Entre la selva y la humedad siguen buscando a los desaparecidos en Meta y Guaviare
Madres, hijos y sobrinos protagonizan estas historias de buscadores incansables. A Flor* le desaparecieron su hijo de 15 años y asegura que el Ejército está involucrado. Al padre de Andrés y al tío de Geovanny los desaparecieron la extinta guerrilla de las Farc. Los víctimarios cambian, pero el dolor es el mismo. Colombia+20 los acompañó en su búsqueda.
Valerie Cortés Villalba
El día en que Andrés Ospina le pueda dar santa sepultura a su padre desaparecido, “celebraremos con una sancochada de gallina y ustedes están invitados” nos dice. Andrés vive en La Unilla (Guaviare) junto a su familia. Desde ahí narra la historia de cómo la guerrilla de las Farc lo desapareció y cómo, años después, se encontró con los restos óseos de su progenitor entre la tierra húmeda. “Yo escarbé la tierra y encontré un huesito, y quedaban retazos de ropa, ese es él. Nosotros ya sabemos donde está mi padre, no tienen que buscar, él está ahí. Poder sacar a mi papá de ahí sería una felicidad muy grande, ya han pasado 25 años”, cuenta.
A este lugar, donde asegura está su padre, llegó luego de que vecinos y conocidos le advirtieran que ahí guerrilleros habían llevado a su papá, don Arcesio Ospina. Luego de más de una década, volvió con un grupo de investigadores de organizaciones sociales para hacerle seguimiento a su caso. Allí Andrés encontró que la naturaleza no tiene misericordia, que la vida sigue y los árboles crecen mientras que su padre desaparecido continúa perdido bajo tierra.
El 7 de abril de 1997 llegó la guerrilla a la casa de don Arcesio. Ahí solo estaba Andrés, embargado por la angustia de salvar a un lorito que estaba a punto de morir. “Llegó la guerrilla, se llevaron a mi papá y yo, además, llorando por el loro”, recuerda. A don Arcesio lo amarraron dentro de su casa y se lo llevaron. Su esposa, Olga Lucía Andrade, e hijo le siguieron la pista, pero tuvieron que parar porque cada vez la selva se volvía más espesa e imposible de atravesar.
“Nosotros escuchamos un disparo, pero ya estábamos muy lejos. A los días, con un tío nos fuimos a buscar a mi papá y nos llevaron a donde lo habían enterrado. Unos de ellos vieron a los guerrilleros y a otro que le había pedido prestada una pala a un vecino. Sabíamos que era él a quien enterraron porque para esos días fue al único que mataron”, relata Andrés.
El caso de Andrés es particular porque, si bien sabe dónde está su padre, la diligencia institucional es más compleja que simplemente desenterrarlo. Por medio de la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD) o a través de una diligencia de la Fiscalía y Medicina Legal, se debe hacer la exhumación del cuerpo y luego un cotejo de ADN para confirmar la teoría de Andrés. Para esto, el cuerpo tiene que ser enviado a los laboratorios correspondientes, realizar la prueba y ordenar la entrega digna, en caso de que corresponda a la identidad de don Arcesio.
El principal miedo de Andrés y doña Olga es que les suceda lo mismo que a una vecina de La Unilla. Su caso era similar: ella sabía dónde estaba enterrado su padre, llegaron las instituciones correspondientes a hacer la diligencia forense y al sol de hoy, casi 20 años después, no le han devuelto el cuerpo de su padre. “Preferible saber que ahí está y no que lo embolaten” dice Andrés. Aunque es posible que el tiempo juegue una mala pasada, nadie puede asegurarles que eso no sucederá. La burocracia, que en ocasiones revictimiza, no tiene rostro; es una estructura de funcionarios que pareciera desentenderse de los procesos para cumplir otras funciones. Es el fordismo de la violencia.
Y en estos casos, las organizaciones sociales, como Corporación Vida-Paz, que hacen seguimiento a estos casos son cuidadosos de no darles falsas esperanzas a las víctimas. Ellos los informan sobre los detalles de cada fase del proceso y dejan que las víctimas tomen una decisión teniendo presente los tiempos institucionales y sus derechos.
***
En Guaviare, donde se remite esta historia, hay cerca de 2.339 personas desaparecidas, de acuerdo con el Sistema de Información Red de Desaparecidos y Cadáveres (SIRDEC). El 62 % está concentrado en el municipio de San José del Guaviare, donde se encuentra ubicada la vereda La Unilla.
