En Guatemala son las víctimas las que quieren justicia
La periodista guatemalteca Sonia Pérez reflexiona sobre el papel que han tenido los medios de comunicación en el cubrimiento de las graves violaciones a los derechos humanos en su país durante la guerra civil.
Sonia Pérez Díaz
La barbarie y el genocidio cometidos durante 36 años que duró la guerra civil en Guatemala, entre 1960 y 1996 cuando se dio el acuerdo de paz, quedaron escritos en el informe “Guatemala, memoria del silencio”, de la Comisión de la Verdad. Allí se registraron más de 42.000 víctimas de violaciones, entre ellas 29.000 que fueron ejecutadas, y más de 200.000 desaparecidas. El 93 % de las violaciones documentas se les atribuyen a las fuerzas del Estado y los grupos paramilitares, y el 3 % a la guerrilla.
La periodista guatemalteca Sonia Pérez reflexiona sobre el papel que han tenido los medios de comunicación en el cubrimiento de estos crímenes en su país:
(Puede ver: "Lecciones para el periodismo de la antigua Yugoslavia")
“Las mujeres que estábamos en la sala de audiencias respiramos profundo cuando una tarde de febrero de 2016 una de las víctimas del caso Sepur Zarco, una comunidad al norte de Guatemala, contó ante un tribunal la forma en que 15 mujeres indígenas fueron violadas, abusadas y torturadas por soldados del ejército guatemalteco durante la guerra. Reveló también que tras los abusos fueron sometidas a servidumbre durante varios años. Al narrarlo, las víctimas bajaron sus cabezas y lloraron. No todas relataron los hechos en español, porque pocas lo hablan. Pero no hizo falta, su dolor era evidente.
Antes de violarlas, los soldados habían secuestrado y asesinado a sus esposos. A algunas también les mataron a sus hijos. Entonces, ellas quedaron “disponibles” para los abusos. Las mujeres narraron su historia 34 años después y lo hicieron cubriendo sus cabezas y rostros con perrajes o chalinas, porque no querían que al volver a sus comunidades las reconocieran y tuvieran que cargar aún más con el estigma de lo que les pasó. En solidaridad, decenas de mujeres que acudieron a las audiencias también se cubrieron la cabeza. Eran una sola en el dolor. Y la prensa respetó la privacidad de las víctimas, pues la ley así obliga con los delitos de índole sexual.
El tribunal les creyó a las mujeres. Era la primera vez que lo contaban ante una autoridad. Y aunque el tribunal no juzgó a los autores materiales, condenó a un teniente coronel y un comisionado militar (civil con autoridad militar) que estaban al mando de los soldados a 120 y 210 años de prisión. También era la primera vez que se condenaba un crimen de violencia sexual durante la guerra.
En las coberturas, la prensa ha replicado la tragedia y el dolor de las víctimas. Pero eso no sucedió durante la guerra, cuando se perpetraron esos graves crímenes. La prensa se autocensuró y cedió ante la censura, como la que se decretó durante regímenes como el del exdictador Efraín Ríos Montt (1982-1983). El conflicto entonces se reportó desde la narrativa castrense.
(Lea: "Cuerpos a contracorriente")
En el país, tras 36 años de guerra (1960-1996), las víctimas de ambos bandos son las que han buscado justicia. Han sido ellos y ellas, la población civil, la que quedó en medio del conflicto entre el ejército y la guerrilla guatemalteca, la que busca cerrar el círculo del dolor con justicia.
Unas 25 personas han sido sentenciadas por crímenes relacionados a la guerra. Son condenas históricas y simbólicas, pero aún insuficientes ante la cantidad de atrocidades cometidas en el conflicto. Uno de los casos que acapararon la atención de la prensa fue la sentencia por la masacre de 22 personas –19 civiles y tres paramilitares– en la aldea El Aguacate, al oeste de Guatemala, ocurrida en 1988 y perpetrada por una célula guerrillera. El tribunal que condenó a 90 años de prisión al líder del grupo guerrillero les dio valor a los relatos de testigos y familiares de las víctimas. Fue el primer y único proceso contra un mando guerrillero.
Pero el caso que puso el dedo en la llaga de la historia del país fue el juicio contra Efraín Ríos Montt por el genocidio de 1.771 civiles indígenas ixiles, acusados de ser “colaboradores de la guerrilla y, por ende, enemigos del ejército”. Fue su juicio lo que puso a prueba la justicia guatemalteca y mostró cómo el poder y la influencia de un militar y político pueden detener el camino de la justicia. La cobertura fue masiva e internacional y desde las voces de los testigos, peritos, abogados, fiscales, víctimas y victimarios.
