Mujeres en prostitución y víctimas: lo que viven las migrantes en Nariño
La doble afectación de las mujeres en prostitución que están bajo el control de las disidencias de las Farc se da en municipios como Policarpa, Tumaco, Samaniego y otros de la costa Pacífica nariñense. En 2021, en Nariño fueron asesinadas 31 venezolanas y 38 más permanecen desaparecidas.
Valentina Parada Lugo
La primera norma cuando una mujer en prostitución llega a Tumaco (Nariño) es entregar su teléfono celular a los grupos armados. Después, apenas se ubican en los locales, algunas veces son requisadas para sellar los vínculos de confianza. Las “primíparas”, como las llaman, son obligadas a permanecer hasta sesenta días en el territorio completamente incomunicadas y aisladas. Tampoco pueden encontrarse con sus familias o allegados en otros cascos urbanos como Pasto o Ipiales. Esta práctica es para probar que no sean infiltradas de otros grupos y se hace hasta que pasen el “período de prueba”.
“Cuando uno necesita hacer una llamada, busca a una persona que hace las veces de minutero que presta un teléfono para que uno se comunique, pero todo debe ser en altavoz y apenas se permiten dos llamadas a la semana”, cuenta Jessica*, una mujer venezolana de 32 años, que está en la prostitución en la costa Pacífica nariñense desde hace cinco años porque, asegura, es la única alternativa con la que tiene garantizado un buen salario.
Cuando alguna de ellas necesita transferir dinero de su salario a sus familiares en Venezuela, son hombres de las disidencias de las Farc quienes hacen las transferencias. Las realizan desde la zona rural para evitar que el origen de la transacción sea rastreado. “Nos descuentan ese valor de las ganancias del mes”, dice la mujer.
(Vea: “El mundo debe hacer más por las personas migrantes y refugiadas”)
Además, asegura que las zonas con presencia de actores armados ilegales son las más rentables para “trabajar”. “Uno se puede hacer fácil $1’500.000 libres, fuera del ‘impuesto’ (se refiere a la vacuna de los grupos armados que debe pagar cada mujer) en un fin de semana, mientras en una ciudad normal como Pasto, esos dos días no sobrepasan los $50.000”.
Según investigaciones de la organización de derechos humanos Colores de Igualdad, la rentabilidad que deja cada prostíbulo en esta subregión de Nariño puede sobrepasar los $50 millones cada fin de semana. Estos negocios se están convirtiendo en una de las fuentes principales de ingresos de los actores armados, porque la mayoría de estos lugares pertenecen a hombres de los grupos armados o a ganaderos que también deben pagar una “vacuna” a esas estructuras.
Desde la firma del Acuerdo de Paz, en 2016, sobre Nariño se han emitido 16 alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo que advierten la reconfiguración de los grupos armados. Sobre los municipios de Tumaco, Magüí y Roberto Payán, El Rosario, Leiva, Santa Bárbara, Barbacoas, Ricaurte, Policarpa, Samaniego, Cumbitara, El Charco, La Tola, Mosquera y Olaya Herrera se ha advertido la presencia del Frente 30 de las Farc, la columna móvil Jaime Martínez, la Segunda Marquetalia, el frente de guerra José María Becerra del Eln y las Agc (Clan del Golfo), entre otras estructuras armadas, que difunden constantemente panfletos intimidantes, declaran paros armados y han desplazado a más de 15.000 personas para lograr el control de zonas estratégicas.
(Le puede interesar: “Venezolanos en Colombia son víctimas de la migración y la guerra”)
La doble afectación
Colombia+20 conoció el testimonio de cinco mujeres migrantes, víctimas del conflicto armado y en condición de prostitución en Nariño como método de supervivencia ante el fenómeno migratorio que vive su país desde 2014. Todas quedaron atrapadas en una guerra cuya dimensión aún desconocen, donde se han convertido en blanco de varias estructuras de disidencias, entre ellas la Segunda Marquetalia.
