Los duros hallazgos de la Comisión en el departamento más golpeado por la guerra
Antioquia fue la columna vertebral del conflicto, desde la “violencia masiva” con las tomas guerrilleras, hasta el apogeo del proyecto paramilitar y el nexo del narcotráfico con la guerra. ¿Qué dice el Informe Final de la Comisión de la Verdad?
“Si Antioquia no hace la paz, no habrá nunca paz en Colombia”, declaró el sacerdote Francisco de Roux en el capítulo del Informe Final de la Comisión de la Verdad dedicado a analizar los estragos de la guerra en ese departamento. Los datos, testimonios y dinámicas que fueron documentadas por la Comisión dan cuenta de un balance atroz: más de un millón de víctimas del conflicto colombiano corresponden al eje territorial de Antioquia, sur de Córdoba y el norte del Chocó, regiones que fueron el corazón de lo que la Comisión denomina una “violencia masiva”.
La zona fue epicentro de algunos de los movimientos sociales más fuertes del país que, aunados a la ofensiva guerrillera y a la respuesta de las élites aliadas con los narcos y el paramilitarismo, crearon aquella “combinación explosiva de circunstancias y actores del conflicto armado” que “produjo en este periodo lo que la Comisión ha llamado el desmadre de la guerra”. Según la Comisión, en Antioquia, el sur de Córdoba y el Bajo Atrato se registraron 1′103.385 víctimas tan solo entre 1991 y 2002.
En contexto: Informe Final de la Comisión de la Verdad
El conflicto se sentía desde la violencia bipartidista
Pero los antecedentes venían desde la confrontación bipartidista, ocurrida durante la década de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, cuando Antioquia fue el tercer departamento más afectado por la violencia. La Comisión destaca cómo las guerrillas liberales de Camparrusia, en inmediaciones del Urabá, y Pabón, en el suroeste antioqueño, sirvieron de germen para los futuros focos guerrilleros de izquierda que se consolidarían en la región.
Tres vidas resumen este tránsito de la violencia bipartidista al conflicto armado contemporáneo: Julio Guerra, Isaías Trujillo y Evaristo Calonge. Guerra fue un líder campesino liberal del noroeste antioqueño que luego resultó determinante en la conformación de las Juntas Patrióticas, un movimiento de masas del Ejército Popular de Liberación (Epl). Isaías Trujillo, otro labriego hijo de un militante liberal perseguido durante la violencia bipartidista, acabó como uno de los máximos comandantes de las Farc en el Urabá. Y Evaristo Calonge, también víctima de la violencia entre liberales y conservadores durante su infancia, fundó uno de los primeros grupos paramilitares de la región. Tres destinos señalados por la guerra, aunque con rutas diferentes.
La Comisión destaca como Antioquia y Córdoba fueron dos de los departamentos donde la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) tomo mayor ímpetu, una organización que se enfrentó con la visión de hacendados y grandes propietarios, originando múltiples conflictos agrarios y sociales que terminaron por politizarse: “Las guerrillas comunistas, especialmente el Epl, encontraron en la ya existente movilización campesina por la defensa de la reforma agraria un nicho para desplegar su trabajo de masas, y quisieron asumir como propio el discurso de «la tierra para el que la trabaja»”.
Lea: ¿Cómo se hizo el capítulo de exilio de la Comisión de la Verdad?
Esto a la par que emergía un fuerte movimiento sindical cuyo epicentro era Medellín, también influenciado por las organizaciones de izquierda, lo que generó un “clima de tensión” en medio de los ataques del gobierno a la protesta legal de los trabajadores. El ejemplo más representativo de aquello fue la masacre de Santa Bárbara, en 1963, donde el Ejército reprimió una huelga de los trabajadores de Cementos El Cairo abriendo fuego contra doce de ellos.
