Así fue la injerencia de EE. UU. en el conflicto colombiano: Comisión de la Verdad
Un anexo del Informe Final de esa entidad resume un siglo de injerencia de los Estados Unidos en el conflicto armado interno.
“Las élites colombianas igualaban la protección de los intereses económicos de las empresas extranjeras a la protección misma del interés nacional colombiano, lo que llevó a los gobiernos a ser condescendientes y permisivos con estas corporaciones”. Con esta afirmación la Comisión de la Verdad explica un siglo de cooperación militar entre Colombia y los Estados Unidos, una potencia económica y militar que, de acuerdo con la Comisión, jugó un rol fundamental en la manera como se condujo la guerra en Colombia.
El documento «Cien años de injerencia acordada entre Colombia y Estados Unidos. Una mirada desde la asistencia militar y policial», que hace parte de los anexos del Informe Final de la Comisión de la Verdad, revisa los acuerdos militares y el rol que empresas y contratistas militares de los Estados Unidos jugaron dentro del conflicto colombiano, una responsabilidad que no ha sido completamente esclarecida, según la Comisión.
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Aunque las agresiones militares de los Estados Unidos se remontan a las intrigas para lograr la separación de Panamá, fue durante la presidencia de Eduardo Santos cuando se concretó el primer acuerdo militar entre ambos países, con la llegada de tres bombarderos que buscaban contener posibles agresiones del ejército alemán en el contexto de la segunda guerra mundial. Después, la participación de Colombia en la guerra de Corea codo a codo con los soldados norteamericanos resultó crucial para ensanchar esa relación.
A partir de allí las misiones de generales y expertos norteamericanos terminaron de configurar la arquitectura de las Fuerzas Armadas y de Policía en el país, la primera de ellas en 1959 encabezada por altos directivos de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés).
Estas misiones estuvieron ligadas a planes cívico militares como la llamada Alianza para el Progreso, que buscaba frenar la influencia de las ideas socialistas y de naciente revolución cubana en América Latina promoviendo el desarrollismo, pero también configurando una doctrina militar conocida como la doctrina de seguridad nacional y el enemigo interno, que persistió durante medio siglo.
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Una de estas misiones, la célebre Misión Yarborough de 1962, recomendaba “seleccionar personal civil y militar con miras a un entrenamiento clandestino en operaciones de resistencia y, en la medida en que sea necesario, ejecutar actividades paramilitares, de sabotaje y/o terroristas, contra partidarios del comunismo conocidos. Los Estados Unidos deben apoyar esto”. Consecuencia de ello fue la promulgación posterior de la primera legislación que autorizaba grupos paramilitares, derogada décadas más tarde.
Las consecuencias de esta cooperación se vieron sobre todo en la manera como fueron formados centenares de altos y mandos medios del Ejército colombiano, que asistieron a cursos especializados en guarniciones norteamericanas y leyeron manuales de contrainsurgencia donde se recomendaba “la práctica de la desaparición forzada, tortura y posterior ejecución de los enemigos detenidos”.
La formación en contrainsurgencia y guerra irregular “no tiene que ver con el surgimiento de las Farc o el Eln”, aseguró un experto en defensa entrevistado por la Comisión, “sino que es una orientación temprana de estos militares que vienen de Corea, probablemente influenciados por lo que en ese momento era una prioridad de orden público en Colombia que era el bandolerismo, que había surgido como remanente de la desmovilización de las guerrillas liberales”. Un claro ejemplo de ello es la creación de la primera Escuela de Lanceros en Tolemaida, en 1955, precisamente cuando la violencia bipartidista degeneraba en el bandolerismo y las primeras autodefensas campesinas.
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De acuerdo con la Comisión “bajo la categoría de “enemigo interno” se entiende “todo actor político o social que se oponga al estado de cosas existentes” y su eliminación constituye el fin supremo del Estado y, por ende, el objetivo principal de las operaciones de las Fuerzas Militares”. En otras palabras, cualquier movimiento opositor que amenazara el statu quo era considerado un subversivo y se le daría tratamiento de guerra, aunque no se tratara de actores armados, sino de movimientos campesinos, indígenas o sindicatos, generalmente asociados con las ideas de izquierda.
Por ello la Comisión asegura que “no es casualidad que para la época del Estatuto [de seguridad durante el gobierno de Julio César Turbay], los oficiales que dirigían las instituciones de seguridad habían sido antiguos estudiantes de las escuelas norteamericanas de formación que, como se ha evidenciado, socializaban a los estudiantes latinoamericanos en prácticas orientadas a eliminar al enemigo interno bajo la lógica de la guerra fría y el anticomunismo”.
