Las mujeres de Puerto Berrío que luchan por encontrar e identificar desaparecidos
En Puerto Berrío, cientos de cuerpos de víctimas hallados en el río Magdalena fueron enterrados por habitantes locales que les daban un nombre y les pedían milagros. Las mujeres que lideraron los procesos de búsqueda y memoria ahora son claves en las labores de la UBPD para exhumar e identificar los restos.
Julián Ríos Monroy
El aguacero no se detuvo en toda la noche. Son la 8:54 a.m. y un rayo de sol potente intenta secar los charcos de los corredores del cementerio La Dolorosa, en Puerto Berrío. Elva Edith Marín y Dalgy Elena Delgado caminan frente al pabellón Q del camposanto, que tiene esparcido el hedor a cadáver. “Siempre que llueve se siente mucho ese olor”, dice una de ellas.
El pabellón Q es un edificio de tumbas pintado de vinotinto. Es un panteón con 285 bóvedas repartidas en cinco pisos y 57 hileras de sepulturas extendidas a lo ancho. El Q es uno de los pabellones de caridad de La Dolorosa, y desde la década de 1980 fue el hogar de decenas de cuerpos de víctimas del conflicto que eran tirados al río Magdalena en municipios vecinos y salían a la superficie en este punto del departamento de Antioquia, ya en la frontera con Santander. Eran muertos sin nombre que los pobladores de Puerto Berrío rescataron de las aguas, rebautizaron, enterraron y cuidaron. Adoptaron a esos muertos y les pedían favores.
En contexto: Los desaparecidos que “adoptó” Puerto Berrío, cerca de encontrar su identidad
Dalgy –piel cobriza, cuerpo redondo– se detiene para recoger un florero caído en el suelo y ubicarlo en una lápida. Mira hacia arriba y señala la hilera número ocho, en el piso más alto del panteón: “Allá era donde estaba mi Miguel. Yo lo adopté el 27 de abril de 2008. El cura del pueblo dijo que había llegado en unas condiciones muy duras y yo sentí como que me llamaba y hasta me decía un nombre. Él me dijo: ‘soy Miguel Andrés Duque’. Y nunca se me olvidó ese nombre”.
Dalgy habla en tiempo pasado mirando a un hueco vacío porque el cadáver de esa persona, que nadie sabe cómo se llamaba, ya no está. Hace parte de los 145 cuerpos que la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD) ha exhumado en el cementerio La Dolorosa en su proceso por lograr identificar los cuerpos y entregárselos a sus verdaderas familias.
“Los funcionarios de la Unidad de Búsqueda me dijeron que me despidiera. Eso fue muy lindo. Él no tenía ni un olorcito. Y yo le dije: ‘vaya pues, mi amor, que lo tiene que encontrar su familia, porque yo puedo quererlo mucho, pero su familia lo ama”, cuenta Dalgy, quien ha vivido en carne propia el drama de la desaparición forzada, pues aún se desconoce el rastro de tres de sus parientes.
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Aunque a varios adoptantes les costó despedir los cuerpos, y algunos hasta se opusieron y trataron de moverlos a otros pabellones, la mayoría ya aceptaron que se trata de un proceso necesario para cerrar las heridas de la desaparición en el Magdalena Medio.
“Como lideresas trabajamos de la mano de la UBPD, participando en las reuniones, en los talleres pedagógicos y acompañando a las personas a despedirse de los cuerpos que adoptaron y a recoger información. La gente ha entendido que es una lucha para encontrar a sus seres queridos”, cuenta Edith, una mujer menuda de 72 años que desde 2006 ha apoyado a las víctimas de la región.
Las decenas de lápidas de La Dolorosa que antes llevaban mensajes de agradecimiento –”Gracias, NN, por los favores recibidos”– ahora tienen una inscripción de la UBPD y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) con una orden clara: no alterar.
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De hecho, en la pared más visible del panteón de los 285 cuerpos, hay un aviso de extremo a extremo: “Favor no borrar, pintar o cambiar los datos de los NN. Fiscalía General de la Nación”. Son mandatos indispensables para que las entidades puedan tener más elementos a la hora de armar el rompecabezas de la identificación de las víctimas inhumadas en el camposanto. Y las lideresas sociales se han convertido en guardianas de que se cumplan.