A un par de horas de La Unilla se llega a Calamar, otro de los municipios de Guaviare afectado por el fenómeno de la desaparición forzada. Allá en su tienda, doña Flor* nos recibió con cierta desconfianza. Es que su historia no ha sido fácil. A su hijo lo desaparecieron el 13 de julio de 2003. “A él lo cogieron las Fuerzas Armadas en el retén que estaba en la vía al cementerio de acá de Calamar. De él no volví a saber nada, hasta que en febrero me llamaron y me dijeron que habían encontrado un cuerpo, que habían comprobado que era mi hijo pero han pasado cuatro meses y no me han dado razón”. Flor* se refiere a una llamada que recibió a principio de este año, donde una funcionaria de Medicina Legal le dijo que habían encontrado un cuerpo en el cementerio de Puerto Concordia que coincidía con su perfil genético.
Doña Flor* teme por su seguridad y por la de su familia, por eso prefiere que ocultemos su identidad y evita que la fotografiáramos. Sin embargo, cuenta sin tapujos la historia de desaparición de su hijo.
Él, llamémoslo Fernando*, tenía 15 años, cursaba quinto de primaria y aquella mañana de 2003 salió con otros cuatro amigos del barrio. Pero no alcanzaron a salir del pueblo cuando el Ejército los retuvo. Según relata doña Flor*, a ella y a los familiares de los amigos de Fernando les avisaron que a los muchachos los tenía el Ejército, en el cementerio. “Ellos estaban dentro del cementerio, no nos dejaron hablar con ellos que porque tenían que comprobar que no eran guerrilleros, que tenían que hacer una investigación o algo así. Que volviéramos más tarde por ellos”, cuenta Flor*.
Cuando los padres llegaron de nuevo por sus hijos al cementerio, ya no estaban ahí. Le dijeron que un camión se los había llevado y los uniformados se desentendieron del dolor de las madres que estaban buscando a sus hijos. Flor* discutió con el sargento a cargo: “Yo les dije qué ¿por qué los habían soltado si le dijimos que ya volvíamos?”.
A doña Flor* se le dificulta recordar la historia de su hijo. Es un dolor que no ha tramitado, una indignación que la embarga cada vez que recuerda quiénes retuvieron a Fernando*. “A mi hijo no se lo llevó la guerrilla, para que se lo llevaran las personas en las que supuestamente tenemos que confiar”.
“En ese tiempo aquí se desaparecía a mucha gente y todo el mundo se quedaba callado. A nosotros nos daba miedo denunciar por miedo a las represalias y peor a quiénes íbamos a denunciar”, dice doña Flor*. Ella junto a los otros padres le dieron el caso a un abogado y pusieron finalmente la denuncia contra los militares implicados en la desaparición de los cinco jóvenes que pertenecían a la Brigada 7 Móvil. Por amenazas recibidas en su contra, una de las madres buscadoras tuvo que desplazarse a Antioquia.
Desde la desaparición de su hijo, ella no acude a ninguna fuerza armada. Resuelve los conflictos dialogando, lejos de los grupos armados. La desaparición de Fernando* le quebrantó la confianza no solo por las instituciones, también por las personas. “Yo sé que no todos son malos, pero tampoco no todos son buenos. Si a ellos (su hijo y sus amigos) los mataron los hicieron pasar por guerrilleros”, confiesa.
Hoy doña Flor* espera que la llamada que recibió en febrero sea cierta, y que le den razón del paradero de su hijo. Ella ya sabe que sus derechos como víctima le permiten exigir cómo, cuándo y dónde recibir dignamente el cuerpo de su hijo. “Y eso les cuento, esta es la triste historia de este pueblo. Esas personas que han hecho tanto daño las tienen en un pedestal tienen más prioridad que nosotros como víctimas. Yo no pido reparación con plata, porque el dinero no paga un hijo, yo digo que paguen con la justicia, que yo pueda conocer qué pasó y que nadie pase por el sufrimiento que yo he vivido”.
***
El fenómeno de la desaparición forzada en Guaviare se entrecruza con el mismo en el departamento de Meta. El río Guaviare une a estos dos departamentos. Así lo asegura Geovanny Gómez Criales, quien actualmente hace parte de la Corporación Vida-Paz, una organización que junto a Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ); el Cinep Programa Por la Paz; COSPACC, y el Colectivo Sociojurídico Orlando Fals Borda han documentado y registrado los casos de desaparición forzada en Guaviare, Meta y Boyacá. Los hallazgos de esta investigación ya fueron entregados a la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas. Geovanny espera que con esta información pueda contribuir a abrir un Plan Regional de búsqueda en estos departamentos.
