El fin del viacrucis para hallar a Óscar, el hijo desaparecido de Madres de Soacha
Tras 16 años de lucha, esta semana el cuerpo de Óscar Alexánder Morales Tejada fue entregado a su familia y sepultado. Era la única víctima de los ‘falsos positivos’ de Soacha que faltaba por ser encontrada. Así fueron los últimos años de la búsqueda, impulsada por sus padres, que continuarán reclamando verdad y justicia en su caso y los que faltan por resolver.
Julián Ríos Monroy
El cofre de madera se veía claro entre la urna de cristal. María Doris y Darío Alfonso se sentaron justo al frente, en la primera fila. Cada tanto dirigían la mirada hacia el cajoncito marrón y la bajaban hasta la pintura que por años tuvieron en su casa aguardando para este momento: un lienzo de fondo anaranjado con el rostro de su hijo Óscar Alexánder Morales Tejada en escala de grises, iluminado por la luz de tres sirios y decorado con claveles blancos.
“Sí, nos alcanzó la vida para encontrarlo”, pensaba en silencio ella —que ya cumplió 74 años—, mientras se aferraba a la mano de su esposo, como tantos días y tantas noches en los últimos 16 años y seis meses. En este tiempo en el que se enfrentaron juntos a los militares que asesinaron a su muchacho y mancillaron su nombre, a los jueces y fiscales que se demoraron en actuar, a los alcaldes que le pusieron trabas a su búsqueda y a los políticos y ciudadanos que trataron de justificar su muerte.
“Cuando empezaron a desaparecer /como el oasis en los espejismos /a desaparecer sin últimas palabras/ tenían en sus manos los trocitos / de cosas que querían”, escribió el poeta Mario Benedetti en 1984. Para esa época, Óscar tenía tres años. Cuando lo asesinaron tenía 26.
Junto a él se llevaron sus anhelos. Quería tener dos hijos. Quería estudiar ingeniería de sistemas. Quería alentar los triunfos del América de Cali. Quería cantar más rancheras de Vicente Fernández. Pero las balas del Ejército Nacional le arrebataron el suspiro y esos sueños.
La última vez que su familia escuchó su voz fue el 31 de diciembre de 2007. Dos semanas después, en El Copey, Cesar, un grupo de militares lo mató para presentarlo ilegítimamente como delincuente dado de baja en combate y engordar sus índices de ‘éxito militar’, bajo la lógica execrable de los mal llamados falsos positivos. Luego su cuerpo fue desaparecido.
Tuvieron que pasar 6.014 días para que su familia volviera a sentir su presencia, así estuviera sin vida. Para ponerles fin a la incertidumbre y la zozobra de no saber de su paradero, pese a tocar todas las puertas posibles. Para darle sepultura y “tener un lugar donde dejarle una florecita y visitarlo”, como ha repetido Darío hace tanto.
El recibimiento comenzó con esa ceremonia simbólica el martes, en el auditorio del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá, uno de los lugares que más ha visitado la familia Morales Tejada durante los últimos años. Allá le han encontrado algún reparo a sus cicatrices, han tramitado el dolor a través del arte y el abrazo que solo pueden ofrecer quienes han sufrido el mismo drama, a quienes ni siquiera lo peor de la violencia logró desprenderles de las entrañas la imagen de sus hijos, padres, hermanos, tíos o compañeros asesinados.
Puede leer: La lucha por hallar a Óscar, el único hijo de las madres de ‘falsos positivos’ aún desaparecido
Al lado derecho de la urna que contenía los restos óseos de Óscar, desde lo alto de un ramo de flores, se desprendía una cinta con un mensaje escrito en letras doradas: ‘Bienvenido a nuestro hogar’.
De las 19 mujeres que en su momento conformaron las Madres de Soacha, Doris fue la última en dar esa bienvenida, en recuperar el cuerpo de su muchacho. No importó que desde hace más de 10 años hubiera pistas claras del lugar donde estaba Óscar: la paquidermia del Estado y sus instituciones llevó a que el caso solo se moviera con la aparición de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD) y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), que investiga a los militares del Batallón de Artillería La Popa involucrados en el asesinato.
Dos meses atrás, cuando la familia Morales Tejada recibió la noticia del hallazgo por parte de la UBPD, varios pensamos que Doris, por fin, descansaría.
