La vida para buscar: Las madres del Guaviare y sus familiares desaparecidos

Estas son las historias de desaparición forzada y reclutamiento que tienen en vilo a cinco mujeres del Guaviare. Gracias a la alianza entre organizaciones sociales que han rastreado a las víctimas de desaparición en este departamento, los casos de estas madres llegarán a la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD).

Valerie Cortés Villalba
23 de julio de 2021 - 07:24 p. m.
Estas son cuatro de las madres buscadoras. Una de ellas prefirió guardar su identidad. En las fotos: Keidy García (sup. izq.); Martha (sup. der.); Blanca Bernal (inf. izq); Magnolia Peláez (inf. der).
Estas son cuatro de las madres buscadoras. Una de ellas prefirió guardar su identidad. En las fotos: Keidy García (sup. izq.); Martha (sup. der.); Blanca Bernal (inf. izq); Magnolia Peláez (inf. der).
Foto: Mauricio Alvarado Lozada
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Magnolia Peláez prepara el tinto con perejil. “Eso es lo que lo despierta a uno”, dice. Es una mujer alta, de contextura robusta y ojos verdes, o azules, que cambian de color cuando la golpea la nostalgia de recordar a Margy Peláez, su hija, quién desapareció el 14 de abril de 2001, hace 20 años, cuando tenía solo 11 años. “Ese sábado por la mañana la mandé por lo del almuerzo, y todavía no ha vuelto”, asegura. Y con ese humor, propio de quienes han padecido tragedias, narra la historia de su vida, o de lo que queda de ella.

Para ganarse la vida, Magnolia vende jugo de naranja, preparada (bebida refrescante) o tintos en la calles de San José del Guaviare (capital del departamento de Guaviare). Ella tuvo dos hijos, pero vive sola. Margy era la mayor y hoy la sigue buscando. Su hijo menor es otra historia marcada por los rezagos familiares que deja la desaparición forzada en un hogar colombiano.

“Cuando mi hija se desapareció yo dejé a mi hijo botado, me fui a buscarla a cuanto bar estuviera abierto. Pasaron muchas noches en las que él (su hijo) pasó solo. Le doy gracias a una vecina que lo recogió y se lo llevó para la casa”, cuenta con lágrimas en sus ojos y con la culpa de un corazón que se aferra a tiempos pasados.

Margy estudiaba con una beca en el Colegio Adventista Maranatha de San José del Guaviare y cursaba cuarto grado cuando desapareció. “Fueron horas interminables, días inacabables, noches largas, noches de espera. Y mire, todavía sigo esperando. Ya hace 20 años. Ella se fue pero me tocó perder a mí”, cuenta Magnolia.

El caso de Magnolia, como de la gran mayoría de mujeres y hombres buscadores, está hilado por información que le dan vecinos, conocidos o que ellos indagan con sus propios medios. Y así arman su caso, y además de ser víctimas, también son investigadores.

Luego de meses de búsqueda, e incluso de volverse amiga de una guerrillera de la región, Magnolia descubrió que a Margy la habían reclutado las Farc. En este departamento había presencia del Bloque Oriental de las Farc, que bajo las órdenes de Víctor Julio Suárez, conocido como ‘Mono Jojoy’, llegó a cubrir el 55 % del país. Esta información la confirmó una noche, por suerte o inevitable coincidencia. Magnolia no podía dormir y entonces “yo me metí aquí (señala la aplicación de Google) y como yo buscaba ahí modelos de vestidos entonces yo dije si encuentro lo que yo quiera ahí, pues ahí puedo encontrar a mi hija, ¿no?”.

Y así fue, ella buscó en Google por el nombre de Margy, por los supuestos “alias”, pero no halló nada. Entonces, en la barra de búsqueda escribió “guerrilleras menores de edad de San José de Guaviare”. Y entre las fotos que le salieron, asegura, una de ellas corresponde a Margy. Esta foto no tiene nombre, y el crédito es solo de Flickr. Ilustra una noticia de 2016 en la que se relata cómo las Farc ordenaban a menores de edad reclutados a enterrar a otros guerrilleros caídos en combate.

Esa foto llenó a Magnolia de ilusión y de rabia. “¿Qué sintió usted al ver a su hija con un rifle en las manos?”, le pregunté. Me respondió: “Ira, porque le truncaron los sueños a mi niña. Ella no quería eso, ella estudiaba, le encantaba el estudio. Decía que quería ser azafata o secretaria del Presidente de la República. ‘Yo no estoy estudiando para quedarme en la cocina’ me decía”.