A Geovanny lo acompañamos a buscar a su tío que fue desaparecido por la extinta guerrilla de las Farc en los alrededores del la vereda Villa La Paz (Meta). Geovanny llegó a esta vereda siendo muy joven, todavía no había acabado la primaria. Allí llegó con su familia incluido su tío, César Agusto Criales Marín. César se volvió un líder social del municipio y dinamizó la política, ayudó a parcelar terrenos y entregarlos a campesinos. En 1992, un grupo de guerrilleros lo buscó y lo llevaron caminando hacia un lugar que se llama Ladrillera. Allí fue el último lugar donde vieron vivo a César.
En el cacerío donde Geovanny revivió los pasos de su tío hay una escuela. Allí él relata que días después de la desaparición de su tío, unos guerrilleros citaron al pueblo y a la familia Criales a un juicio político contra César. Él no pudo entrar pero recuerda más o menos qué pasó, pues estaba viendo desde una ventanilla con rejas. No se le va a olvidar que a su tío lo tacharon de “bacteria” y de “soplón”. Cuando los guerrilleros salieron del juicio, la familia los instó a decirles dónde estaba César, y no dijeron nada. Solamente uno le respondió a Geovanny diciéndole “esa joda ya está picha”.
Geovanny llegó a la vereda a raspar hoja de coca, luego salió del cacerío y se dedicó a estudiar. Con los años buscó participar en política y lo logró. Fue concejal y alcalde de San José del Guaviare. Ahora está estudiando una maestría y trabaja en la Corporación, que se fundó en 2016. “Nos dimos cuenta que no hay que tener un puesto público para ayudar a la gente”.
Pero entre el apoyo que él brinda a las víctimas, también hay un duelo del que muy poca información se tiene. Del paradero de su tío solo se sabe el último lugar donde lo vieron vivo. Monte arriba, entre las montañas por las que hay que caminar más de cuatro horas, Geovanny busca el paradero de César, su tío. La búsqueda es frustrante porque el tiempo apremia; el cansancio se apodera del cuerpo y los resultados son pocos o nulos. En algún momento del recorrido, Geovanny le pide a su tío que le dé una señal. Es que la búsqueda de desaparecidos tiende a ser una búsqueda de espíritus, que en algún momento, por milagro de la providencia o simple coincidencia, se encuentran.
Hoy Geovanny, el equipo de la Corporación Vida-Paz y la alianza de organizaciones sociales que han construido, continúan brindado el apoyo a las víctimas de desaparición y a las familias buscadoras en Meta y Guaviare. Él sabe de primera mano que la tarea no es fácil, que las personas no están obligadas a lo imposible, pero su fe de encontrar a cada desaparecido permanece intacta.
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A este lugar, donde asegura está su padre, llegó luego de que vecinos y conocidos le advirtieran que ahí guerrilleros habían llevado a su papá, don Arcesio Ospina. Luego de más de una década, volvió con un grupo de investigadores de organizaciones sociales para hacerle seguimiento a su caso. Allí Andrés encontró que la naturaleza no tiene misericordia, que la vida sigue y los árboles crecen mientras que su padre desaparecido continúa perdido bajo tierra.
El 7 de abril de 1997 llegó la guerrilla a la casa de don Arcesio. Ahí solo estaba Andrés, embargado por la angustia de salvar a un lorito que estaba a punto de morir. “Llegó la guerrilla, se llevaron a mi papá y yo, además, llorando por el loro”, recuerda. A don Arcesio lo amarraron dentro de su casa y se lo llevaron. Su esposa, Olga Lucía Andrade, e hijo le siguieron la pista, pero tuvieron que parar porque cada vez la selva se volvía más espesa e imposible de atravesar.
“Nosotros escuchamos un disparo, pero ya estábamos muy lejos. A los días, con un tío nos fuimos a buscar a mi papá y nos llevaron a donde lo habían enterrado. Unos de ellos vieron a los guerrilleros y a otro que le había pedido prestada una pala a un vecino. Sabíamos que era él a quien enterraron porque para esos días fue al único que mataron”, relata Andrés.