Las marcas de la desaparición en Puerto Berrío
La lideresa Elva Edith Marín nunca adoptó ninguno de esos cuerpos que bajaban por el río, pero sí supo cómo era buscar en las aguas del Magdalena. En el 2003, su hermano Edgar Alonso Marín fue asesinado por los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc).
Edgar trabajaba en lo que le saliera: sacando madera, haciendo trasteos, cuidando ganado... Años después, en los tribunales de Justicia y Paz, los paramilitares Julián Bolívar y Luis Enrique Rueda Peña reconocieron su crimen. La sentencia de muerte, contaron sus verdugos, se dictó porque fumaba marihuana y tenía fama de altanero. A Edgar lo asesinaron a tiros y lo mandaron al río con ropa, zapatos y billetera.
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Elva Edith y su familia navegaron el Magdalena en chalupa y lograron encontrar el cuerpo en Murillo, a más de dos horas de Puerto Berrío. Unos pescadores hallaron el cadáver y lo sacaron hasta la orilla: “Eso fue un golpe muy duro para la familia. Mi mamá murió de 97 años y nunca se repuso, a pesar de que pudimos recuperar el cuerpo, cosa que no pasó en la mayoría de los casos”.
Tres años después del asesinato de su hermano, Elva Edith comenzó a acompañar los procesos de las víctimas. Con un grupo de estudiantes de la Universidad de Antioquia, empezó a impulsar las denuncias de la comunidad, en una época en la que la guerra seguía viva y el miedo a declarar era la regla.
Perteneció al movimiento Ave Fénix (que bautizaron así las víctimas porque, decían, resurgieron de las cenizas para reivindicar sus derechos), a la Asociación de Mujeres Emprendedoras (AME), a la mesa municipal de víctimas, hasta que aterrizó hace más de 12 años en la Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz (IMP).
Elva Edith lleva colgado un escapulario de perlas negras y una esclava con un dije de Cristo que le pertenecía a su sobrino, Sebastián. Al muchacho, de escasos 21 años, lo asesinaron miembros de una de las pandillas que se pelean el microtráfico y el control de los barrios periféricos. Son jóvenes que heredaron esas lógicas de la violencia que por décadas vivió la región, y que siguen usando el río como depósito de víctimas que se pierden en el caudal.
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Esperamos que las entidades nos digan que encontraron los restos, para descansar un poquito esta tristeza porque ninguna indemnización va a hacer aparecerlos a ellos vivos
En parte por eso, en Puerto Berrío es casi imposible encontrar a un habitante que no tenga algo que ver con la desaparición forzada. La guerra entre paramilitares y guerrillas, la presencia de narcotraficantes en la zona, las prácticas de adopción de cuerpos y, más recientemente, la disputa entre pandillas que continúan desapareciendo los cuerpos de sus víctimas, han dejado una herida honda en este pueblo de 50.000 habitantes (de los cuales 15.843, casi un tercio, están oficialmente registrados como víctimas del conflicto). Y son las mujeres quienes han liderado la lucha para que esa historia cambie.
“Acá muchos lideres y lideresas han sido amenazadas, pero es muy importante nuestra labor. Desde acá apoyamos las comisiones que vienen de otras partes en busca de sus familiares, por ejemplo para tomar muestras de ADN, para formalizar denuncias, hacer trámites, golpear puertas, recoger propuestas. El papel de las mujeres en todo eso ha sido vital”, dice Elva Edith.
Ana Lucía Guzmán es una de esas mujeres que aún siguen buscando a sus seres queridos. En eso lleva 36 de sus 66 años, casi media vida. Ana Lucía es dueña de una sonrisa que pocos conocen. Tiene las cejas pintadas, los labios casi invisibles y una voz tenue. En 1986, su padre y tres hermanos fueron desaparecidos en Caño Baúl, un corregimiento de Santander. El cuerpo de su papá –un reconocido pescador de la zona– lo encontraron cerca del río, en unos palos de guarumo, decapitado y con una raja en el estómago: una sevicia frecuente en la época. Pudieron identificarlo gracias a una cicatriz que tenía en una mano. Pero del paradero de sus hermanos Albeiro Alberto, Héctor Raúl y Fabio Alonso Guzmán Gutiérrez nunca se supo.