Con esta foto, Magnolia pidió prestado dinero al banco y a sus vecinos. Todavía le debe al banco. Y con esa plata se fue hacia las Zonas Veredales Transitorias de Normalización (ahora Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación -ETCR-) en Charras, Vistahermosa, Miraflores y Mesetas. Allí llevó las fotos de su hija, la que tiene camuflado y la que está con su hermano menor. Nadie le dio respuesta de su paradero. Pero sí pudo averiguar que a ella la entrenó ‘Ciro Peraza’, cabecilla del Frente 44 de las Farc, del Bloque Oriental.

Sobre el paradero de Margy no hay información. Su madre no sabe si está viva o muerta. “A mí me gustaría saber ella dónde está para soltar esa incertidumbre que uno mantiene. Como para uno decir bueno se sabe que está muerta o está viva y no me quiere venir a ver, bueno. Cualquier cosa puede suceder pero no sé nada de ella. Esto es un laberinto sin salida, no tiene uno respuestas de ninguna especie de ninguna clase”, relata Magnolia.

En la casa de Magnolia hay una cama, una hamaca, una pequeña mesa y un televisor sobre un mueble de madera. En las paredes solo están las fotos de su hija. Y en los cajones guarda los cuadernos del colegio en los que “la niña hacía tareas”, dice. Y agrega: “Yo le quisiera decir Margy que no se olvide que acá en San José hay una mamá y un hermano que la esperan. Esto es un dolor que yo no le deseo a nadie”.

En el Guaviare, hay al menos 2.339 personas desaparecidas según el Sistema de Información Red de Desaparecidos y Cadáveres (SIRDEC). En el municipio de San José del Guaviare se concentra el 63 % de los casos de desaparición, seguido de Calamar (13 %), El Retorno (12 %) y Miraflores (12 %). El trabajo de búsqueda de personas desaparecidas recae principalmente en las familias de las víctimas. Sin embargo, uno de los principales retos es que la información es precaria, insuficiente o en muchos casos, no hay ningún tipo de información.

Doña María* nos recibió con cierto temor y curiosidad en su casa, una humilde vivienda ubicada en San José del Guaviare. No le gustan las cámaras y tampoco quiere que demos su nombre. El porqué de esta reacción tiene respuesta en la desaparición de sus dos hijos. Desde ese momento, ella teme que cualquier grupo ilegal tome represalias contra sus otros cinco hijos por el proceso de búsqueda que adelanta.

La hija de doña María*, Yuly Andrea (al igual que Margy, la hija de Magnolia), tenía 11 años cuando fue reclutada por las Farc en 1995. Ella estaba trabajando y cuando llegó a su casa no encontró a Yuly. Salió a preguntarla por el barrio y alguien le dijo que estaba en la morgue de El Retorno. Enseguida ella salió, con sus otros hijos, a buscarla, pero era una falsa alarma. Ya allá en El Retorno, siguió preguntando por su hija. Se quedó varios días, y sin mayor respuesta se devolvió. “A los días llegaron unos hombres a decirme si yo había estado por El Retorno, yo les dije ‘Sí, buscando a mi hija, porque es mía’”. Los hombres, según cuenta María, armados, la amenazaron y le dijeron que no se buscara problemas. Ella dejó la búsqueda ahí.

Con los años, María* detuvo la búsqueda de su hija por miedo a represalias. Lo último que supo del caso de Yuly fue que ella había sido reclutada por la guerrilla junto a otras tres niñas de la misma edad. Dos de ellas fueron encontradas sin vida e identificadas tras un cotejo de ADN con sus familiares. Han pasado 26 años y de Yuly no se sabe nada. De ella solo queda el recuerdo en su memoria, pues la ropa de su hija la fue regalando y entre los ires y venires de la vida, se le refundió la única foto que tenía de ella.

Pasaron 16 años para que la pena de María* se acrecentara. En 2011, su hijo de 23 años, Miguel Ángel, salió de su casa para un torneo de coleo. “Él era coleador profesional, eso le encantaban los caballos”, cuenta su madre. Miguel le pidió a su madre que le empacara toda la ropa porque se iba durante varios días. Y así fue, él le dejó dinero y partió. Este diario se comunicó con la Liga de Coleo Del Guaviare para conocer si tenían registros de ese torneo celebrado aquel año, sin embargo hasta el momento no se ha recibido respuesta.

