Abrazar al distinto y honrar a afros y mujeres, así fue la vida de Ángela Salazar
Perfil de la comisionada Ángela Salazar, mujer que le dedicó su vida a la dignidad de los afros, a las luchas feministas y a la práctica de la paz desde el ejemplo. Su vocación por la verdad y el perdón son las banderas del orgullo en Apartadó y el Urabá.
Camilo Pardo Quintero
La voz de los dolores, la dignidad y la resistencia de los pueblos negros, raizales y palenqueros en Colombia tiene un nombre propio que retumba en la eternidad desde el 7 de agosto de 2020: María Ángela Salazar Murillo.
Sus verdades eran incómodas de procesar. Fue una de las primeras lideresas afro en denunciar que la gente a lo largo del Atrato no quería navegar su río en la década de los noventa por los olores que producían los centenares de cuerpos arrojados allí, producto de una guerra inclemente que sigue perviviendo en el Urabá y el Darién. Rompió paradigmas y habló sobre los desaparecidos en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina; con eso no ignoró un conflicto que, si bien, no fue desarrollado por las extintas Farc, tuvo afectaciones que dejaron a cientos de familias sin rastro de sus seres amados. A ellos, a los más débiles, olvidados y lastimados, Ángela Salazar nunca los dejó de pensar.
La sangre tadoseña y chocoana corría por sus venas, pero su corazón y su casa estaban en Apartadó. De su natal Tadó salió con 26 años rumbo a Antioquia para encontrar su vocación y en el servicio a los pueblos afro encontró todas las respuestas que buscaba. En el Urabá vio las causas y las luchas de los bananeros y de las empleadas domésticas como propias y con la educación como aliado inseparable comenzó a construir paz y alegría entre ellos.
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No necesitó de la parafernalia ni la pomposidad de tener un título universitario de una universidad de renombre para entrarle a la gente. Su práctica con comunidades, experiencia en terreno y amor por su ancestralidad fueron suficientes para alfabetizar niños, niñas y adultos que se malacostumbraron a ver que sus vidas solo podían estar atadas al rebusque y a los malos tratos de sus patrones.
Como cualquier ser humano, Ángela tenía días de debilidad en los que se veía con menosprecio. Siendo comisionada de la Verdad a veces se preguntaba si merecía su cargo, si dos títulos como tecnóloga en Trabajo Comunitario y Gestión del Talento Humano le alcanzaban para cumplirle a un país que tras décadas de guerra quería por fin descifrar la complejidad de las causas que sembraron muerte y desolación. En esos días de dudas y vergüenza infundada se sentía menos que sus colegas con maestrías y doctorados. Una cura para eso fue su hija Viviana, que fungía como un polo a tierra que le recordaba que su grandeza no podía estar en un cartón académico; que el valor de su fuerza era el conocimiento completo de las necesidades de “los nadies”, como categorizaría Eduardo Galeano.
“Lo teórico se puede aprender, pero la práctica en la calle, las horas de trochas y el amor por lo propio vienen desde adentro. Eso le decía siempre, con un: “mamá, ¡pero usted lo vivió! Créase el cuento de que puede mejorar al país siendo usted misma”. Cuando ella lo asimilaba, nadie la paraba. Forjó líderes y lideresas en el Urabá, en nuestro Apartadó la casa de la memoria ahora lleva su nombre y su trabajo nos puso en el mapa del país. ¿Títulos y maestrías? Eso para qué, Ángela Salazar se ganó el respeto de todos sin eso”, relató Viviana Cruz Salazar.
Lea: Ángela Salazar: una vida por la verdad y la paz
Con plena confianza, los llamados de atención de Ángela Salazar también tenían espacio para las bromas y el humor ácido. Sus hijas recuerdan cuando ella les decía: “¿Por qué carajos les siguen llamando obras negras a los proyectos inconclusos? ¿Por qué siempre los negros somos los que debemos dejar todo a medias?, no entiendo por qué nos ven como sinónimo de chambonería. Hombre, llámenlas obras inconclusas, pero siempre tirando contra nosotros… siempre a darle poder al mestizo, ¡je!”.