Han sobrevivido a enfrentamientos, han sido amenazadas, les han hecho atentados y son el objetivo militar de otros frentes como el Óliver Sinisterra o grupos posparamilitarismo, que las tildan de ser cómplices por “prestar” servicios sexuales a sus opuestos. Roxana*, por ejemplo, tiene 27 años y tres hijos. Hace cinco años llegó de Venezuela en busca de una oportunidad laboral que le permitiera darle una vida digna a su familia. Cuando llegó a Colombia comenzó a trabajar como empleada doméstica interna en una casa de familia en Valledupar, donde apenas le pagaban $200.000 mensuales. Después conoció a un grupo de prostitutas migrantes, con quienes llegó a Nariño porque, según ellas, es el departamento donde mejor se paga.
Primero llegó a Pasto, a una zona conocida como El Parqueadero, en la avenida Idema, contiguo al terminal de transportes al sur de la ciudad. Allí hay cerca de diez discotecas que a su vez son prostíbulos en los que trabajan mujeres migrantes. Según testimonios de algunas mujeres, el turno de doce horas comienza a las 2:00 p.m. y termina a las 2:00 a.m. y tiene un valor de $20.000.
Luego, una conocida de Roxana la llevó hasta Tumaco con la promesa de que conseguiría mejores ingresos en los prostíbulos de esa zona, sin explicarle los riesgos de trabajar allí. “Yo estaba necesitando la plata urgentemente, porque tenía que enviarle dinero a mi hija en Venezuela, que la iban a botar del apartamento, y también tenía que traerme a mi mamá para Colombia”, explica.
Para formalizar su ingreso le pidieron que se realizara exámenes de rutina para descartar enfermedades de transmisión sexual y que llevara una foto de 3 x 4 tipo carné. Cuando ella llegó al lugar había, en promedio, cinco mujeres por prostíbulo; pero la “organización”, como ellos la llaman, creció tanto que en cada lugar había en promedio 32 trabajadoras sexuales a finales de 2021. “Las condiciones en las que uno vive allá son tan deplorables que casi que dormimos una encima de otra, porque cada lugar tiene tres o cuatro cuartos, entonces en cada uno duermen ocho o nueve mujeres”, relata Roxana.
(Lea también: “La salud que necesitan las migrantes venezolanas”)
Una de las zonas con más número de chongos (como se les dice en Nariño a los prostíbulos) es el corregimiento de Llorente, a 57 kilómetros de Tumaco, cuya población no sobrepasa las 7.000 personas. Allí, según Colores de Igualdad, habría por lo menos veinte lugares con al menos 250 mujeres migrantes, de viernes a domingo. Esta organización, hasta ahora, ha sido la única que ha podido documentar y acompañar casos de violaciones a los derechos humanos en estas zonas del país, cuyo único “Estado” son las disidencias de las Farc, que se disputan el territorio entre sus distintos frentes, pero que a la vez son quienes ponen las leyes.
“Por ejemplo, si un cliente llega a sobrepasarse con nosotras u obligarnos a algo que no queremos hacer, uno solamente le dice al comandante en jefe y ellos los castigan, puede ser económicamente o los dejan amarrados toda la noche. A veces, según el delito que cometan, se paga con la misma vida”, cuenta con naturalidad Jessica*, que lleva dos años allí. “Uno sabe que si le encuentran algo en el celular, como fotos con otros hombres que son enemigos para ellos o si se dan cuenta que alguna es infiltrada, va derechito para el río, la desaparecen”, afirma.
Aunque cuando las faltas son menores, como por ejemplo pelear ente ellas en el prostíbulo, que también está prohibido, las sanciones van desde hacer trabajos en el campo o en los cultivos de coca, hasta pasearse por todo el pueblo desnudas mientras barren las calles con un letrero en el pecho que dice: “No debo pelear con mi compañera”. Marcela*, de 28 años, cuenta esto como una anécdota de la primera y última vez que se enfrentó a otra mujer en horario laboral y agradece, irónicamente, que no la hayan multado económicamente con $1 millón o, en el peor de los escenarios, que le hayan quitado la vida.
Todavía no es posible dimensionar la violencia sexual y de género que se vive en esos contextos. Entre otras cosas, por la naturalización de esos actos. La docente Zulma Izquierdo García, del Observatorio de Género de Nariño, en sus investigaciones ha encontrado que la costa Pacífica es la zona con más victimizaciones del departamento “porque en algunos escenarios los hombres de estos grupos utilizan su poder para intimidar a las mujeres y acceder a ellas. No hay oportunidad de negativas, no hay posibilidad de rechazo, no hay manera de oponer su consentimiento”, explica.