El caso de Andrés es particular porque, si bien sabe dónde está su padre, la diligencia institucional es más compleja que simplemente desenterrarlo. Por medio de la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD) o a través de una diligencia de la Fiscalía y Medicina Legal, se debe hacer la exhumación del cuerpo y luego un cotejo de ADN para confirmar la teoría de Andrés. Para esto, el cuerpo tiene que ser enviado a los laboratorios correspondientes, realizar la prueba y ordenar la entrega digna, en caso de que corresponda a la identidad de don Arcesio.
El principal miedo de Andrés y doña Olga es que les suceda lo mismo que a una vecina de La Unilla. Su caso era similar: ella sabía dónde estaba enterrado su padre, llegaron las instituciones correspondientes a hacer la diligencia forense y al sol de hoy, casi 20 años después, no le han devuelto el cuerpo de su padre. “Preferible saber que ahí está y no que lo embolaten” dice Andrés. Aunque es posible que el tiempo juegue una mala pasada, nadie puede asegurarles que eso no sucederá. La burocracia, que en ocasiones revictimiza, no tiene rostro; es una estructura de funcionarios que pareciera desentenderse de los procesos para cumplir otras funciones. Es el fordismo de la violencia.
Y en estos casos, las organizaciones sociales, como Corporación Vida-Paz, que hacen seguimiento a estos casos son cuidadosos de no darles falsas esperanzas a las víctimas. Ellos los informan sobre los detalles de cada fase del proceso y dejan que las víctimas tomen una decisión teniendo presente los tiempos institucionales y sus derechos.
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En Guaviare, donde se remite esta historia, hay cerca de 2.339 personas desaparecidas, de acuerdo con el Sistema de Información Red de Desaparecidos y Cadáveres (SIRDEC). El 62 % está concentrado en el municipio de San José del Guaviare, donde se encuentra ubicada la vereda La Unilla.
A un par de horas de La Unilla se llega a Calamar, otro de los municipios de Guaviare afectado por el fenómeno de la desaparición forzada. Allá en su tienda, doña Flor* nos recibió con cierta desconfianza. Es que su historia no ha sido fácil. A su hijo lo desaparecieron el 13 de julio de 2003. “A él lo cogieron las Fuerzas Armadas en el retén que estaba en la vía al cementerio de acá de Calamar. De él no volví a saber nada, hasta que en febrero me llamaron y me dijeron que habían encontrado un cuerpo, que habían comprobado que era mi hijo pero han pasado cuatro meses y no me han dado razón”. Flor* se refiere a una llamada que recibió a principio de este año, donde una funcionaria de Medicina Legal le dijo que habían encontrado un cuerpo en el cementerio de Puerto Concordia que coincidía con su perfil genético.
Doña Flor* teme por su seguridad y por la de su familia, por eso prefiere que ocultemos su identidad y evita que la fotografiáramos. Sin embargo, cuenta sin tapujos la historia de desaparición de su hijo.
Él, llamémoslo Fernando*, tenía 15 años, cursaba quinto de primaria y aquella mañana de 2003 salió con otros cuatro amigos del barrio. Pero no alcanzaron a salir del pueblo cuando el Ejército los retuvo. Según relata doña Flor*, a ella y a los familiares de los amigos de Fernando les avisaron que a los muchachos los tenía el Ejército, en el cementerio. “Ellos estaban dentro del cementerio, no nos dejaron hablar con ellos que porque tenían que comprobar que no eran guerrilleros, que tenían que hacer una investigación o algo así. Que volviéramos más tarde por ellos”, cuenta Flor*.
Cuando los padres llegaron de nuevo por sus hijos al cementerio, ya no estaban ahí. Le dijeron que un camión se los había llevado y los uniformados se desentendieron del dolor de las madres que estaban buscando a sus hijos. Flor* discutió con el sargento a cargo: “Yo les dije qué ¿por qué los habían soltado si le dijimos que ya volvíamos?”.
A doña Flor* se le dificulta recordar la historia de su hijo. Es un dolor que no ha tramitado, una indignación que la embarga cada vez que recuerda quiénes retuvieron a Fernando*. “A mi hijo no se lo llevó la guerrilla, para que se lo llevaran las personas en las que supuestamente tenemos que confiar”.
“En ese tiempo aquí se desaparecía a mucha gente y todo el mundo se quedaba callado. A nosotros nos daba miedo denunciar por miedo a las represalias y peor a quiénes íbamos a denunciar”, dice doña Flor*. Ella junto a los otros padres le dieron el caso a un abogado y pusieron finalmente la denuncia contra los militares implicados en la desaparición de los cinco jóvenes que pertenecían a la Brigada 7 Móvil. Por amenazas recibidas en su contra, una de las madres buscadoras tuvo que desplazarse a Antioquia.
