalde como médicos. Ya nos han enseñado qué medicamentos les podemos dar, porque si él va a un centro de salud y dice: ‘Necesito esto para la malaria’, le van a responder: ‘Demuestre que usted puede saber eso’ y no se lo dan porque no está acreditado”, explica la hermana Elizabeth. Por eso deben usar combinaciones entre medicamentos genéricos y naturales.
“Menos mal nos ha funcionado”, añade indignado Cogollo, porque él, las oenegés y los pacientes concuerdan en que esta no debería ser una responsabilidad suya. “Este es un vacío del Estado que nosotros llenamos con esfuerzo propio. La salud funciona aquí por la voluntad de la comunidad y mía, que no sé hasta cuándo vaya a poder trabajar, y por la ayuda de las oenegés, que tampoco deberían asumir esa carga”, reclama. Proclade, entidad de los misioneros claretianos, les brindó hace poco un par de camillas, porque antes debía atender a la gente en el piso, y tienen un botiquín rotatorio que se llena con el aporte de la comunidad; pero insisten en que su labor, al menos, debería ser reconocida por el Estado.
“Si no estuvieran los promotores, ¿qué sería de estos pueblos tan lejanos, donde no hay ni esperanzas de una pastilla?”, cuestiona tajante la hermana Elizabeth.
*Comunicadores de la Promoción Claretiana para el Desarrollo (Proclade).