“La articulación entre facciones autoritarias de agentes del Estado y terceros civiles desató modalidades de violencia sobre el campesinado, las comunidades étnicas y los movimientos sociales”, sostiene la Comisión, puesto que la respuesta generalizada de las élites y empresarios del departamento fue privilegiar la represión militar, lo que desembocó en “amenazas, perfilamientos, asesinatos, quemas de viviendas, destrucción de cultivos en las zonas rurales, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias y desplazamientos forzados. El objetivo era no solo apropiarse de tierras, ciénagas y ríos, sino también desestabilizar y amedrentar las demandas sindicales de los trabajadores”. La comisión señala dos gremios con nombre propio que, presuntamente, habría impulsado estrategias de seguridad privada que luego desembocaron en el paramilitarismo: la Asociación de Bananeros de de Colombia (Augura) y la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC).
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Pero las guerrillas también tienen su parte en la degradación del conflicto. Desde los setenta la necesidad de expandir la lucha armada hizo que “aumentara la presión sobre la población civil, especialmente sobre campesinos colonos, trabajadores y terratenientes para que apoyaran o financiaran sus luchas”, lo que implicó patrones de relacionamiento que implicaron el “despliegue de una violencia masiva” hacia la población: “ llevaron a cabo acciones de proselitismo armado y coaccionaron a las comunidades”,
Ejemplo de ello fueron las masacres de las Farc contra sindicalistas o comunidades que no se plegaban a sus intereses en el Urabá, que comenzaron a finales de la década del setenta, a lo que se agrega la práctica generalizada del secuestro como mecanismo para financiar la lucha armada.
La década del setenta es una época que coincide con la llegada de los narcotraficantes a Córdoba y Urabá para comprar tierras, implantar pistas clandestinas y rutas del narcotráfico a través del golfo de Urabá. La entrada de los narcos al conflicto fue un ingrediente que terminó por trastocarlo todo: “Muy rápidamente los intereses de seguridad de los narcos y su necesidad de controlar tierras y bienes confluyeron con los intereses contrainsurgentes de la fuerza pública”, asegura la Comisión. “Fue así como los grupos armados de vigilancia y seguridad privada que se habían formado empezaron a perseguir «enemigos comunistas o subversivos» y a violentar a quienes pensaban diferente”.
En dicha alianza además “convergieron también políticos locales, clanes familiares regionales y miembros de las élites económicas, que vieron en estos grupos no solo la posibilidad de «protección» sino un camino para contener las transformaciones que la movilización social buscaba”. Como caso emblemático están las masacres de Remedios y Segovia, ordenadas por el parlamentario liberal César Pérez para castigar al municipio donde la Unión Patriótica había ganado las elecciones.
Esto a la par que las guerrillas generaban una ofensiva sin precedentes que incluyó el “despliegue de violencias letales y no letales para lograr el control de la población civil”, lo que en parte favoreció el discurso contrainsurgente: “las fuertes disputas territoriales entre las Farc y el Eln intensificaron las violencias, aunque también lo hicieron los enfrentamientos entre los frentes, el Ejército y los bloques paramilitares que actuaban en la región”.
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¿Cómo empezaron los grupos paramilitares?
La génesis del proyecto paramilitar en Antioquia empieza, según la Comisión, cuando las Autodefensas del Magdalena Medio exportan su modelo al Urabá, donde el Batallón Voltígeros ya operaba desde la hacienda privada de un hacendado. “Los militares formaron juntas de defensa civil con pobladores de la región, a quienes entrenaron para desplegar operaciones contra las guerrillas o sobre partidarios del comunismo, para lo cual fueron equipados con armas y municiones de uso privativo de las fuerzas militares”, sostiene el informe.
Henry Pérez, fundador de las Autodefensas del Magdalena Medio, tenía tierras en el Urabá y allá se alió con el clan de los hermanos Castaño para entrenar los primeros grupos que luego servirían para crear las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá.