También, sin desparpajo ni sonrojarse por un segundo, le habló de frente a todos los grupos armados en el Urabá. Su infierno fue el sufrimiento de las mujeres durante la guerra y eso nunca lo calló. Le reclamó a comandantes paramilitares y guerrilleros por cometer esas violencias diferenciadas, a la mano siempre portaba una libreta en la que apuntaba todo lo relevante que le iban contando los armados y las comunidades. Tras jornadas extensas llegaba a su casa a pasar todo a computador con el deseo de que esas memorias dignificaran y le hicieran justicia a años de barbaries.
A la comisionada Ángela le quedaron sueños por cumplir. Su vida entera eran sus hijos, su esposo y sus cinco nietos a quienes añoraba verlos crecer. Dejó pendiente la digitalización de una libreta de memorias, con la que quería difundir las verdades de los pueblos negros durante y después de la guerra; le quedó pendiente, como lamentó su hija Viviana, el ver a un país lejos de un conflicto sin fundamentos que destrozaba a los pobres y a los que nada tenían que ver.
Willinton Albornoz fue su asistente en la Comisión de la Verdad y un confidente al que Ángela le confió deseos y metas. “La vida no le alcanzó para dejar escritas todas sus reflexiones. Pero su tradición oral le adelantó ese trabajo porque en el Urabá todos los identificados con los procesos de lucha en favor de las minorías y los territorios están de la mano con ella, más allá de la muerte. Viví casi cuatro años en su casa, mi mamá y ella eran hermanas de la vida y no puedo hacer menos que defender la vida y soñar con la vida en paz; eso es lo que quisiera ella”, le dijo Albornoz a Colombia+20.
En contexto: La comisionada de la Verdad Ángela Salazar falleció por COVID-19
Los días de río y los paseos al mar que le llenaban el corazón de júbilo a la comisionada se quedaron por siempre en los recuerdos de su familia y de quienes la quisieron. El coronavirus se llevó la vida de una matrona del Urabá, pero quedó intacta su esencia de amar al pueblo desde el fondo del alma y el aprender a abrazar la debilidad cuando ya no se puede más, como cuando le pidió una oración a Francisco de Roux instantes antes de partir.
La voz de los dolores, la dignidad y la resistencia de los pueblos negros, raizales y palenqueros en Colombia tiene un nombre propio que retumba en la eternidad desde el 7 de agosto de 2020: María Ángela Salazar Murillo.
Sus verdades eran incómodas de procesar. Fue una de las primeras lideresas afro en denunciar que la gente a lo largo del Atrato no quería navegar su río en la década de los noventa por los olores que producían los centenares de cuerpos arrojados allí, producto de una guerra inclemente que sigue perviviendo en el Urabá y el Darién. Rompió paradigmas y habló sobre los desaparecidos en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina; con eso no ignoró un conflicto que, si bien, no fue desarrollado por las extintas Farc, tuvo afectaciones que dejaron a cientos de familias sin rastro de sus seres amados. A ellos, a los más débiles, olvidados y lastimados, Ángela Salazar nunca los dejó de pensar.
La sangre tadoseña y chocoana corría por sus venas, pero su corazón y su casa estaban en Apartadó. De su natal Tadó salió con 26 años rumbo a Antioquia para encontrar su vocación y en el servicio a los pueblos afro encontró todas las respuestas que buscaba. En el Urabá vio las causas y las luchas de los bananeros y de las empleadas domésticas como propias y con la educación como aliado inseparable comenzó a construir paz y alegría entre ellos.
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No necesitó de la parafernalia ni la pomposidad de tener un título universitario de una universidad de renombre para entrarle a la gente. Su práctica con comunidades, experiencia en terreno y amor por su ancestralidad fueron suficientes para alfabetizar niños, niñas y adultos que se malacostumbraron a ver que sus vidas solo podían estar atadas al rebusque y a los malos tratos de sus patrones.
