Las familias de las víctimas de desaparición que le ofrecieron flores al río Cauca
Decenas de personas se reunieron para rendirle un homenaje a quienes fueron asesinados y desaparecidos en el suroeste de Antioquia. En esta región hay al menos 1.464 víctimas de este flagelo, según el Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica.
Juan Camilo Gallego Castro
Juan Muñoz se convirtió en sepulturero cuando los primeros cuerpos de las víctimas de la avalancha de Armero empezaron a cruzar por el corregimiento Bolombolo, a orillas del río Cauca, en el suroeste de Antioquia. “Me regalé”, dice, porque no había quien se encargara del cementerio. En pocos días enterró 42 cuerpos que viajaron cientos de kilómetros entre las aguas ocres del “Mono”, como llaman al segundo río más importante del país, que nace cerca de la laguna del Buey en el Macizo Colombiano, atraviesa Antioquia y desemboca en el río Magdalena, cerca de la población de Pinillos, en el departamento de Bolívar.
Con los años, dice, “llegó la pila de muertos”, los que bajaban flotando por el río y que algunas veces encallaban en los remansos y playas del Cauca, con marcas de balas, de cuchillos, de sogas. “Los paracos tiraban los cuerpos en la carretera o los tiraban al río”, recuerda mientras se toma una bolsa con agua. Pero llegó el día en el que Alcides de Jesús Durango, conocido como René, comandante del Bloque Suroeste de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), prohibió a la gente recoger los cuerpos.
Muchos de los que enterró Juan Muñoz los recogió José Antonio Ríos, un hombre de 59 años, quien fundó el cuerpo de bomberos en el corregimiento. Dicen que a Toño le encanta sacar muertos del río. Hay una razón: la tragedia de Armero le enseñó que no podía quedarse mirando. Asegura que rescató más de 30 y que los remanses Overón, El Mosquito y El Dormido fueron la calma de un río que llevaba con fuerza troncos y basura, cuerpos y más cuerpos.
A veces caminaba al lado del río y le llamaba la atención ver los gallinazos en las playas. Era una señal: un cuerpo había encallado. En el libro de minutas del cuerpo de bomberos describió lo que veía: los rasgos, el color de piel, la estatura, los tatuajes, las cicatrices. Algo, afirma sentado en la sala de su casa, que algún día pudiera servir. La minuta sirvió para recordarle a René y Chorizo, otro miembro de las Auc, la cantidad de muertos que los paramilitares habían dejado en el suroeste. En 2010, el río Cauca subió hasta el parque de Bolombolo y la antigua estación del Ferrocarril de Antioquia y la creciente se llevó consigo el archivo que Toño construyó durante décadas y que hoy sería clave para ayudar a encontrar a los desaparecidos.
Toño sobrevivió. Los paramilitares no lo asesinaron por recuperar los cuerpos del río, pero dejó de hacerlo ante el ruego de su madre, quien ya no aguantaba la angustia de que la próxima víctima fuera su hijo. Y lo hizo, por eso habla ahora de esos años, del río de vida que cargó tantos muertos. Toño y el viejo Juan Muñoz saben de los cuerpos que cruzaron frente a sus ojos de día y de noche.
***
Girlesa Yepes, en cambio, no vio ni recogió cuerpos del río Cauca. Sentada sobre una barcaza en una calle de Bolombolo, de espaldas al río, cuenta que el 28 de diciembre del 2002 la llamaron a decirle que a su hijo Fredy Alonso y a un amigo, que iban de camino a Medellín, fueron bajados por los paramilitares en Bolombolo y sus cuerpos luego los arrojaron al río.
“Qué navidad tan triste y tan sola”, dice mientras el Instituto Popular de Capacitación (IPC), la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, la Organización Indígena de Antioquia y el Museo Casa de la Memoria de Medellín hacen un homenaje al río Cauca y a las víctimas de desaparición forzada en el suroeste de Antioquia.
“Yo me estaba enloqueciendo, se me estaba corriendo la teja”, recuerda Girlesa, queriendo explicar lo que viven las familias que esperan a un hijo o un esposo. “Yo pensaba que estaba vivo, que no aparecía porque le daba miedo salir”. Resulta que hace dos años la llamaron a su casa y le pidieron que fuera al búnker de la Fiscalía en Medellín. Ella recuerda ese día, ese lugar, esa noticia.
—¿Quiere saber la verdad?—le dijo alguien.
Girlesa dice que se agarró de su brazo y el dolor la volvió a abrasar.
—¡Dígame, dígame!
Para entonces, pasaron 17 años desde que Fredy había muerto.
—¿Quiere verlo? Está en el laboratorio.
El cuerpo de Fredy se detuvo en Sabanalarga, en el occidente de Antioquia, 156 kilómetros después, lo rescataron mineros o pescadores que, como la gente en Bolombolo, sacaba los cuerpos de las aguas para enterrar en playas y cementerios, para salvarlos del movimiento y la incertidumbre, para darles una tierra, aunque fuera ajena, a la espera de que un día llegara la coincidencia.