Esto derivó en una estrategia de “terror y amenaza” que buscaba extirpar cualquier expresión relacionada con la izquierda política, así actuara dentro de los marcos legales. Los grupos paramilitares no fueron un simple accidente sino una iniciativa oficial, materializada en las famosas Convivir o Cooperativas privadas de seguridad, que para su funcionamiento se valieron de “la centralidad política y financiera de Medellín”, asegura la Comisión, que además identifica a los responsables políticos que permitieron consolidar este proyecto: “la política de seguridad del entonces gobernador Uribe Vélez, presentada ante la Asamblea Departamental de Antioquia, las incluía [a las controvertidas Convivir], y el reflejo de ello es que durante su administración se crearon muchas de estas cooperativas en Antioquia”.
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La dinámica de la confrontación en Antioquia implicó “reciclajes de la guerra luego de procesos de desarme incompletos”, como fue el caso del Epl que terminó cooptado por las Autodefensas, también “la transformación de los grupos armados, paramilitares y guerrillas en estructuras mucho más agresivas en la búsqueda del control territorial”, lo que se evidenció en una década completa de tomas guerrilleras a pueblos y regiones completas sometidas al terror, y finalmente “las disputas internas o entre grupos considerados cercanos que agudizaron el daño contra la población civil y profundizaron el desarrollo del conflicto armado”.
No obstante, la Comisión hace énfasis en que siempre hubo una resistencia civil organizada contra los violentos de todos los bandos, que se empeñó en contener la guerra en el departamento. El Comité Permanente de Derechos Humanos, célebre por denunciar varios de los hechos emblemáticos del conflicto colombiano, fue un faro ético en un momento de guerra sin límites. La mayoría de sus miembros fueron perseguidos o asesinados.
“En distintos territorios los movimientos cívicos siguieron protestando ante la imposición de modelos de desarrollo de carácter extractivista y que diezmaban la posibilidad de tener derechos sociales y territoriales. Y en buena parte de la región la defensa de la vida, la memoria y los derechos humanos cobró fuerza ante la arremetida de la violencia política”, dice el informe, destacando como estas resistencias fueron el origen de poderosos movimientos de víctimas que hoy han contribuido a la reconciliación en el país: “la denuncia de las desapariciones forzadas, las detenciones arbitrarias y la tortura como expresiones de la violencia política, también se constituyó como una forma de resistencia ante el olvido. Estas iniciativas, que se impusieron al miedo y a la zozobra, se fortalecerían durante la década de 1990″.
“Si Antioquia no hace la paz, no habrá nunca paz en Colombia”, declaró el sacerdote Francisco de Roux en el capítulo del Informe Final de la Comisión de la Verdad dedicado a analizar los estragos de la guerra en ese departamento. Los datos, testimonios y dinámicas que fueron documentadas por la Comisión dan cuenta de un balance atroz: más de un millón de víctimas del conflicto colombiano corresponden al eje territorial de Antioquia, sur de Córdoba y el norte del Chocó, regiones que fueron el corazón de lo que la Comisión denomina una “violencia masiva”.
La zona fue epicentro de algunos de los movimientos sociales más fuertes del país que, aunados a la ofensiva guerrillera y a la respuesta de las élites aliadas con los narcos y el paramilitarismo, crearon aquella “combinación explosiva de circunstancias y actores del conflicto armado” que “produjo en este periodo lo que la Comisión ha llamado el desmadre de la guerra”. Según la Comisión, en Antioquia, el sur de Córdoba y el Bajo Atrato se registraron 1′103.385 víctimas tan solo entre 1991 y 2002.
En contexto: Informe Final de la Comisión de la Verdad
El conflicto se sentía desde la violencia bipartidista
Pero los antecedentes venían desde la confrontación bipartidista, ocurrida durante la década de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, cuando Antioquia fue el tercer departamento más afectado por la violencia. La Comisión destaca cómo las guerrillas liberales de Camparrusia, en inmediaciones del Urabá, y Pabón, en el suroeste antioqueño, sirvieron de germen para los futuros focos guerrilleros de izquierda que se consolidarían en la región.