Los delitos que nadie denuncia
Según la organización Colores de Igualdad, en 2021 fueron asesinadas 31 migrantes venezolanas en prostitución en los municipios de Tumaco, Cumbitara, Policarpa, Samaniego, Pasto e Ipiales. El municipio de Nariño fue el que registró mayor número de casos: 22 asesinatos. La mayoría de esos casos ocurrieron porque infringieron las leyes del grupo armado o porque fueron utilizadas por otros grupos para infiltrarse en otros municipios, según las mujeres entrevistadas.
Sin embargo, a pesar de que los cuerpos de las mujeres fueron encontrados, el riesgo latente que ha venido denunciando Colores de Igualdad es que muchos de esos cadáveres quedan como personas no identificadas en Medicina Legal, porque sus familiares en Venezuela no sabían de su paradero o no conocen el contexto de guerra al que se enfrentaron. “Otra de las problemáticas es que la migración de estas mujeres es pendular; es decir, ellas no se asientan mucho tiempo en una zona, sino que van un mes a trabajar en Tumaco, luego de ahí se pueden ir a Chachagüí, después a El Ejido y así se van rotando, entonces es difícil rastrearlas”, explica la organización.
Aunque el riesgo de la rotación en esos territorios es alto, lo cierto es que las mujeres dicen que, al desconocer la dimensión del conflicto armado en Colombia, suelen ignorar muchas alertas y exponerse a peligros que nadie les advierte. Valery*, de 29 años, llegó a Colombia a trabajar cuidando niños en Pasto, pero por día le pagaban $20.000. “Yo tenía que pagarle a otra persona para que cuidara a mis hijos y me cobraba $10.000 el día. Me quedaban $10.000 para pagar la pieza diaria y la comida de mi familia. No me alcanzaba para nada”, afirma. Como desconocía los riesgos del conflicto en Nariño, a la primera oferta que le hicieron aceptó sin pensarlo: le propusieron irse para Samaniego sin antes decirle a qué tipo de trabajo iba. “Me dijeron que no iba tener que hacer nada, no sabía que era para ser prostituta; entonces me llevé a mi hijo para allá, porque no tenía con quién dejarlo en Pasto. Ese fin de semana me tocó trabajar por primera vez en esto y no me gustó, pero era lo único que me daba el dinero suficiente”, explica.
En Samaniego duró poco tiempo, porque luego en el pueblo comenzaron los rumores de que la guerrilla quería reclutar a su hijo de ocho años. “Entonces me tocó inventarme un cuento de que tenía que llevarle a mi hijo al papá, que no podía tenerlo más y tuve que huir, no volví más para allá”. Valery sabe que si llega a regresar a ese municipio, posiblemente tenga que pagar esa “deuda” con la que quedó con los grupos armados por no entregarles a su hijo.
De hecho, uno de los peligros más latentes que viven a diario estas mujeres es la desaparición forzada. En 2021, Colores de Igualdad pudo reportar 38 casos de mujeres cuyo paradero se desconoce y que podrían haber sido asesinadas en los municipios de Policarpa (16 casos), Pasto (doce) y Tumaco (diez). Este diario consultó a la Unidad para las Víctimas para conocer su perspectiva sobre la doble afectación de población migrante en el conflicto armado colombiano y sobre el registro de venezolanas que han declarado ser víctimas, pero respondieron que “la nacionalidad no se constituye en un campo relacionado en el Formato Único de Inscripción en el Registro, por lo que no es posible consultar cuántas declaraciones fueron presentadas por personas venezolanas o cuántas de ellas han sido incluidas en el Registro Único de Víctimas”.
Sobre estos casos, Juan Pablo Mafla, personero de Pasto, explicó que en 2021 apenas hubo dos registros de venezolanas en riesgo de victimización en su municipio y aseguró que no tiene conocimiento sobre la desaparición de las diez mujeres que ha documentado la organización Colores de Igualdad. “Para nosotros ha sido difícil acceder a esos registros, porque el miedo y el desconocimiento para denunciar es muy alto, entre otras cosas, porque muchas veces esas mujeres han sido amenazadas y su círculo más cercano también; además, entendemos que son personas que no conocen ni están acostumbradas al contexto de conflicto armado”, asegura.
