La masacre de Tacueyó y la infiltración de la Inteligencia militar a la guerrilla
Un anexo de la Comisión de la Verdad documentó una de las masacres más atroces del conflicto armado en la que fueron torturados y asesinados 163 jóvenes guerrilleros por sus propios comandantes bajo el argumento de ser agentes infiltrados. El hecho hasta hoy no ha sido del todo esclarecido.
Sebastián Forero Rueda
Antes de enterrarla viva, la amarraron con una especie de “cordete”: con la misma cuerda le sujetaron el cuello, las piernas y los brazos, de formal tal que si tiraba de la cuerda con alguna de sus extremidades provocaba su propia asfixia. Antes de terminar de sepultarla bajo tierra, la presionaron: que delatara a los otros infiltrados de la Inteligencia militar en la guerrilla, que quiénes eran, que si hablaba la dejarían vivir. “Tapen a esta hijueputa que no va a hablar”, fue lo que dijo José Fedor Rey, conocido como Javier Delgado, el comandante guerrillero del frente Ricardo Franco (primeras disidencias de las Farc) que estaba al frente de la “purga” que luego el país conocería como la masacre de Tacueyó.
Aunque la dieron por muerta, ella, sepultada, comió tierra y fue haciéndose espacio entre el fango hasta que pudo salir. Se refugió en la casa de una familia indígena de ese corregimiento de Toribío, en el norte del Cauca, y al tercer día salió hacia Cali escondida en una volqueta que transportaba piedras. Sólo así pudo sobrevivir a la matanza y muchos años después entregarle su testimonio a la Comisión de la Verdad, que lo incluyó en un documento anexo a su Informe Final dedicado en particular a esta matanza, a la que la comisión se refiere como “uno de los episodios más dolorosos en la historia del conflicto armado en Colombia” y “la masacre más grande que haya cometido un grupo guerrillero”, con 163 víctimas mortales.
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La masacre fue contra su misma tropa y apenas con unos cuantos disparos. La vasta mayoría murió torturada, amarrada, a garrotazos, o después de ser sepultados. Javier Delgado iba sentenciando y unos cuantos hombres ejecutaban el asesinato. Durante las semanas en las que se extendió la matanza, entre noviembre de 1985 y enero de 1986, pocos disparos sonaron en esas veredas de las montañas del norte del Cauca, pero luego los cuerpos se encontraron por decenas.
Javier Delgado era el máximo comandante del Frente Ricardo Franco, una estructura guerrillera que para ese momento hacía tres años que se había escindido de las Farc y le había montado la primera disidencia. Hernando Pizarro era el segundo al mando. Delgado había tenido diferencias con el secretariado de las Farc y se había apartado del movimiento, al parecer, con una gran suma de dinero. Su centro de operaciones estaba en el Cauca, donde tejió una alianza táctica con la guerrilla del M-19, que tenía fuerte presencia en la región.
Un hito para la fundación de ese frente disidente, según documentó la Comisión de la Verdad, fue el secuestro de Sonia del Rosario Sarmiento Bermúdez, hija del empresario Luis Carlos Sarmiento, el 16 de enero de 1983 en Bogotá. En julio fue liberada a cambio de una abultada cifra y con ese dinero Javier Delgado y Hernando Pizarro habrían organizado la nueva estructura guerrillera. Según testimonios recogidos por la Comisión, ese frente ofrecía dinero a los jóvenes que reclutaba en Miranda y en Cali. Es así como desde 1982 hasta 1986 habría pasado de 20 hombres a 200.
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Lea aquí el anexo completo:
La amenaza de infiltración
Las sospechas por parte de la comandancia del frente Ricardo Franco de que tenían infiltrados del Ejército en sus filas empezaron en la toma de Miranda, el 16 de octubre de 1985. Durante esa acción, varias funciones que tenían algunos de los combatientes salieron mal, “que bien podrían considerarse fallas en la operación militar, o podrían interpretarse como acciones coordinadas para afectar el operativo del grupo”, dice el documento. Quien tenía la tarea de montar vigilancia y alertar sobre la posible entrada del Ejército nunca lo hizo, otros trataron de detener la toma argumentando haber visto presencia de soldados en la zona que nadie más vio, y al final la toma terminó durando mucho más tiempo de lo que estaba pronosticado, lo que los dejó expuestos ante los militares.