Lea: Estas son las medidas para proteger los cuerpos abandonados en el Canal del Dique
“A mí ese trauma no se me ha pasado. Antes ahora puedo narrarlo, estoy más fuerte, porque yo primero no podía ni hablar. Aún esperamos que las entidades nos llamen y nos digan que encontraron los restos, para descansar un poquito esta tristeza, esta angustia, porque ninguna plata o indemnización va a hacer aparecerlos a ellos vivos”, dice Ana Lucía ahogada en llanto.
En el Magdalena Medio, cientos de familias tienen las esperanzas puestas en que ahora que la Unidad de Búsqueda definió los Planes Regionales para hallar a los desaparecidos, puedan encontrar respuestas.
Blanca Nury Bustamante se desplazó de Puerto Berrío por miedo a que su familia siguiera siendo víctima de este crimen. En 2003, su hijo de 20 años, el soldado profesional Jhon Mario Sossa Bustamante, fue desaparecido en el pueblo. No había terminado de reponerse de esa pérdida cuando, en 2007, se perdió el rastro de Lizeth Andrea, su niña de 9 años.
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“Yo fui una de las que adopté una NN del cementerio, y le pedía que me cuidara a mis muchachos. Cuando llegaron a sacarla, me alegré, porque sé que como yo, también tiene personas que la esperan, además ¿quién quita que entre esos cuerpos que estaban en La Dolorosa se encuentre alguno de mis hijos?”, se pregunta Nury, con esa esperanza que ni los más pesimistas pierden de, algún día, encontrar a los suyos.
**Esta nota hace parte de varios productos periodísticos construidos con lideresas sociales de Santander, Córdoba, Antioquia, Bogotá, Cartagena, Tolima, Sucre y Cundinamarca en el marco del proyecto de International Media Support (IMS) “Implementando la Resolución 1325 a través de los medios”, en asocio con la Alianza Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz y el apoyo de la Agencia Noruega para la Cooperación al Desarrollo.
El aguacero no se detuvo en toda la noche. Son la 8:54 a.m. y un rayo de sol potente intenta secar los charcos de los corredores del cementerio La Dolorosa, en Puerto Berrío. Elva Edith Marín y Dalgy Elena Delgado caminan frente al pabellón Q del camposanto, que tiene esparcido el hedor a cadáver. “Siempre que llueve se siente mucho ese olor”, dice una de ellas.
El pabellón Q es un edificio de tumbas pintado de vinotinto. Es un panteón con 285 bóvedas repartidas en cinco pisos y 57 hileras de sepulturas extendidas a lo ancho. El Q es uno de los pabellones de caridad de La Dolorosa, y desde la década de 1980 fue el hogar de decenas de cuerpos de víctimas del conflicto que eran tirados al río Magdalena en municipios vecinos y salían a la superficie en este punto del departamento de Antioquia, ya en la frontera con Santander. Eran muertos sin nombre que los pobladores de Puerto Berrío rescataron de las aguas, rebautizaron, enterraron y cuidaron. Adoptaron a esos muertos y les pedían favores.
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Dalgy –piel cobriza, cuerpo redondo– se detiene para recoger un florero caído en el suelo y ubicarlo en una lápida. Mira hacia arriba y señala la hilera número ocho, en el piso más alto del panteón: “Allá era donde estaba mi Miguel. Yo lo adopté el 27 de abril de 2008. El cura del pueblo dijo que había llegado en unas condiciones muy duras y yo sentí como que me llamaba y hasta me decía un nombre. Él me dijo: ‘soy Miguel Andrés Duque’. Y nunca se me olvidó ese nombre”.
Dalgy habla en tiempo pasado mirando a un hueco vacío porque el cadáver de esa persona, que nadie sabe cómo se llamaba, ya no está. Hace parte de los 145 cuerpos que la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD) ha exhumado en el cementerio La Dolorosa en su proceso por lograr identificar los cuerpos y entregárselos a sus verdaderas familias.
