Alejandra Miller, la mujer que supo escuchar a otras mujeres
Caleña, feminista, economista y magíster en Estudios Políticos, estuvo a cargo del capítulo del Informe Final de la Comisión de la Verdad que recogió el impacto del conflicto armado en las mujeres y la población LGBTIQ+. Aquí un perfil de su trabajo y su modo de ver y vivir la vida.
Natalia Herrera Durán
Alejandra Miller camina de la mano de varias mujeres. De eso da cuenta su propio relato. Es caleña, tiene 51 años y se autodenomina feminista desde hace veinte, cuando la palabra era más sinónimo de bruja que de equidad y dignidad. La comisionada de la Verdad, a cargo del capítulo del informe final sobre los impactos del conflicto armado en las mujeres y la población LGBTIQ+, está convencida de que es lo que es por la experiencia de dolor y fuerza de las mujeres que ha conocido.
De su infancia recoge siempre las reflexiones de su mamá. “Mi mamá siempre fue muy anticlerical. Tampoco permitió que yo hiciera oficios solo por ser mujer, ni que mi papá nos pegara o fuera violento. Esas cosas marcan y me permitieron tener cierta independencia para pensar. Algo que siempre le he admirado, más hoy, como mujer de 76 años en Cali, que no tuvo formación universitaria. Sus enseñanzas se las agradezco todos los días”, dice sonriendo.
Más adelante, cuando era adolescente, el espíritu revolucionario de esos días la llevó a estar muy cerca del Movimiento 19 de Abril (M-19), la guerrilla urbana que surgió en 1970, tras los reclamos por el fraude electoral contra el general Gustavo Rojas Pinilla frente al conservador Misael Pastrana. En 1987, Alejandra Miller tenía 16 años, estudiaba Ingeniería Química en la Universidad del Valle, y hacía parte activa de los debates políticos que vivía el país, en medio de la más cruda violencia.
Tiempos marcados por la desaparición forzada de estudiantes y el asesinato de sindicalistas, defensores de derechos humanos, maestros, militares y más de doscientos integrantes del partido político de izquierda Unión Patriótica, incluido Jaime Pardo Leal, uno de sus candidatos a la Presidencia. Partido que surgió de los fallidos acuerdos de paz entre las Farc y el presidente Belisario Betancur y que padeció su exterminio a manos de grupos paramilitares y agentes del Estado.
Alejandra recuerda la preocupación de sus padres por su integridad en esos días de violencia política, lo cual motivó su salida al exterior. Se fue a vivir a Canadá, donde siguió en contacto con militantes del M-19 y, en el camino hacia un acuerdo de paz con el gobierno de Virgilio Barco, terminó en México, donde conoció a otros dirigentes guerrilleros de su momento, como Antonio Navarro Wolf, Gerardo Ardila y Everth Bustamante.
“Cuando empezó el proceso de paz, yo me devolví a Colombia y llegué a Santo Domingo (Cauca) porque ahí estaba mi tío, Laureano Restrepo”. Se refiere a uno de los hermanos menores de su madre, a quien le heredó su inquietud política y la influenció desde joven, cuando llegaba a almorzar y contar historias de la revolución, mientras estudiaba Economía en la Universidad del Valle. En esas montañas de Cauca, donde se avanzaba en el proceso de desmovilización del M-19 que le dio paso al movimiento político Alianza Democrática M-19, conoció a su “flaco”, como le dice cariñosamente a Jaime Navarro Wolf (actual secretario general del Partido Verde y hermano del político Antonio Navarro Wolf), su compañero hace 33 años y padre de sus dos hijos.
