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Para llegar por carretera desde el municipio de Arauca al de Saravena hay que atravesar un costado de Puerto Nariño, un corregimiento que este año ha sido centro de enfrentamientos entre la guerrilla del Eln y disidencias del Frente 10 de las Farc. La población que vive en centros poblados aledaños cuenta que el lugar más álgido es un sector conocido como la Y, que atraviesa parte de la zona rural de Saravena, desde donde los grupos armados controlan el territorio. Cuando cruzamos por Puerto Nariño el 28 de octubre pasado, en escasas tres cuadras, pudimos contar siete grafitis que decían “Farc Frente 10”. Estaban pintados en las fachadas de algunas casas, billares y negocios locales como carnicerías y una tienda de ropa. Apenas un kilómetro atrás por esa misma vía, una valla de lado a lado anunciaba: “57 años de lucha: aniversario del Frente Domingo Laín, Eln”.
El punto de la Y en Saravena es conocido, además, por ser un paso obligado para los menores de edad que se trasladan hacia los colegios que quedan en la vereda de Charo Alto, en el corregimiento de Puerto Contreras. A dos kilómetros de ese lugar, en Charo Medio, fue donde se inició el “Recorrido por la hermandad, la vida, la paz, la convivencia y la no continuidad del conflicto armado en Arauca”, el pasado 29 de octubre, organizado por la Comisión de la Verdad y acompañado por la Misión de Apoyo al Proceso de Paz de la OEA (MAPP-OEA), ONU Derechos Humanos, la Misión de Verificación de la ONU, la JEP, la Pastoral Social y organizaciones como Cáritas Venezuela.
Eran las 9:00 a.m. y en esta zona de la ribera los líderes de la Junta de Acción Comunal (JAC) comenzaron a pedir que el Estado llegue en forma de oportunidades de estudio, en un puesto de salud digno, en un sistema de alcantarillado y agua potable y no solo en uniforme camuflado que muchas veces representa más el peligro que la seguridad. “Pedimos, por favor, que la Fuerza Pública no haga presencia acá porque eso es como marcarnos a nosotros con los grupos armados, nos meten en problemas”, fue el primer reclamo de Adenis Contreras, presidente de la JAC, desde el salón comunal.
Comenzó a llover espeso en la vereda y doña Leticia, una de las habitantes, salió rápido del salón comunal hacia su casa, de tejas de zinc y estructura de madera pintada de rojo, para recoger el agualluvia. “Saquen los baldes. Póngalos afuera”, le pidió a sus dos nietos. “Uno de los problemas más grandes que tenemos aquí es que no tenemos agua potable. Así como usted ve el agua del río, sucia y embarrada, así tenemos que recogerla para cocinar y tomárnosla. A veces tenemos que quitarle un poquito la suciedad con piedra alumbre, pero por eso preferimos aprovechar cuando llueve para recogerla y tener una más limpiecita al menos por unos días”. Luego de ubicar los baldes, cuando doña Leticia volvió al salón a seguir escuchando a los líderes de su vereda, estaban repartiendo botellas de agua que habían traído desde Saravena para el evento. “Voy a pedir unas dos botellitas para tener más reserva”, dijo y sonrió.
En las veredas de Charo (alto, medio y bajo), según los habitantes, se ha sentido un leve aire de tranquilidad en el último año. No saben con certeza a qué se debe, pero algunos especulan que sería porque, al menos en esa zona, hay control casi absoluto del Eln en el territorio y no se presentan combates hace seis meses. El comisionado de la Verdad Saúl Franco, que acompañó todo el recorrido junto al comisionado Carlos Beristain, señaló que una de las cosas que más le impresionó es que “el control de los grupos armados en esa zona de Arauca es increíblemente invisible, pero terriblemente sensible y real”. Y eso se dimensiona en que, por ejemplo, todas las personas, sin distinción alguna y de cualquier actividad económica, deben pagarle a los grupos una “cuota” casi que para vivir. “Hay un control invisible pero muy fuerte y esa es una modalidad muy seria de conflicto armado. No hablamos de guerra solo cuando se dan bala unos con otros, sino cuando un actor ilegal tiene más presencia que el mismo Estado, aún sin confrontaciones”, explicó.
