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Por los caminos de San Carlos, Antioquia, parece que nunca se hubiera escuchado el eco de las balas. Los niños se bañan en las quebradas y cascadas, los campesinos siembran en tierras fértiles, los perros juegan afuera del cementerio y en los graneros, farmacias y cantinas, la gente saluda a los extraños. Sin embargo, tan extrema fue allí la violencia, que en ese pueblo del noroccidente de Colombia ni siquiera alcanzaron a contar a sus muertos.
Al menos seis grupos armados hicieron presencia entre 1998 y 2005, los años en que el conflicto armado fue más agudo. Llegaron con tropas, fusiles, granadas y cilindros. Algunos se disputaban el bien más preciado de San Carlos: el agua; otros querían ganar el control del territorio, y otros más, fanáticos de una ideología, líder o corriente, se obsesionaron con arrebatarle el poder a unos o a otros.
Lo cierto es que durante esos años, guerrillas, paramilitares y Ejército participaron en 33 masacres. El homicidio, el uso de minas antipersona, el secuestro, las amenazas, el despojo y el desplazamiento fueron otras de sus macabras tácticas. De hecho, el Centro Nacional de Memoria Histórica reportó que más de 18 mil personas huyeron de San Carlos en ese lapso, mientras los que se quedaron soportaron toques de queda, enfrentamientos, bombas y requisas para proteger su historia y la de sus familias, o desaparecieron.
En total, dice el Registro Único de Víctimas, 869 personas desaparecieron forzadamente en San Carlos. “Pueden ser más”, advierte Betty Loaiza, una maestra, de las pocas que se quedaron en una escuela del pueblo cuando sobrevivir se volvió más importante que aprender números y letras.
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Su escuela, la de la vereda de Vallejuelo, fue la única de ese municipio que nunca cerró. “Siempre había algún valiente que fuera a acompañar a los niños, mientras las otras instituciones, o tenían que clausurarse porque todos los estudiantes de la vereda se habían desplazado, o los profesores no podían ir a abrirla”, cuenta.
Llegar a la escuela no era sencillo. Betty encontraba a los niños llorando, diciendo “profe, es que se llevaron a papá”, “profe, es que anoche se nos robaron las vacas”, “profe, es que nos va a tocar pegar para la ciudad”. Muchas veces no era posible dar clases.
Un día, por ejemplo, la comunidad de Vallejuelo estaba muy asustada. Se habían llevado a Chaparro, un líder que todos querían. “¿Por dónde fue?”, preguntó Betty, y llamó a los jóvenes de bachillerato y de quinto de primaria, agarraron los machetes de la huerta y cogieron monte en busca del líder. “Caminamos como cuatro horas y regresamos con las manos vacías. Solo alcanzamos a encontrar la chamarra blanca de Chaparro, pero de él, ni el rastro”, recuerda la maestra.
30 de julio de 2002, 3:00 pm
En San Carlos las escuelas fueron usurpadas como centros de operación de los actores armados. El sexto frente de las Farc tomó como base las escuelas de las veredas El Chocó y La Hondita, por su ubicación estratégica en la parte alta, mientras las Autodefensas tomaron la escuela de El Jordán. Los maestros fueron obligados a cumplir las órdenes de los comandantes y cerca de los patios de juego se sembraron minas.
Solo en la segunda semana de febrero de 2002, fueron asesinados tres profesores: Luz Marina Forero, que dejó seis hijos, también sin padre por cuenta del conflicto armado, y Berkely Ríos y Manuel Santos, dos maestros que acababan de llegar del departamento de Chocó y comenzaban labores en la vereda San Miguel.
Cuando salía de Vallejuelo, a Betty le costaba no recordar el 30 de julio de 2002, a las tres de la tarde, justo la hora en que llegó a su casa después del colegio.