Aquel periodo de la historia nacional entre 1978 y 1982 fue conocido por la generalización de la tortura, las desapariciones y detenciones arbitrarias, cometidas por agentes del Estado o por grupos ilegales que colaboraban con ellos. Esta orientación dentro de las Fuerzas Armadas persistió hasta los años noventa, pues una misión de las Naciones Unidas recogida en el informe de los relatores de la ONU sobre tortura y ejecuciones sumarias declaró en 1994 que “las fuerzas de seguridad consideran que prácticamente todos los civiles son colaboradores de la subversión” y actuaban en consecuencia con “acciones de “eliminación” o “neutralización” de los “blancos” (esto es ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y atentados con explosivos)”.
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La guerra contra las drogas y el Plan Colombia
En los noventa con el declive del bloque socialista y la caída de la Unión Soviética hubo un viraje en la política de las relaciones bilaterales que, no obstante, no eliminó la doctrina del enemigo interno, sino que la transmutó en medio del discurso anti-drogas. Dos grandes tratados habían anticipado este giro en la política colombiana: el famoso tratado de extradición, suscrito en 1979, y el de Asistencia Legal suscrito en 1980)
La llamada “guerra contra las drogas” marcó una nueva ola en la cooperación militar entre Estados Unidos y Colombia, que nunca había alcanzado tales niveles de dependencia y recursos económicos. El mayor paquete presupuestario vino con la aprobación por el Congreso de los Estados Unidos del famoso Plan Colombia, una estrategia antinarcóticos cuyo principal componente era la asistencia militar:
“El resultado fue la aprobación para julio de 2000 de un paquete de ayuda que ascendía a 1.300 millones de dólares, de los cuales un 80% estarían destinados a fortalecer la capacidad operativa de la fuerza pública, y sólo un 20% a la asistencia económica y social”, sostiene la Comisión, que asegura además que la ayuda destinada a combatir el narcotráfico terminó sirviendo realmente para atacar a las guerrillas de izquierda, pues dice la Comisión que “en el terreno, la realidad impedía generar una separación tajante entre las dos guerras que se libraban en el país”.
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Lo más paradójico del Plan Colombia es que terminó convirtiéndose en una gran estrategia contrainsurgente pero los propios norteamericanos reconocían que la vinculación de las guerrillas con el narcotráfico se limitaba a cobrar impuesto sobre los cultivos, pero los insurgentes no tenían ni rutas, ni líneas de distribución, ni laboratorios para procesar la cocaína.
Un cable de la DEA de 1994 que fue revelado por la Comisión da fe de ello: “no hay pruebas creíbles que indiquen que las Farc o el Eln hayan ordenado, como cuestión de política, que sus respectivas organizaciones se dediquen directamente a la producción o distribución independiente de drogas”, y también que “no se tiene constancia de que las Farc ni el Eln hayan participado en el transporte, la distribución o la comercialización de drogas ilícitas en Estados Unidos o Europa”.
Las compañías norteamericanas involucradas en los suministros bélicos ejercieron fuerte presión sobre el ejecutivo para que estos paquetes de ayuda se apoyaran y su rol tampoco ha sido esclarecido por completo. Empresas de seguridad privada como DynCorp o proveedoras de glifosato como Monsanto ganaron jugosos en el marco del Plan Colombia. Pero también hubo un papel determinante de multinacionales extractivas como la British Petroleum Company o la Oxy, que incluso llegaron a financiar unidades militares colombianas directamente para que protegieran sus oleoductos e instalaciones.
La Comisión documentó hasta 25 empresas norteamericanas de seguridad privada que jugaron algún rol en la guerra colombiana, principalmente contratando mercenarios o brindando apoyos logísticos.
“De manera paradójica, ninguna operación de renombre se desarrolló contra las fuerzas paramilitares que desde comienzos de los 2000 habían comenzado su proceso de expansión en distintas partes del territorio nacional”, concluye la Comisión, lo que confirmaría su teoría de que el Plan Colombia no fue únicamente una estrategia antinarcóticos, sino sobre todo un plan contrainsurgente que nunca quiso golpear a los paramilitares, ampliamente involucrados en el tráfico de drogas, pues “no solo no se les abordó militarmente como se estaba haciendo contra las Farc, sino que tampoco se priorizaron zonas de control paramilitar en las cuales se sabía se desarrollaban diferentes eslabones del negocio del narcotráfico”.
