Día de las víctimas en Colombia: los “traumas colectivos” que dejó el conflicto
En el Día Nacional de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas del Conflicto Armado, fragmento del Informe Final de la Comisión de la Verdad (2022) “Hay futuro si hay verdad”, sobre el impacto de la guerra interna en la vida de los colombianos.
Comisión de la Verdad / Especial para El Espectador
Sobre la Colombia herida y los impactos en la vida cotidiana
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Sobre la Colombia herida y los impactos en la vida cotidiana
Traumas colectivos: huellas de dolor en la identidad del país
El conflicto armado no solo ha afectado a millones de víctimas y sus familias, dañadas por intensas y dolorosas experiencias de violencia. También, como sociedad, Colombia se ha visto afectada por hechos traumáticos que marcan su historia y dejan profundas consecuencias. (Recomendamos: entrevista con la directora de la Unidad para las Víctimas, Patricia Tobón).
En el periodo comprendido entre 1996 y 2008, la agudización de la guerra y la violencia contra la población civil y los territorios se extendió por el país, generando aproximadamente el 75 % de las víctimas del conflicto armado según registros oficiales. La violencia indiscriminada y la propia degradación del conflicto conllevaron no solo a la extensión del miedo, el odio o las retaliaciones, sino también una relación cada vez más estrecha de la violencia política con el crimen organizado en busca de sus propios objetivos.
Los traumas colectivos son acontecimientos violentos que dejan marcas indelebles en la conciencia y en la memoria colectiva, en la historia de un pueblo, en su identidad y sentimiento de pertenencia común, hasta llegar a modificar su manera de ser y estar en el mundo y decidir su destino, por lo que se hace necesario actuar desde distintos puntos de vista sobre esas extremas experiencias y superar las fracturas a las que han dado lugar.
Si bien las experiencias de violencia marcan un antes y un después en la continuidad de las vidas de las víctimas, también hay hechos que marcan la historia nacional o de determinados grupos sociales. El trauma social alude a la huella que ciertos procesos o hechos históricos dejan en la totalidad de las poblaciones afectadas, con una particularidad digna de ser recordada: se trata de una experiencia compartida que tiene su origen en el desorden y las disfunciones sociales causadas por la pobreza, la desigualdad, la injusticia social, la corrupción política, etc., cuyo impacto va más allá del meramente personal.
Cuando la violencia no es algo que llega de afuera, sino que se da en las propias comunidades por parte de personas pertenecientes a los grupos en conflicto; cuando la guerra no se da en un campo de batalla, sino en los escenarios y territorios de la vida cotidiana, en los ríos, ciénagas, manglares o quebradas que pertenecen al paisaje diario, el impacto traumático marca, además de lo vivido en el pasado, un presente que muchas veces lo recuerda de forma permanente. En la guerra de 60 años y sus antecedentes de violencia en Colombia, esos traumas colectivos han generado un impacto que pasa de una generación a otra durante décadas.
Desde antes del inicio del conflicto armado, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, dio paso a la violencia bipartidista que llevó a atrocidades de las que se habla solamente como una historia del pasado, como una época lejana de «La Violencia», como si no tuviera que ver con la Colombia de hoy. A partir de la Ley de Víctimas, desde 2011 el 9 de abril se conmemora como el Día de las Víctimas, pero no se ha dado lugar a una elaboración colectiva que permita enfrentar lo sucedido y sus consecuencias.
El pacto del Frente Nacional fue un acuerdo de las élites políticas, desde arriba, que trajo la pacificación, pero también la exclusión de otros sectores. Las consecuencias se mantuvieron y profundizaron heridas colectivas durante mucho tiempo. La paz no se hace en esos casos solo con acuerdos políticos entre las partes enfrentadas, sino también desde abajo, abriendo espacios para la reconstrucción de procesos locales o de lazos colectivos.
Como hitos fragmentados, estos y otros hechos marcan la historia del país. Durante el periodo del Estatuto de Seguridad (1978-1982), miles de personas fueron detenidas y torturadas de forma arbitraria. El asalto al Palacio de Justicia en 1985 supuso un ataque a las altas cortes y al propio sentido de la justicia. El asesinato de candidatos presidenciales en los magnicidios de Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo, Luis Carlos Galán y Carlos Pizarro en el periodo 1989-1990 conllevó el cierre de las posibilidades políticas de la alternancia democrática por parte de grupos de oposición.
Si bien la Constitución de 1991 fue un pacto fundacional para un nuevo tiempo, y ha tenido efectos positivos para el país y sus esfuerzos democratizadores, esas heridas no han sido suficiente ni integralmente abordadas durante décadas. A ellas se fueron añadiendo nuevos hechos, estados de conmoción interior y periodos de extensión de la guerra que han supuesto un antes y un después en la historia de diferentes sectores sociales.
Las masacres paramilitares, los años de extensión del secuestro de las FARC-EP, las tomas guerrilleras o los bombardeos de comunidades, marcaron la historia colectiva de Colombia hasta hoy, muchas veces de forma segmentada en función de las distintas sensibilidades políticas. En otros casos, los intentos de salidas negociadas al conflicto, como el Acuerdo de La Uribe que dio lugar al nacimiento de la UP (1985) y su posterior genocidio político, y el fracaso de los diálogos del Caguán en 2001, marcaron un quiebre en la esperanza de la construcción de la paz y la democratización del país.