“Toqué el timbre, y en cuanto puse un pie en la puerta sonó el teléfono. Mi hermana me gritó desde la sala que era para mí, pero en esos días estaban haciendo unos calores tan impresionantes, que yo tenía mucha sed y ni un poquito de ganas de hablar. Pero no había espera, la cosa era urgente”, recuerda.
—Profesora, ¿usted está sentada? — Le dijo una voz de hombre que nunca había escuchado.
—No, estoy de pie. ¿Con quién hablo?, ¿qué será lo que necesita? — Respondió Betty.
—Profesora, mejor siéntese que le voy a dar una mala noticia
—No, dígame que yo soy capaz de soportar las malas y las buenas de pie.
—Bueno profesora, vea, lo que pasa es que ayer desaparecieron a su hermano Iván, el profesor, en la vereda Las Camelias. Yo no sé decirle por dónde, pero lo desaparecieron.
“A mí se me fue la sed, el calor y me entró un frío por todo el cuerpo. Quería salir corriendo y buscarlo donde fuera. Pensaba en cómo le iba a decir a mis padres, a mis hermanos. Me preguntaba si estaba vivo o si lo habían matado, y si estaba vivo, qué tal que no pudiera gritar y tuviera frío, hambre o se estuviera desangrando. Y si lo habían tirado al río o lo habían enterrado, ¿cómo iba a hacer yo sola para encontrarlo?”, recapitula Betty.
Demarcar el terreno
Quiero escarbar la tierra con los dientes, quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte. (…)
Elegía a Ramón Sijé, Miguel Hernández
Se llamaba Iván Alonso Loaiza, vivió en este mundo por 38 años y nada de lo que tenía era de él.
En la mañana se ponía unos zapatos, se iba para el parque, y si había alguien descalzo, se los quitaba, los entregaba y volvía a la casa a pie limpio. Tampoco le importaba quitarse la camisa o desprenderse de la sombrilla o de la plata.
Llegaba al hospital, y si había familiares de los enfermos que venían de las veredas y debían esperar por horas, se los llevaba para la casa y les daba chocolate con bizcochos.
“Estamos seguros de que no se lo llevaron por malo. A él se lo llevaron porque hay hombres que tienen un corazón muy turbio”, insiste Betty.
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Su desaparición tuvo que ver con el hecho de que San Carlos se dividió en dos. Los grupos armados se lo repartieron: del parque hacia abajo era de los paramilitares, del parque hacia arriba todo era de la guerrilla, y pasar de un lado a otro era un problema, era como encontrarse con el Muro de Berlín.
Entonces él, que era maestro y trabajaba en un área tomada a la fuerza por las Autodefensas, fue trasladado por un proceso burocrático a Las Camelias, donde reinaban los grupos de guerrilla. “Seguramente un grupo entendió que Alonso se había ‘volteado’ y eso bastó para que no lo quisieran más en este mundo, pero ese acto salvaje también acabó con la salud de papá y mamá y, hasta hace poco, con mi paz”, revela Betty.
Un sábado de 2011, una mujer mayor llamó a casa de la maestra, y le dijo que tenía que hablar urgente con ella. Se encontraron a las 11:30 en el parque de San Carlos y Betty estaba asustada. “Pensé que me iban a hacer algo, pero cuando la vi me acordé de ella y me tranquilicé. Era una mujer del campo, decente y trabajadora, a la que alguna vez le había comprado huevos”, cuenta.
La mujer, cuyo nombre Betty prefiere omitir, dijo que un señor le había dicho que creía saber dónde estaba Iván Alonso, que él vivía cerca de un lago y que en ese julio de 2002 vio todo por la ventana. “Yo la sentí tan nerviosa que, la verdad, entendí que no existía tal señor, sino que ella era la que había visto todo, y había esperado años para hablar, simplemente, porque estaba protegiendo su vida y porque el miedo muchas veces lo vence a uno”, dice Betty. Le pidió a aquella mujer que fuera organizando las cosas, que averiguara bien dónde estaba el cuerpo y que le fuera contando en qué iba todo.