Doña María* estaba embarazada cuando despidió a su hijo. Miguel la llamó sagradamente todos los días hasta que en uno, dejó de hacerlo. No contestaba y su madre no sabía nada de su paradero. Pasaron las semanas y Miguel no llegaba a la casa, María* estaba a punto de dar a luz y por más que buscaba nadie le daba respuesta del paradero de su hijo.

Cuando su bebé tenía dos meses, un día la presidenta de la Junta de Acción Comunal se le acercó y la citó. “Ella me preguntó si mi hijo había llamado y yo le dije que no. Me dijo ‘siéntese’, y me dijo ‘a su hijo lo mataron. Venían del último coleo de San Martín que queda saliendo de Villavicencio. Ahí lo mataron’. A mí me dicen que fue en El Trincho donde lo desaparecieron”. El Trincho es una vereda de Puerto Concordia (Meta), donde todavía persiste la presencia de grupos armados ilegales, lo cual hace de la búsqueda de desaparecidos no solo más difícil sino peligrosa.

“Yo me sueño con él (Miguel) y él me pide que lo saque, que lo saque de donde está. Pero yo le digo ‘mijito, dígame dónde’”, cuenta María, quien para este momento se ha ahogado con el llanto y el tapabocas. Pide perdón. Pero el perdón se lo pedimos nosotros, por robarle un capítulo de su vida para poder escribirla.

Lo único que le quedó de Miguel fue la camisa profesional que utilizaba como coleador. “Yo me di cuenta que por yo habérsela lavado se le había quedado en la casa, y lo llamé y le dije ‘Mijo, se le quedó la camisa azul’ y él me respondió ‘Ya qué madrecita’”.

Blanca Flor Bernal vive en Calamar (municipio de Guaviare) tiene 74 años y dice que “todavía está jodiendo la vida”. Es una de las parteras más respetadas de la región, incluso los indígenas Nukak Makú, que habitan el norte del Guaviare, llegan a su casa para que Blanca les asista el nacimiento de sus hijos. Al estilo de Úrsula Iguarán en Cien Años de Soledad, Blanca es supersticiosa, energética y espontánea. Le da gracias a Dios y toca madera.

En Medellín del Ariarí (corregimiento del departamento de Meta) asesinaron a su esposo, Genaro Castro Barreto, por ser militante de la Unión Patriótica. La amenaza además involucraba a su familia. “De ahí me tocó salir como gallina sin plumas, saqué hijos y deje todo hasta Granada. De ahí me tocó venirme en una volqueta hasta San José, me trajeron gratis, gracias a Dios”.

“Llegué a San José con mis hijos mayores: Bolívar y Blanca Ninfa. Ella cayó a la cárcel porque dizque era jefe guerrillera. Y luego nos amenazaron. A ella la mataron también porque era de la Unión Patriótica. Y es que aquí nadie es guerrillero ni paramilitar. A todos nos ha tocado cocinarles a la guerrilla y a mí incluso me ha tocado atenderle partos a las esposas de los paramilitares”, cuenta doña Blanca.

Con el tiempo y tras las amenazas, se asentó en Calamar con sus otros hijos —los seis propios y otros tres que ha adoptado, porque la vida le enseñó a Blanca el oficio de ser partera y de ñapa, el de la maternidad—. Pero a dos de ellos nunca los volvió a ver. “A mí me desaparecieron a mis dos niños, Genaro Castro y Milken Castro. Me parece que fue en 1999. Esa desaparición y todas las denuncias nos tocó ponerlas y hablar hace poco. Porque antes no se podía hablar de eso. Pero a uno de mamá le duele”, cuenta.

“Como a las dos de la tarde, ellos (sus dos hijos desaparecidos) salieron a comprar un regalo a una quinceañera y se quedaron comprando el regalo porque ni poquito ni harto no volvieron a aparecer. A mí me advirtieron que no siguiera buscando a mis hijos porque me mataban, yo no sé si sería la guerrilla o los paramilitares, pero uno callado. Fue hasta hace poco que me dijeron que sí podíamos hablar”, narra doña Blanca.

Blanca no recuerda cuántos años tenían sus hijos “verdaderamente no me acuerdo, pero ya estaban grandecitos, ya se empezaban como a formar cristianos. De ahí pa’ acá qué martirio, porque qué duro es ponerse a criar hijos para que los desaparezcan”.

Hasta 2018, Blanca puso la denuncia de la desaparición y la del asesinato de su marido y su hija. Tanto en la Policía, en la Personería y la Defensoría. Y ha sido la institucionalidad la que la ha revictimizado: “Que no doña Blanca que esos papeles se perdieron, que no que eso de la Unión Patriótica ya no, que fue hace muchos años. Y así me han tenido” cuenta.