No fue así. Tomó sus agujas y sus hilos, y empezó a tejer decenas de zapatos en miniatura. Se dedicó a eso varias semanas, para asegurar que el día de la ceremonia de entrega digna del cuerpo pudiera tener suficientes para dárselos a los asistentes: “Son para que sigamos caminando sobre la verdad y la justicia, porque esto no termina acá”.
Recuperar el cuerpo, la añoranza de una familia entera
A Óscar Alexánder no lo alcanzaron a conocer sus sobrinas, pero su imagen —que se ha reproducido en fotografías, pendones, bordados, tatuajes y cuanta forma sea posible— bastó para que heredaran la añoranza de toda la familia: encontrar su cuerpo.
Falsos positivos: Así se llegó al histórico acto de perdón público del mindefensa y el presidente
Ese fue el principal objetivo no solo de Doris y Darío, sino también de los hermanos de Óscar que siguen con vida: John Jairo, Ruben, Luz Marina y Carlos Alberto. De ellos y su descendencia.
Las cartas que las niñas le han escrito a su tío fueron expuestas a la entrada del auditorio: “Te quiero, por todas las historias que me han contado de ti, y te admiro, y te idolatro. Hubiera querido hablar contigo y reírnos juntos”, anotó con colores una de ellas. “Si estuvieras acá presente te abrazaría muy duro. Me hubiera gustado compartir tantas cosas contigo”, escribió otra.
Ellas, que han crecido viendo a sus abuelos luchar sin pausa y sin tregua, no se despegaron de Doris y Darío durante la ceremonia en el Centro de Memoria ni tampoco unas horas más tarde, cuando dejaron sus restos en el cementerio.
El viacrucis de la búsqueda y la exigencia de justicia
“Nadie les ha explicado con certeza / si ya se fueron o si no / si son pancartas o temblores / sobrevivientes o responsos”, dice otra de las estrofas del poema de Benedetti.
Hace cinco años, cuando fui por primera vez a la casa de Doris y Darío en el corregimiento de El Charquito, en Soacha, me sentí en un museo dedicado a Óscar.
Lea: El regreso a casa: la historia de un cuerpo desaparecido que encontró a su familia
Su madre abrió un baúl pequeño que atesoraba su primer pañal, el carné del jardín, algunas fotos, una camándula y una nariz de payaso que él usaba para entretenerla. Esas reliquias de la infancia se mezclaban con los símbolos de la lucha por hallarlo y obtener justicia en su caso.
Las paredes de bloque y el piso de cemento estaban cubiertos por fotografías, pendones, telares, grabados, bordados y pinturas que reclamaban su regreso.
Son el acumulado de una década y media tocando puertas, siguiendo pistas, yendo a plantones, organizando marchas, presentando solicitudes… persistiendo.
Esa lucha empezó el 13 de junio de 2011, cuando Doris fue a las oficinas de la Fiscalía en Fusagasugá, donde vivía entonces, y se enteró de que su hijo había muerto en un supuesto combate.
Las circunstancias eran similares a las que tres años antes empezaron a denunciar las Madres de Falsos Positivos de Soacha y Bogotá (Mafapo): muchachos inocentes y vulnerables que eran engañados con ofertas de trabajo desaparecían y poco después aparecían muertos y disfrazados de guerrilleros.
Doris las buscó y les contó su caso. No importó que viniera de Fusa: ellas la recibieron, la acompañaron, la guiaron por esa trocha empinada y llena de sobresaltos y abismos que es la exigencia de justicia para los crímenes de Estado.
Y mientras recorría esa senda tortuosa y desgastante, nunca dejó de tener a Darío como soporte. “Nosotros llegamos a un acuerdo. Ella se encargaba de la visibilización del caso de Óscar, de las vueltas de la investigación, de las actividades con las Madres, y yo de mantener la casa y conseguir los recursos para el sustento y para esas diligencias”, me dijo Darío ese día de 2019, mientras arreglaba la bota de un pantalón, con su metro de sastre colgado en el cuello y el sonido de su máquina de coser de fondo.