(Le puede interesar: "Las cuentas pendientes de los civiles por la guerra")
A pesar de que un juez condenó a 80 años de prisión a Ríos Montt en 2013 –diez años después de que fuera denunciado–, el máximo tribunal de Guatemala dio vuelta atrás y anuló la sentencia sólo 10 días después. Hoy, cuatro años más tarde y con más de 100 recursos legales para frenar su proceso, Ríos Montt logró tener un juicio especial y a puerta cerrada, al cual no asiste y en el que no podrá ser condenado porque padece demencia: ha sido declarado interdicto y según sus abogados está muy enfermo. El día de su condena hubo más de 100 periodistas nacionales y extranjeros en la audiencia, pero ahora pocos siguen el proceso.
La cobertura de los juicios le ha dado la oportunidad a la población de conocer un poco lo sucedido. Y aunque por ley las investigaciones judiciales están destinadas sólo a las partes del proceso, las audiencias y los juicios son públicos. Es allí donde se conocen a fondo los procesos, las acusaciones, las pruebas aportadas y lo que ocurrió en cada uno de los casos. La mayoría de veces la crueldad, la saña y el horror de la guerra se conoce sólo por las víctimas. Los perpetradores han guardado silencio, quizá como estrategia legal, quizá por vergüenza o simplemente para negar lo ocurrido, negándonos a todos también la posibilidad de conocer la verdad.
(Vea: "Así va el enfoque de género en el posconflicto")
Pocos acusados hablan. Y cuando lo hacen, justifican su actuar en el marco de la guerra vivida o culpan a los muertos, pues insisten en que pertenecían a algún bando. La prensa también los encubrió, y aunque son las familias de los perpetradores las que más enojo y rabia muestran a los medios, sigue dándoseles cobertura. Incluso, algunos medios han replicado el discurso de odio de familiares de los acusados hacia las víctimas.
El Estado se ha quedado corto frente a las exigencias de las víctimas. Si no han cumplido con sentencias tan sencillas como rendir homenaje a los muertos, mucho menos se han comprometido con buscar a los miles de desaparecidos. Cuando el Estado no escucha a las víctimas, ellas han optado incluso por buscar justicia en cortes internacionales, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). Si bien la Corte IDH no juzga individuos, ha condenado en repetidas ocasiones al Estado guatemalteco por no haber protegido a su población, por no haberles ofrecido una justicia pronta y cumplida, e incluso por no acatar sus mismas sentencias.
La reparación económica es lo que más ha hecho el Estado por las víctimas, bajo un programa creado en 2003, siete años después de haber firmado la paz. Pero no existe una política para resarcir a las víctimas que contribuya a cambiar las condiciones de vida de aquellas personas que se vieron y se ven aún afectadas por lo que vivieron. Las razones de la guerra aún persisten. La inequidad, desigualdad, racismo y exclusión contrastan con los espectaculares paisajes de Guatemala, con sus majestuosas montañas que guardan a los millones de indígenas y campesinos que viven en la pobreza, muchas veces dolorosa y extrema.
Según un informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, auspiciado por Naciones Unidas, el 97 % de los crímenes del conflicto fueron cometidos por el ejército y grupos paramilitares. El resto fue responsabilidad de la guerrilla. Guatemala aún tiene una gran y vergonzosa deuda: los desaparecidos. En diciembre de 2006 se presentó un proyecto de ley para crear la Comisión de Búsqueda de Personas Víctimas de Desaparición Forzada y otras formas de Desaparición, que permanece dormido en el Congreso. Parece que los legisladores prefieren mantener ese fantasma en el armario. En los medios hace mucho que ya no se habla del proyecto de ley.
En el mejor de los casos, si se llega a buscar a los desaparecidos, se encontrarán restos de adultos que fueron enterrados en fosas comunes y clandestinas. El cotejo se hará con el banco genético de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala, que ha apoyado las exhumaciones. Lo más difícil será saber qué pasó con los niños y niñas desaparecidos. Se cree que unos 5.000 fueron secuestrados y entregados en adopción, pero no hay registro de ellos.
Hoy la sociedad está polarizada y dividida debido a los discursos de odio de algunos sectores con afinidad a los perpetradores, que están en contra de las víctimas e intentan restar credibilidad a lo que sucedió. Un discurso que hace mella en los más jóvenes que no recuerdan la guerra. Se debe cerrar el círculo de violencia con justicia. Los delitos de lesa humanidad no prescriben y parece que esas investigaciones son la única forma, hasta hoy, de conocer la verdad de lo que pasó, aunque toque conseguirla a cuenta gotas”.