Tres vidas resumen este tránsito de la violencia bipartidista al conflicto armado contemporáneo: Julio Guerra, Isaías Trujillo y Evaristo Calonge. Guerra fue un líder campesino liberal del noroeste antioqueño que luego resultó determinante en la conformación de las Juntas Patrióticas, un movimiento de masas del Ejército Popular de Liberación (Epl). Isaías Trujillo, otro labriego hijo de un militante liberal perseguido durante la violencia bipartidista, acabó como uno de los máximos comandantes de las Farc en el Urabá. Y Evaristo Calonge, también víctima de la violencia entre liberales y conservadores durante su infancia, fundó uno de los primeros grupos paramilitares de la región. Tres destinos señalados por la guerra, aunque con rutas diferentes.
La Comisión destaca como Antioquia y Córdoba fueron dos de los departamentos donde la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) tomo mayor ímpetu, una organización que se enfrentó con la visión de hacendados y grandes propietarios, originando múltiples conflictos agrarios y sociales que terminaron por politizarse: “Las guerrillas comunistas, especialmente el Epl, encontraron en la ya existente movilización campesina por la defensa de la reforma agraria un nicho para desplegar su trabajo de masas, y quisieron asumir como propio el discurso de «la tierra para el que la trabaja»”.
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Esto a la par que emergía un fuerte movimiento sindical cuyo epicentro era Medellín, también influenciado por las organizaciones de izquierda, lo que generó un “clima de tensión” en medio de los ataques del gobierno a la protesta legal de los trabajadores. El ejemplo más representativo de aquello fue la masacre de Santa Bárbara, en 1963, donde el Ejército reprimió una huelga de los trabajadores de Cementos El Cairo abriendo fuego contra doce de ellos.
“La articulación entre facciones autoritarias de agentes del Estado y terceros civiles desató modalidades de violencia sobre el campesinado, las comunidades étnicas y los movimientos sociales”, sostiene la Comisión, puesto que la respuesta generalizada de las élites y empresarios del departamento fue privilegiar la represión militar, lo que desembocó en “amenazas, perfilamientos, asesinatos, quemas de viviendas, destrucción de cultivos en las zonas rurales, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias y desplazamientos forzados. El objetivo era no solo apropiarse de tierras, ciénagas y ríos, sino también desestabilizar y amedrentar las demandas sindicales de los trabajadores”. La comisión señala dos gremios con nombre propio que, presuntamente, habría impulsado estrategias de seguridad privada que luego desembocaron en el paramilitarismo: la Asociación de Bananeros de de Colombia (Augura) y la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC).
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Pero las guerrillas también tienen su parte en la degradación del conflicto. Desde los setenta la necesidad de expandir la lucha armada hizo que “aumentara la presión sobre la población civil, especialmente sobre campesinos colonos, trabajadores y terratenientes para que apoyaran o financiaran sus luchas”, lo que implicó patrones de relacionamiento que implicaron el “despliegue de una violencia masiva” hacia la población: “ llevaron a cabo acciones de proselitismo armado y coaccionaron a las comunidades”,
Ejemplo de ello fueron las masacres de las Farc contra sindicalistas o comunidades que no se plegaban a sus intereses en el Urabá, que comenzaron a finales de la década del setenta, a lo que se agrega la práctica generalizada del secuestro como mecanismo para financiar la lucha armada.
La década del setenta es una época que coincide con la llegada de los narcotraficantes a Córdoba y Urabá para comprar tierras, implantar pistas clandestinas y rutas del narcotráfico a través del golfo de Urabá. La entrada de los narcos al conflicto fue un ingrediente que terminó por trastocarlo todo: “Muy rápidamente los intereses de seguridad de los narcos y su necesidad de controlar tierras y bienes confluyeron con los intereses contrainsurgentes de la fuerza pública”, asegura la Comisión. “Fue así como los grupos armados de vigilancia y seguridad privada que se habían formado empezaron a perseguir «enemigos comunistas o subversivos» y a violentar a quienes pensaban diferente”.