De la mano de la Comisión Colombiana de Juristas, que lleva la representación del caso desde hace 13 años, la familia Morales Tejada dio la pelea por sacar el proceso de la Justicia Penal Militar. El 19 de agosto de 2014, ante la evidencia de que Óscar no era miembro de ningún grupo ilegal, el expediente pasó a la justicia ordinaria y la Fiscalía asumió la investigación.
Lea además: Óscar Morales: la víctima de “falsos positivos” de la que no se tiene rastro
Siete meses después el Ministerio de Defensa y el Ejército fueron declarados administrativamente responsables de su asesinato y, tres años más tarde, el proceso llegó a manos de la JEP, que en 2018 abrió un macrocaso exclusivo para desenmarañar lo que hubo detrás de los falsos positivos.
Las trabas que alargaron el proceso
En simultánea a la lucha por encontrar a los responsables del crimen de Óscar, su familia tuvo que tramitar la frustración de tener indicios claros del lugar donde reposaba el cuerpo y no encontrar agilidad de las instituciones en el proceso de identificación.
En noviembre de 2014, Doris y Darío —junto a varias integrantes de las Madres de Soacha, el Costurero de la Memoria y otras organizaciones— hicieron una peregrinación de más de 800 kilómetros hasta El Copey, donde desde 2011 se presumía que estaban los restos de Óscar, en uno de los sitios de inhumación más grandes del país.
La familia pensó entonces que, por tener el sitio referenciado, la identificación del cuerpo sería rápida, pero no fue así: se necesitaron más de 10 años para encontrarlo.
Cuando parecía que las labores de búsqueda por fin avanzaban, la familia se enfrentó a un nuevo drama: en 2020, el entonces alcalde de El Copey, Francisco Meza, pidió excavar las fosas del cementerio alterno del municipio para enterrar a las víctimas de covid-19. En ese mismo lugar se calculaba que, junto al cuerpo de Óscar, estaban inhumados los restos de casi 60 personas más, que quedaban en riesgo por la manipulación a la que serían sometidos.
Lea: Jalón de orejas a la Alcaldía de El Copey por incumplir medidas en cementerio
Doris recuerda que apenas se enteró, buscó al magistrado de la JEP Óscar Parra Vera, que lidera la investigación sobre ejecuciones extrajudiciales en la Costa Caribe.
“Le hice la encerrona en un evento y lo alerté, porque sabía que si esas obras seguían se nos complicaba más la búsqueda. Le dije: ‘Yo sé que se va a acordar, porque mi hijo se llamaba igual a usted’, y se me salieron las lágrimas”, recuerda Doris.
Tras cuatro años, cree que esa conversación funcionó, porque una semana después todas las entidades viajaron a El Copey, y la JEP ordenó medidas cautelares en el cementerio.
“Una madre desesperada hace lo que sea por encontrar a un hijo”, dice. Su anécdota resuena: tal vez tiene razón, y el magistrado se acordó de su homónimo.
Tal vez, si todos pensáramos por un momento que la víctima no es el hijo de Doris, sino nosotros mismos o nuestro padre, madre, hermano, hijo, sobrino, primo, amigo, nuestro ser querido, se reducirían las barreras para que las familias de los desaparecidos puedan encontrarlos.
Durante la ceremonia, con el habla ahogada, el magistrado Parra reconoció esta lucha familiar: “La voz de las personas desparecidas está acá presente, con esta lucha de doña Doris, de don Darío, de las familias buscadoras que han dado la vida entera por la búsqueda de justicia. La búsqueda de Óscar transformó vidas, transformó instituciones y transformó la forma de hacer justicia”.
El cuerpo del joven fue recuperado a mediados de 2022, durante la primera de cinco intervenciones que la UBPD realizó en un terreno de 4,2 hectáreas del cementerio. Desde entonces pasaron casi dos años para que el Instituto Nacional de Medicina Legal completara el proceso de identificación plena.
Durante las cinco fases, se logró la recuperación de 52 cuerpos de personas posiblemente desaparecidas debido al conflicto armado. La familia de la mayoría de ellas sigue esperando noticias sobre sus seres queridos.
Una despedida, el inicio de otra lucha
“Están en algún sitio / nube o tumba / están en algún sitio / estoy seguro / allá en el sur del alma / es posible que hayan extraviado la brújula / y hoy vaguen preguntando, preguntando / dónde carajo queda el buen amor/ porque vienen del odio”. Así termina el poema Desaparecido, de Mario Benedetti.