Otras alertas han sido emitidas por el Instituto Departamental de Nariño, a través de la Dimensión de Derechos Sexuales y Reproductivos del departamento, quienes advirtieron que la trata de mujeres venezolanas es otro de los factores constantes que se han identificado en la costa Pacífica. “Tenemos casos de mujeres que dicen que, en efecto, les ofrecieron trabajos sin decirles que era como prostitutas, pero también hay otras chicas que aseguran que sí sabían que era para eso, pero que lo que no sabían era que las iban a tener en condiciones de explotación, trabajando más de veinte horas al día”, comentó Liliana Ortiz Coral, de esta institución.
(Vea: Al menos 6.151 venezolanos en Colombia son víctimas de la guerra)
El Sistema de Salud Pública (Sivigila) en Nariño reportó que en 2020 hubo 56 casos de violencia de género de mujeres migrantes, entre los que están la violencia física, sexual, económica y negligencia y abandono. El 12 % de las víctimas fueron niñas de la primera infancia, el 15 % adolescentes y el 73 % mujeres adultas. El municipio con más registros fue Policarpa, con veinte casos, seguido de Cumbitara, con 17. “Hemos identificado que cuando hay reconfiguración de los grupos armados en los territorios, es cuando más se presenta violencia sexual”, dijo Liliana Ortiz, funcionaria de esta institución..
Además de estas denuncias, Colores de Igualdad ha identificado 17 casos de niñas entre los 12 y 17 años que fueron llevadas hasta Pasto con engaños y están siendo explotadas sexualmente en la ciudad. Incluso algunas son llevadas a Perú, Chile y Ecuador, según relatos de las víctimas a la ONG.
Cuando se les pregunta a estas mujeres para ellas qué es y qué significa el conflicto armado colombiano, responden tajantemente: “Para nosotras el conflicto no es entre el Estado y un grupo armado, sino que es entre dos bandos que quieren el control, porque las zonas a las que hemos ido a trabajar nunca hemos visto presencia de la fuerza pública. Pero no es entre monstruos, como algunos creen; ellos no son tan mala gente”.
*Nombres cambiados por seguridad de las fuentes.
**Este reportaje hace parte del proyecto de International Media Support “Implementando la Resolución 1325 a través de los medios”, con el apoyo de la Agencia Noruega para la Cooperación al Desarrollo.
La primera norma cuando una mujer en prostitución llega a Tumaco (Nariño) es entregar su teléfono celular a los grupos armados. Después, apenas se ubican en los locales, algunas veces son requisadas para sellar los vínculos de confianza. Las “primíparas”, como las llaman, son obligadas a permanecer hasta sesenta días en el territorio completamente incomunicadas y aisladas. Tampoco pueden encontrarse con sus familias o allegados en otros cascos urbanos como Pasto o Ipiales. Esta práctica es para probar que no sean infiltradas de otros grupos y se hace hasta que pasen el “período de prueba”.
“Cuando uno necesita hacer una llamada, busca a una persona que hace las veces de minutero que presta un teléfono para que uno se comunique, pero todo debe ser en altavoz y apenas se permiten dos llamadas a la semana”, cuenta Jessica*, una mujer venezolana de 32 años, que está en la prostitución en la costa Pacífica nariñense desde hace cinco años porque, asegura, es la única alternativa con la que tiene garantizado un buen salario.
Cuando alguna de ellas necesita transferir dinero de su salario a sus familiares en Venezuela, son hombres de las disidencias de las Farc quienes hacen las transferencias. Las realizan desde la zona rural para evitar que el origen de la transacción sea rastreado. “Nos descuentan ese valor de las ganancias del mes”, dice la mujer.
(Vea: “El mundo debe hacer más por las personas migrantes y refugiadas”)
Además, asegura que las zonas con presencia de actores armados ilegales son las más rentables para “trabajar”. “Uno se puede hacer fácil $1’500.000 libres, fuera del ‘impuesto’ (se refiere a la vacuna de los grupos armados que debe pagar cada mujer) en un fin de semana, mientras en una ciudad normal como Pasto, esos dos días no sobrepasan los $50.000”.
