“Cuando a Bojayá solo lo miran cada 5, 10 o 20 años nos están despellejando”
Así lo dijo ayer un sobreviviente de la masacre, cuando se cumplieron dos décadas del fatal episodio en ese municipio chocano. En sus calles se vive una zozobra similar a la de 2002, por la violencia armada que se resiste a irse del territorio. El clamor general fue por verdad, justicia y gritos de auxilio a un Estado que tiene en el olvido a los pueblos del Atrato.
Camilo Pardo Quintero
“Quisiera congelar el tiempo y ver crecer a nuestros 48 niños y niñas que murieron en la masacre de Bojayá. Hoy serían adultos, tal vez algunos habrían terminado su bachillerato y carrera profesional. Otros tantos ya serían padres y líderes de nuestro presente. Con sus vidas se llevaron las nuestras”. Así narró Yúber Palacio Córdoba, vocero del Comité por los Derechos de las Víctimas de Bojayá, una serie de deseos que le quedaron desde el 2 de mayo de 2002 y con los que le pide al Estado colombiano que no olvide a Bojayá, epicentro de una las peores masacres en la historia reciente de Colombia.
Palacio también pide que no los olviden en un momento en el que ese lugar, el Medio San Juan y el Alto Baudó, atraviesan una crisis humanitaria que les ha vuelto a costar vidas, confinamientos y zozobra. Mejor dicho, las caras de la guerra que nunca se fue de esos territorios.
Por ejemplo, en la Ciénaga de Napipí, Nóvita y las zonas rurales de Bojayá no han cesado los suicidios de jóvenes emberas, que optan por el camino de la muerte antes de ser reclutados por el Eln o las Agc -o Clan del Golfo-. Hay poca confianza en la institucionalidad y el rostro de las víctimas es el ejemplo lapidario de ello.
Lea: “Veinte años después de la masacre, Bojayá sigue sin enterrar sus dolores”
Tanta parafernalia en la conmemoración de los 20 años de la masacre de Bojayá les molesta; muchos hubieran preferido un acto privado para sus muertos y garantías para no enterrar a más seres queridos. Ese, por desgracia, es otro deseo que también se les ha esfumado con rapidez. “El sábado, una de nuestras niñas se quitó la vida por temor de ser reclutada. Es la cuarta joven embera que toma esa decisión en 2022. ¿Eso cómo no nos quiebra el alma? No hay posibilidades de soñar porque estamos solos”, lamentó Víctor Carpio, miembro de la Mesa Indígena de Concertación y Diálogo de Chocó.
En la cabecera del nuevo Bellavista se volvió frecuente hablar de estos suicidios y de otras formas de violencia que perviven en sus comunidades como un “cilindro silencioso” que los está matando de a poco. Lo ven igual de letal que aquel artefacto lanzado por las Farc y que acabó con la vida de al menos 98 de sus seres amados hace 20 años, pero lo asimilan como algo más cruel, porque les genera un sufrimiento lento y sin fecha de vencimiento. “Cuando escuchamos sobre los suicidios de nuestros muchachos, cuando el Estado nos sigue olvidando en temas de salud y educación, o cuando a Bojayá solo lo miran cada 5, 10, 15 o 20 años nos están despellejando. Nuestro dolor no es un circo. El Medio Atrato y Chocó viven las mismas penas de siempre y por cada muerto, confinamiento o enfrentamiento nos sentimos como si nos estuvieran abriendo heridas que en algún punto tocarán una arteria y nos matarán”, le dijo a Colombia+20 un sobreviviente de la masacre que pidió reserva de identidad.
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Sendero invisible
Tres mujeres y un hombre cargaron al Cristo mutilado de Bojayá desde la iglesia de nuevo Bellavista hacia el mausoleo con los nombres de sus familiares. Las alabaoras llevaron el ritmo de la peregrinación con un canto que no ha cesado desde 2002: “Dios mío, para tanta violencia, no queremos sufrir más”. La fe es su refugio y lo que las motiva a seguir clamando por justicia y verdad. Doña Rosita es una de las matronas del nuevo Bellavista que cargó al Cristo mutilado. A veces cantaba y por momentos se quedaba en silencio. Siempre con su vela blanca en la mano con una mirada perdida. Sus ojos vieron cómo le quitaron parte de su vida esa mañana de mayo y su consuelo ahora es ser un ejemplo de dignidad para las mujeres de Bojayá.