Adenis Contreras, el presidente de la JAC explicó que la principal preocupación de la población es la falta de oportunidades laborales desde que la crisis económica en Venezuela se agravó en 2015 y comenzó a tocarlos a ellos. Los alimentos que antes compraban en el vecino país por la mitad del precio empezaron a escasear y sintieron con fuerza la ola migratoria de personas en busca de alguna oportunidad. Lo grave, como expuso, es que a Puerto Contreras difícilmente llega el Estado, pese a que están a una hora y media de Saravena. Desde entonces, el desabastecimiento empezó a llegar a estos centros poblados que viven en codependencia de lo que suceda al otro lado del río, en Venezuela. El único apoyo que ven una vez al mes son los mercados que entrega el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) a las familias con niños: una libra de arroz, dos bolsas de bienestarina, una harina pan, una libra de lentejas y un aceite pequeño.
Charo Medio está ubicada a 2,4 kilómetros fluviales de la Isla del Charo, en Venezuela. Desde la orilla colombiana se puede divisar el puerto del otro país. Mientras los canoeros de este lado del río levantaban las banderas de los cuatro botes en los que íbamos la delegación que acompañaba el recorrido, del lado venezolano se veían cinco canoas -todas en fila-, y dos carros de carga a orillas del río: uno verde y otro blanco. Descargaban víveres que habían comprado en Colombia y que venderán en Venezuela por un precio más alto. “Para nadie es un secreto que en esta frontera la economía principal es el contrabando; antes se vivía de comprar gasolina allá (Venezuela) y venderla acá, pero ahora la crisis está tan grave que esos camiones están descargando alimentos y gasolina que compraron acá y que allá escasea”, comentó Érika, otra de las pobladoras de Puerto Contreras.
De hecho, el esposo de Érika es canoero. Dice que en las mejores épocas del río vivían de la pesca, en tiempos en los que lanzar una atarraya por el Arauca era garantía para estar tranquilos con el plato diario de comida, por lo menos, una semana. Pero la pesca es una de las actividades más escasas ahora en el afluente, sobre el que hay 35 títulos mineros vigentes. Los araucanos atribuyen los daños medioambientales en los ecosistemas a las actividades petroleras. Lo dicen con convicción porque la experiencia se los ha demostrado a través de, por ejemplo, el extinto río del Lipa, del que no quedan sino pequeños pozos en Arauquita luego del extractivismo petrolero en lo que un día fue uno de los afluentes más importantes del departamento y fuente principal para las comunidades indígenas de Bayoneros, Cajaros, El Vigía, La Vorágine La Ilusión y San José de Lipa o Caño Colorado.
Con todo eso, el río Arauca sobrevive como una de las fuentes principales de transporte y trabajo para los araucanos y venezolanos que viven en la ribera. Incluso, en muchos casos es más viable transportarse por agua que por tierra, debido a las empinadas trochas que hay que atravesar para llegar a estos territorios y que, cuando llueve, hace que el acceso se vuelva eterno y peligroso. A 40 minutos en lancha de Puerto Contreras está ubicado Puerto Lleras, otro corregimiento de Saravena. En el camino no se ven muchas canoas transportando personas de un lado a otro, aunque los caseríos de ambos países se topen de frente todo el tiempo. Durante el recorrido, bajo la lluvia, un pequeño bote de aparentes paredes altas en madera nos llamó la atención. Parecía una celda. Era alto, pero estrecho, de unos dos metros. Iba vacío, pero los canoeros comenzaron a hablar con naturalidad de las embarcaciones rústicas de ganado de contrabando que se pasan en ese tipo de canoas diariamente sin control alguno. “Ahí llevan para Venezuela vacas, terneros, cerdos y si queda espacio, los terminan de llenar con pollos”, contó uno de los conductores.