Su amor se abrió paso en uno de los momentos más oscuros y desestabilizantes de la historia del país, tras el asesinato de Carlos Pizarro, su líder político, candidato a la Presidencia por la Alianza Democrática M-19, el 16 de abril de 1990, a menos de dos meses de los comicios. Y luego de que, el 18 de agosto de 1989, mataran también al precandidato liberal Luis Carlos Galán. Eran momentos de mucha incertidumbre, pero, paradójicamente, también de esperanza con el surgimiento de una nueva Constitución Política: en 1991, durante cinco meses, 74 constituyentes, elegidos por el voto popular y presididos por Antonio Navarro (de la Alianza Democrática M-19), Álvaro Gómez Hurtado (del Partido Conservador) y Horacio Serpa (del Partido Liberal) le dieron forma a la nueva carta magna que derogó la de 1886.
“En el informe final de la Comisión de la Verdad quedó por escrito cómo las negociaciones de paz han posibilitado las pocas aperturas democráticas que ha tenido el país, aunque después haya venido una respuesta muy violenta del statu quo y se haya recrudecido la violencia”, dice Alejandra Miller, mientras saborea un café, en el barrio La Soledad, en Bogotá. Para ella, la respuesta violenta que vino después de la Constitución de 1991 abrió un capítulo doloroso y desafiante en su familia. El 24 de febrero de 1994, su tío Laureano Restrepo fue encontrado sin vida en una zona rural de Yumbo, Valle, luego de ser torturado y abaleado por sicarios. Restrepo había dejado las armas en el acuerdo de paz y llegó a ser concejal de ese municipio.
A los pocos meses, la pareja de su tío también perdió la vida, en un accidente de tránsito. Su única hija, Pilar, de diez años, quedó huérfana y Alejandra Miller y Jaime Navarro, que ya tenían dos hijos pequeños, decidieron acogerla en su familia. “Pilar nos ha enseñado todas las lecciones de diversidad posibles. Es sordomuda y cuando llegó a casa todavía no hablaba idioma de señas y nosotros menos. Fue un proceso de aprendizaje duro y hermoso. Ya en la adolescencia, nuestra Pilarica nos confesó que le gustaban las chicas. Para mí, que para entonces ya me consideraba feminista y era profesora de la Universidad del Cauca, no hubo ningún problema, pero, claro, vivíamos en Popayán, un pueblo conservador, rezandero y moralista. Y recuerdo que mi hijo mayor, entre apenado y preocupado, me pedía: ‘Dile que no se bese con la novia ni se coja de la mano delante de los amigos’, y yo le respondía: ‘¿Tú te besas con tu novia delante de tus amigos?’. Y cuando me decía que sí, pero que era distinto, yo le decía que no con firmeza, que era exactamente igual y que debía respetarla. Aunque en el fondo sabía y me angustiaba que, en Popayán, Pilarica no podía ser ni estar tranquila”, dice Alejandra y cuando habla de su hija se le iluminan los ojos con orgullo: “Ella nos ha enseñado mucho: es indígena, lesbiana, sordomuda, víctima del conflicto, artista y líderesa”.
Ahora, Pilar tiene 32 años, estudia licenciatura de Artes en la Universidad Pedagógica y tiene muchos rasgos físicos de su padre biológico. Como persona sordomuda y víctima del conflicto armado, ayudó al grupo de género de la Comisión de la Verdad a explicar a mujeres y personas de identidades y orientaciones sexuales diversas en qué consistía la Comisión de la Verdad y las animó para que le confiaran sus testimonios sobre el conflicto armado. En agradecimiento a su labor (por la que no cobró un peso) la Comisión de la Verdad hizo un video reconociendo su aporte.
Pensando en mujeres como Pilar, su madre siempre vio la necesidad de que en los eventos de la Comisión de la Verdad hubiera intérprete de señas. Aunque no solo trabajaron con mujeres sordas, sino también con mujeres con diversas discapacidades. Mujeres que teniendo discapacidad fueron víctimas o que quedaron con discapacidad producto de su victimización en la guerra. Mujeres que empezó a conocer desde que volvió a la universidad, esta vez a terminar el programa de Economía de la Universidad del Cauca, a finales de los años 90, cuando exploraba cómo era eso del feminismo o de los feminismos, entendiendo la enorme diversidad de mujeres que existe en su departamento. Allí conoció a Socorro Corrales, la única profesora feminista de entonces, quien ya era parte de la organización Ruta Pacífica de Mujeres, surgida en 1996, para llevar la voz y visibilizar a las mujeres víctimas del conflicto armado y sus apuestas de paz.