Las fallas en la toma de Miranda y un proceso masivo de reclutamiento en el que empezaron a entrar jóvenes de muy distintos orígenes y perfiles, levantaron las sospechas de los comandantes del Ricardo Franco sobre la infiltración. Y empezaron la cacería. Uno de los jóvenes interrogado por los comandantes habría aceptado ser parte de los “Boinas Verdes” del Ejército y, a su vez, delató a otros miembros de la estructura de ser infiltrados de las fuerzas armadas.
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Así, presionados por las torturas y las palizas de los comandantes, los que eran sometidos a interrogatorio señalaban a otros de ser los infiltrados, sin ninguna prueba, solo para salvarse. Uno de los sobrevivientes relató cómo la matanza terminó saliéndose de proporciones: “A usted le están pegando y usted dice cualquier cosa con tal de que no le peguen más (…) usted no aguantaba las torturas. Y yo aventaba a esa persona sin yo distinguirla (…) yo iba aventando a otra persona y esa otra persona iba aventando a la otra persona”. Así fue como de una estructura de 200 combatientes, 163 terminaron masacrados bajo la sospecha de ser infiltrados. Muchos de ellos, la mayoría, rondaba apenas los 15 años.
“De un grupo de aproximadamente 200 combatientes es ilógico imaginar que más de 160 sean infiltrados, pues esto implicaría que no había una fuerza subversiva intervenida por la inteligencia militar estatal, sino que se trataría de un grupo armado irregular totalmente cooptado por las fuerzas militares de Colombia bajo la apariencia de una estructura insurgente”, se lee en el documento de la comisión.
¿Cuáles fueron las verdaderas dimensiones de la infiltración?
Otra de las versiones sobre la masacre apunta a que, en realidad, el infiltrado era el propio Javier Delgado, quien hacía parte de un plan más grande de desestabilización y ataque a las Farc por parte de la Inteligencia militar. Esa versión la sostuvo el excomandante guerrillero Carlos Antonio Lozada ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), cuando acudió a reconocer su responsabilidad y aportar verdad en los homicidios precisamente de Javier Delgado y de Hernando Pizarro, que el secretariado de las Farc reconoció haber cometido varios años después de los hechos de Tacueyó.
“El conocimiento que se tenía por parte de la dirección de las Farc es que José Fedor Rey (Javier Delgado) en coordinación con unidades de Inteligencia del Ejército colombiano había diseñado un plan para tratar de liquidar a buena parte de la dirigencia de las Farc; plan que consistió primeramente en una infiltración masiva a las filas de las Farc”, dijo el exjefe guerrillero ante los magistrados.
“A usted le están pegando y usted dice cualquier cosa con tal de que no le peguen más (…) usted no aguantaba las torturas. Y yo aventaba a esa persona sin yo distinguirla (…) yo iba aventando a otra persona y esa otra persona iba aventando a la otra persona”.
Lo anterior debido a que en algún momento de la trayectoria de Javier Delgado como guerrillero había sido capturado por la Inteligencia y, desde entonces, “reclutado por los organismos de seguridad del Estado y puesto al servicio de sus intereses”. Según esa versión, la masacre de Tacueyó era una especie de señal a otros agentes infiltrados en otras estructuras para iniciar con los asesinatos de guerrilleros, y que todo se viera como una autodestrucción de las propias Farc.
Los sobrevivientes entrevistados por la comisión no descartan esa versión y creen posible que Delgado fuera el responsable de la infiltración. Sin embargo, también coinciden en que en efecto el Ricardo Franco estaba infiltrado, pero no en las dimensiones que quisieron mostrar Delgado y Pizarro.