Según investigaciones de la organización de derechos humanos Colores de Igualdad, la rentabilidad que deja cada prostíbulo en esta subregión de Nariño puede sobrepasar los $50 millones cada fin de semana. Estos negocios se están convirtiendo en una de las fuentes principales de ingresos de los actores armados, porque la mayoría de estos lugares pertenecen a hombres de los grupos armados o a ganaderos que también deben pagar una “vacuna” a esas estructuras.
Desde la firma del Acuerdo de Paz, en 2016, sobre Nariño se han emitido 16 alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo que advierten la reconfiguración de los grupos armados. Sobre los municipios de Tumaco, Magüí y Roberto Payán, El Rosario, Leiva, Santa Bárbara, Barbacoas, Ricaurte, Policarpa, Samaniego, Cumbitara, El Charco, La Tola, Mosquera y Olaya Herrera se ha advertido la presencia del Frente 30 de las Farc, la columna móvil Jaime Martínez, la Segunda Marquetalia, el frente de guerra José María Becerra del Eln y las Agc (Clan del Golfo), entre otras estructuras armadas, que difunden constantemente panfletos intimidantes, declaran paros armados y han desplazado a más de 15.000 personas para lograr el control de zonas estratégicas.
(Le puede interesar: “Venezolanos en Colombia son víctimas de la migración y la guerra”)
La doble afectación
Colombia+20 conoció el testimonio de cinco mujeres migrantes, víctimas del conflicto armado y en condición de prostitución en Nariño como método de supervivencia ante el fenómeno migratorio que vive su país desde 2014. Todas quedaron atrapadas en una guerra cuya dimensión aún desconocen, donde se han convertido en blanco de varias estructuras de disidencias, entre ellas la Segunda Marquetalia.
Han sobrevivido a enfrentamientos, han sido amenazadas, les han hecho atentados y son el objetivo militar de otros frentes como el Óliver Sinisterra o grupos posparamilitarismo, que las tildan de ser cómplices por “prestar” servicios sexuales a sus opuestos. Roxana*, por ejemplo, tiene 27 años y tres hijos. Hace cinco años llegó de Venezuela en busca de una oportunidad laboral que le permitiera darle una vida digna a su familia. Cuando llegó a Colombia comenzó a trabajar como empleada doméstica interna en una casa de familia en Valledupar, donde apenas le pagaban $200.000 mensuales. Después conoció a un grupo de prostitutas migrantes, con quienes llegó a Nariño porque, según ellas, es el departamento donde mejor se paga.
Primero llegó a Pasto, a una zona conocida como El Parqueadero, en la avenida Idema, contiguo al terminal de transportes al sur de la ciudad. Allí hay cerca de diez discotecas que a su vez son prostíbulos en los que trabajan mujeres migrantes. Según testimonios de algunas mujeres, el turno de doce horas comienza a las 2:00 p.m. y termina a las 2:00 a.m. y tiene un valor de $20.000.
Luego, una conocida de Roxana la llevó hasta Tumaco con la promesa de que conseguiría mejores ingresos en los prostíbulos de esa zona, sin explicarle los riesgos de trabajar allí. “Yo estaba necesitando la plata urgentemente, porque tenía que enviarle dinero a mi hija en Venezuela, que la iban a botar del apartamento, y también tenía que traerme a mi mamá para Colombia”, explica.
Para formalizar su ingreso le pidieron que se realizara exámenes de rutina para descartar enfermedades de transmisión sexual y que llevara una foto de 3 x 4 tipo carné. Cuando ella llegó al lugar había, en promedio, cinco mujeres por prostíbulo; pero la “organización”, como ellos la llaman, creció tanto que en cada lugar había en promedio 32 trabajadoras sexuales a finales de 2021. “Las condiciones en las que uno vive allá son tan deplorables que casi que dormimos una encima de otra, porque cada lugar tiene tres o cuatro cuartos, entonces en cada uno duermen ocho o nueve mujeres”, relata Roxana.
(Lea también: “La salud que necesitan las migrantes venezolanas”)
Una de las zonas con más número de chongos (como se les dice en Nariño a los prostíbulos) es el corregimiento de Llorente, a 57 kilómetros de Tumaco, cuya población no sobrepasa las 7.000 personas. Allí, según Colores de Igualdad, habría por lo menos veinte lugares con al menos 250 mujeres migrantes, de viernes a domingo. Esta organización, hasta ahora, ha sido la única que ha podido documentar y acompañar casos de violaciones a los derechos humanos en estas zonas del país, cuyo único “Estado” son las disidencias de las Farc, que se disputan el territorio entre sus distintos frentes, pero que a la vez son quienes ponen las leyes.