(Otro contexto: Extorsiones en Arauca: el tema del que nadie se atreve a hablar)
Andrés Antillano, investigador y criminólogo de la Universidad Central de Venezuela, dice que las dinámicas de conflicto armado en la frontera y la crisis migratoria venezolana tienen una estrecha relación con los modos de vida y fuentes de empleo de estas poblaciones. “Para mí, la frontera no es más que un lugar donde una cosa cambia de valor, bien sean los alimentos, los bienes e incluso el recurso humano. Por eso, las dinámicas del contrabando no son solo para subsistir alimentariamente, sino también como una renta que juega todo el tiempo con el canje monetario de un país a otro”. Y ante el abandono del Estado, la falta de ofertas institucionales y la ruptura de relaciones diplomáticas entre ambos países desde 2015, las zonas más porosas de la frontera están en manos de los grupos armados ilegales, que se aprovechan para cobrar extorsiones y “vacunas” a quienes trabajan en el río.
En el trayecto por río a Puerto Lleras, que se podría considerar una de las zonas más complejas en materia de conflicto armado, no divisamos ninguna embarcación de la Armada Nacional. Los habitantes de la zona dijeron que, en los últimos cinco años, aproximadamente, no han visto navegar a ninguna autoridad colombiana en ese tramo que haga control de los pasos irregulares y de las guerrillas que someten a la región. Pareciera que no hubiese contraparte. Junto a nosotros, llegó a Puerto Lleras otra canoa mediana en la que venía un hombre con su motocicleta desde Venezuela. El transporte de este tipo de vehículo o de bicicletas también es común sobre el río, pero es más costoso. Mientras un traslado entre ambos países puede costar entre $10.000 y $20.000, cuando abordan con motos el precio se puede doblar o hasta triplicar.
Migrar y vivir la guerra
Por su ubicación geográfica y los cultivos de cacao a los que usualmente llegan a trabajar venezolanos, Puerto Lleras concentra una alta población migrante. En el área urbana del corregimiento hay unas ochenta familias en total, de las cuales treinta son migrantes, según Édgar Jaimes, presidente de esa JAC. Yamile, venezolana de 34 años, es una de ellas. Llegó a este corregimiento desde el estado de Apure en 2017, cuando migró sola con sus tres hijos de 15, 11 y 8 años. En su país era administradora de un hotel cinco estrellas con un estilo de vida que le permitía cosas que ahora son lujos impensables para ella, como visitar la peluquería una vez al mes, tener un carro y comprar alimentos empacados en supermercados.
Hoy su realidad es distinta. Camina con una toalla al hombro que es la que la acompaña a trabajar bajo el sol diez horas diarias, de lunes a sábado, en los cultivos de cacao. Ese día había 36 °C y para ella el día estaba templado. “Al venir a Colombia dejé abandonada mi casa propia, mi carro, mi familia, todo porque en Venezuela se acabó el empleo y tocó empezar a rebuscarse la vida. Yo no sabía hacer nada del campo, porque siempre viví en ciudades grandes y trabajaba como ejecutiva, pero para sobrevivir empecé a vender gasolina de contrabando en la frontera y después me vine a aprender a trabajar el campo”. Cuenta que las primeras ofertas que recibió como mujer migrante cuando llegó a Arauca fueron de prostitución, pero nunca accedió.
La primera vez que sintió el impacto de la crisis política de Venezuela fue en 2017, cuando se dio cuenta de que el colegio donde estudiaban sus hijos cerraría. “Ahí comencé a mandarlos a una escuela acá en Colombia, pero pasamos muchos sustos porque los niños tenían que atravesar solos el río para llegar a las clases y luego devolverse a Venezuela y eso no es seguro”. Ese año salió de su país con dos maletas al hombro y abandonó todo allá para darles más estabilidad a sus hijos. Sus hermanos hicieron lo mismo y hoy en día viven en Bogotá, Cali, Medellín y uno en Haití. “Yo decidí no irme tan lejos porque fue lo que se me dio en el momento y la verdad acá en Puerto Lleras no me ha faltado nada, tengo una vida muy humilde, pero acá uno no se acuesta con hambre, siempre hay por lo menos un plátano o una yuca”, cuenta.
Yamile es una de las encargadas de armar “latas” en un cultivo de cacao, que es como se llaman los baldes de ocho litros de capacidad que se llenan con los granos del cacao: un balde equivale a una lata y para llenarlos, debe bajar, por lo menos, unos treinta frutos. “Me pagan $2.000 por lata que haga. Me volví una experta en cacao”. Lo dice con la certeza de que es gracias a esos cultivos que ha podido sacar adelante a su familia y ha podido levantarse una y otra vez, literalmente. “Hace poco se me cayó la casa. Era en guadua y se me vino al piso, menos mal ninguno de los niños estaba por ahí. Pero me regalaron dos palos para volver a levantar la base y ahora estoy ahorrando para comprar los clavos y otras herramientas”. Mientras tanto, duermen en una casa improvisada bajo un techo temporal de zinc forrado con impermeables.
Pero migrar no ha sido el único reto al que se han enfrentado. “Entender la guerra colombiana no es fácil, porque nosotros no estamos acostumbrados. Las primeras veces, con los niños nos aterrorizábamos y yo no los dejaba salir a jugar por el miedo a los grupos armados”. A pesar de que el más reciente ataque armado en el corregimiento había ocurrido cinco días atrás, cuando sonaron varias explosiones, y de que todo el año la población ha estado alerta por las minas antipersonales que el Eln les dijo que había sembrado al borde de la carretera, Yamile asegura que Puerto Lleras es relativamente tranquilo en comparación con otras zonas. “Ya estamos acostumbrados a los sonidos o explosiones que uno escucha a veces. Y sobre las minas, los niños ya saben que no pueden caminar tan cerca al pasto sino más bien por la carretera, con cuidado de no ir a pisar algún explosivo”, dice con naturalidad como quien se ha resignado a vivir con el miedo debajo de la almohada.
Yesenia Acosta, del Comité de Fronteras de Puerto Lleras, y Édgar Jaimes, de la JAC, intentaron resumir las problemáticas de sus habitantes a la Comisión de la Verdad en una cartelera hecha a mano en cartulina amarilla con letras escritas con marcador azul. La gente cortó y pegó de revistas y periódicos imágenes que los representara a ellos y sus necesidades: un acueducto, una red de energía, una sede de bachillerato y un centro de salud. Dos de ellos sostenían las carteleras de cada lado, mientras cada uno iba pasando a recitar su parte. Reclamaron por los derechos básicos que no tienen y sin los que les es imposible hablar de vida digna. Por ahora, lo que más piden con urgencia es una solución a la falta de acceso a la educación que hay en Puerto Lleras, pues la única escuela del corregimiento solo enseña primaria, pero para acceder al bachillerato los muchachos tendrían que llegar hasta otras veredas y caminar, como mínimo, una hora y media por trayecto. “Acá no llegan proyectos o planes para prevenir el reclutamiento de menores, y si a eso se le suma que tampoco hay forma de garantizarles al menos el colegio completo, imagínese”, contó Acosta.
(Lea: En Pescadito (Arauca), se resisten a los desalojos y a los grupos armados)
El hecho de que una entidad de orden nacional haya viajado hasta esos caseríos a escuchar las necesidades de la gente fue todo un acontecimiento. La Comisión de la Verdad ha sido, hasta ahora, la primera entidad en llegar a esos territorios y ver, de primera mano, la realidad de los centros poblados que parecieran nunca haber estado en el mapa de Colombia. Ni siquiera en registros de Google aparece información sobre Puerto Contreras, Puerto Lleras, Isla La Reinera, Isla La Pesquera y Barrancones. De hecho, el primero de estos corregimientos comparte nombre con un municipio del Meta, sobre el que sí hay rastro en internet, pero están lejos de parecerse. En ningún lado se habla de que, por lo menos, 7.000 personas que habitan todos esos corregimientos llevan años pidiendo que se construyan más vías terciarias para poder movilizarse en su departamento y así evitar que cada vez que haya temporada de lluvias queden más aislados del país de lo que ya están. Pero parecieran borrados de la historia.
Sobre la situación política, social y económica de Arauca se ha escrito e investigado relativamente poco. Saúl Franco, comisionado de la Verdad, explica que los territorios más cercanos a la frontera han sido los más azotados por el conflicto armado y en los que menos se sintió la firma del Acuerdo de Paz con las Farc, en 2016. En cada intervención que hace con las comunidades, aclara que la Comisión no es una institución gubernamental y que, aunque no pueden llegar a prometer proyectos que competen al Gobierno Nacional, visibilizarán la situación humanitaria para que no continúen esos hechos de violencia. “La frontera es al país lo que la piel al cuerpo. Como alguien nos dijo: es que los pescados del río no son de un lado o del otro, no tienen nacionalidad. Entender la importancia de la frontera para la subsistencia de las comunidades es clave para pensarse por qué el conflicto ha persistido allá”. Durante el recorrido, buscaron entender la importancia de lo que significa el río para las comunidades, como una fuente de trabajo, alimentación, transporte, conexión entre dos países y vida, en toda la dimensión de la palabra.
“Ni rendición ni entrega”
El otro tramo nos llevó hasta los caseríos de Isla La Reinera e Isla La Pesquera, entre una y otra hay una media hora por carretera y una hora en canoa. Las 300 familias que habitan a orillas del río, en Isla La Pesquera, viven con la zozobra de que en algún momento el oleoducto Caño Limón-Coveñas, sobre el que están construidas la mitad de las casas del corregimiento, pueda explotar por los ataques de los grupos armados presentes en el territorio. Si eso llegara a suceder, todo allí desaparecería, comenzando por el único parque recreativo que hay en la zona y que está construido justo en la mitad del oleoducto. Allí permanecen los niños que salen a jugar y a balancearse en los columpios y algunos adultos mayores, que lo ven como un lugar de descanso.
De este corregimiento, se dice que su origen fue como un asentamiento de víctimas de desplazamiento forzado de otros municipios de Arauca y de la costa Caribe colombiana. Los primeros habitantes vieron en ese lugar una oportunidad para volver a echar raíces y subsistir de la pesca artesanal que hasta 1990 era la actividad más rentable en el corregimiento, como cuenta Álvaro Hernández, líder ambiental del territorio. Una parte de la laguna del Lipa estaba allí y era el principal sustento de las comunidades afros e indígenas que en 1995 fueron desplazadas tras recibir amenazas de grupos armados que nunca identificaron. Don Ángel, uno de los pobladores, explicó que aunque en 2015 pudieron retornar “ya todo el ecosistema con el que convivíamos no existe y nos ha tocado buscar otras formas de subsistir con ganadería, porque la pesca ya no da ni para uno mismo”.
Cuando salió desplazado, el único oficio que sabía era precisamente el de la pesca artesanal y algo de agricultura. Su hijo menor tenía tres años y tuvo que crecer en el casco urbano de Arauquita, donde estudió el colegio y comenzó a soñar con un futuro distinto para su familia: quería convertirse en ingeniero mecatrónico. “Era muy aplicado y le iba bien con las notas, pero cuando estaba en el grado once, no pudo graduarse porque se le dañaron los zapatos y yo no tuve forma de comprarle unos para que siguiera yendo a estudiar, entonces nunca se pudo graduar”. Don Ángel rompe en llanto.
La Pesquera es ahora una vereda cuya economía principal es la agricultura y el contrabando, como en casi todo el piedemonte araucano. En la ribera, justo al lado de un sector conocido como la “playita”, que es donde se embarcan todas las canoas, todos los locales de la cuadra son billares y cantinas que han sido marcadas por fuera con un sello rojo y negro que dice: “Ni rendición, ni entrega: 55 años Eln”. En una de las paredes del único coliseo del corregimiento, este grupo armado también escribió sus siglas con graffiti negro. Por allí pasan todos los días los niños de la institución educativa de La Pesquera, así como es paso obligado para quienes necesiten trasladarse por el río.