Las Fuerzas Militares también entregaron su versión de lo ocurrido en un informe a la Comisión, en el que sólo reconocieron tener un agente infiltrado en esa estructura guerrillera, que, entre otras, sobrevivió a la purga: “El Ejército para esos momentos tuvo únicamente un suboficial encubierto en el Ricardo Franco, quien presenció toda la masacre y que, contra todo pronóstico, logró sobrevivir”.
En octubre de 2020, las Farc reconocieron ante la JEP haber asesinado, en febrero de 1995, a Hernando Pizarro, y en junio de 2002, a Javier Delgado, como responsables de la masacre de Tacueyó.
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Para la Comisión de la Verdad, esa matanza tuvo profundas implicaciones en el movimiento guerrillero: Primero, porque muchas de las víctimas habían sido reclutadas en las juventudes comunistas de las ciudades y, por tanto, “haber asesinado a más de 160 combatientes y haber generado tanto terror en algunos sectores de izquierda, tenía el potencial de desmotivar a los miembros de los movimientos juveniles de vincularse a cualquiera de las organizaciones armadas que en ese momento tenían un reconocimiento importante en el país, debido a que podían correr la misma suerte o ser cómplices de crímenes tan atroces”. Pero también porque la vocación revolucionaria que querían proyectar las insurgencias quedaba comprometida en un hecho tan atroz, y porque otras guerrillas como el M-19 y las Farc demostraron incapacidad para detener o prevenir lo que estaba ocurriendo.
“Hablar de verdad en este tipo de casos tan complejos, con narraciones tan disimiles y diversos intereses sobre la memoria que se debe preservar alrededor de lo ocurrido; pone de manifiesto el reto de mantener una apertura considerable donde muchas voces contribuyan para la construcción de un relato que sea lo más cercano a la realidad”, se lee en el documento de la comisión. En realidad, la dimensión que pudo haber tenido la infiltración a las Farc por parte de las fuerzas armadas sigue sin esclarecerse y hasta hoy siguen existiendo señalamientos incluso a algunos de quienes terminaron siendo de los mandos más altos de la guerrilla.
Antes de enterrarla viva, la amarraron con una especie de “cordete”: con la misma cuerda le sujetaron el cuello, las piernas y los brazos, de formal tal que si tiraba de la cuerda con alguna de sus extremidades provocaba su propia asfixia. Antes de terminar de sepultarla bajo tierra, la presionaron: que delatara a los otros infiltrados de la Inteligencia militar en la guerrilla, que quiénes eran, que si hablaba la dejarían vivir. “Tapen a esta hijueputa que no va a hablar”, fue lo que dijo José Fedor Rey, conocido como Javier Delgado, el comandante guerrillero del frente Ricardo Franco (primeras disidencias de las Farc) que estaba al frente de la “purga” que luego el país conocería como la masacre de Tacueyó.
Aunque la dieron por muerta, ella, sepultada, comió tierra y fue haciéndose espacio entre el fango hasta que pudo salir. Se refugió en la casa de una familia indígena de ese corregimiento de Toribío, en el norte del Cauca, y al tercer día salió hacia Cali escondida en una volqueta que transportaba piedras. Sólo así pudo sobrevivir a la matanza y muchos años después entregarle su testimonio a la Comisión de la Verdad, que lo incluyó en un documento anexo a su Informe Final dedicado en particular a esta matanza, a la que la comisión se refiere como “uno de los episodios más dolorosos en la historia del conflicto armado en Colombia” y “la masacre más grande que haya cometido un grupo guerrillero”, con 163 víctimas mortales.
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La masacre fue contra su misma tropa y apenas con unos cuantos disparos. La vasta mayoría murió torturada, amarrada, a garrotazos, o después de ser sepultados. Javier Delgado iba sentenciando y unos cuantos hombres ejecutaban el asesinato. Durante las semanas en las que se extendió la matanza, entre noviembre de 1985 y enero de 1986, pocos disparos sonaron en esas veredas de las montañas del norte del Cauca, pero luego los cuerpos se encontraron por decenas.