En dicha alianza además “convergieron también políticos locales, clanes familiares regionales y miembros de las élites económicas, que vieron en estos grupos no solo la posibilidad de «protección» sino un camino para contener las transformaciones que la movilización social buscaba”. Como caso emblemático están las masacres de Remedios y Segovia, ordenadas por el parlamentario liberal César Pérez para castigar al municipio donde la Unión Patriótica había ganado las elecciones.
Esto a la par que las guerrillas generaban una ofensiva sin precedentes que incluyó el “despliegue de violencias letales y no letales para lograr el control de la población civil”, lo que en parte favoreció el discurso contrainsurgente: “las fuertes disputas territoriales entre las Farc y el Eln intensificaron las violencias, aunque también lo hicieron los enfrentamientos entre los frentes, el Ejército y los bloques paramilitares que actuaban en la región”.
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¿Cómo empezaron los grupos paramilitares?
La génesis del proyecto paramilitar en Antioquia empieza, según la Comisión, cuando las Autodefensas del Magdalena Medio exportan su modelo al Urabá, donde el Batallón Voltígeros ya operaba desde la hacienda privada de un hacendado. “Los militares formaron juntas de defensa civil con pobladores de la región, a quienes entrenaron para desplegar operaciones contra las guerrillas o sobre partidarios del comunismo, para lo cual fueron equipados con armas y municiones de uso privativo de las fuerzas militares”, sostiene el informe.
Henry Pérez, fundador de las Autodefensas del Magdalena Medio, tenía tierras en el Urabá y allá se alió con el clan de los hermanos Castaño para entrenar los primeros grupos que luego servirían para crear las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá.
Esto derivó en una estrategia de “terror y amenaza” que buscaba extirpar cualquier expresión relacionada con la izquierda política, así actuara dentro de los marcos legales. Los grupos paramilitares no fueron un simple accidente sino una iniciativa oficial, materializada en las famosas Convivir o Cooperativas privadas de seguridad, que para su funcionamiento se valieron de “la centralidad política y financiera de Medellín”, asegura la Comisión, que además identifica a los responsables políticos que permitieron consolidar este proyecto: “la política de seguridad del entonces gobernador Uribe Vélez, presentada ante la Asamblea Departamental de Antioquia, las incluía [a las controvertidas Convivir], y el reflejo de ello es que durante su administración se crearon muchas de estas cooperativas en Antioquia”.
Lea: El predio que Uribe tendrá que devolver por ser baldío
La dinámica de la confrontación en Antioquia implicó “reciclajes de la guerra luego de procesos de desarme incompletos”, como fue el caso del Epl que terminó cooptado por las Autodefensas, también “la transformación de los grupos armados, paramilitares y guerrillas en estructuras mucho más agresivas en la búsqueda del control territorial”, lo que se evidenció en una década completa de tomas guerrilleras a pueblos y regiones completas sometidas al terror, y finalmente “las disputas internas o entre grupos considerados cercanos que agudizaron el daño contra la población civil y profundizaron el desarrollo del conflicto armado”.
No obstante, la Comisión hace énfasis en que siempre hubo una resistencia civil organizada contra los violentos de todos los bandos, que se empeñó en contener la guerra en el departamento. El Comité Permanente de Derechos Humanos, célebre por denunciar varios de los hechos emblemáticos del conflicto colombiano, fue un faro ético en un momento de guerra sin límites. La mayoría de sus miembros fueron perseguidos o asesinados.
“En distintos territorios los movimientos cívicos siguieron protestando ante la imposición de modelos de desarrollo de carácter extractivista y que diezmaban la posibilidad de tener derechos sociales y territoriales. Y en buena parte de la región la defensa de la vida, la memoria y los derechos humanos cobró fuerza ante la arremetida de la violencia política”, dice el informe, destacando como estas resistencias fueron el origen de poderosos movimientos de víctimas que hoy han contribuido a la reconciliación en el país: “la denuncia de las desapariciones forzadas, las detenciones arbitrarias y la tortura como expresiones de la violencia política, también se constituyó como una forma de resistencia ante el olvido. Estas iniciativas, que se impusieron al miedo y a la zozobra, se fortalecerían durante la década de 1990″.