La forma en la que doña Blanca tramita su dolor ha sido seguir con su labor de partera, que la llena de alegría y misticismo. Su madre era partera, y ella heredó, a la fuerza o por casualidad, esta vocación. De siete años, Blanca tuvo que asistir por primera vez un parto porque su madre no había podido llegar a atender a una mujer embarazada que estaba esperándola en la casa y así fue como empezó a asistir “maternas”, como ella dice. “Al que mi Dios hace pa’ torero, del cielo le caen los cuernos”.

A diferencia de las demás madres que visitamos, la violencia no fue la protagonista en las anécdotas de Blanca. Tal vez porque no recuerda mucho, o la información que tiene es más bien poca. Tal vez porque para ella el nacimiento de cientos y cientos de bebés la han distraído del dolor. Y así, súbitamente, como cuando un pensamiento te nubla las ideas reposadas, pasamos del llanto a la risa.

Gloria Lombana habla con susurros. Puede que sea por el dolor, el miedo o el paso de la vida. Tuvo tres hijos, y de su hijo mayor, Jhon Alexánder Henao Lombana, hace más de 10 años que no conoce de su paradero. Él estudió en el colegio municipal de Calamar e hizo parte de la banda musical. A Gloria la recibían siempre con quejas por su hijo porque era indisciplinado, y con la impaciencia e indolencia de las instituciones, a Jhon Alexánder lo sacaron del colegio y de la banda.

Entonces al hijo de Gloria le tocó irse a raspar hoja de coca en una finca cercana a donde vivía su tío. “Y por aquí también estaba la guerrilla y pasaron días y yo no sabía de él. Hasta que me dijeron que se había ido a la guerrilla. Era menor de edad, tenía 15 años. La última vez que lo vi fue a finales de 2000″.

“Yo siempre iba buscándolo, y un día por la carretera a Barranquillita, ahí lo logré encontrar y yo le dije ‘Mijo, venga, devuélvase’ y él me dijo que no. Tiempo después me dijeron que de pronto había caído en un enfrentamiento en El Retorno que había pasado hacía un mes, y yo quería morirme. Le dije a uno de las Farc que ‘¿por qué no me habían avisado? yo hubiera ido a rescatar el cuerpo’ y el tipo todo repelente me decía que dejara el escándalo y yo le respondí ‘Claro como para usted no significa nada, a mí sí me duele porque es mi hijo, me duele en el alma’”.

Del paradero de su hijo no sabe nada, ni ha recibido información por parte del Ejército ni de las exFarc. “Necesito rescatar o al menos saber dónde quedó mi hijo. Que haya estado en la guerrilla no significa que yo no tenga el derecho a saber de él. Está desaparecido y alguien tiene que respondernos”. Este caso así como el de Magnolia devela el patrón de la desaparición de menores de edad que fueron reclutados por la guerrilla, y de los cuales no han respondido los comandantes que firmaron el Acuerdo de Paz.

Tanto Magnolia como Gloria se indignan de que ni al Gobierno ni a los excomandantes de la guerrilla les importe el dolor de ellas como madres. Por un lado, aseguran, se desentienden de la responsabilidad “porque eran guerrilleros”, y por el otro, no aceptan el reclutamiento a menores de edad como una práctica recurrente y sistemática. Entonces ¿a quién acudir por respuestas? Es explícito el sentimiento en estos casos que a “los victimarios les respondieron más rápido que a nosotras las víctimas”. El hecho que solo las organizaciones sociales acompañen estos procesos de búsqueda es una prueba de ello.

En la sala de la casa de Keidy García, ubicada a las afueras de San José del Guaviare, hay dos grandes afiches: uno, con el rostro de doña Flor Elisa García, su madre; y otro, con el de su hermano, Norberto García. Ambos fueron desaparecidos el 25 de marzo de 2002. Aquel día, marcado por la arbitrariedad de la guerra, hombres con camuflaje y pasamontañas desaparecieron a tres miembros de su familia y a un trabajador de la finca. Una semana después de este suceso, asesinaron al padre de Keidy, al esposo de doña Flor Elisa.

Keidy nos recibe con tinto endulzado con panela y como hacen las mejores anfitrionas, nos hace sentar en las sillas disponibles y ella pide quedarse de pie. Antes de empezar con su historia, escuchamos vallenatos y su hijo, los canta de memoria. Para ese momento ya ha caído la noche, y nosotros, sus visitantes, llegamos con la pesadez que deja en el semblante un día en el llano, ella está radiante, maquillada. Pero nos acomodamos, le pedimos que empiece, por donde ella quiera iniciar, y entonces, se para en silencio y trae un paquete de pañuelos húmedos porque sabe que la tristeza la abrumará en algún momento.