Alejandra empezó a participar de las reuniones de La Ruta y al año tuvo que asumir la coordinación de la organización en el Cauca. “Ese fue un proceso de crecimiento intensivo”, reconoce y cuenta que fue una de las investigadoras, documentadoras y escritoras del informe que, entre el 2010 y el 2013, hizo La Ruta en todo el país sobre mujeres víctimas del conflicto armado. “Fue un proceso bellísimo porque recogimos mil testimonios de mujeres, en un momento en que el conflicto armado estaba muy duro. Entonces, nos tocaba casi trabajar clandestinamente para protegerlas. Así logramos sistematizar esa información y logré conocer experiencias que me marcaron de por vida”, comenta y afirma con conciencia que ese camino la alejó de los imaginarios de la guerra justa y la revolución necesaria. Nada por la vía armada.
Se refiere, por ejemplo, a historias de mujeres comunes, pero extraordinarias, que lleva de la mano. Como la de Melania Urrutia, una campesina, de 1,40 de estatura, que vivía y atendía una tiendita por Argelia, Cauca. La misma mujer que, cuando la guerrilla de las Farc se llevó a su hija de catorce años una madrugada, caminó durante cinco días hasta llegar al campamento guerrillero que la había reclutado. Le apuntaron con fusiles, pero no se amilanó y pidió hablar con el comandante hasta que logró, a punta de convencimiento, que le devolvieran a su hija y las dejaran marchar con vida, aunque tuvo que desplazarse forzadamente de su casa.
O la historia de Virginia Collazos, gobernadora del resguardo Kite Kiwe, víctima de la masacre paramilitar del Naya (Cauca). Virginia salió desplazada de su territorio junto con sus cuatro hijos a la plaza de toros de Santander de Quilichao. “Estando allí, yo la conocí y empecé a ver su enorme capacidad para liderar y organizar a su comunidad. Ayudó a conformar un cabildo, le restituyeron una tierra, ha sido gobernadora cuatro veces. Una mujer de una valentía y capacidad inigualables”, asegura Alejandra.
Más adelante, a finales de 2015, un año antes de que se hablara de un plebiscito para refrendar los Acuerdos de Paz que se adelantaban en La Habana, entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc, La Ruta convocó a una nutrida movilización, de cerca de seis mil mujeres en el Cauca, que se conoció como “Las mujeres refrendamos la paz”. Gracias a esta iniciativa, Óscar Campo, gobernador electo del Cauca, le ofreció a Alejandra Miller que fuera su secretaría de gobierno.
Ella aceptó y se propuso ejecutar una secretaría propaz, que respaldara la firma e implementación del acuerdo de la Habana, que se abría paso en el país con dificultades, en medio de una fuerte polarización política. Estuvo en la secretaría entre 2016 y 2018 y vivió el período más pacífico de los últimos cincuenta años en el Cauca. “La gente de verdad respiraba paz. En Caldono, por ejemplo, podían salir de noche. Después, ante la inoperancia del Estado y de la fuerza pública, que no atendió los llamados de seguridad y orden público que les hicimos, volvió la violencia que vemos hoy”, asegura.
En 2018, cuando se acercaban las elecciones parlamentarias, y ella vio que la Gobernación se puso en función de la campaña política, renunció. Después fue nominada por La Ruta Pacífica para integrar la Comisión de la Verdad, la entidad que se creó en el Acuerdo de Paz con las Farc para esclarecer en un mandato de tres años, que termina en junio de 2022, qué y por qué pasó el conflicto armado. La noticia de su elección la tomó por sorpresa, pero desde ese momento sabía cuál era su derrotero: “Siempre he creído que la fuerza de las mujeres víctimas, que he conocido en este trabajo de 25 años; es nuestra mayor reserva ética y moral y que eso lo debía conocer el país. Eso fue lo que hicimos en chiquito en La Ruta Pacífica de Mujeres y ese fue mi mayor propósito en la Comisión de la Verdad”.