Sin embargo, pasaron tres meses y la mujer nada que regresaba. “Que sea lo que Dios quiera”, dijo Betty, hasta que un día volvió, le dijo que le comprara huevos y, con disimulo, al final de su visita, le anunció que “el señor” ya sabía dónde estaba Iván Alonso.
Porque conocía varias historias de los cientos de desaparecidos en San Carlos, Betty sabía que el proceso con la Fiscalía General era largo, entonces le pidió a la mujer que demarcara el terreno para cuando la gente de las instituciones estuviera lista.
“Y así fue. Ella siguió visitando cada ocho días, y yo le compraba huevos, le daba semillas y abono para que sembrara rosas en ese lugar, y le entregaba pintura para que señalizara el sitio. De esta forma, cuando la Fiscalía llegara, todo sería más rápido. Tanto se demoraron en respondernos, que la señora pintó tres veces y en seis ocasiones florecieron los rosales”, continúa Betty.
Que papá y mamá duerman tranquilos
Un día, por fin, la Fiscalía llamó a la maestra para decirle que todo estaba listo. Betty llegó a la zona con la mujer, dos fiscales, una antropóloga y sus ayudantes. “Buscamos mucho, y a las dos horas ya estábamos muy cansados: había que subir un monte empinadísimo, bajar otro igual y el sol del mediodía nos estaba quemando. Era un terreno gigantesco, solo alguien con sadismo y mucho miedo hubiera llegado hasta allá para enterrar a mi hermano”, piensa.
Ni los fiscales, ni la mujer de los huevos ni ella misma tenían aliento. Entonces, Betty se sentó debajo de un árbol y le dijo a su hermano: “Ve, ya han pasado muchos años, ya sufrimos mucho pues, aparecé que ya es hora”, y como al minuto y medio la antropóloga gritó que había visto algo. Encontraron unos huesos y, por la ubicación, las rosas rojas y amarillas, y la pintura blanca, todo indicaba que era Iván Alonso.
“Esos huesos los trataban con una delicadeza, con un amor, como si para ellos también fueran tesoros: tomaron uno por uno, lo limpiaron, lo midieron y escribían notas largas en un cuaderno. Después armaron la pelvis, el cráneo, la columna, las costillas, las piernas, los dedos. Era como ver la huella de mi hermano. Luego lo empacaron en bolsitas impecables, lo sellaron y lo guardaron en una caja. Todo en silencio, con respeto”, recuerda Betty, que sabía cuán larga podía ser la espera de los resultados para confirmar si aquellos restos eran de su hermano. En Colombia, e incluso en San Carlos, todavía hay una enorme hilera de gente que espera por lo mismo.
Durante la exhumación Betty sintió, por primera vez desde que lo desaparecieron, que Iván Alonso estaba guardado en algún rincón de San Carlos, que su hermano estaba, al menos. Sintió que todavía había un pedazo de él en el mundo de los vivos y que en ese momento, cuando lo encontraron, él y su familia iban a descansar.
Aquellos restos bajo los rosales sí eran los de Iván Alonso Loaiza. Desde que la mujer de los huevos apareció, Betty planeaba en su larga espera: “¿Yo qué voy a hacer cuando lo encuentre?, ¿voy a llorar?, ¿me voy a tirar encima de sus restos?, voy a sentir que puedo respirar sin que me duela otra vez”. Y sin embargo, en ese instante memorable, la maestra de San Carlos solo tuvo cabeza para hablarle y decirle: Bueno, Iván Alonso, ya son diez años de buscarte. Ya es hora de que papá y mamá duerman tranquilos”.
*Esta historia hace parte del especial ‘Los caminos de la búsqueda’, elaborado por el centro de estudios Dejusticia (Colombia) y la Asociación Pro-Búsqueda (El Salvador). El especial reúne 10 historias sobre los diferentes rumbos que transitan quienes buscan a sus seres queridos desde que reciben la noticia de su desaparición. Lea el especial completo: Los caminos de la búsqueda