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Dina Rojas ha ido encontrando recuerdos de su padre que no sabía que existían. Una vez se vio a sí misma reflejada en su hija pequeña cuando el papá corría detrás de ella. “Yo recordaba que eso mismo lo había vivido”, cuenta Dina, que vio por última vez a su padre la madrugada del 2 de noviembre de 1992. En esa fecha no había cumplido aún cinco años.
Sabe que esa fue la última vez que lo vio porque su madre se lo ha contado muchas veces, pero no conserva ni siquiera el instante de ese episodio fugaz: su papá, el sargento José Vicente Rojas Rincón, tomó el desayuno y se despidió de ella diciéndole que cuidara a la mamá.
“Uno aprende a vivir con el dolor, pero hay momentos en que quisiera no recordar”, dice Dina, “yo no sé quién es mi papá, pero amo a ese señor sin conocerlo”.
José Vicente Rojas Rincón fue secuestrado el 2 de noviembre de 1992 en un retén que dos frentes de las Farc instalaron en la vía entre Carepa y Mutatá, en Antioquia, cuando viajaba en un bus de servicio público rumbo a una unidad militar donde debía presentarse. Desde entonces se desconoce su paradero y cuál fue su suerte.
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El sargento Rojas era un gran cocinero, medía un metro con noventa y en las fotos se le cierran los ojos con la sonrisa, como si el destello de la cámara lo encegueciera. Estuvo diez años en el Ejército, con el que recorrió casi toda Colombia porque integró una de las primeras unidades móviles de contraguerrilla. A comienzos de los noventa fue trasladado al Batallón Voltígeros en el Urabá, una de las regiones más convulsionadas del país en ese momento.
“Sé que mi esposo trató de volarse, por unos médicos que encontraron a un hombre que pedía que le ayudaran”, cuenta su esposa Olga Esperanza Rojas, quien no ha parado de buscarlo: “en cada pueblo había una historia diferente, que lo mataron a la orilla de un río, que si llegaban a decir dónde estaba también los mataban”. Incluso viajó hasta el Caguán para pedirle al Mono Jojoy que le dijera en dónde estaba su esposo. Hay ocasiones en que va en el bus por las calles de Bogotá, donde vive hace años, y ve algún hombre alto en la calle cree que podría tratarse de él: “lo busco pero no lo encuentro”.
Lo único certero es que las Farc aceptaron ser responsables del secuestro y la posterior desaparición de José Vicente Rojas Rincón, cuya autoría se atribuye a Neyis Mosquera, conocida como “Karina”, quien incluso se acordó del sargento Rojas Rincón, al que aún identificaba por su alta estatura, cuando la confrontaron en una de las audiencias de Justicia y Paz después de su desmovilización en 2008. La familia de José Vicente sigue esperando la verdad sobre su paradero, saber si está vivo o está muerto, y en ese último caso, poder recuperar su cuerpo para hacer el duelo.
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Siete antiguos jefes de las Farc - entre ellos su último máximo comandante, Rodrigo Londoño - suscribieron en octubre de 2021 un pronunciamiento en el que reconocían que “no hay justificación alguna para haber causado directa e indirectamente este sufrimiento”. Lo hacían meses después de que la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) los imputara por el delito del secuestro y de escuchar los testimonios de las víctimas ante esa justicia. Entre ellos, el de Olga Esperanza Rojas.
El caso de José Vicente Rojas es uno entre los 112 militares desaparecidos durante el conflicto armado, según datos del Ejército. No obstante, esa institución entregó este año un informe a la JEP titulado “El conflicto armado desde la piel del soldado colombiano”. Allí se cita un registro de 5.729 víctimas de desaparición forzada con algún tipo de vinculación con la Fuerza Pública. Este registro se basa en cifras de la Unidad de Víctimas y hay que tener en cuenta que no se trata sólo de víctimas directas sino también de sus familias.