En ese camino de construcción dentro de la CEV, conoció amistades y respaldos, como los de la comisionada Marta Ruiz, pero también tuvo desencuentros. En especial, con el excomisionado Carlos Ospina, quien renunció súbitamente, dos meses antes de la fecha de entrega del informe final. Con él, dice, hubo “cero empatía” y muchas dificultades en el trato. “Y no por ser militar, porque cuando fui secretaria de Gobierno tuve que relacionarme con muchos militares, pero siempre pudimos construir con respeto; con Ospina nunca se pudo, en él siempre hubo mucha misoginia”, explica.
Ad portas de la entrega final del informe de la CEV, la comisionada Miller confiesa que hace tres años que duerme poco, se ha enfermado gravemente por tanto trabajo y por poco no supera la tristeza de enterrar en el camino a dos de sus colegas más entrañables: Alfredo Molano Bravo y Ángela Salazar. Quienes conocen su trabajo en la CEV dicen que sus contribuciones van más allá del capítulo sobre afectaciones a las mujeres y población LGBTIQ+, que amadrinó con presupuesto, equipo y enfoque desde el principio.
Reconocen, por ejemplo, sus aportes a la metodología de los actos de reconocimiento de responsabilidades, que puso a los agresores a rendir cuentas frente a sus víctimas. Sus compañeros dicen que le cabe el país en la cabeza y que sus reflexiones sobre el conflicto han sacudido el plenario. Mientras toma chocolate caliente, Alejandra Miller se despide diciendo que está feliz de terminar el compromiso que asumió con el país y que anhela volver a la docencia en su natal Cauca. Falta ver si su vocación y claridad política así se lo permiten o vuelve muy pronto, de la mano de las mujeres que ha sabido escuchar y representar, al ruedo público.
(Lea también: Carlos Beristain: el líder del proyecto del exilio en la Comisión de la Verdad)
Alejandra Miller camina de la mano de varias mujeres. De eso da cuenta su propio relato. Es caleña, tiene 51 años y se autodenomina feminista desde hace veinte, cuando la palabra era más sinónimo de bruja que de equidad y dignidad. La comisionada de la Verdad, a cargo del capítulo del informe final sobre los impactos del conflicto armado en las mujeres y la población LGBTIQ+, está convencida de que es lo que es por la experiencia de dolor y fuerza de las mujeres que ha conocido.
De su infancia recoge siempre las reflexiones de su mamá. “Mi mamá siempre fue muy anticlerical. Tampoco permitió que yo hiciera oficios solo por ser mujer, ni que mi papá nos pegara o fuera violento. Esas cosas marcan y me permitieron tener cierta independencia para pensar. Algo que siempre le he admirado, más hoy, como mujer de 76 años en Cali, que no tuvo formación universitaria. Sus enseñanzas se las agradezco todos los días”, dice sonriendo.
Más adelante, cuando era adolescente, el espíritu revolucionario de esos días la llevó a estar muy cerca del Movimiento 19 de Abril (M-19), la guerrilla urbana que surgió en 1970, tras los reclamos por el fraude electoral contra el general Gustavo Rojas Pinilla frente al conservador Misael Pastrana. En 1987, Alejandra Miller tenía 16 años, estudiaba Ingeniería Química en la Universidad del Valle, y hacía parte activa de los debates políticos que vivía el país, en medio de la más cruda violencia.
Tiempos marcados por la desaparición forzada de estudiantes y el asesinato de sindicalistas, defensores de derechos humanos, maestros, militares y más de doscientos integrantes del partido político de izquierda Unión Patriótica, incluido Jaime Pardo Leal, uno de sus candidatos a la Presidencia. Partido que surgió de los fallidos acuerdos de paz entre las Farc y el presidente Belisario Betancur y que padeció su exterminio a manos de grupos paramilitares y agentes del Estado.
