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A varios pobladores de Puerto Alvira les da miedo acercarse al cementerio. La última vez que hubo un entierro allí fue en abril de este año, luego de que una pareja de esposos fuera asesinada en su propia finca, no muy lejos de este caserío del municipio de Mapiripán. Los asesinatos por tierras o en riñas de borrachos suelen ser las causas de los crímenes en estas alejadas sabanas del sur del Meta.
Además de quedar retirado del pueblo, la densa hierba selvática que rodea el camposanto, el silencio, la brujería que siempre acompaña las historias en el Llano y los recuerdos que dicen estar allí enterrados han creado una atmósfera misteriosa que atemoriza a los habitantes de esta inspección de policía.
El caserío es tristemente célebre por la masacre de Caño Jabón, como le dicen los pescadores a Puerto Alvira, ocurrida en mayo de 1998, cuando un grupo de paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) asesinó a unas 20 personas y quemó varias casas, apenas casi un año después de la masacre de Mapiripán.
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Hasta 2021 ni siquiera había un muro que separara las tumbas de la vía pública, así que no se sabía dónde comenzaba y terminaba el cementerio, cuyo primer cadáver fue enterrado hace unos 40 años, según varios de los vecinos. “Esto era una rastrojera muy tremenda. Aquí hay mucha gente enterrada que no se sabe quién es. En ese entonces mataban gente y venían hasta aquí, abrían un hueco y ahí los dejaban sin saber si era hombre o mujer. ¿Quién los mató o por qué? No se sabe”, dice José Abel Cortés, el administrador del cementerio.
Por iniciativa del Comité Internacional de la Cuz Roja (CICR), que busca salvaguardar estos alejados camposantos para posteriores labores de búsqueda de desaparecidos, se construyó la malla que encierra el cementerio y que lo divide del caserío.
“Muchas de las personas fallecidas sin identificar en Colombia terminaron en cementerios rurales como este. Sin organización, sin registro, es difícil la trazabilidad de en qué lugar está enterrada cada persona. El CICR tiene una línea de acción para ayudar a organizar los cementerios, que las juntas de acción comunal los organicen y aumentar las posibilidades de que las personas encuentren a los desaparecidos en este país”, explica Rafael Barrantes, funcionario adjunto del Departamento Protección para Personas Desaparecidas del CICR.
Según la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), en el Meta hay a la fecha 8.755 registros de desaparecidos, entre 1960 y 2016.
El mismo José Abel busca a su hija, quien desapareció desde el 28 de agosto de 2001, y guarda una leve esperanza de que algún día aparezca en este u otro cementerio perdido en medio de la llanura o la selva. “Busco a mi hija Heidy Patricia Cortés. De ella no sé nada desde hace ya casi 21 años, cuando desapareció de Mocuare, un caserío de Guaviare donde vivíamos. La reclutaron a la fuerza; no sé si estará viva o muerta, pero espero encontrar algún día así sea sus huesitos”, señala con voz tímida.
Para él, en este cementerio, ubicado a 90 kilómetros por tierra desde Mapiripán, podría haber también militares o personas que murieron en cautiverio y nunca más se supo de ellos porque muchas veces “las mismas fuerzas ilegales los traían y los enterraban”. Solo hasta 2010, cuando José se hizo cargo del cementerio por designación de la junta de acción comunal (JAC), se le hizo mantenimiento. Sin embargo, al quemar la maleza en cada verano se incendiaban también las cruces de madera y se seguía perdiendo el rastro de las tumbas.
Hoy no se sabe dónde están al menos la mitad de los sepulcros. Solo cerca de 70 permanecen visibles y demarcados, pero se calcula que hay más de 140 personas inhumadas aquí.
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“Los cementerios que existen en contextos de conflictos armados -o, como algunos los llaman, cementerios de guerra- son cementerios improvisados, no formales, creados con el fin de dar sepultura digna a los fallecidos durante un combate en zonas remotas, y así prevenir su desaparición. Si en su lugar se enterraran los cuerpos en sitios aislados o se dejaran en superficie, se incrementaría el riesgo de pérdida, destrucción o desaparición”, explica Barrantes, del CICR.
El funcionario revela que desde hace varios años este organismo internacional se involucra en el trabajo de protección de estos cementerios para mapear los sitios, marcar las fosas individuales y construir rejas de protección, y así prevenir el ingreso de los animales y proteger los cuerpos enterrados hasta que las autoridades estatales puedan llegar al territorio y hacer las debidas diligencias.