Las últimas semanas, Doris y Darío han tenido tiempo de pensar en todo nuevamente. Se les han atravesado los recuerdos, las dudas sin resolver, las ganas de gritar, la eterna incomprensión sobre cómo es posible que unos militares que tenían el deber de proteger a su hijo terminaran engañándolo, asesinándolo, arrancándole la vida, sus metas y las de su familia.
Video: La emotiva despedida a última víctima de falsos positivos de Soacha en ser hallada
“Truncaron todos esos anhelos que él tenía. Me da rabia, pero hay que convertirla en vivencias y alegrías, porque eso enferma”, me cuenta ella, que ya se enfrenta a varios achaques.
Ambos saben que aún necesitan salud y entereza para enfrentar lo que falta: “Esto no termina aquí con la entrega digna de mi hijo. Queda algo en el tintero por buscar, y es la verdad. La verdad repara, sea la que sea, le da un fin a una historia: cómo sucedió, en qué parte, quiénes fueron, quiénes dieron la orden, cómo fue que perpetraron el crimen”, dice Darío.
El martes, bajo ese cielo nublado y después de caminar una colina en el cementerio, la pareja se detuvo frente al panteón para darle una última caricia al cofre que contenía los huesos de su hijo. El momento que más anhelaron desde cuando se enteraron de su muerte.
Lo introdujeron en la bóveda junto con algunos de los claveles blancos que los acompañantes, en una calle de honor, le entregaron a la familia un par de horas antes. Doris no despegó su mirada de ese agujero, que poco a poco se sellaba y ocultaba el último rastro de su muchacho. Cuando terminaron de tapar la bóveda, Darío tomó una puntilla y escribió el nombre completo en el cemento fresco: Óscar Alexánder Morales Tejada. Y exhaló. Botó una bocanada de aire que tenía atorada hace 16 años.
Dos días después, Doris me contaría que tuvo que visitar al médico, porque la tensión se le subió: “Seguro fue la sobrecarga de emociones”. Todavía no sabía muy bien lo que estaba sintiendo.
Lo que tenía claro era que, mientras iba descubriendo cómo tramitar el duelo ahora que por fin pudo darle sepultura a su muchacho, necesitaba ponerse manos a la obra: “Pronto tengo que empezar a tejer más zapaticos. Aún nos quedan 52 cuerpos de El Copey por los que tenemos que seguir luchando”.
El cofre de madera se veía claro entre la urna de cristal. María Doris y Darío Alfonso se sentaron justo al frente, en la primera fila. Cada tanto dirigían la mirada hacia el cajoncito marrón y la bajaban hasta la pintura que por años tuvieron en su casa aguardando para este momento: un lienzo de fondo anaranjado con el rostro de su hijo Óscar Alexánder Morales Tejada en escala de grises, iluminado por la luz de tres sirios y decorado con claveles blancos.
“Sí, nos alcanzó la vida para encontrarlo”, pensaba en silencio ella —que ya cumplió 74 años—, mientras se aferraba a la mano de su esposo, como tantos días y tantas noches en los últimos 16 años y seis meses. En este tiempo en el que se enfrentaron juntos a los militares que asesinaron a su muchacho y mancillaron su nombre, a los jueces y fiscales que se demoraron en actuar, a los alcaldes que le pusieron trabas a su búsqueda y a los políticos y ciudadanos que trataron de justificar su muerte.
“Cuando empezaron a desaparecer /como el oasis en los espejismos /a desaparecer sin últimas palabras/ tenían en sus manos los trocitos / de cosas que querían”, escribió el poeta Mario Benedetti en 1984. Para esa época, Óscar tenía tres años. Cuando lo asesinaron tenía 26.
Junto a él se llevaron sus anhelos. Quería tener dos hijos. Quería estudiar ingeniería de sistemas. Quería alentar los triunfos del América de Cali. Quería cantar más rancheras de Vicente Fernández. Pero las balas del Ejército Nacional le arrebataron el suspiro y esos sueños.