Lea el anexo completo del Informe Final aquí:
“Las élites colombianas igualaban la protección de los intereses económicos de las empresas extranjeras a la protección misma del interés nacional colombiano, lo que llevó a los gobiernos a ser condescendientes y permisivos con estas corporaciones”. Con esta afirmación la Comisión de la Verdad explica un siglo de cooperación militar entre Colombia y los Estados Unidos, una potencia económica y militar que, de acuerdo con la Comisión, jugó un rol fundamental en la manera como se condujo la guerra en Colombia.
El documento «Cien años de injerencia acordada entre Colombia y Estados Unidos. Una mirada desde la asistencia militar y policial», que hace parte de los anexos del Informe Final de la Comisión de la Verdad, revisa los acuerdos militares y el rol que empresas y contratistas militares de los Estados Unidos jugaron dentro del conflicto colombiano, una responsabilidad que no ha sido completamente esclarecida, según la Comisión.
En contexto: Así hostigó el DAS a defensores de Derechos Humanos en Europa
Aunque las agresiones militares de los Estados Unidos se remontan a las intrigas para lograr la separación de Panamá, fue durante la presidencia de Eduardo Santos cuando se concretó el primer acuerdo militar entre ambos países, con la llegada de tres bombarderos que buscaban contener posibles agresiones del ejército alemán en el contexto de la segunda guerra mundial. Después, la participación de Colombia en la guerra de Corea codo a codo con los soldados norteamericanos resultó crucial para ensanchar esa relación.
A partir de allí las misiones de generales y expertos norteamericanos terminaron de configurar la arquitectura de las Fuerzas Armadas y de Policía en el país, la primera de ellas en 1959 encabezada por altos directivos de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés).
Estas misiones estuvieron ligadas a planes cívico militares como la llamada Alianza para el Progreso, que buscaba frenar la influencia de las ideas socialistas y de naciente revolución cubana en América Latina promoviendo el desarrollismo, pero también configurando una doctrina militar conocida como la doctrina de seguridad nacional y el enemigo interno, que persistió durante medio siglo.
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Una de estas misiones, la célebre Misión Yarborough de 1962, recomendaba “seleccionar personal civil y militar con miras a un entrenamiento clandestino en operaciones de resistencia y, en la medida en que sea necesario, ejecutar actividades paramilitares, de sabotaje y/o terroristas, contra partidarios del comunismo conocidos. Los Estados Unidos deben apoyar esto”. Consecuencia de ello fue la promulgación posterior de la primera legislación que autorizaba grupos paramilitares, derogada décadas más tarde.
Las consecuencias de esta cooperación se vieron sobre todo en la manera como fueron formados centenares de altos y mandos medios del Ejército colombiano, que asistieron a cursos especializados en guarniciones norteamericanas y leyeron manuales de contrainsurgencia donde se recomendaba “la práctica de la desaparición forzada, tortura y posterior ejecución de los enemigos detenidos”.
La formación en contrainsurgencia y guerra irregular “no tiene que ver con el surgimiento de las Farc o el Eln”, aseguró un experto en defensa entrevistado por la Comisión, “sino que es una orientación temprana de estos militares que vienen de Corea, probablemente influenciados por lo que en ese momento era una prioridad de orden público en Colombia que era el bandolerismo, que había surgido como remanente de la desmovilización de las guerrillas liberales”. Un claro ejemplo de ello es la creación de la primera Escuela de Lanceros en Tolemaida, en 1955, precisamente cuando la violencia bipartidista degeneraba en el bandolerismo y las primeras autodefensas campesinas.
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De acuerdo con la Comisión “bajo la categoría de “enemigo interno” se entiende “todo actor político o social que se oponga al estado de cosas existentes” y su eliminación constituye el fin supremo del Estado y, por ende, el objetivo principal de las operaciones de las Fuerzas Militares”. En otras palabras, cualquier movimiento opositor que amenazara el statu quo era considerado un subversivo y se le daría tratamiento de guerra, aunque no se tratara de actores armados, sino de movimientos campesinos, indígenas o sindicatos, generalmente asociados con las ideas de izquierda.
Por ello la Comisión asegura que “no es casualidad que para la época del Estatuto [de seguridad durante el gobierno de Julio César Turbay], los oficiales que dirigían las instituciones de seguridad habían sido antiguos estudiantes de las escuelas norteamericanas de formación que, como se ha evidenciado, socializaban a los estudiantes latinoamericanos en prácticas orientadas a eliminar al enemigo interno bajo la lógica de la guerra fría y el anticomunismo”.