La barbarie y el genocidio cometidos durante 36 años que duró la guerra civil en Guatemala, entre 1960 y 1996 cuando se dio el acuerdo de paz, quedaron escritos en el informe “Guatemala, memoria del silencio”, de la Comisión de la Verdad. Allí se registraron más de 42.000 víctimas de violaciones, entre ellas 29.000 que fueron ejecutadas, y más de 200.000 desaparecidas. El 93 % de las violaciones documentas se les atribuyen a las fuerzas del Estado y los grupos paramilitares, y el 3 % a la guerrilla.
La periodista guatemalteca Sonia Pérez reflexiona sobre el papel que han tenido los medios de comunicación en el cubrimiento de estos crímenes en su país:
(Puede ver: "Lecciones para el periodismo de la antigua Yugoslavia")
“Las mujeres que estábamos en la sala de audiencias respiramos profundo cuando una tarde de febrero de 2016 una de las víctimas del caso Sepur Zarco, una comunidad al norte de Guatemala, contó ante un tribunal la forma en que 15 mujeres indígenas fueron violadas, abusadas y torturadas por soldados del ejército guatemalteco durante la guerra. Reveló también que tras los abusos fueron sometidas a servidumbre durante varios años. Al narrarlo, las víctimas bajaron sus cabezas y lloraron. No todas relataron los hechos en español, porque pocas lo hablan. Pero no hizo falta, su dolor era evidente.
Antes de violarlas, los soldados habían secuestrado y asesinado a sus esposos. A algunas también les mataron a sus hijos. Entonces, ellas quedaron “disponibles” para los abusos. Las mujeres narraron su historia 34 años después y lo hicieron cubriendo sus cabezas y rostros con perrajes o chalinas, porque no querían que al volver a sus comunidades las reconocieran y tuvieran que cargar aún más con el estigma de lo que les pasó. En solidaridad, decenas de mujeres que acudieron a las audiencias también se cubrieron la cabeza. Eran una sola en el dolor. Y la prensa respetó la privacidad de las víctimas, pues la ley así obliga con los delitos de índole sexual.
El tribunal les creyó a las mujeres. Era la primera vez que lo contaban ante una autoridad. Y aunque el tribunal no juzgó a los autores materiales, condenó a un teniente coronel y un comisionado militar (civil con autoridad militar) que estaban al mando de los soldados a 120 y 210 años de prisión. También era la primera vez que se condenaba un crimen de violencia sexual durante la guerra.
En las coberturas, la prensa ha replicado la tragedia y el dolor de las víctimas. Pero eso no sucedió durante la guerra, cuando se perpetraron esos graves crímenes. La prensa se autocensuró y cedió ante la censura, como la que se decretó durante regímenes como el del exdictador Efraín Ríos Montt (1982-1983). El conflicto entonces se reportó desde la narrativa castrense.
(Lea: "Cuerpos a contracorriente")
En el país, tras 36 años de guerra (1960-1996), las víctimas de ambos bandos son las que han buscado justicia. Han sido ellos y ellas, la población civil, la que quedó en medio del conflicto entre el ejército y la guerrilla guatemalteca, la que busca cerrar el círculo del dolor con justicia.
Unas 25 personas han sido sentenciadas por crímenes relacionados a la guerra. Son condenas históricas y simbólicas, pero aún insuficientes ante la cantidad de atrocidades cometidas en el conflicto. Uno de los casos que acapararon la atención de la prensa fue la sentencia por la masacre de 22 personas –19 civiles y tres paramilitares– en la aldea El Aguacate, al oeste de Guatemala, ocurrida en 1988 y perpetrada por una célula guerrillera. El tribunal que condenó a 90 años de prisión al líder del grupo guerrillero les dio valor a los relatos de testigos y familiares de las víctimas. Fue el primer y único proceso contra un mando guerrillero.
Pero el caso que puso el dedo en la llaga de la historia del país fue el juicio contra Efraín Ríos Montt por el genocidio de 1.771 civiles indígenas ixiles, acusados de ser “colaboradores de la guerrilla y, por ende, enemigos del ejército”. Fue su juicio lo que puso a prueba la justicia guatemalteca y mostró cómo el poder y la influencia de un militar y político pueden detener el camino de la justicia. La cobertura fue masiva e internacional y desde las voces de los testigos, peritos, abogados, fiscales, víctimas y victimarios.