Alejandra recuerda la preocupación de sus padres por su integridad en esos días de violencia política, lo cual motivó su salida al exterior. Se fue a vivir a Canadá, donde siguió en contacto con militantes del M-19 y, en el camino hacia un acuerdo de paz con el gobierno de Virgilio Barco, terminó en México, donde conoció a otros dirigentes guerrilleros de su momento, como Antonio Navarro Wolf, Gerardo Ardila y Everth Bustamante.
“Cuando empezó el proceso de paz, yo me devolví a Colombia y llegué a Santo Domingo (Cauca) porque ahí estaba mi tío, Laureano Restrepo”. Se refiere a uno de los hermanos menores de su madre, a quien le heredó su inquietud política y la influenció desde joven, cuando llegaba a almorzar y contar historias de la revolución, mientras estudiaba Economía en la Universidad del Valle. En esas montañas de Cauca, donde se avanzaba en el proceso de desmovilización del M-19 que le dio paso al movimiento político Alianza Democrática M-19, conoció a su “flaco”, como le dice cariñosamente a Jaime Navarro Wolf (actual secretario general del Partido Verde y hermano del político Antonio Navarro Wolf), su compañero hace 33 años y padre de sus dos hijos.
Su amor se abrió paso en uno de los momentos más oscuros y desestabilizantes de la historia del país, tras el asesinato de Carlos Pizarro, su líder político, candidato a la Presidencia por la Alianza Democrática M-19, el 16 de abril de 1990, a menos de dos meses de los comicios. Y luego de que, el 18 de agosto de 1989, mataran también al precandidato liberal Luis Carlos Galán. Eran momentos de mucha incertidumbre, pero, paradójicamente, también de esperanza con el surgimiento de una nueva Constitución Política: en 1991, durante cinco meses, 74 constituyentes, elegidos por el voto popular y presididos por Antonio Navarro (de la Alianza Democrática M-19), Álvaro Gómez Hurtado (del Partido Conservador) y Horacio Serpa (del Partido Liberal) le dieron forma a la nueva carta magna que derogó la de 1886.
“En el informe final de la Comisión de la Verdad quedó por escrito cómo las negociaciones de paz han posibilitado las pocas aperturas democráticas que ha tenido el país, aunque después haya venido una respuesta muy violenta del statu quo y se haya recrudecido la violencia”, dice Alejandra Miller, mientras saborea un café, en el barrio La Soledad, en Bogotá. Para ella, la respuesta violenta que vino después de la Constitución de 1991 abrió un capítulo doloroso y desafiante en su familia. El 24 de febrero de 1994, su tío Laureano Restrepo fue encontrado sin vida en una zona rural de Yumbo, Valle, luego de ser torturado y abaleado por sicarios. Restrepo había dejado las armas en el acuerdo de paz y llegó a ser concejal de ese municipio.
A los pocos meses, la pareja de su tío también perdió la vida, en un accidente de tránsito. Su única hija, Pilar, de diez años, quedó huérfana y Alejandra Miller y Jaime Navarro, que ya tenían dos hijos pequeños, decidieron acogerla en su familia. “Pilar nos ha enseñado todas las lecciones de diversidad posibles. Es sordomuda y cuando llegó a casa todavía no hablaba idioma de señas y nosotros menos. Fue un proceso de aprendizaje duro y hermoso. Ya en la adolescencia, nuestra Pilarica nos confesó que le gustaban las chicas. Para mí, que para entonces ya me consideraba feminista y era profesora de la Universidad del Cauca, no hubo ningún problema, pero, claro, vivíamos en Popayán, un pueblo conservador, rezandero y moralista. Y recuerdo que mi hijo mayor, entre apenado y preocupado, me pedía: ‘Dile que no se bese con la novia ni se coja de la mano delante de los amigos’, y yo le respondía: ‘¿Tú te besas con tu novia delante de tus amigos?’. Y cuando me decía que sí, pero que era distinto, yo le decía que no con firmeza, que era exactamente igual y que debía respetarla. Aunque en el fondo sabía y me angustiaba que, en Popayán, Pilarica no podía ser ni estar tranquila”, dice Alejandra y cuando habla de su hija se le iluminan los ojos con orgullo: “Ella nos ha enseñado mucho: es indígena, lesbiana, sordomuda, víctima del conflicto, artista y líderesa”.