“No me quedo solo en el recuerdo de mis familiares que me quitó la masacre. Todos eran mis hijos y mi gente. Incluso acabaron con cinco angelitos que no alcanzaron a nacer y cuya esperanza de conocerlos alguna vez solo se quedó en un amargo “qué hubiera pasado si…”, comentó.
En el mausoleo se guardó un minuto de silencio por los caídos. Poco a poco volvieron los alabaos y los llantos de decenas de familiares. Algunos se quedaron postrados en las lápidas de Wálter Enrique Mena, Yarleisis Martínez, Pedro Marino Salas, Hercilia Romaña y Rosalba Palacios. Todos seguían alrededor del Cristo mutilado resguardado en una caja de madera y con flores blancas y rojas. Ese homenaje fue muy corto, porque el padre Rogelio, párroco de Bojayá, los esperaba en la iglesia de Bellavista viejo para la eucaristía en memoria de los muertos del 2 de mayo.
Vea también: “Mayor dice que el Clan del Golfo en Chocó esta integrado por ex militares”
En una larga panga de madera sin sillas acomodaron al Cristo de Bojayá y a los familiares. Las alabaoras no cantaron en el trayecto entre ambos pueblos y sus rostros acongojados eran la antesala del ambiente que se iba a ver en la eucaristía: adelante las víctimas con varios niños, que tal vez aún no dimensionan lo que vivieron sus mayores hace dos décadas, y atrás los equipos de prensa y de organizaciones sociales, gubernamentales y de verificación del Acuerdo de Paz; que en un desfile de carnés y chalecos chocaban visualmente con los locales, con los verdaderos protagonistas de la jornada.
Los cantos siguieron, y tras el final de la misa volvieron los reclamos. “Han pasado 20 años y la única forma de llegar al pueblo viejo desde Bellavista nuevo es por medio de río. Llevan años vendiéndonos la idea de un camino terrestre para unir ambos sitios, pero el sendero es invisible. Es como si nos quisieran cortar con parte de nuestro pasado. Queremos unir al nuevo Bellavista con el viejo para no olvidar nunca lo que nos pasó”, dijo Yúber Palacio.
Hoy Bojayá vuelve a estar solo, como sus habitantes se acostumbraron a verlo. El pueblo, en su dolor resiliente, ahora solo quiere paz y está a la expectativa de un secreto a voces: la apertura de un subcaso propio en el macrocaso 04 de la JEP. Allí, según Leyner Palacios, está guardada su última esperanza de encontrar la verdad y la justicia que les arrebataron el domingo 2 de mayo de 2002 en el interior de la casa de Dios
“Quisiera congelar el tiempo y ver crecer a nuestros 48 niños y niñas que murieron en la masacre de Bojayá. Hoy serían adultos, tal vez algunos habrían terminado su bachillerato y carrera profesional. Otros tantos ya serían padres y líderes de nuestro presente. Con sus vidas se llevaron las nuestras”. Así narró Yúber Palacio Córdoba, vocero del Comité por los Derechos de las Víctimas de Bojayá, una serie de deseos que le quedaron desde el 2 de mayo de 2002 y con los que le pide al Estado colombiano que no olvide a Bojayá, epicentro de una las peores masacres en la historia reciente de Colombia.
Palacio también pide que no los olviden en un momento en el que ese lugar, el Medio San Juan y el Alto Baudó, atraviesan una crisis humanitaria que les ha vuelto a costar vidas, confinamientos y zozobra. Mejor dicho, las caras de la guerra que nunca se fue de esos territorios.
Por ejemplo, en la Ciénaga de Napipí, Nóvita y las zonas rurales de Bojayá no han cesado los suicidios de jóvenes emberas, que optan por el camino de la muerte antes de ser reclutados por el Eln o las Agc -o Clan del Golfo-. Hay poca confianza en la institucionalidad y el rostro de las víctimas es el ejemplo lapidario de ello.
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Tanta parafernalia en la conmemoración de los 20 años de la masacre de Bojayá les molesta; muchos hubieran preferido un acto privado para sus muertos y garantías para no enterrar a más seres queridos. Ese, por desgracia, es otro deseo que también se les ha esfumado con rapidez. “El sábado, una de nuestras niñas se quitó la vida por temor de ser reclutada. Es la cuarta joven embera que toma esa decisión en 2022. ¿Eso cómo no nos quiebra el alma? No hay posibilidades de soñar porque estamos solos”, lamentó Víctor Carpio, miembro de la Mesa Indígena de Concertación y Diálogo de Chocó.