Aquel periodo de la historia nacional entre 1978 y 1982 fue conocido por la generalización de la tortura, las desapariciones y detenciones arbitrarias, cometidas por agentes del Estado o por grupos ilegales que colaboraban con ellos. Esta orientación dentro de las Fuerzas Armadas persistió hasta los años noventa, pues una misión de las Naciones Unidas recogida en el informe de los relatores de la ONU sobre tortura y ejecuciones sumarias declaró en 1994 que “las fuerzas de seguridad consideran que prácticamente todos los civiles son colaboradores de la subversión” y actuaban en consecuencia con “acciones de “eliminación” o “neutralización” de los “blancos” (esto es ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y atentados con explosivos)”.
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La guerra contra las drogas y el Plan Colombia
En los noventa con el declive del bloque socialista y la caída de la Unión Soviética hubo un viraje en la política de las relaciones bilaterales que, no obstante, no eliminó la doctrina del enemigo interno, sino que la transmutó en medio del discurso anti-drogas. Dos grandes tratados habían anticipado este giro en la política colombiana: el famoso tratado de extradición, suscrito en 1979, y el de Asistencia Legal suscrito en 1980)
La llamada “guerra contra las drogas” marcó una nueva ola en la cooperación militar entre Estados Unidos y Colombia, que nunca había alcanzado tales niveles de dependencia y recursos económicos. El mayor paquete presupuestario vino con la aprobación por el Congreso de los Estados Unidos del famoso Plan Colombia, una estrategia antinarcóticos cuyo principal componente era la asistencia militar:
“El resultado fue la aprobación para julio de 2000 de un paquete de ayuda que ascendía a 1.300 millones de dólares, de los cuales un 80% estarían destinados a fortalecer la capacidad operativa de la fuerza pública, y sólo un 20% a la asistencia económica y social”, sostiene la Comisión, que asegura además que la ayuda destinada a combatir el narcotráfico terminó sirviendo realmente para atacar a las guerrillas de izquierda, pues dice la Comisión que “en el terreno, la realidad impedía generar una separación tajante entre las dos guerras que se libraban en el país”.
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Lo más paradójico del Plan Colombia es que terminó convirtiéndose en una gran estrategia contrainsurgente pero los propios norteamericanos reconocían que la vinculación de las guerrillas con el narcotráfico se limitaba a cobrar impuesto sobre los cultivos, pero los insurgentes no tenían ni rutas, ni líneas de distribución, ni laboratorios para procesar la cocaína.
Un cable de la DEA de 1994 que fue revelado por la Comisión da fe de ello: “no hay pruebas creíbles que indiquen que las Farc o el Eln hayan ordenado, como cuestión de política, que sus respectivas organizaciones se dediquen directamente a la producción o distribución independiente de drogas”, y también que “no se tiene constancia de que las Farc ni el Eln hayan participado en el transporte, la distribución o la comercialización de drogas ilícitas en Estados Unidos o Europa”.
Las compañías norteamericanas involucradas en los suministros bélicos ejercieron fuerte presión sobre el ejecutivo para que estos paquetes de ayuda se apoyaran y su rol tampoco ha sido esclarecido por completo. Empresas de seguridad privada como DynCorp o proveedoras de glifosato como Monsanto ganaron jugosos en el marco del Plan Colombia. Pero también hubo un papel determinante de multinacionales extractivas como la British Petroleum Company o la Oxy, que incluso llegaron a financiar unidades militares colombianas directamente para que protegieran sus oleoductos e instalaciones.
La Comisión documentó hasta 25 empresas norteamericanas de seguridad privada que jugaron algún rol en la guerra colombiana, principalmente contratando mercenarios o brindando apoyos logísticos.
“De manera paradójica, ninguna operación de renombre se desarrolló contra las fuerzas paramilitares que desde comienzos de los 2000 habían comenzado su proceso de expansión en distintas partes del territorio nacional”, concluye la Comisión, lo que confirmaría su teoría de que el Plan Colombia no fue únicamente una estrategia antinarcóticos, sino sobre todo un plan contrainsurgente que nunca quiso golpear a los paramilitares, ampliamente involucrados en el tráfico de drogas, pues “no solo no se les abordó militarmente como se estaba haciendo contra las Farc, sino que tampoco se priorizaron zonas de control paramilitar en las cuales se sabía se desarrollaban diferentes eslabones del negocio del narcotráfico”.
Lea el anexo completo del Informe Final aquí: