Buscar a los desaparecidos de El Salvador, una tarea a pesar del Estado
En los años 90, bajo el liderazgo del sacerdote jesuita Jon Cortina, los familiares de niñas y niños desaparecidos en El Salvador se unieron para buscar respuestas. Durante casi 30 años, la Asociación Pro-Búsqueda ha logrado llenar el vacío del Estado en esta tarea.
Marcela Madrid Vergara
Buscar. Esa fue la posibilidad que se abrió para los familiares de personas desaparecidas en El Salvador el 16 de enero de 1992. Luego de 12 años de conflicto entre las Fuerzas Armadas y la guerrilla del FMLN, un acuerdo de paz revivió la esperanza de buscar sin que eso significara ponerse una soga al cuello.
Desde los años 80, miles de familias perdieron el rastro de sus hijos, hijas y hermanos pequeños luego de los operativos conocidos como ‘tierra quemada’ que desplegaron los militares en varias poblaciones rurales. Pero buscar en medio de la guerra no era una opción. Tan solo preguntarle a un vecino o averiguar en un orfanato podría convertirlos en blanco de amenazas.
Por eso, fue hasta el 92 que los juzgados empezaron a llenarse de mujeres que tocaban la puerta para indagar por el paradero de sus hijos. Pero la reacción del Estado no fue precisamente abrirles esa puerta. La respuesta, por el contrario, solía ser un golpe casi letal a esa esperanza: “Eran acusadas, maltratadas, tratadas de locas y de estar buscando algo que no habían perdido”, recuerda Margarita Zamora, investigadora de la Asociación Pro-Búsqueda.
(Lea también: La maestra antioqueña que hurgó la tierra hasta encontrar a su hermano)
Eso fue lo que vivió Victoria Cruz, una campesina del departamento de Chalatenango, cuando intentó denunciar la desaparición de sus dos hijas en uno de esos operativos. Las entidades judiciales archivaron varias veces el caso y llegaron a negar la existencia de las niñas; incluso, culparon a su madre por la lentitud del proceso penal. Victoria murió en 2004 sin saber qué había pasado con Erlinda y Ernestina.
El aliado de siempre
En medio de esa frustración, algunas familias de Chalatenango -donde ocurrieron varios de los operativos más arrasadores de la guerra- conocieron a quien se convertiría en su aliado principal: el padre Jon Cortina. Este jesuita español había llegado a El Salvador en los años 50 y, desde entonces, había construido puentes, divulgado la palabra de Dios y denunciado violaciones de derechos humanos.
Cortina también era un sobreviviente. En 1989, un grupo de militares asesinó a seis de sus compañeros jesuitas. En ese entonces ya él vivía en Chalatenango, donde había alzado su casa para estar más cerca de la comunidad. Por eso, cuando empezó a escuchar sobre las desapariciones de niños y niñas de la zona, decidió acompañar la búsqueda como una causa propia.
La primera investigación que emprendió fue al lado de cuatro madres y un padre que habían perdido el rastro de sus hijas en un operativo conocido como ‘Guinda de mayo’. Gracias a la información de alguien que vio a las niñas a las afueras de un orfanato, supieron dónde estaban y fueron a buscarlas.
No fue tan simple. El tema de la niñez desaparecida todavía era una especie de tabú y las autoridades que estaban dentro del hogar se mostraron reacias a dar información. “Pero el Padre tenía poder de persuasión. Eso facilitó la confianza para lograr que las niñas, ya adolescentes, pudieran reencontrarse con sus familias”, cuenta Zamora.
Ese primer reencuentro en 1994 abrió el camino para que muchas más familias se acercaran al Padre y emprendieran su propio proceso de búsqueda. “Muchas pensaron ‘si estos están vivos, los nuestros también podrían estarlo’”. Ese mismo año, con el aumento de las denuncias y las investigaciones, los familiares y el padre Cortina se organizaron formalmente como Asociación Pro-Búsqueda.
Buscar y acompañar la búsqueda
Desde esos primeros años, Margarita Zamora se vinculó a la Asociación como enlace con otros familiares en su municipio, San Antonio de los Ranchos, Chalatenango. Ella entendía en carne propia lo que significaba buscar, pues había perdido el rastro de sus cuatro hermanos pequeños y de su madre en la Guinda de mayo de 1982.
Ahí continuaba su búsqueda mientras acompañaba a otras familias a los juzgados, organizaba ruedas de prensa y contactaba orfanatos. Hoy lidera el equipo de investigación de Pro-Búsqueda y es una de sus socias. En estos 27 años ha celebrado decenas de reencuentros de otras familias mientras su caso permanece casi congelado: “No sé absolutamente nada a pesar de que trabajo en investigación”.
Margarita trabaja con las tres herramientas que tiene la Asociación para ubicar a quienes fueron desaparecidos cuando eran niños: lo testimonial, lo documental y lo científico. Ha sido testigo de cómo el paso del tiempo puede convertirse en un arma de doble filo para este proceso. Aunque al principio contaban con pocas herramientas tecnológicas, lo testimonial era relativamente sencillo porque “el conflicto era reciente entonces había muchos testigos, sobrevivientes y los familiares tenían la memoria fresca”.
En contraste, el avance científico de los últimos años no tiene precedentes. Ante la negativa del Estado de crear un banco de perfiles genéticos que permita encontrar coincidencias entre las personas desaparecidas y sus familias biológicas, Pro-Búsqueda creó su propio banco genético en 2006. Desde ahí, la genetista de la Asociación toma y analiza muestras de ADN que envía a laboratorios acreditados en Guatemala, Bosnia, Finlandia y Estados Unidos.
La investigación documental también ha sido un reto enorme, pues “muchas de las alcaldías donde fueron registrados esos niños terminaron quemadas en la guerra, además difícilmente existían fotos”. Hoy, esta investigación se facilita gracias a las redes sociales, la página web y una base de datos que crearon con los niños dados en adopción durante el conflicto. Pero los documentos que pueden dar más luces sobre el destino de estas personas son los archivos militares, una información que los gobiernos se han negado a entregar a pesar de que la Comisión Interamericana lo ha pedido en varias oportunidades.
Así, a pesar de la negligencia, la omisión y la negación del Estado salvadoreño, esta Asociación conformada por víctimas, investigadoras, psicólogas y abogados ha llegado a suplir casi por completo la titánica misión de buscar a los niños y niñas del conflicto. Hoy Pro-Búsqueda acumula 455 casos resueltos y siguen investigando 561 más.
*Esta historia hace parte del especial ‘Los caminos de la búsqueda’, elaborado por el centro de estudios Dejusticia (Colombia) y la Asociación Pro-Búsqueda (El Salvador). El especial reúne 10 historias sobre los diferentes rumbos que transitan quienes buscan a sus seres queridos desde que reciben la noticia de su desaparición. Lea el especial completo: Los caminos de la búsqueda
Buscar. Esa fue la posibilidad que se abrió para los familiares de personas desaparecidas en El Salvador el 16 de enero de 1992. Luego de 12 años de conflicto entre las Fuerzas Armadas y la guerrilla del FMLN, un acuerdo de paz revivió la esperanza de buscar sin que eso significara ponerse una soga al cuello.
Desde los años 80, miles de familias perdieron el rastro de sus hijos, hijas y hermanos pequeños luego de los operativos conocidos como ‘tierra quemada’ que desplegaron los militares en varias poblaciones rurales. Pero buscar en medio de la guerra no era una opción. Tan solo preguntarle a un vecino o averiguar en un orfanato podría convertirlos en blanco de amenazas.
Por eso, fue hasta el 92 que los juzgados empezaron a llenarse de mujeres que tocaban la puerta para indagar por el paradero de sus hijos. Pero la reacción del Estado no fue precisamente abrirles esa puerta. La respuesta, por el contrario, solía ser un golpe casi letal a esa esperanza: “Eran acusadas, maltratadas, tratadas de locas y de estar buscando algo que no habían perdido”, recuerda Margarita Zamora, investigadora de la Asociación Pro-Búsqueda.
(Lea también: La maestra antioqueña que hurgó la tierra hasta encontrar a su hermano)
Eso fue lo que vivió Victoria Cruz, una campesina del departamento de Chalatenango, cuando intentó denunciar la desaparición de sus dos hijas en uno de esos operativos. Las entidades judiciales archivaron varias veces el caso y llegaron a negar la existencia de las niñas; incluso, culparon a su madre por la lentitud del proceso penal. Victoria murió en 2004 sin saber qué había pasado con Erlinda y Ernestina.
El aliado de siempre
En medio de esa frustración, algunas familias de Chalatenango -donde ocurrieron varios de los operativos más arrasadores de la guerra- conocieron a quien se convertiría en su aliado principal: el padre Jon Cortina. Este jesuita español había llegado a El Salvador en los años 50 y, desde entonces, había construido puentes, divulgado la palabra de Dios y denunciado violaciones de derechos humanos.
Cortina también era un sobreviviente. En 1989, un grupo de militares asesinó a seis de sus compañeros jesuitas. En ese entonces ya él vivía en Chalatenango, donde había alzado su casa para estar más cerca de la comunidad. Por eso, cuando empezó a escuchar sobre las desapariciones de niños y niñas de la zona, decidió acompañar la búsqueda como una causa propia.
La primera investigación que emprendió fue al lado de cuatro madres y un padre que habían perdido el rastro de sus hijas en un operativo conocido como ‘Guinda de mayo’. Gracias a la información de alguien que vio a las niñas a las afueras de un orfanato, supieron dónde estaban y fueron a buscarlas.
No fue tan simple. El tema de la niñez desaparecida todavía era una especie de tabú y las autoridades que estaban dentro del hogar se mostraron reacias a dar información. “Pero el Padre tenía poder de persuasión. Eso facilitó la confianza para lograr que las niñas, ya adolescentes, pudieran reencontrarse con sus familias”, cuenta Zamora.
Ese primer reencuentro en 1994 abrió el camino para que muchas más familias se acercaran al Padre y emprendieran su propio proceso de búsqueda. “Muchas pensaron ‘si estos están vivos, los nuestros también podrían estarlo’”. Ese mismo año, con el aumento de las denuncias y las investigaciones, los familiares y el padre Cortina se organizaron formalmente como Asociación Pro-Búsqueda.
Buscar y acompañar la búsqueda
Desde esos primeros años, Margarita Zamora se vinculó a la Asociación como enlace con otros familiares en su municipio, San Antonio de los Ranchos, Chalatenango. Ella entendía en carne propia lo que significaba buscar, pues había perdido el rastro de sus cuatro hermanos pequeños y de su madre en la Guinda de mayo de 1982.
Ahí continuaba su búsqueda mientras acompañaba a otras familias a los juzgados, organizaba ruedas de prensa y contactaba orfanatos. Hoy lidera el equipo de investigación de Pro-Búsqueda y es una de sus socias. En estos 27 años ha celebrado decenas de reencuentros de otras familias mientras su caso permanece casi congelado: “No sé absolutamente nada a pesar de que trabajo en investigación”.
Margarita trabaja con las tres herramientas que tiene la Asociación para ubicar a quienes fueron desaparecidos cuando eran niños: lo testimonial, lo documental y lo científico. Ha sido testigo de cómo el paso del tiempo puede convertirse en un arma de doble filo para este proceso. Aunque al principio contaban con pocas herramientas tecnológicas, lo testimonial era relativamente sencillo porque “el conflicto era reciente entonces había muchos testigos, sobrevivientes y los familiares tenían la memoria fresca”.
En contraste, el avance científico de los últimos años no tiene precedentes. Ante la negativa del Estado de crear un banco de perfiles genéticos que permita encontrar coincidencias entre las personas desaparecidas y sus familias biológicas, Pro-Búsqueda creó su propio banco genético en 2006. Desde ahí, la genetista de la Asociación toma y analiza muestras de ADN que envía a laboratorios acreditados en Guatemala, Bosnia, Finlandia y Estados Unidos.
La investigación documental también ha sido un reto enorme, pues “muchas de las alcaldías donde fueron registrados esos niños terminaron quemadas en la guerra, además difícilmente existían fotos”. Hoy, esta investigación se facilita gracias a las redes sociales, la página web y una base de datos que crearon con los niños dados en adopción durante el conflicto. Pero los documentos que pueden dar más luces sobre el destino de estas personas son los archivos militares, una información que los gobiernos se han negado a entregar a pesar de que la Comisión Interamericana lo ha pedido en varias oportunidades.
Así, a pesar de la negligencia, la omisión y la negación del Estado salvadoreño, esta Asociación conformada por víctimas, investigadoras, psicólogas y abogados ha llegado a suplir casi por completo la titánica misión de buscar a los niños y niñas del conflicto. Hoy Pro-Búsqueda acumula 455 casos resueltos y siguen investigando 561 más.
*Esta historia hace parte del especial ‘Los caminos de la búsqueda’, elaborado por el centro de estudios Dejusticia (Colombia) y la Asociación Pro-Búsqueda (El Salvador). El especial reúne 10 historias sobre los diferentes rumbos que transitan quienes buscan a sus seres queridos desde que reciben la noticia de su desaparición. Lea el especial completo: Los caminos de la búsqueda