Ahora, Pilar tiene 32 años, estudia licenciatura de Artes en la Universidad Pedagógica y tiene muchos rasgos físicos de su padre biológico. Como persona sordomuda y víctima del conflicto armado, ayudó al grupo de género de la Comisión de la Verdad a explicar a mujeres y personas de identidades y orientaciones sexuales diversas en qué consistía la Comisión de la Verdad y las animó para que le confiaran sus testimonios sobre el conflicto armado. En agradecimiento a su labor (por la que no cobró un peso) la Comisión de la Verdad hizo un video reconociendo su aporte.
Pensando en mujeres como Pilar, su madre siempre vio la necesidad de que en los eventos de la Comisión de la Verdad hubiera intérprete de señas. Aunque no solo trabajaron con mujeres sordas, sino también con mujeres con diversas discapacidades. Mujeres que teniendo discapacidad fueron víctimas o que quedaron con discapacidad producto de su victimización en la guerra. Mujeres que empezó a conocer desde que volvió a la universidad, esta vez a terminar el programa de Economía de la Universidad del Cauca, a finales de los años 90, cuando exploraba cómo era eso del feminismo o de los feminismos, entendiendo la enorme diversidad de mujeres que existe en su departamento. Allí conoció a Socorro Corrales, la única profesora feminista de entonces, quien ya era parte de la organización Ruta Pacífica de Mujeres, surgida en 1996, para llevar la voz y visibilizar a las mujeres víctimas del conflicto armado y sus apuestas de paz.
Alejandra empezó a participar de las reuniones de La Ruta y al año tuvo que asumir la coordinación de la organización en el Cauca. “Ese fue un proceso de crecimiento intensivo”, reconoce y cuenta que fue una de las investigadoras, documentadoras y escritoras del informe que, entre el 2010 y el 2013, hizo La Ruta en todo el país sobre mujeres víctimas del conflicto armado. “Fue un proceso bellísimo porque recogimos mil testimonios de mujeres, en un momento en que el conflicto armado estaba muy duro. Entonces, nos tocaba casi trabajar clandestinamente para protegerlas. Así logramos sistematizar esa información y logré conocer experiencias que me marcaron de por vida”, comenta y afirma con conciencia que ese camino la alejó de los imaginarios de la guerra justa y la revolución necesaria. Nada por la vía armada.
Se refiere, por ejemplo, a historias de mujeres comunes, pero extraordinarias, que lleva de la mano. Como la de Melania Urrutia, una campesina, de 1,40 de estatura, que vivía y atendía una tiendita por Argelia, Cauca. La misma mujer que, cuando la guerrilla de las Farc se llevó a su hija de catorce años una madrugada, caminó durante cinco días hasta llegar al campamento guerrillero que la había reclutado. Le apuntaron con fusiles, pero no se amilanó y pidió hablar con el comandante hasta que logró, a punta de convencimiento, que le devolvieran a su hija y las dejaran marchar con vida, aunque tuvo que desplazarse forzadamente de su casa.
O la historia de Virginia Collazos, gobernadora del resguardo Kite Kiwe, víctima de la masacre paramilitar del Naya (Cauca). Virginia salió desplazada de su territorio junto con sus cuatro hijos a la plaza de toros de Santander de Quilichao. “Estando allí, yo la conocí y empecé a ver su enorme capacidad para liderar y organizar a su comunidad. Ayudó a conformar un cabildo, le restituyeron una tierra, ha sido gobernadora cuatro veces. Una mujer de una valentía y capacidad inigualables”, asegura Alejandra.