Javier Delgado era el máximo comandante del Frente Ricardo Franco, una estructura guerrillera que para ese momento hacía tres años que se había escindido de las Farc y le había montado la primera disidencia. Hernando Pizarro era el segundo al mando. Delgado había tenido diferencias con el secretariado de las Farc y se había apartado del movimiento, al parecer, con una gran suma de dinero. Su centro de operaciones estaba en el Cauca, donde tejió una alianza táctica con la guerrilla del M-19, que tenía fuerte presencia en la región.
Un hito para la fundación de ese frente disidente, según documentó la Comisión de la Verdad, fue el secuestro de Sonia del Rosario Sarmiento Bermúdez, hija del empresario Luis Carlos Sarmiento, el 16 de enero de 1983 en Bogotá. En julio fue liberada a cambio de una abultada cifra y con ese dinero Javier Delgado y Hernando Pizarro habrían organizado la nueva estructura guerrillera. Según testimonios recogidos por la Comisión, ese frente ofrecía dinero a los jóvenes que reclutaba en Miranda y en Cali. Es así como desde 1982 hasta 1986 habría pasado de 20 hombres a 200.
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La amenaza de infiltración
Las sospechas por parte de la comandancia del frente Ricardo Franco de que tenían infiltrados del Ejército en sus filas empezaron en la toma de Miranda, el 16 de octubre de 1985. Durante esa acción, varias funciones que tenían algunos de los combatientes salieron mal, “que bien podrían considerarse fallas en la operación militar, o podrían interpretarse como acciones coordinadas para afectar el operativo del grupo”, dice el documento. Quien tenía la tarea de montar vigilancia y alertar sobre la posible entrada del Ejército nunca lo hizo, otros trataron de detener la toma argumentando haber visto presencia de soldados en la zona que nadie más vio, y al final la toma terminó durando mucho más tiempo de lo que estaba pronosticado, lo que los dejó expuestos ante los militares.
Las fallas en la toma de Miranda y un proceso masivo de reclutamiento en el que empezaron a entrar jóvenes de muy distintos orígenes y perfiles, levantaron las sospechas de los comandantes del Ricardo Franco sobre la infiltración. Y empezaron la cacería. Uno de los jóvenes interrogado por los comandantes habría aceptado ser parte de los “Boinas Verdes” del Ejército y, a su vez, delató a otros miembros de la estructura de ser infiltrados de las fuerzas armadas.
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Así, presionados por las torturas y las palizas de los comandantes, los que eran sometidos a interrogatorio señalaban a otros de ser los infiltrados, sin ninguna prueba, solo para salvarse. Uno de los sobrevivientes relató cómo la matanza terminó saliéndose de proporciones: “A usted le están pegando y usted dice cualquier cosa con tal de que no le peguen más (…) usted no aguantaba las torturas. Y yo aventaba a esa persona sin yo distinguirla (…) yo iba aventando a otra persona y esa otra persona iba aventando a la otra persona”. Así fue como de una estructura de 200 combatientes, 163 terminaron masacrados bajo la sospecha de ser infiltrados. Muchos de ellos, la mayoría, rondaba apenas los 15 años.
“De un grupo de aproximadamente 200 combatientes es ilógico imaginar que más de 160 sean infiltrados, pues esto implicaría que no había una fuerza subversiva intervenida por la inteligencia militar estatal, sino que se trataría de un grupo armado irregular totalmente cooptado por las fuerzas militares de Colombia bajo la apariencia de una estructura insurgente”, se lee en el documento de la comisión.
¿Cuáles fueron las verdaderas dimensiones de la infiltración?