La última vez que su familia escuchó su voz fue el 31 de diciembre de 2007. Dos semanas después, en El Copey, Cesar, un grupo de militares lo mató para presentarlo ilegítimamente como delincuente dado de baja en combate y engordar sus índices de ‘éxito militar’, bajo la lógica execrable de los mal llamados falsos positivos. Luego su cuerpo fue desaparecido.
Tuvieron que pasar 6.014 días para que su familia volviera a sentir su presencia, así estuviera sin vida. Para ponerles fin a la incertidumbre y la zozobra de no saber de su paradero, pese a tocar todas las puertas posibles. Para darle sepultura y “tener un lugar donde dejarle una florecita y visitarlo”, como ha repetido Darío hace tanto.
El recibimiento comenzó con esa ceremonia simbólica el martes, en el auditorio del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá, uno de los lugares que más ha visitado la familia Morales Tejada durante los últimos años. Allá le han encontrado algún reparo a sus cicatrices, han tramitado el dolor a través del arte y el abrazo que solo pueden ofrecer quienes han sufrido el mismo drama, a quienes ni siquiera lo peor de la violencia logró desprenderles de las entrañas la imagen de sus hijos, padres, hermanos, tíos o compañeros asesinados.
Puede leer: La lucha por hallar a Óscar, el único hijo de las madres de ‘falsos positivos’ aún desaparecido
Al lado derecho de la urna que contenía los restos óseos de Óscar, desde lo alto de un ramo de flores, se desprendía una cinta con un mensaje escrito en letras doradas: ‘Bienvenido a nuestro hogar’.
De las 19 mujeres que en su momento conformaron las Madres de Soacha, Doris fue la última en dar esa bienvenida, en recuperar el cuerpo de su muchacho. No importó que desde hace más de 10 años hubiera pistas claras del lugar donde estaba Óscar: la paquidermia del Estado y sus instituciones llevó a que el caso solo se moviera con la aparición de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD) y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), que investiga a los militares del Batallón de Artillería La Popa involucrados en el asesinato.
Dos meses atrás, cuando la familia Morales Tejada recibió la noticia del hallazgo por parte de la UBPD, varios pensamos que Doris, por fin, descansaría.
No fue así. Tomó sus agujas y sus hilos, y empezó a tejer decenas de zapatos en miniatura. Se dedicó a eso varias semanas, para asegurar que el día de la ceremonia de entrega digna del cuerpo pudiera tener suficientes para dárselos a los asistentes: “Son para que sigamos caminando sobre la verdad y la justicia, porque esto no termina acá”.
Recuperar el cuerpo, la añoranza de una familia entera
A Óscar Alexánder no lo alcanzaron a conocer sus sobrinas, pero su imagen —que se ha reproducido en fotografías, pendones, bordados, tatuajes y cuanta forma sea posible— bastó para que heredaran la añoranza de toda la familia: encontrar su cuerpo.
Falsos positivos: Así se llegó al histórico acto de perdón público del mindefensa y el presidente
Ese fue el principal objetivo no solo de Doris y Darío, sino también de los hermanos de Óscar que siguen con vida: John Jairo, Ruben, Luz Marina y Carlos Alberto. De ellos y su descendencia.
Las cartas que las niñas le han escrito a su tío fueron expuestas a la entrada del auditorio: “Te quiero, por todas las historias que me han contado de ti, y te admiro, y te idolatro. Hubiera querido hablar contigo y reírnos juntos”, anotó con colores una de ellas. “Si estuvieras acá presente te abrazaría muy duro. Me hubiera gustado compartir tantas cosas contigo”, escribió otra.
Ellas, que han crecido viendo a sus abuelos luchar sin pausa y sin tregua, no se despegaron de Doris y Darío durante la ceremonia en el Centro de Memoria ni tampoco unas horas más tarde, cuando dejaron sus restos en el cementerio.
El viacrucis de la búsqueda y la exigencia de justicia
“Nadie les ha explicado con certeza / si ya se fueron o si no / si son pancartas o temblores / sobrevivientes o responsos”, dice otra de las estrofas del poema de Benedetti.
Hace cinco años, cuando fui por primera vez a la casa de Doris y Darío en el corregimiento de El Charquito, en Soacha, me sentí en un museo dedicado a Óscar.