(Le puede interesar: "Las cuentas pendientes de los civiles por la guerra")
A pesar de que un juez condenó a 80 años de prisión a Ríos Montt en 2013 –diez años después de que fuera denunciado–, el máximo tribunal de Guatemala dio vuelta atrás y anuló la sentencia sólo 10 días después. Hoy, cuatro años más tarde y con más de 100 recursos legales para frenar su proceso, Ríos Montt logró tener un juicio especial y a puerta cerrada, al cual no asiste y en el que no podrá ser condenado porque padece demencia: ha sido declarado interdicto y según sus abogados está muy enfermo. El día de su condena hubo más de 100 periodistas nacionales y extranjeros en la audiencia, pero ahora pocos siguen el proceso.
La cobertura de los juicios le ha dado la oportunidad a la población de conocer un poco lo sucedido. Y aunque por ley las investigaciones judiciales están destinadas sólo a las partes del proceso, las audiencias y los juicios son públicos. Es allí donde se conocen a fondo los procesos, las acusaciones, las pruebas aportadas y lo que ocurrió en cada uno de los casos. La mayoría de veces la crueldad, la saña y el horror de la guerra se conoce sólo por las víctimas. Los perpetradores han guardado silencio, quizá como estrategia legal, quizá por vergüenza o simplemente para negar lo ocurrido, negándonos a todos también la posibilidad de conocer la verdad.
(Vea: "Así va el enfoque de género en el posconflicto")
Pocos acusados hablan. Y cuando lo hacen, justifican su actuar en el marco de la guerra vivida o culpan a los muertos, pues insisten en que pertenecían a algún bando. La prensa también los encubrió, y aunque son las familias de los perpetradores las que más enojo y rabia muestran a los medios, sigue dándoseles cobertura. Incluso, algunos medios han replicado el discurso de odio de familiares de los acusados hacia las víctimas.
El Estado se ha quedado corto frente a las exigencias de las víctimas. Si no han cumplido con sentencias tan sencillas como rendir homenaje a los muertos, mucho menos se han comprometido con buscar a los miles de desaparecidos. Cuando el Estado no escucha a las víctimas, ellas han optado incluso por buscar justicia en cortes internacionales, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). Si bien la Corte IDH no juzga individuos, ha condenado en repetidas ocasiones al Estado guatemalteco por no haber protegido a su población, por no haberles ofrecido una justicia pronta y cumplida, e incluso por no acatar sus mismas sentencias.
La reparación económica es lo que más ha hecho el Estado por las víctimas, bajo un programa creado en 2003, siete años después de haber firmado la paz. Pero no existe una política para resarcir a las víctimas que contribuya a cambiar las condiciones de vida de aquellas personas que se vieron y se ven aún afectadas por lo que vivieron. Las razones de la guerra aún persisten. La inequidad, desigualdad, racismo y exclusión contrastan con los espectaculares paisajes de Guatemala, con sus majestuosas montañas que guardan a los millones de indígenas y campesinos que viven en la pobreza, muchas veces dolorosa y extrema.
Según un informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, auspiciado por Naciones Unidas, el 97 % de los crímenes del conflicto fueron cometidos por el ejército y grupos paramilitares. El resto fue responsabilidad de la guerrilla. Guatemala aún tiene una gran y vergonzosa deuda: los desaparecidos. En diciembre de 2006 se presentó un proyecto de ley para crear la Comisión de Búsqueda de Personas Víctimas de Desaparición Forzada y otras formas de Desaparición, que permanece dormido en el Congreso. Parece que los legisladores prefieren mantener ese fantasma en el armario. En los medios hace mucho que ya no se habla del proyecto de ley.
En el mejor de los casos, si se llega a buscar a los desaparecidos, se encontrarán restos de adultos que fueron enterrados en fosas comunes y clandestinas. El cotejo se hará con el banco genético de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala, que ha apoyado las exhumaciones. Lo más difícil será saber qué pasó con los niños y niñas desaparecidos. Se cree que unos 5.000 fueron secuestrados y entregados en adopción, pero no hay registro de ellos.
Hoy la sociedad está polarizada y dividida debido a los discursos de odio de algunos sectores con afinidad a los perpetradores, que están en contra de las víctimas e intentan restar credibilidad a lo que sucedió. Un discurso que hace mella en los más jóvenes que no recuerdan la guerra. Se debe cerrar el círculo de violencia con justicia. Los delitos de lesa humanidad no prescriben y parece que esas investigaciones son la única forma, hasta hoy, de conocer la verdad de lo que pasó, aunque toque conseguirla a cuenta gotas”.