“Los funcionarios de la Unidad de Búsqueda me dijeron que me despidiera. Eso fue muy lindo. Él no tenía ni un olorcito. Y yo le dije: ‘vaya pues, mi amor, que lo tiene que encontrar su familia, porque yo puedo quererlo mucho, pero su familia lo ama”, cuenta Dalgy, quien ha vivido en carne propia el drama de la desaparición forzada, pues aún se desconoce el rastro de tres de sus parientes.
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Aunque a varios adoptantes les costó despedir los cuerpos, y algunos hasta se opusieron y trataron de moverlos a otros pabellones, la mayoría ya aceptaron que se trata de un proceso necesario para cerrar las heridas de la desaparición en el Magdalena Medio.
“Como lideresas trabajamos de la mano de la UBPD, participando en las reuniones, en los talleres pedagógicos y acompañando a las personas a despedirse de los cuerpos que adoptaron y a recoger información. La gente ha entendido que es una lucha para encontrar a sus seres queridos”, cuenta Edith, una mujer menuda de 72 años que desde 2006 ha apoyado a las víctimas de la región.
Las decenas de lápidas de La Dolorosa que antes llevaban mensajes de agradecimiento –”Gracias, NN, por los favores recibidos”– ahora tienen una inscripción de la UBPD y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) con una orden clara: no alterar.
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De hecho, en la pared más visible del panteón de los 285 cuerpos, hay un aviso de extremo a extremo: “Favor no borrar, pintar o cambiar los datos de los NN. Fiscalía General de la Nación”. Son mandatos indispensables para que las entidades puedan tener más elementos a la hora de armar el rompecabezas de la identificación de las víctimas inhumadas en el camposanto. Y las lideresas sociales se han convertido en guardianas de que se cumplan.
Las marcas de la desaparición en Puerto Berrío
La lideresa Elva Edith Marín nunca adoptó ninguno de esos cuerpos que bajaban por el río, pero sí supo cómo era buscar en las aguas del Magdalena. En el 2003, su hermano Edgar Alonso Marín fue asesinado por los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc).
Edgar trabajaba en lo que le saliera: sacando madera, haciendo trasteos, cuidando ganado... Años después, en los tribunales de Justicia y Paz, los paramilitares Julián Bolívar y Luis Enrique Rueda Peña reconocieron su crimen. La sentencia de muerte, contaron sus verdugos, se dictó porque fumaba marihuana y tenía fama de altanero. A Edgar lo asesinaron a tiros y lo mandaron al río con ropa, zapatos y billetera.
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Elva Edith y su familia navegaron el Magdalena en chalupa y lograron encontrar el cuerpo en Murillo, a más de dos horas de Puerto Berrío. Unos pescadores hallaron el cadáver y lo sacaron hasta la orilla: “Eso fue un golpe muy duro para la familia. Mi mamá murió de 97 años y nunca se repuso, a pesar de que pudimos recuperar el cuerpo, cosa que no pasó en la mayoría de los casos”.
Tres años después del asesinato de su hermano, Elva Edith comenzó a acompañar los procesos de las víctimas. Con un grupo de estudiantes de la Universidad de Antioquia, empezó a impulsar las denuncias de la comunidad, en una época en la que la guerra seguía viva y el miedo a declarar era la regla.
Perteneció al movimiento Ave Fénix (que bautizaron así las víctimas porque, decían, resurgieron de las cenizas para reivindicar sus derechos), a la Asociación de Mujeres Emprendedoras (AME), a la mesa municipal de víctimas, hasta que aterrizó hace más de 12 años en la Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz (IMP).
Elva Edith lleva colgado un escapulario de perlas negras y una esclava con un dije de Cristo que le pertenecía a su sobrino, Sebastián. Al muchacho, de escasos 21 años, lo asesinaron miembros de una de las pandillas que se pelean el microtráfico y el control de los barrios periféricos. Son jóvenes que heredaron esas lógicas de la violencia que por décadas vivió la región, y que siguen usando el río como depósito de víctimas que se pierden en el caudal.