Para agrupar a estas familias y encontrar un alivio a su dolor Esperanza Rojas creó la Asociación de Víctimas de Secuestro y Desaparición Forzada (ACOMIDES), un colectivo de defensa de los Derechos Humanos que busca poner en la agenda el hecho de que los militares también fueron víctimas del conflicto, aunque este sea un concepto difícil de precisar porque las definiciones de víctima cambian según los enfoques.
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De acuerdo con Juana Acosta, profesora de la Universidad de la Sabana y experta en Derecho Internacional Humanitario (DIH), según las normas de los conflictos armados podrían entrar en dicha categoría los militares que sufrieron alguna afectación por graves infracciones al DIH, tales como ser víctimas de minas antipersonal o víctimas de otras infracciones al haber adquirido el estatus de personas protegidas por haber quedado fuera de combate. Ese es, por ejemplo, el caso del sargento Rincón, primero secuestrado y luego víctima de desaparición forzosa.
Justamente la audiencia en la que la cúpula de las antiguas Farc haría reconocimiento de su responsabilidad por los secuestros cometidos en el marco del conflicto armado, que estaba prevista para comenzar el 2 de junio acaba de ser aplazada para los días 21, 22 y 23 de este mismo mes.
“Yo no le voy a quitar la responsabilidad a nadie, cada uno tiene que cargar sus cargas y algún día Dios lo perdonará, lo único que queremos es la verdad”, dice Esperanza Rojas refiriéndose a los alcances que su caso podría tener en la JEP. Por su postura es crítica con muchos aspectos del Acuerdo de Paz con las Farc, aunque es igual de firme en clamar porque se acabe la guerra: “aquí no está ni el hijo del senador, ni el del Presidente, es gente humilde, la gente del campo que ha sufrido todos estos daños”.
Aunque la Ley de Víctimas reconoce a militares que hayan sufrido infracciones al DIH, también establece que para el caso de reparaciones económicas están sujetos a un régimen especial, algo que les diferencia, por ejemplo, de una víctima de los paramilitares o la guerrilla.
Para ampliar el espectro y alcance de la Ley de Víctimas, se le hizo además una modificación con el Acuerdo de Paz por vía legislativa “teniendo en cuenta el principio de universalidad y conforme a los estándares internacionales”, para que también miembros de la antigua guerrilla de las Farc pudieran acreditarse como víctimas en casos de violaciones al DIH.
Pero detrás de la conceptualización teórica y jurídica se oculta el inmenso dolor de las familias, que suele ser idéntico siempre, sin que importen los bandos o filiaciones ideológicas.
“Las personas no sienten el dolor de uno, piensan que la esposa de un militar queda millonaria, pero la verdad no es esa, nos toca luchar todo”, asegura Esperanza Rojas, que además repara en que otras organizaciones de Derechos Humanos los han menospreciado por ser parientes de miembros del Ejército: “nos dicen que no podemos buscar”. Para eso Esperanza tiene una sentencia que desarma cualquier argumento, “la desaparición forzada es una sola”, dice.
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Con la asociación han logrado crear una red de familiares y otras organizaciones que abarca miembros en treinta de los departamentos del país. Eso es, en palabras de Esperanza, algo bonito de la desaparición forzada, pues se crean vínculos entre personas que jamás se hubieran encontrado en circunstancias diferentes, “somos como una familia”.
Está el caso de la señora Rosario, madre de un soldado desaparecido que murió sin hallar a su hijo, o el de Edison, que estuvo por más de una década indagando por la suerte de sus dos hermanos, se contagió de COVID en mayo de 2021, justo después de asistir a un evento de la asociación, y falleció semanas después. “Nos quedó la responsabilidad de buscarle a los hermanos”, declara Esperanza.
Entre sus peticiones han solicitado a la JEP que abra un macrocaso para investigar específicamente las infracciones al DIH que fueron cometidas contra miembros de la Fuerza Pública y el 27 de septiembre de 2021 esa jurisdicción escuchó durante ocho horas a varias de las víctimas.
“Si algún día me pasa algo no me vaya a dejar botado”, le pidió su esposo en una ocasión. Ella juró que lo buscaría y lleva treinta años con sus hijos cumpliendo esa promesa.