Muchos otros hechos han tenido profundos impactos incluso en poderes del Estado, como los sufridos por el sector de la justicia, con asesinatos de jueces, amenazas y exilios en diferentes periodos, tampoco asumidos como Estado ni como sociedad. Para los pueblos indígenas y los pueblos afrodescendientes, las violencias históricas sufridas desde la colonización y la construcción del estado republicano se suman a las vividas en el contexto del conflicto armado interno, marcando sus vidas en un trauma colectivo que sigue mostrando las condiciones de falta de reconocimiento de sus experiencias como parte de una historia compartida y del derecho a sus territorios y culturas siempre bajo amenaza.
Estos traumas colectivos marcan la historia dolorida de Colombia, con impactos que se acumulan en el tiempo. La pérdida de la tierra, de la buena vida o de la relación con la naturaleza supone procesos de duelo en las comunidades afectadas, que muchas veces las víctimas ni siquiera han podido expresar en los barrios de las ciudades a las que, por millones, han llegado desplazadas violentamente por los actores armados.
Por su parte, el exilio es un desgarro y a la vez una pérdida de la patria, del proyecto de vida y de los vínculos familiares. El secuestro es una muerte suspendida en el tiempo que afectó a decenas de miles de personas y sus familias. Los asesinatos de sindicalistas y la desaparición de sindicatos como consecuencia del violento ensañamiento contra ellos han dejado miles de familias afectadas, así como una herida en el propio movimiento sindical y social.
La historia de la defensa de los derechos humanos en Colombia está marcada por nombres de quienes son nuestra referencia en esa lucha por la defensa de la vida, que fueron asesinados o desaparecidos y por una amenaza que se extiende cada vez más hacia líderes comunitarios y étnicos y del movimiento de mujeres. La Comisión de la Verdad los escuchó en los territorios e hizo parte de esos duelos: desde el primer acto de reconocimiento de la Comisión –que se dirigió a las mujeres y personas LGBTIQ+ víctimas de violencia sexual y a los familiares de desaparecidos que salieron a buscar a los suyos en los territorios del miedo–, hasta el último evento nacional en reconocimiento a las madres de Soacha que dieron el paso para denunciar las ejecuciones extrajudiciales que se conocen como «falsos positivos».
Fueron más de 50 Encuentros por la Verdad en reconocimiento de las comunidades indígenas y afrodescendientes, de exiliados y poblaciones en frontera, de universidades, movimientos campesinos, víctimas del secuestro y comunidades afectadas por tomas guerrilleras, víctimas de violencia sexual o buscadoras de los desaparecidos, entre otros muchos sectores y víctimas. Se han dado procesos de escucha, en una conversación nacional sobre el impacto sufrido, los mecanismos que lo hicieron posible, el reconocimiento de los responsables y la dignidad de las víctimas. Un diálogo social que no cambia solo por eso la realidad, pero que ayuda a restablecer los lazos y la confianza que se necesitan para ello.
La Comisión incluyó conversaciones sobre el presente, en los Encuentros por la No Repetición, frente al asesinato de líderes sociales y de exmiembros de las FARC-EP, así como las nuevas formas de violencia y masacres que mantienen un conflicto armado abierto, especialmente en varias regiones del país, con fuerte impacto no solo en las comunidades afectadas, sino también en la propia confianza en la paz y en las necesarias transformaciones estructurales, cumplimiento y extensión del acuerdo de paz con las FARC-EP para una paz completa.
La Comisión de la Verdad llevó adelante una extensa conversación colectiva con todos los sectores sociales, con centralidad de las víctimas, no solo para mirar hacia ese pasado, sino para transformar el presente con el convencimiento de que el futuro les pertenece a las nuevas generaciones que necesitan dejar atrás un pasado violento y dar pasos hacia un país capaz de afrontar las transformaciones necesarias y tantas veces postergadas por la guerra.
El reconocimiento de todas estas experiencias supone hablar de hechos y también de injusticias, dolores, pérdidas humanas, ataques a la dignidad. Han sido también espacios para hacer, con parte de esos procesos, un duelo colectivo, en el cual se pueda hablar sin miedo y se rescate el buen nombre de las víctimas y de los que ya no están, pero acompañan con sus presencias. Los ríos convertidos en cementerios, las iglesias donde se torturó o se bombardeó, los cementerios habitados por decenas de miles de NN, las dependencias donde permanecen muchos restos de personas rescatados de fosas comunes para su identificación, necesitan un marco social de aceptación y comprensión de lo sucedido, que resulta necesario para la reconstrucción.
Toda elaboración de esos traumas pasa por el reconocimiento de lo sucedido y de la dignidad de las víctimas, pero también por una pregunta fundamental para el país: ¿es el sufrimiento de los otros también nuestro? Las sociedades que amplían el círculo del nosotros crean la posibilidad de una reparación que evita que el trauma vuelva a suceder, aunque ese proceso se prolongue, a veces, durante generaciones.
El trabajo de la Comisión de la Verdad se ha dirigido a un ejercicio de escucha amplio para generar una visión compartida del impacto y de lo intolerable de lo vivido y para ser conscientes de las consecuencias que todo ha tenido en la cultura, en los modelos de relación interpersonal e intergrupal, en los modos de hacer política o de afrontar los procesos colectivos. La herida en lo individual, lo familiar y lo colectivo que deja el conflicto armado trasciende el cuerpo y perfora el alma colectiva.