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Esperamos que las entidades nos digan que encontraron los restos, para descansar un poquito esta tristeza porque ninguna indemnización va a hacer aparecerlos a ellos vivos
En parte por eso, en Puerto Berrío es casi imposible encontrar a un habitante que no tenga algo que ver con la desaparición forzada. La guerra entre paramilitares y guerrillas, la presencia de narcotraficantes en la zona, las prácticas de adopción de cuerpos y, más recientemente, la disputa entre pandillas que continúan desapareciendo los cuerpos de sus víctimas, han dejado una herida honda en este pueblo de 50.000 habitantes (de los cuales 15.843, casi un tercio, están oficialmente registrados como víctimas del conflicto). Y son las mujeres quienes han liderado la lucha para que esa historia cambie.
“Acá muchos lideres y lideresas han sido amenazadas, pero es muy importante nuestra labor. Desde acá apoyamos las comisiones que vienen de otras partes en busca de sus familiares, por ejemplo para tomar muestras de ADN, para formalizar denuncias, hacer trámites, golpear puertas, recoger propuestas. El papel de las mujeres en todo eso ha sido vital”, dice Elva Edith.
Ana Lucía Guzmán es una de esas mujeres que aún siguen buscando a sus seres queridos. En eso lleva 36 de sus 66 años, casi media vida. Ana Lucía es dueña de una sonrisa que pocos conocen. Tiene las cejas pintadas, los labios casi invisibles y una voz tenue. En 1986, su padre y tres hermanos fueron desaparecidos en Caño Baúl, un corregimiento de Santander. El cuerpo de su papá –un reconocido pescador de la zona– lo encontraron cerca del río, en unos palos de guarumo, decapitado y con una raja en el estómago: una sevicia frecuente en la época. Pudieron identificarlo gracias a una cicatriz que tenía en una mano. Pero del paradero de sus hermanos Albeiro Alberto, Héctor Raúl y Fabio Alonso Guzmán Gutiérrez nunca se supo.
Lea: Estas son las medidas para proteger los cuerpos abandonados en el Canal del Dique
“A mí ese trauma no se me ha pasado. Antes ahora puedo narrarlo, estoy más fuerte, porque yo primero no podía ni hablar. Aún esperamos que las entidades nos llamen y nos digan que encontraron los restos, para descansar un poquito esta tristeza, esta angustia, porque ninguna plata o indemnización va a hacer aparecerlos a ellos vivos”, dice Ana Lucía ahogada en llanto.
En el Magdalena Medio, cientos de familias tienen las esperanzas puestas en que ahora que la Unidad de Búsqueda definió los Planes Regionales para hallar a los desaparecidos, puedan encontrar respuestas.
Blanca Nury Bustamante se desplazó de Puerto Berrío por miedo a que su familia siguiera siendo víctima de este crimen. En 2003, su hijo de 20 años, el soldado profesional Jhon Mario Sossa Bustamante, fue desaparecido en el pueblo. No había terminado de reponerse de esa pérdida cuando, en 2007, se perdió el rastro de Lizeth Andrea, su niña de 9 años.
Siga leyendo: Falsos positivos: el patrón criminal extra que piden que JEP investigue en Dabeiba
“Yo fui una de las que adopté una NN del cementerio, y le pedía que me cuidara a mis muchachos. Cuando llegaron a sacarla, me alegré, porque sé que como yo, también tiene personas que la esperan, además ¿quién quita que entre esos cuerpos que estaban en La Dolorosa se encuentre alguno de mis hijos?”, se pregunta Nury, con esa esperanza que ni los más pesimistas pierden de, algún día, encontrar a los suyos.
**Esta nota hace parte de varios productos periodísticos construidos con lideresas sociales de Santander, Córdoba, Antioquia, Bogotá, Cartagena, Tolima, Sucre y Cundinamarca en el marco del proyecto de International Media Support (IMS) “Implementando la Resolución 1325 a través de los medios”, en asocio con la Alianza Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz y el apoyo de la Agencia Noruega para la Cooperación al Desarrollo.