La coincidencia llegó para Girlesa, recibió el cuerpo incompleto de su hijo, lo veló por unas horas en su casa de Ciudad Bolívar, un pueblo cafetero del suroeste, y luego llevó los restos al osario familiar del cementerio de su pueblo. Fredy, el muchacho, tenía 19 años. Su amigo, Braulio, el que también viajaba para Medellín, aún no aparece.
Cuando Girlesa se encuentra con Rocío, la madre de Braulio, vuelve a llorar. Juntas son llanto. “Mamaes, no pierdan la esperanza”, sugiere Girlesa a cerca de 50 familias de desaparecidos en el suroeste durante el homenaje. “Mamaes, yo encontré a mi hijo después de 17 años, ustedes también van a encontrar los suyos”.
En el suroeste de Antioquia hay 1.464 personas desaparecidas, según el Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica, el 85.9% eran hombres, el 8.6% eran mujeres y del 5.3% no hay información.
Luz Nely Osorno, presidenta del Instituto Popular de Capacitación, explica que “hasta las familias le tienen miedo” al río Cauca: “No se sabe cuántas personas arrojaron en el río, pero muchas familias nos dicen que sus seres queridos están en esta fosa común. Queremos hacerle un homenaje al río como víctima del conflicto armado”. A su lado están las fotografías de 26 personas desaparecidas, algunas de ellas asesinadas y desaparecidas en el río por el bloque que René dirigía en municipios como Urrao, Caramanta, Betulia, Concordia y Venecia, al que pertenece Bolombolo.
Poco antes, el jaibaná Gustavo Velásquez hizo un ritual en el que le pidió perdón al río: “Estamos presentes para acercarnos a él, para sentir su regocijo, su arrullo, su paz. Para muchas personas es un río que va en una sola dirección, pero ahí está el oxígeno de la humanidad. Estamos aquí para reconciliarnos, porque somos agua, aire, tierra y fuego”.
Girlesa y las demás personas toman en sus manos ramilletes de flores y caminan hasta el puente que cruza el río Cauca y que conecta a Antioquia con el Eje cafetero y el sur del país. Dicen que el Cauca, un río de vida, también fue un río de muerte. Desde lo alto del puente amarillo, Girlesa le ofrece flores a sus aguas, como un acto de reconciliación, de agradecimiento, de dolor y de adiós.
La vida es tan frágil como las flores amarillas que caen desde el puente hasta el río.
*Juan Camilo Gallego Castro hace parte de la Agencia de Prensa del Instituto Popular de Capacitación (IPC)
Juan Muñoz se convirtió en sepulturero cuando los primeros cuerpos de las víctimas de la avalancha de Armero empezaron a cruzar por el corregimiento Bolombolo, a orillas del río Cauca, en el suroeste de Antioquia. “Me regalé”, dice, porque no había quien se encargara del cementerio. En pocos días enterró 42 cuerpos que viajaron cientos de kilómetros entre las aguas ocres del “Mono”, como llaman al segundo río más importante del país, que nace cerca de la laguna del Buey en el Macizo Colombiano, atraviesa Antioquia y desemboca en el río Magdalena, cerca de la población de Pinillos, en el departamento de Bolívar.
Con los años, dice, “llegó la pila de muertos”, los que bajaban flotando por el río y que algunas veces encallaban en los remansos y playas del Cauca, con marcas de balas, de cuchillos, de sogas. “Los paracos tiraban los cuerpos en la carretera o los tiraban al río”, recuerda mientras se toma una bolsa con agua. Pero llegó el día en el que Alcides de Jesús Durango, conocido como René, comandante del Bloque Suroeste de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), prohibió a la gente recoger los cuerpos.
Muchos de los que enterró Juan Muñoz los recogió José Antonio Ríos, un hombre de 59 años, quien fundó el cuerpo de bomberos en el corregimiento. Dicen que a Toño le encanta sacar muertos del río. Hay una razón: la tragedia de Armero le enseñó que no podía quedarse mirando. Asegura que rescató más de 30 y que los remanses Overón, El Mosquito y El Dormido fueron la calma de un río que llevaba con fuerza troncos y basura, cuerpos y más cuerpos.
A veces caminaba al lado del río y le llamaba la atención ver los gallinazos en las playas. Era una señal: un cuerpo había encallado. En el libro de minutas del cuerpo de bomberos describió lo que veía: los rasgos, el color de piel, la estatura, los tatuajes, las cicatrices. Algo, afirma sentado en la sala de su casa, que algún día pudiera servir. La minuta sirvió para recordarle a René y Chorizo, otro miembro de las Auc, la cantidad de muertos que los paramilitares habían dejado en el suroeste. En 2010, el río Cauca subió hasta el parque de Bolombolo y la antigua estación del Ferrocarril de Antioquia y la creciente se llevó consigo el archivo que Toño construyó durante décadas y que hoy sería clave para ayudar a encontrar a los desaparecidos.