“De esas masacres aquí hay gente enterrada, porque los mataron en la vereda, al lado de la pista (de aterrizaje), a otros los quemaron en otra parte del pueblo haciendo que explotara un tanque de gasolina. Eso fue hace 30 años”, dice José Abel. Confiesa que el miedo era lo que impedía que los familiares pusieran nombres en las tumbas de sus muertos, porque eso significaba tener problemas con quienes los hubieran matado.
El Anzuelo: el camposanto de ex-Farc
El Anzuelo, otro de esos caseríos en medio del Llano, es tal vez el último rastro de civilización antes de adentrarse en El Rincón del Indio, la esquina más suroriental del Meta, en límites con el Vichada.
Desde Puerto Alvira, está a cuatro horas trochando la sabana en moto, en un viaje que pocos se atreven a recorrer porque la laberíntica red de caminos en la llanura puede hacer perder incluso a los baquianos más expertos. A ese peligro se suma la presencia de grupos armados ilegales que siguen ejerciendo el control en buena parte de la región. Hasta hace unos años estos caseríos vivían de la coca. Por eso, como en Puerto Alvira, varias casas y locales comerciales permanecen abandonados a la espera de que algún día sus dueños vuelvan.
Por estar distante de cualquier casco urbano -desde Mapiripán está a unos 120 kilómetros y de Puerto Gaitán a unos cinco días sabaneando atajos-, el cementerio de El Anzuelo se convirtió en otro sitio a donde vinieron a parar las víctimas de la guerra, pero con una gran diferencia: “Aquí hay solo unos 20 civiles enterrados, porque la mayoría son cuerpos de guerrilleros que fallecieron en combate”, explica Julio Alberto Mateus, integrante de la JAC.
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Hasta aquí han llegado, con personal de la Fiscalía, familiares de los guerrilleros de los que nunca más volvieron a saber, pero se encontraron con un problema para su identificación: las tumbas de los cuerpos inhumados las marcaron solo con los alias que tenían en el grupo ilegal, y no se sabe cuáles eran sus nombres de pila.
El primer presidente de la junta de acción comunal llevaba un libro de registro de los cuerpos que iban enterrando, pero tras la muerte del líder cívico nadie sabe dónde quedó ese documento.
“Para el 25 de diciembre de 2002 hubo un combate a unas dos horas de aquí. Los paramilitares emboscaron la patrulla de la guerrilla y los mataron a casi todos. Murieron como 24, y a todos los trajeron para El Anzuelo”, afirma Julio Alberto, quien anota que “eso no salió nunca por las noticias”.
Contrario al de Puerto Alvira, este camposanto fue debidamente cuidado por los comandantes guerrilleros que hacían presencia en la zona, aunque el CICR hace dos años financió la instalación de la malla para completar el encerramiento.
“Los cementerios son priorizados bajo la evaluación de riesgos o amenazas de que los sitios sean destruidos o se pierdan los rasgos o señales de los sitios del enterramiento, y con ello desaparezcan los cuerpos. Es decir, se priorizan por su vulnerabilidad. Estos riesgos pueden ser ambientales (derrumbes, inundaciones, proliferación del bosque) u otros (por obras públicas, por ejemplo)”, señala el adjunto del Departamento Protección para Personas Desaparecidas del CICR.
UBPD pide apoyo para identificar
Según el reporte de la Unidad de Búsqueda, tan solo en el Meta se tienen identificados 708 lugares en el Registro Nacional de Fosas, Cementerios y Sepulturas, lo que revela la importancia de estos camposantos, olvidados en medio de la nada.
“Distintas fuentes, personas y registros han referido la existencia, en todo el país, de sitios no regulares donde se hallan cuerpos de personas dadas por desaparecidas. Predios privados y públicos, ríos, laderas, costas, en fin, un escenario amplio, complejo y poco caracterizado, es lo que se busca abordar con el diseño e implementación de un Registro Nacional de Fosas, Cementerios Ilegales y Sepulturas (RNF)”, explicó la directora de la UBPD, Luz Marina Monzón Cifuentes.
La entidad desea tener una herramienta que deberá ser útil para valorar las situaciones de potencial riesgo de los lugares de disposición y promover las acciones pertinentes de protección, a efectos de garantizar la integridad de futuras acciones de prospección y recuperación arqueológica forense de los cuerpos.
* Especial Periódico del Meta
**Con reportería de Julián Ríos Monroy