En la cabecera del nuevo Bellavista se volvió frecuente hablar de estos suicidios y de otras formas de violencia que perviven en sus comunidades como un “cilindro silencioso” que los está matando de a poco. Lo ven igual de letal que aquel artefacto lanzado por las Farc y que acabó con la vida de al menos 98 de sus seres amados hace 20 años, pero lo asimilan como algo más cruel, porque les genera un sufrimiento lento y sin fecha de vencimiento. “Cuando escuchamos sobre los suicidios de nuestros muchachos, cuando el Estado nos sigue olvidando en temas de salud y educación, o cuando a Bojayá solo lo miran cada 5, 10, 15 o 20 años nos están despellejando. Nuestro dolor no es un circo. El Medio Atrato y Chocó viven las mismas penas de siempre y por cada muerto, confinamiento o enfrentamiento nos sentimos como si nos estuvieran abriendo heridas que en algún punto tocarán una arteria y nos matarán”, le dijo a Colombia+20 un sobreviviente de la masacre que pidió reserva de identidad.
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Sendero invisible
Tres mujeres y un hombre cargaron al Cristo mutilado de Bojayá desde la iglesia de nuevo Bellavista hacia el mausoleo con los nombres de sus familiares. Las alabaoras llevaron el ritmo de la peregrinación con un canto que no ha cesado desde 2002: “Dios mío, para tanta violencia, no queremos sufrir más”. La fe es su refugio y lo que las motiva a seguir clamando por justicia y verdad. Doña Rosita es una de las matronas del nuevo Bellavista que cargó al Cristo mutilado. A veces cantaba y por momentos se quedaba en silencio. Siempre con su vela blanca en la mano con una mirada perdida. Sus ojos vieron cómo le quitaron parte de su vida esa mañana de mayo y su consuelo ahora es ser un ejemplo de dignidad para las mujeres de Bojayá.
“No me quedo solo en el recuerdo de mis familiares que me quitó la masacre. Todos eran mis hijos y mi gente. Incluso acabaron con cinco angelitos que no alcanzaron a nacer y cuya esperanza de conocerlos alguna vez solo se quedó en un amargo “qué hubiera pasado si…”, comentó.
En el mausoleo se guardó un minuto de silencio por los caídos. Poco a poco volvieron los alabaos y los llantos de decenas de familiares. Algunos se quedaron postrados en las lápidas de Wálter Enrique Mena, Yarleisis Martínez, Pedro Marino Salas, Hercilia Romaña y Rosalba Palacios. Todos seguían alrededor del Cristo mutilado resguardado en una caja de madera y con flores blancas y rojas. Ese homenaje fue muy corto, porque el padre Rogelio, párroco de Bojayá, los esperaba en la iglesia de Bellavista viejo para la eucaristía en memoria de los muertos del 2 de mayo.
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En una larga panga de madera sin sillas acomodaron al Cristo de Bojayá y a los familiares. Las alabaoras no cantaron en el trayecto entre ambos pueblos y sus rostros acongojados eran la antesala del ambiente que se iba a ver en la eucaristía: adelante las víctimas con varios niños, que tal vez aún no dimensionan lo que vivieron sus mayores hace dos décadas, y atrás los equipos de prensa y de organizaciones sociales, gubernamentales y de verificación del Acuerdo de Paz; que en un desfile de carnés y chalecos chocaban visualmente con los locales, con los verdaderos protagonistas de la jornada.
Los cantos siguieron, y tras el final de la misa volvieron los reclamos. “Han pasado 20 años y la única forma de llegar al pueblo viejo desde Bellavista nuevo es por medio de río. Llevan años vendiéndonos la idea de un camino terrestre para unir ambos sitios, pero el sendero es invisible. Es como si nos quisieran cortar con parte de nuestro pasado. Queremos unir al nuevo Bellavista con el viejo para no olvidar nunca lo que nos pasó”, dijo Yúber Palacio.
Hoy Bojayá vuelve a estar solo, como sus habitantes se acostumbraron a verlo. El pueblo, en su dolor resiliente, ahora solo quiere paz y está a la expectativa de un secreto a voces: la apertura de un subcaso propio en el macrocaso 04 de la JEP. Allí, según Leyner Palacios, está guardada su última esperanza de encontrar la verdad y la justicia que les arrebataron el domingo 2 de mayo de 2002 en el interior de la casa de Dios