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La escena que podría pintar de cuerpo entero al sacerdote Francisco de Roux ocurrió en un caserío de Santander a finales del año 2000 o en los primeros meses del 2001. En aquella época de Roux había emprendido junto a las comunidades de la zona la implementación del Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, una iniciativa apoyada con recursos de cooperación internacional que buscó aliviar los estragos de la violencia generando alternativas diferentes a los campesinos.
De Roux acompañó como mediador a Artemio Mejía y otros líderes en una reunión con un paramilitar apodado “Candado” en San Rafael de Lebrija, después que las Autodefensas colocaran precio a las cabezas de los dirigentes del programa, y entre ellos al campesino Eduardo Estrada. Mejía recuerda otro encuentro posterior al cual acudió solo. Fue con Rodrigo Pérez Alzate, más conocido como “Julián Bolívar”, por entonces uno de los máximos jefes del Bloque Central Bolívar de las Autodefensas, quien lo recibió para decirle “que no pasaba nada, que no había problema”. Pocos meses después los paramilitares ejecutaron a Estrada en pleno centro de San Pablo, sur de Bolívar.
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Un documento de la justicia norteamericana presentado durante el juicio que condenó a Carlos Mario Jiménez “Macaco” por ese homicidio sostiene que además había una orden que incluía matar al padre Francisco de Roux, pero Macaco después fue disuadido por su segundo al mando de que llevar a cabo ese crimen suponía “un riesgo político”.
Esta es la mejor definición del “padre Pacho”, como se lo conoce familiarmente: su inverosímil disposición de sentarse a escuchar sin prejuicios a aquellos que pudieron ser sus asesinos, una voluntad de escucharlos a todos, aunque eso le cueste odios de cualquier bando.
“Lo vemos como un tipo que uno lo podría reconocer por su capacidad de ponerse en los zapatos del otro”, asegura un activista del Magdalena Medio que lo conoce hace más de 20 años, apuntando que al padre de Roux las comunidades de la zona le agradecen haberles señalado “una manera distinta de ver el territorio, esa capacidad que tiene de ayudar a buscar soluciones para resolver los problemas de otros, es una cualidad que muy pocos tienen”.
Aquel talante conciliador supuso una gran ventaja para liderar la que probablemente ha sido la tarea más ardua e importante de su trayectoria, al echarse al hombro la Comisión de la Verdad, encargada de construir un relato sobre los hechos del conflicto armado con miras a esclarecer lo que pasó, pero sobre todo, a entender cómo podríamos evitar que se repita.
“¿Qué nos pasó a los colombianos?”, me preguntaba el padre de Roux una mañana de 2018 mientras yo le hacía una entrevista para Colombia Plural en Trujillo, ese pueblito encaramado a las montañas del Valle del Cauca, martirizado una y otra vez por una sevicia innombrable.
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¿Qué nos pasó? Su pregunta no era retórica, sino un interrogante genuino que ya avizoraba en los enormes riesgos de indagar sobre las responsabilidades históricas de nuestra catástrofe: “no queremos que ese informe acreciente los odios, los apetitos de venganza y los señalamientos, sino que sea un informe que nos llame incluso a tener compasión de nosotros mismos, que levante una decisión de que esto jamás vuelva a pasar”, dijo entonces el sacerdote.
Muchos sectores jamás entendieron cuál era el papel de la Comisión de la Verdad, un papel que el sacerdote de Roux tuvo bastante claro desde el principio. No era un órgano para redactar otro compilado de cifras y diagnósticos carentes de sentido, sino para “generar una movilización nacional por la verdad de las víctimas de todos los lados […] que el país le pierda el miedo a la verdad y comprenda que la verdad nos libera”, como lo decía él en sus propias palabras.
A la derecha se consideraba a la Comisión un órgano cuyo propósito era destruir el honor militar y al padre se lo señalaba de ser un apologista de bandidos y terroristas, como ocurrió con unas declaraciones suyas usadas fuera de contexto con las que varios miembros de un partido político lo acusaron de ser admirador del Eln y sus comandantes.
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Desde la izquierda, en cambio, varios sectores le reprochaban a la Comisión una supuesta tibieza por documentar y evidenciar los numerosos e injustificables crímenes de las guerrillas. También emplearon otras declaraciones del padre fuera de contexto, esta vez sobre su experiencia capoteando la guerra en Barrancabermeja, para decir que el sacerdote era un defensor del paramilitarismo.
Organizaciones de víctimas llegaron a cuestionar incluso que aceptara una reunión con el expresidente Álvaro Uribe para escucharlo, como si Francisco de Roux tuviera que ser juez o verdugo, y no un funcionario cuya labor era precisamente esa, escuchar, tomar nota de cada una de las versiones.
Su liderazgo en la Comisión estuvo atravesado por un espíritu conciliador, dedicado a enlazar los puntos de encuentro que permitieron limar las tensiones internas, los egos, las disputas en el corazón de un organismo que, aunque no se lo propusiera, cobró de forma inevitable un cariz eminentemente político, lo que quedó de manifiesto sobre todo en la recta final de la elaboración del informe , según me explicó alguien que trabajó de la mano con los comisionados en la redacción del documento.
“Estamos convencidos de que somos parteros de una gestación que hay en Colombia desde hace mucho tiempo, pero no somos dueños del proceso, no estamos en contra de nadie, ni de Iván Duque, ni del Ejército, ni de las Farc”, había dicho el padre durante la única entrevista que me concedió en 2018: “estamos en contra de la mentira, estamos en contra del miedo, estamos en contra de los silencios, abocados por una verdad que es muy difícil”.