“Por ejemplo, si un cliente llega a sobrepasarse con nosotras u obligarnos a algo que no queremos hacer, uno solamente le dice al comandante en jefe y ellos los castigan, puede ser económicamente o los dejan amarrados toda la noche. A veces, según el delito que cometan, se paga con la misma vida”, cuenta con naturalidad Jessica*, que lleva dos años allí. “Uno sabe que si le encuentran algo en el celular, como fotos con otros hombres que son enemigos para ellos o si se dan cuenta que alguna es infiltrada, va derechito para el río, la desaparecen”, afirma.
Aunque cuando las faltas son menores, como por ejemplo pelear ente ellas en el prostíbulo, que también está prohibido, las sanciones van desde hacer trabajos en el campo o en los cultivos de coca, hasta pasearse por todo el pueblo desnudas mientras barren las calles con un letrero en el pecho que dice: “No debo pelear con mi compañera”. Marcela*, de 28 años, cuenta esto como una anécdota de la primera y última vez que se enfrentó a otra mujer en horario laboral y agradece, irónicamente, que no la hayan multado económicamente con $1 millón o, en el peor de los escenarios, que le hayan quitado la vida.
Todavía no es posible dimensionar la violencia sexual y de género que se vive en esos contextos. Entre otras cosas, por la naturalización de esos actos. La docente Zulma Izquierdo García, del Observatorio de Género de Nariño, en sus investigaciones ha encontrado que la costa Pacífica es la zona con más victimizaciones del departamento “porque en algunos escenarios los hombres de estos grupos utilizan su poder para intimidar a las mujeres y acceder a ellas. No hay oportunidad de negativas, no hay posibilidad de rechazo, no hay manera de oponer su consentimiento”, explica.
Los delitos que nadie denuncia
Según la organización Colores de Igualdad, en 2021 fueron asesinadas 31 migrantes venezolanas en prostitución en los municipios de Tumaco, Cumbitara, Policarpa, Samaniego, Pasto e Ipiales. El municipio de Nariño fue el que registró mayor número de casos: 22 asesinatos. La mayoría de esos casos ocurrieron porque infringieron las leyes del grupo armado o porque fueron utilizadas por otros grupos para infiltrarse en otros municipios, según las mujeres entrevistadas.
Sin embargo, a pesar de que los cuerpos de las mujeres fueron encontrados, el riesgo latente que ha venido denunciando Colores de Igualdad es que muchos de esos cadáveres quedan como personas no identificadas en Medicina Legal, porque sus familiares en Venezuela no sabían de su paradero o no conocen el contexto de guerra al que se enfrentaron. “Otra de las problemáticas es que la migración de estas mujeres es pendular; es decir, ellas no se asientan mucho tiempo en una zona, sino que van un mes a trabajar en Tumaco, luego de ahí se pueden ir a Chachagüí, después a El Ejido y así se van rotando, entonces es difícil rastrearlas”, explica la organización.
Aunque el riesgo de la rotación en esos territorios es alto, lo cierto es que las mujeres dicen que, al desconocer la dimensión del conflicto armado en Colombia, suelen ignorar muchas alertas y exponerse a peligros que nadie les advierte. Valery*, de 29 años, llegó a Colombia a trabajar cuidando niños en Pasto, pero por día le pagaban $20.000. “Yo tenía que pagarle a otra persona para que cuidara a mis hijos y me cobraba $10.000 el día. Me quedaban $10.000 para pagar la pieza diaria y la comida de mi familia. No me alcanzaba para nada”, afirma. Como desconocía los riesgos del conflicto en Nariño, a la primera oferta que le hicieron aceptó sin pensarlo: le propusieron irse para Samaniego sin antes decirle a qué tipo de trabajo iba. “Me dijeron que no iba tener que hacer nada, no sabía que era para ser prostituta; entonces me llevé a mi hijo para allá, porque no tenía con quién dejarlo en Pasto. Ese fin de semana me tocó trabajar por primera vez en esto y no me gustó, pero era lo único que me daba el dinero suficiente”, explica.