Otra de las versiones sobre la masacre apunta a que, en realidad, el infiltrado era el propio Javier Delgado, quien hacía parte de un plan más grande de desestabilización y ataque a las Farc por parte de la Inteligencia militar. Esa versión la sostuvo el excomandante guerrillero Carlos Antonio Lozada ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), cuando acudió a reconocer su responsabilidad y aportar verdad en los homicidios precisamente de Javier Delgado y de Hernando Pizarro, que el secretariado de las Farc reconoció haber cometido varios años después de los hechos de Tacueyó.
“El conocimiento que se tenía por parte de la dirección de las Farc es que José Fedor Rey (Javier Delgado) en coordinación con unidades de Inteligencia del Ejército colombiano había diseñado un plan para tratar de liquidar a buena parte de la dirigencia de las Farc; plan que consistió primeramente en una infiltración masiva a las filas de las Farc”, dijo el exjefe guerrillero ante los magistrados.
“A usted le están pegando y usted dice cualquier cosa con tal de que no le peguen más (…) usted no aguantaba las torturas. Y yo aventaba a esa persona sin yo distinguirla (…) yo iba aventando a otra persona y esa otra persona iba aventando a la otra persona”.
Lo anterior debido a que en algún momento de la trayectoria de Javier Delgado como guerrillero había sido capturado por la Inteligencia y, desde entonces, “reclutado por los organismos de seguridad del Estado y puesto al servicio de sus intereses”. Según esa versión, la masacre de Tacueyó era una especie de señal a otros agentes infiltrados en otras estructuras para iniciar con los asesinatos de guerrilleros, y que todo se viera como una autodestrucción de las propias Farc.
Los sobrevivientes entrevistados por la comisión no descartan esa versión y creen posible que Delgado fuera el responsable de la infiltración. Sin embargo, también coinciden en que en efecto el Ricardo Franco estaba infiltrado, pero no en las dimensiones que quisieron mostrar Delgado y Pizarro.
Las Fuerzas Militares también entregaron su versión de lo ocurrido en un informe a la Comisión, en el que sólo reconocieron tener un agente infiltrado en esa estructura guerrillera, que, entre otras, sobrevivió a la purga: “El Ejército para esos momentos tuvo únicamente un suboficial encubierto en el Ricardo Franco, quien presenció toda la masacre y que, contra todo pronóstico, logró sobrevivir”.
En octubre de 2020, las Farc reconocieron ante la JEP haber asesinado, en febrero de 1995, a Hernando Pizarro, y en junio de 2002, a Javier Delgado, como responsables de la masacre de Tacueyó.
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Para la Comisión de la Verdad, esa matanza tuvo profundas implicaciones en el movimiento guerrillero: Primero, porque muchas de las víctimas habían sido reclutadas en las juventudes comunistas de las ciudades y, por tanto, “haber asesinado a más de 160 combatientes y haber generado tanto terror en algunos sectores de izquierda, tenía el potencial de desmotivar a los miembros de los movimientos juveniles de vincularse a cualquiera de las organizaciones armadas que en ese momento tenían un reconocimiento importante en el país, debido a que podían correr la misma suerte o ser cómplices de crímenes tan atroces”. Pero también porque la vocación revolucionaria que querían proyectar las insurgencias quedaba comprometida en un hecho tan atroz, y porque otras guerrillas como el M-19 y las Farc demostraron incapacidad para detener o prevenir lo que estaba ocurriendo.
“Hablar de verdad en este tipo de casos tan complejos, con narraciones tan disimiles y diversos intereses sobre la memoria que se debe preservar alrededor de lo ocurrido; pone de manifiesto el reto de mantener una apertura considerable donde muchas voces contribuyan para la construcción de un relato que sea lo más cercano a la realidad”, se lee en el documento de la comisión. En realidad, la dimensión que pudo haber tenido la infiltración a las Farc por parte de las fuerzas armadas sigue sin esclarecerse y hasta hoy siguen existiendo señalamientos incluso a algunos de quienes terminaron siendo de los mandos más altos de la guerrilla.