Lea: El regreso a casa: la historia de un cuerpo desaparecido que encontró a su familia
Su madre abrió un baúl pequeño que atesoraba su primer pañal, el carné del jardín, algunas fotos, una camándula y una nariz de payaso que él usaba para entretenerla. Esas reliquias de la infancia se mezclaban con los símbolos de la lucha por hallarlo y obtener justicia en su caso.
Las paredes de bloque y el piso de cemento estaban cubiertos por fotografías, pendones, telares, grabados, bordados y pinturas que reclamaban su regreso.
Son el acumulado de una década y media tocando puertas, siguiendo pistas, yendo a plantones, organizando marchas, presentando solicitudes… persistiendo.
Esa lucha empezó el 13 de junio de 2011, cuando Doris fue a las oficinas de la Fiscalía en Fusagasugá, donde vivía entonces, y se enteró de que su hijo había muerto en un supuesto combate.
Las circunstancias eran similares a las que tres años antes empezaron a denunciar las Madres de Falsos Positivos de Soacha y Bogotá (Mafapo): muchachos inocentes y vulnerables que eran engañados con ofertas de trabajo desaparecían y poco después aparecían muertos y disfrazados de guerrilleros.
Doris las buscó y les contó su caso. No importó que viniera de Fusa: ellas la recibieron, la acompañaron, la guiaron por esa trocha empinada y llena de sobresaltos y abismos que es la exigencia de justicia para los crímenes de Estado.
Y mientras recorría esa senda tortuosa y desgastante, nunca dejó de tener a Darío como soporte. “Nosotros llegamos a un acuerdo. Ella se encargaba de la visibilización del caso de Óscar, de las vueltas de la investigación, de las actividades con las Madres, y yo de mantener la casa y conseguir los recursos para el sustento y para esas diligencias”, me dijo Darío ese día de 2019, mientras arreglaba la bota de un pantalón, con su metro de sastre colgado en el cuello y el sonido de su máquina de coser de fondo.
De la mano de la Comisión Colombiana de Juristas, que lleva la representación del caso desde hace 13 años, la familia Morales Tejada dio la pelea por sacar el proceso de la Justicia Penal Militar. El 19 de agosto de 2014, ante la evidencia de que Óscar no era miembro de ningún grupo ilegal, el expediente pasó a la justicia ordinaria y la Fiscalía asumió la investigación.
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Siete meses después el Ministerio de Defensa y el Ejército fueron declarados administrativamente responsables de su asesinato y, tres años más tarde, el proceso llegó a manos de la JEP, que en 2018 abrió un macrocaso exclusivo para desenmarañar lo que hubo detrás de los falsos positivos.
Las trabas que alargaron el proceso
En simultánea a la lucha por encontrar a los responsables del crimen de Óscar, su familia tuvo que tramitar la frustración de tener indicios claros del lugar donde reposaba el cuerpo y no encontrar agilidad de las instituciones en el proceso de identificación.
En noviembre de 2014, Doris y Darío —junto a varias integrantes de las Madres de Soacha, el Costurero de la Memoria y otras organizaciones— hicieron una peregrinación de más de 800 kilómetros hasta El Copey, donde desde 2011 se presumía que estaban los restos de Óscar, en uno de los sitios de inhumación más grandes del país.
La familia pensó entonces que, por tener el sitio referenciado, la identificación del cuerpo sería rápida, pero no fue así: se necesitaron más de 10 años para encontrarlo.
Cuando parecía que las labores de búsqueda por fin avanzaban, la familia se enfrentó a un nuevo drama: en 2020, el entonces alcalde de El Copey, Francisco Meza, pidió excavar las fosas del cementerio alterno del municipio para enterrar a las víctimas de covid-19. En ese mismo lugar se calculaba que, junto al cuerpo de Óscar, estaban inhumados los restos de casi 60 personas más, que quedaban en riesgo por la manipulación a la que serían sometidos.
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Doris recuerda que apenas se enteró, buscó al magistrado de la JEP Óscar Parra Vera, que lidera la investigación sobre ejecuciones extrajudiciales en la Costa Caribe.
“Le hice la encerrona en un evento y lo alerté, porque sabía que si esas obras seguían se nos complicaba más la búsqueda. Le dije: ‘Yo sé que se va a acordar, porque mi hijo se llamaba igual a usted’, y se me salieron las lágrimas”, recuerda Doris.