Como cualquier ser humano, Ángela tenía días de debilidad en los que se veía con menosprecio. Siendo comisionada de la Verdad a veces se preguntaba si merecía su cargo, si dos títulos como tecnóloga en Trabajo Comunitario y Gestión del Talento Humano le alcanzaban para cumplirle a un país que tras décadas de guerra quería por fin descifrar la complejidad de las causas que sembraron muerte y desolación. En esos días de dudas y vergüenza infundada se sentía menos que sus colegas con maestrías y doctorados. Una cura para eso fue su hija Viviana, que fungía como un polo a tierra que le recordaba que su grandeza no podía estar en un cartón académico; que el valor de su fuerza era el conocimiento completo de las necesidades de “los nadies”, como categorizaría Eduardo Galeano.
“Lo teórico se puede aprender, pero la práctica en la calle, las horas de trochas y el amor por lo propio vienen desde adentro. Eso le decía siempre, con un: “mamá, ¡pero usted lo vivió! Créase el cuento de que puede mejorar al país siendo usted misma”. Cuando ella lo asimilaba, nadie la paraba. Forjó líderes y lideresas en el Urabá, en nuestro Apartadó la casa de la memoria ahora lleva su nombre y su trabajo nos puso en el mapa del país. ¿Títulos y maestrías? Eso para qué, Ángela Salazar se ganó el respeto de todos sin eso”, relató Viviana Cruz Salazar.
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Con plena confianza, los llamados de atención de Ángela Salazar también tenían espacio para las bromas y el humor ácido. Sus hijas recuerdan cuando ella les decía: “¿Por qué carajos les siguen llamando obras negras a los proyectos inconclusos? ¿Por qué siempre los negros somos los que debemos dejar todo a medias?, no entiendo por qué nos ven como sinónimo de chambonería. Hombre, llámenlas obras inconclusas, pero siempre tirando contra nosotros… siempre a darle poder al mestizo, ¡je!”.
También, sin desparpajo ni sonrojarse por un segundo, le habló de frente a todos los grupos armados en el Urabá. Su infierno fue el sufrimiento de las mujeres durante la guerra y eso nunca lo calló. Le reclamó a comandantes paramilitares y guerrilleros por cometer esas violencias diferenciadas, a la mano siempre portaba una libreta en la que apuntaba todo lo relevante que le iban contando los armados y las comunidades. Tras jornadas extensas llegaba a su casa a pasar todo a computador con el deseo de que esas memorias dignificaran y le hicieran justicia a años de barbaries.
A la comisionada Ángela le quedaron sueños por cumplir. Su vida entera eran sus hijos, su esposo y sus cinco nietos a quienes añoraba verlos crecer. Dejó pendiente la digitalización de una libreta de memorias, con la que quería difundir las verdades de los pueblos negros durante y después de la guerra; le quedó pendiente, como lamentó su hija Viviana, el ver a un país lejos de un conflicto sin fundamentos que destrozaba a los pobres y a los que nada tenían que ver.
Willinton Albornoz fue su asistente en la Comisión de la Verdad y un confidente al que Ángela le confió deseos y metas. “La vida no le alcanzó para dejar escritas todas sus reflexiones. Pero su tradición oral le adelantó ese trabajo porque en el Urabá todos los identificados con los procesos de lucha en favor de las minorías y los territorios están de la mano con ella, más allá de la muerte. Viví casi cuatro años en su casa, mi mamá y ella eran hermanas de la vida y no puedo hacer menos que defender la vida y soñar con la vida en paz; eso es lo que quisiera ella”, le dijo Albornoz a Colombia+20.
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Los días de río y los paseos al mar que le llenaban el corazón de júbilo a la comisionada se quedaron por siempre en los recuerdos de su familia y de quienes la quisieron. El coronavirus se llevó la vida de una matrona del Urabá, pero quedó intacta su esencia de amar al pueblo desde el fondo del alma y el aprender a abrazar la debilidad cuando ya no se puede más, como cuando le pidió una oración a Francisco de Roux instantes antes de partir.