Más adelante, a finales de 2015, un año antes de que se hablara de un plebiscito para refrendar los Acuerdos de Paz que se adelantaban en La Habana, entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc, La Ruta convocó a una nutrida movilización, de cerca de seis mil mujeres en el Cauca, que se conoció como “Las mujeres refrendamos la paz”. Gracias a esta iniciativa, Óscar Campo, gobernador electo del Cauca, le ofreció a Alejandra Miller que fuera su secretaría de gobierno.
Ella aceptó y se propuso ejecutar una secretaría propaz, que respaldara la firma e implementación del acuerdo de la Habana, que se abría paso en el país con dificultades, en medio de una fuerte polarización política. Estuvo en la secretaría entre 2016 y 2018 y vivió el período más pacífico de los últimos cincuenta años en el Cauca. “La gente de verdad respiraba paz. En Caldono, por ejemplo, podían salir de noche. Después, ante la inoperancia del Estado y de la fuerza pública, que no atendió los llamados de seguridad y orden público que les hicimos, volvió la violencia que vemos hoy”, asegura.
En 2018, cuando se acercaban las elecciones parlamentarias, y ella vio que la Gobernación se puso en función de la campaña política, renunció. Después fue nominada por La Ruta Pacífica para integrar la Comisión de la Verdad, la entidad que se creó en el Acuerdo de Paz con las Farc para esclarecer en un mandato de tres años, que termina en junio de 2022, qué y por qué pasó el conflicto armado. La noticia de su elección la tomó por sorpresa, pero desde ese momento sabía cuál era su derrotero: “Siempre he creído que la fuerza de las mujeres víctimas, que he conocido en este trabajo de 25 años; es nuestra mayor reserva ética y moral y que eso lo debía conocer el país. Eso fue lo que hicimos en chiquito en La Ruta Pacífica de Mujeres y ese fue mi mayor propósito en la Comisión de la Verdad”.
En ese camino de construcción dentro de la CEV, conoció amistades y respaldos, como los de la comisionada Marta Ruiz, pero también tuvo desencuentros. En especial, con el excomisionado Carlos Ospina, quien renunció súbitamente, dos meses antes de la fecha de entrega del informe final. Con él, dice, hubo “cero empatía” y muchas dificultades en el trato. “Y no por ser militar, porque cuando fui secretaria de Gobierno tuve que relacionarme con muchos militares, pero siempre pudimos construir con respeto; con Ospina nunca se pudo, en él siempre hubo mucha misoginia”, explica.
Ad portas de la entrega final del informe de la CEV, la comisionada Miller confiesa que hace tres años que duerme poco, se ha enfermado gravemente por tanto trabajo y por poco no supera la tristeza de enterrar en el camino a dos de sus colegas más entrañables: Alfredo Molano Bravo y Ángela Salazar. Quienes conocen su trabajo en la CEV dicen que sus contribuciones van más allá del capítulo sobre afectaciones a las mujeres y población LGBTIQ+, que amadrinó con presupuesto, equipo y enfoque desde el principio.
Reconocen, por ejemplo, sus aportes a la metodología de los actos de reconocimiento de responsabilidades, que puso a los agresores a rendir cuentas frente a sus víctimas. Sus compañeros dicen que le cabe el país en la cabeza y que sus reflexiones sobre el conflicto han sacudido el plenario. Mientras toma chocolate caliente, Alejandra Miller se despide diciendo que está feliz de terminar el compromiso que asumió con el país y que anhela volver a la docencia en su natal Cauca. Falta ver si su vocación y claridad política así se lo permiten o vuelve muy pronto, de la mano de las mujeres que ha sabido escuchar y representar, al ruedo público.
(Lea también: Carlos Beristain: el líder del proyecto del exilio en la Comisión de la Verdad)