En Samaniego duró poco tiempo, porque luego en el pueblo comenzaron los rumores de que la guerrilla quería reclutar a su hijo de ocho años. “Entonces me tocó inventarme un cuento de que tenía que llevarle a mi hijo al papá, que no podía tenerlo más y tuve que huir, no volví más para allá”. Valery sabe que si llega a regresar a ese municipio, posiblemente tenga que pagar esa “deuda” con la que quedó con los grupos armados por no entregarles a su hijo.
De hecho, uno de los peligros más latentes que viven a diario estas mujeres es la desaparición forzada. En 2021, Colores de Igualdad pudo reportar 38 casos de mujeres cuyo paradero se desconoce y que podrían haber sido asesinadas en los municipios de Policarpa (16 casos), Pasto (doce) y Tumaco (diez). Este diario consultó a la Unidad para las Víctimas para conocer su perspectiva sobre la doble afectación de población migrante en el conflicto armado colombiano y sobre el registro de venezolanas que han declarado ser víctimas, pero respondieron que “la nacionalidad no se constituye en un campo relacionado en el Formato Único de Inscripción en el Registro, por lo que no es posible consultar cuántas declaraciones fueron presentadas por personas venezolanas o cuántas de ellas han sido incluidas en el Registro Único de Víctimas”.
Sobre estos casos, Juan Pablo Mafla, personero de Pasto, explicó que en 2021 apenas hubo dos registros de venezolanas en riesgo de victimización en su municipio y aseguró que no tiene conocimiento sobre la desaparición de las diez mujeres que ha documentado la organización Colores de Igualdad. “Para nosotros ha sido difícil acceder a esos registros, porque el miedo y el desconocimiento para denunciar es muy alto, entre otras cosas, porque muchas veces esas mujeres han sido amenazadas y su círculo más cercano también; además, entendemos que son personas que no conocen ni están acostumbradas al contexto de conflicto armado”, asegura.
Otras alertas han sido emitidas por el Instituto Departamental de Nariño, a través de la Dimensión de Derechos Sexuales y Reproductivos del departamento, quienes advirtieron que la trata de mujeres venezolanas es otro de los factores constantes que se han identificado en la costa Pacífica. “Tenemos casos de mujeres que dicen que, en efecto, les ofrecieron trabajos sin decirles que era como prostitutas, pero también hay otras chicas que aseguran que sí sabían que era para eso, pero que lo que no sabían era que las iban a tener en condiciones de explotación, trabajando más de veinte horas al día”, comentó Liliana Ortiz Coral, de esta institución.
(Vea: Al menos 6.151 venezolanos en Colombia son víctimas de la guerra)
El Sistema de Salud Pública (Sivigila) en Nariño reportó que en 2020 hubo 56 casos de violencia de género de mujeres migrantes, entre los que están la violencia física, sexual, económica y negligencia y abandono. El 12 % de las víctimas fueron niñas de la primera infancia, el 15 % adolescentes y el 73 % mujeres adultas. El municipio con más registros fue Policarpa, con veinte casos, seguido de Cumbitara, con 17. “Hemos identificado que cuando hay reconfiguración de los grupos armados en los territorios, es cuando más se presenta violencia sexual”, dijo Liliana Ortiz, funcionaria de esta institución..
Además de estas denuncias, Colores de Igualdad ha identificado 17 casos de niñas entre los 12 y 17 años que fueron llevadas hasta Pasto con engaños y están siendo explotadas sexualmente en la ciudad. Incluso algunas son llevadas a Perú, Chile y Ecuador, según relatos de las víctimas a la ONG.
Cuando se les pregunta a estas mujeres para ellas qué es y qué significa el conflicto armado colombiano, responden tajantemente: “Para nosotras el conflicto no es entre el Estado y un grupo armado, sino que es entre dos bandos que quieren el control, porque las zonas a las que hemos ido a trabajar nunca hemos visto presencia de la fuerza pública. Pero no es entre monstruos, como algunos creen; ellos no son tan mala gente”.
*Nombres cambiados por seguridad de las fuentes.
**Este reportaje hace parte del proyecto de International Media Support “Implementando la Resolución 1325 a través de los medios”, con el apoyo de la Agencia Noruega para la Cooperación al Desarrollo.