Toño sobrevivió. Los paramilitares no lo asesinaron por recuperar los cuerpos del río, pero dejó de hacerlo ante el ruego de su madre, quien ya no aguantaba la angustia de que la próxima víctima fuera su hijo. Y lo hizo, por eso habla ahora de esos años, del río de vida que cargó tantos muertos. Toño y el viejo Juan Muñoz saben de los cuerpos que cruzaron frente a sus ojos de día y de noche.
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Girlesa Yepes, en cambio, no vio ni recogió cuerpos del río Cauca. Sentada sobre una barcaza en una calle de Bolombolo, de espaldas al río, cuenta que el 28 de diciembre del 2002 la llamaron a decirle que a su hijo Fredy Alonso y a un amigo, que iban de camino a Medellín, fueron bajados por los paramilitares en Bolombolo y sus cuerpos luego los arrojaron al río.
“Qué navidad tan triste y tan sola”, dice mientras el Instituto Popular de Capacitación (IPC), la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, la Organización Indígena de Antioquia y el Museo Casa de la Memoria de Medellín hacen un homenaje al río Cauca y a las víctimas de desaparición forzada en el suroeste de Antioquia.
“Yo me estaba enloqueciendo, se me estaba corriendo la teja”, recuerda Girlesa, queriendo explicar lo que viven las familias que esperan a un hijo o un esposo. “Yo pensaba que estaba vivo, que no aparecía porque le daba miedo salir”. Resulta que hace dos años la llamaron a su casa y le pidieron que fuera al búnker de la Fiscalía en Medellín. Ella recuerda ese día, ese lugar, esa noticia.
—¿Quiere saber la verdad?—le dijo alguien.
Girlesa dice que se agarró de su brazo y el dolor la volvió a abrasar.
—¡Dígame, dígame!
Para entonces, pasaron 17 años desde que Fredy había muerto.
—¿Quiere verlo? Está en el laboratorio.
El cuerpo de Fredy se detuvo en Sabanalarga, en el occidente de Antioquia, 156 kilómetros después, lo rescataron mineros o pescadores que, como la gente en Bolombolo, sacaba los cuerpos de las aguas para enterrar en playas y cementerios, para salvarlos del movimiento y la incertidumbre, para darles una tierra, aunque fuera ajena, a la espera de que un día llegara la coincidencia.
La coincidencia llegó para Girlesa, recibió el cuerpo incompleto de su hijo, lo veló por unas horas en su casa de Ciudad Bolívar, un pueblo cafetero del suroeste, y luego llevó los restos al osario familiar del cementerio de su pueblo. Fredy, el muchacho, tenía 19 años. Su amigo, Braulio, el que también viajaba para Medellín, aún no aparece.
Cuando Girlesa se encuentra con Rocío, la madre de Braulio, vuelve a llorar. Juntas son llanto. “Mamaes, no pierdan la esperanza”, sugiere Girlesa a cerca de 50 familias de desaparecidos en el suroeste durante el homenaje. “Mamaes, yo encontré a mi hijo después de 17 años, ustedes también van a encontrar los suyos”.
En el suroeste de Antioquia hay 1.464 personas desaparecidas, según el Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica, el 85.9% eran hombres, el 8.6% eran mujeres y del 5.3% no hay información.
Luz Nely Osorno, presidenta del Instituto Popular de Capacitación, explica que “hasta las familias le tienen miedo” al río Cauca: “No se sabe cuántas personas arrojaron en el río, pero muchas familias nos dicen que sus seres queridos están en esta fosa común. Queremos hacerle un homenaje al río como víctima del conflicto armado”. A su lado están las fotografías de 26 personas desaparecidas, algunas de ellas asesinadas y desaparecidas en el río por el bloque que René dirigía en municipios como Urrao, Caramanta, Betulia, Concordia y Venecia, al que pertenece Bolombolo.
Poco antes, el jaibaná Gustavo Velásquez hizo un ritual en el que le pidió perdón al río: “Estamos presentes para acercarnos a él, para sentir su regocijo, su arrullo, su paz. Para muchas personas es un río que va en una sola dirección, pero ahí está el oxígeno de la humanidad. Estamos aquí para reconciliarnos, porque somos agua, aire, tierra y fuego”.
Girlesa y las demás personas toman en sus manos ramilletes de flores y caminan hasta el puente que cruza el río Cauca y que conecta a Antioquia con el Eje cafetero y el sur del país. Dicen que el Cauca, un río de vida, también fue un río de muerte. Desde lo alto del puente amarillo, Girlesa le ofrece flores a sus aguas, como un acto de reconciliación, de agradecimiento, de dolor y de adiós.
La vida es tan frágil como las flores amarillas que caen desde el puente hasta el río.
*Juan Camilo Gallego Castro hace parte de la Agencia de Prensa del Instituto Popular de Capacitación (IPC)