Tras cuatro años, cree que esa conversación funcionó, porque una semana después todas las entidades viajaron a El Copey, y la JEP ordenó medidas cautelares en el cementerio.
“Una madre desesperada hace lo que sea por encontrar a un hijo”, dice. Su anécdota resuena: tal vez tiene razón, y el magistrado se acordó de su homónimo.
Tal vez, si todos pensáramos por un momento que la víctima no es el hijo de Doris, sino nosotros mismos o nuestro padre, madre, hermano, hijo, sobrino, primo, amigo, nuestro ser querido, se reducirían las barreras para que las familias de los desaparecidos puedan encontrarlos.
Durante la ceremonia, con el habla ahogada, el magistrado Parra reconoció esta lucha familiar: “La voz de las personas desparecidas está acá presente, con esta lucha de doña Doris, de don Darío, de las familias buscadoras que han dado la vida entera por la búsqueda de justicia. La búsqueda de Óscar transformó vidas, transformó instituciones y transformó la forma de hacer justicia”.
El cuerpo del joven fue recuperado a mediados de 2022, durante la primera de cinco intervenciones que la UBPD realizó en un terreno de 4,2 hectáreas del cementerio. Desde entonces pasaron casi dos años para que el Instituto Nacional de Medicina Legal completara el proceso de identificación plena.
Durante las cinco fases, se logró la recuperación de 52 cuerpos de personas posiblemente desaparecidas debido al conflicto armado. La familia de la mayoría de ellas sigue esperando noticias sobre sus seres queridos.
Una despedida, el inicio de otra lucha
“Están en algún sitio / nube o tumba / están en algún sitio / estoy seguro / allá en el sur del alma / es posible que hayan extraviado la brújula / y hoy vaguen preguntando, preguntando / dónde carajo queda el buen amor/ porque vienen del odio”. Así termina el poema Desaparecido, de Mario Benedetti.
Las últimas semanas, Doris y Darío han tenido tiempo de pensar en todo nuevamente. Se les han atravesado los recuerdos, las dudas sin resolver, las ganas de gritar, la eterna incomprensión sobre cómo es posible que unos militares que tenían el deber de proteger a su hijo terminaran engañándolo, asesinándolo, arrancándole la vida, sus metas y las de su familia.
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“Truncaron todos esos anhelos que él tenía. Me da rabia, pero hay que convertirla en vivencias y alegrías, porque eso enferma”, me cuenta ella, que ya se enfrenta a varios achaques.
Ambos saben que aún necesitan salud y entereza para enfrentar lo que falta: “Esto no termina aquí con la entrega digna de mi hijo. Queda algo en el tintero por buscar, y es la verdad. La verdad repara, sea la que sea, le da un fin a una historia: cómo sucedió, en qué parte, quiénes fueron, quiénes dieron la orden, cómo fue que perpetraron el crimen”, dice Darío.
El martes, bajo ese cielo nublado y después de caminar una colina en el cementerio, la pareja se detuvo frente al panteón para darle una última caricia al cofre que contenía los huesos de su hijo. El momento que más anhelaron desde cuando se enteraron de su muerte.
Lo introdujeron en la bóveda junto con algunos de los claveles blancos que los acompañantes, en una calle de honor, le entregaron a la familia un par de horas antes. Doris no despegó su mirada de ese agujero, que poco a poco se sellaba y ocultaba el último rastro de su muchacho. Cuando terminaron de tapar la bóveda, Darío tomó una puntilla y escribió el nombre completo en el cemento fresco: Óscar Alexánder Morales Tejada. Y exhaló. Botó una bocanada de aire que tenía atorada hace 16 años.
Dos días después, Doris me contaría que tuvo que visitar al médico, porque la tensión se le subió: “Seguro fue la sobrecarga de emociones”. Todavía no sabía muy bien lo que estaba sintiendo.
Lo que tenía claro era que, mientras iba descubriendo cómo tramitar el duelo ahora que por fin pudo darle sepultura a su muchacho, necesitaba ponerse manos a la obra: “Pronto tengo que empezar a tejer más zapaticos. Aún nos quedan 52 cuerpos de El Copey por los que tenemos que seguir luchando”.