Desde la desaparición de su hijo, ella no acude a ninguna fuerza armada. Resuelve los conflictos dialogando, lejos de los grupos armados. La desaparición de Fernando* le quebrantó la confianza no solo por las instituciones, también por las personas. “Yo sé que no todos son malos, pero tampoco no todos son buenos. Si a ellos (su hijo y sus amigos) los mataron los hicieron pasar por guerrilleros”, confiesa.
Hoy doña Flor* espera que la llamada que recibió en febrero sea cierta, y que le den razón del paradero de su hijo. Ella ya sabe que sus derechos como víctima le permiten exigir cómo, cuándo y dónde recibir dignamente el cuerpo de su hijo. “Y eso les cuento, esta es la triste historia de este pueblo. Esas personas que han hecho tanto daño las tienen en un pedestal tienen más prioridad que nosotros como víctimas. Yo no pido reparación con plata, porque el dinero no paga un hijo, yo digo que paguen con la justicia, que yo pueda conocer qué pasó y que nadie pase por el sufrimiento que yo he vivido”.
***
El fenómeno de la desaparición forzada en Guaviare se entrecruza con el mismo en el departamento de Meta. El río Guaviare une a estos dos departamentos. Así lo asegura Geovanny Gómez Criales, quien actualmente hace parte de la Corporación Vida-Paz, una organización que junto a Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ); el Cinep Programa Por la Paz; COSPACC, y el Colectivo Sociojurídico Orlando Fals Borda han documentado y registrado los casos de desaparición forzada en Guaviare, Meta y Boyacá. Los hallazgos de esta investigación ya fueron entregados a la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas. Geovanny espera que con esta información pueda contribuir a abrir un Plan Regional de búsqueda en estos departamentos.
A Geovanny lo acompañamos a buscar a su tío que fue desaparecido por la extinta guerrilla de las Farc en los alrededores del la vereda Villa La Paz (Meta). Geovanny llegó a esta vereda siendo muy joven, todavía no había acabado la primaria. Allí llegó con su familia incluido su tío, César Agusto Criales Marín. César se volvió un líder social del municipio y dinamizó la política, ayudó a parcelar terrenos y entregarlos a campesinos. En 1992, un grupo de guerrilleros lo buscó y lo llevaron caminando hacia un lugar que se llama Ladrillera. Allí fue el último lugar donde vieron vivo a César.
En el cacerío donde Geovanny revivió los pasos de su tío hay una escuela. Allí él relata que días después de la desaparición de su tío, unos guerrilleros citaron al pueblo y a la familia Criales a un juicio político contra César. Él no pudo entrar pero recuerda más o menos qué pasó, pues estaba viendo desde una ventanilla con rejas. No se le va a olvidar que a su tío lo tacharon de “bacteria” y de “soplón”. Cuando los guerrilleros salieron del juicio, la familia los instó a decirles dónde estaba César, y no dijeron nada. Solamente uno le respondió a Geovanny diciéndole “esa joda ya está picha”.
Geovanny llegó a la vereda a raspar hoja de coca, luego salió del cacerío y se dedicó a estudiar. Con los años buscó participar en política y lo logró. Fue concejal y alcalde de San José del Guaviare. Ahora está estudiando una maestría y trabaja en la Corporación, que se fundó en 2016. “Nos dimos cuenta que no hay que tener un puesto público para ayudar a la gente”.
Pero entre el apoyo que él brinda a las víctimas, también hay un duelo del que muy poca información se tiene. Del paradero de su tío solo se sabe el último lugar donde lo vieron vivo. Monte arriba, entre las montañas por las que hay que caminar más de cuatro horas, Geovanny busca el paradero de César, su tío. La búsqueda es frustrante porque el tiempo apremia; el cansancio se apodera del cuerpo y los resultados son pocos o nulos. En algún momento del recorrido, Geovanny le pide a su tío que le dé una señal. Es que la búsqueda de desaparecidos tiende a ser una búsqueda de espíritus, que en algún momento, por milagro de la providencia o simple coincidencia, se encuentran.
Hoy Geovanny, el equipo de la Corporación Vida-Paz y la alianza de organizaciones sociales que han construido, continúan brindado el apoyo a las víctimas de desaparición y a las familias buscadoras en Meta y Guaviare. Él sabe de primera mano que la tarea no es fácil, que las personas no están obligadas a lo imposible, pero su fe de encontrar a cada desaparecido permanece intacta.
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