(Lea también: “El Eln se está convirtiendo en una guerrilla binacional”: experto en conflicto y migración)
Aunque no hay programas sociales para los habitantes, los líderes de la JAC enfatizan en que su lucha diaria está en evitar que la guerrilla reclute a los jóvenes que difícilmente encuentran oportunidades de vida, más allá del contrabando o el campo. No se rinden, pero tampoco es fácil salir adelante. “No queremos entregar nuestro territorio a los grupos armados porque somos un pueblo pujante, de gente trabajadora y buena, pero sí quisiéramos que el país y el Gobierno nos mirara más allá de ser una zona roja”, comenta Sofía, una cacaotera de Isla La Reinera que conoce como la palma de su mano su territorio.
La vida de frontera
El último territorio del recorrido fue una vereda llamada Barrancones, a 40 minutos por canoa desde el municipio de Arauca. La primera en tomarse la palabra para explicar lo que pasa cerca a la capital del departamento es Íngrid, lideresa indígena del resguardo Matecandela. “Las principales afectaciones que hemos tenido en este territorio ancestral han sido la desaparición forzada y el desplazamiento. ¿Cómo es posible que acá todavía haya familias con tres o cuatro personas desaparecidas y nadie nos dé noticia de ellos?”, reclama.
Uno de los delitos más graves y menos visibilizados de vivir en la frontera son las desapariciones transfronterizas que, en opinión del investigador Andrés Antillano, son “una de las formas de acallar a una comunidad por la zozobra que genera ese delito”. De este delito ni siquiera hay registro formal ante las autoridades, porque la categoría de “transfronterizo” no existe para el Gobierno colombiano. Sin embargo, las historias de personas que pasan de un país a otro para trabajar y de quienes no vuelven a tener rastro son constantes y tenebrosas.
La frontera fluvial de Arauca es tan porosa, que su disputa garantiza las rentas de los grupos armados ilegales que buscan abrirse camino en los mercados de contrabando en Venezuela y en delitos como la trata de personas, que cada vez hace a las mujeres más vulnerables. En el último desplazamiento del recorrido, desde Barrancones a la vereda de Monserrate, a unos 40 minutos en canoa, atravesamos por el malecón de Arauca, el punto más movido de la frontera y que conecta El Amparo (Apure) con la capital del departamento. “El abandono Estatal en estos territorios es tan alto, que ni siquiera hay presencia de fuerza pública, que es lo que comúnmente uno ve en otras zonas de conflicto armado, pero acá ni eso. En la vereda Monserrate, la comunidad nos contó que cuando alguien fallece o es asesinado, ninguna autoridad va a hacer el levantamiento de los cuerpos. Llaman a la Policía y nadie llega. Dependen de las funerarias, en esos casos”, comentó el comisionado Saúl.
El domingo pasado, precisamente, en Venezuela estaban en la semana radical, que son siete días de cuarentena como medida para mitigar los contagios de la pandemia, por lo que el flujo de migrantes estuvo reducido. En un lapso de 15 minutos, pasaron siete canoas de un lado a otro. En una de ellas viajaban hombres en sus bicicletas. Cada una se tardó menos de un minuto en atravesar el río. Sobre la zona de pasos irregulares, justo encima, está el Puente Internacional José Antonio Páez completamente vacío. Por ahora, solo permiten el paso de personas en situaciones humanitarias o urgentes. Personal de migración del puente, explicó que en todo el fin de semana ni una sola persona había logrado tener razones suficientes para pasar el puente. El único paso legal entre ambos países permanece cerrado desde 2019 por la ruptura de relaciones diplomáticas entre los dos gobiernos. Las canoas siguen transitando.