“Era un lunes santo, yo quedé de encontrarme con mi familia para esa Semana Santa, pero mi niña se me enfermó y no alcancé a llegar ese día. La única que fue testigo de lo que pasó fue mi sobrina, tenía cuatro añitos cuando vio todo (...) Mi madre estaba recogiendo yuca, mi hermano, armando una cerca ahí en la finca y mi cuñada, estaba en la casa preparando la comida, cuando llegaron unos hombres de verde, cuenta la niña, y con pasamontañas negros. Llegaron preguntando por mi mamá y por Norberto, mi cuñada, que se llamaba Luz Marlen, les dijo que no estaban. Entonces la obligaron a llevarlos abajo a donde estaba la finca y luego los subieron”, cuenta Keidy.

Ahí Keidy detiene su relato y saca un pañuelo. Luego otro. Y se seca las lágrimas e intenta disimular sus sollozos. Y los demás nos quedamos en silencio durante varios minutos. Menos su hijo, que sigue cantando vallenatos.

Y ella retoma “Luego, la niña cuenta que los amarraron: a mi mamá, a mi hermano, a mi cuñada y al obrero. Los golpearon y se los llevaron. La niña intentó aferrarse a los brazos de mi hermano, pero los separaron. Ella nos dice que el papá le dijo ‘Mamita, ya vengo’. Al otro día llegó mi hermano menor, y la niña estaba afuera. Todo estaba revolcado y la niña contó que habían llegado unos tipos vestidos de verde, de policías y que se los habían llevados a todos”. Hoy la niña que presenció todo este hecho, la sobrina de Keidy, tiene 25 años, y está casada con un policía.

En esta región entre el Guaviare y Meta, que fue un bastión de la guerrilla, a finales de los años 90, llegaron los paramilitares a arrasar contra la población civil a quienes tildaban de “guerrilleros”. En esta zona tuvo incidencia el Bloque Centauros de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que iniciaron su “arremetida” con masacres como la de Mapiripán (1997) y la de San José del Guaviare (1999).

Seis meses después de que los paramilitares sacaron de su casa a las cuatro personas, cerca a la finca encontraron restos humanos y alertaron a la familia García. Una de las hermanas de Keidy fue hasta el lugar y averiguó de qué se trataba. “Encontraron cabello, cráneos, huesos, mi hermana se desmayó” cuenta Keidy.

Con la insistencia de quienes viven en la angustia, lograron que la Fiscalía y Medicina Legal hicieran la exhumación de los restos encontrados en ese lugar y posteriormente, el cotejo de ADN. Los cuerpos encontrados pertenecían a la cuñada de Keidy y al obrero. Han pasado 19 años y del paradero del hermano de Keidy y de su madre aún no hay ningún rastro.

La búsqueda de su madre y su hermano han afectado la salud física y mental de Keidy. Ella ejerció la docencia durante muchos años, pero las amenazas e intimidaciones que sufrió hundieron aún más la herida que la desaparición de doña Flor y Norberto dejó en su vida. Sin embargo, ella es la que revive siempre con amor el recuerdo de doña Flor Elisa. Intenta mantener las tradiciones que ella le inculcó, el cuidado por la naturaleza, por el campo, y el amor por los animales.

En su álbum familiar guarda las fotos de los viajes y de las celebraciones de su familia. Su madre siempre está sonriendo: “Así es que me gusta recordarla”, nos dice. Y cuando han pasado las lágrimas y ya vamos por el segundo tinto, nos despedimos de Keidy, de su hijo, de sus seis perros, y dos gatos, uno recién rescatado. A Keidy le encantan las visitas, por eso nos pide que volvamos, que escribamos la historia de su madre, y que volvamos.

Los relatos de estas cinco mujeres han sido documentados por la alianza de la Corporación VIDA-PAZ; el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ); el Cinep Programa Por la Paz; COSPACC; y el Colectivo Sociojurídico Orlando Fals Borda. Junto a otros más de 80 casos de desaparición en el Guaviare, Meta y Boyacá, serán entregados a la Unidad de de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD) para poner en marcha un Plan Regional de Búsqueda en esta región. Agradecemos la disposición y generosidad de esta alianza por permitirnos conocer estas historias.

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