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Viotá busca reconstruirse. Tras vivir por casi una década la presencia de los frentes 22 y 42 de las Farc y una violenta incursión de las Autodefensas Campesinas del Casanare entre 2003 y 2004 —que en total dejaron 12 903 víctimas del conflicto armado en el municipio, según cifras de la Unidad para las Víctimas—, ahora recoge parte de su memoria y espera que la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) abra un macrocaso en el que se reconozca lo ocurrido en este lugar de Cundinamarca.
La lista es larga. Además de la persecución política a miembros del Partido Comunista y de la Unión Patriótica (UP), vivieron masacres, como la ocurrida en 1997 en el caserío La Horqueta; desplazamientos masivos, como el que se dio en 2003 en la vereda Brasil por cuenta del asesinato y la desaparición forzada, que tan solo ese año dejó 26 víctimas, de acuerdo con datos del Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica.
Jorge no llegó a la hora del almuerzo. Aunque Ana lo esperó porque sabía que su hijo tenía que entregar un encargo de panes, ya entrada la tarde decidió salir a llevarle la comida. “Él no ha venido hoy”, le dijo el dueño de la panadería. Era 30 de junio de 2003, el son de las fiestas se escuchaba en cada esquina, pues Viotá estaba en plena celebración del Reinado Departamental del Café; por eso, Ana no dudó en ir al billar y a la piscina municipal, pero allá tampoco estaba.
A las cinco y treinta de la tarde, y con resignación, Ana dejó de buscarlo, porque a las seis comenzaba el toque de queda que habían impuesto los paramilitares. Ya acompañada de su hija Paola, la llamada de un vecino las alertó para que hablaran con el señor Navarro, quien vivía a unos cuantos metros de su finca y un momento después les dijo: “A Jorge lo recogieron los paras esta mañana al pie de la bomba y lo obligaron a subirse a un jeep”.
Leydi, su hermana menor, recuerda: “Esa mañana Jorge llevaba un blue jean y un saco rojo con números en el pecho que mi mamá le regaló unos días antes para su cumpleaños. Él entró a la cocina y le dijo a ella que no se demoraba, que solo iba a hacer un pan. Él se acercó y me dijo ‘adiós, chiquitina’ y salió por la puerta, tomó la vía y se fue caminando al pueblo”.
Ella hacía el mismo recorrido todos los días para llevarle el almuerzo. En ese entonces, la familia vivía en una finca en las afueras del casco urbano de Viotá, por la vía que comunica al municipio con Mesitas del Colegio, y por la cual, si se sigue directo, se llega en dos horas a Bogotá. No eran más de 15 minutos los que se demoraba en caminar por la carretera, cruzar el puente que atraviesa el río y recorrer las cinco cuadras hasta la panadería donde trabajaba Jorge. “Él me esperaba todos los días con un pan especial lleno de queso, arequipe y bocadillo. Unos días eran largos como un cocodrilo, y otros, redondos como tortugas; a veces les ponía detalles, como brevas en los ojos”, narra Leydi.
Ellos se sentaban a comer en una de las mesas de la panadería. La mayoría de personas del pueblo los reconocía porque Vicente, el papá de ambos, trabajaba en la plaza que queda justo al frente, y porque desde que Jorge tenía 11 años andaba con una carreta en la que hacía acarreos y vendía frutas y verduras para ayudarle a su mamá. “Él era juicioso: estudió hasta noveno grado, hizo un curso de panadería en el Sena y nunca se metió con nadie”, describe Ana a su hijo, mostrando orgullo.
Por eso, los pobladores se cuestionan por qué se lo llevaron. Vicente asegura que para esa época todo cambió. Durante más de una década, los frentes 22 y luego el 42 de las Farc se ubicaron en la zona rural del municipio, como lo indicó en su momento el Observatorio de Violencia de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz y, posteriormente, múltiples informes, entre ellos ‘Memoria histórica del conflicto en Cundinamarca’. Según relata Vicente, estos grupos no solamente tenían el control de lo que pasaba en Viotá, sino que además cobraban vacunas e impedían la comercialización de cualquier bebida diferente a la gaseosa Sol o a la cerveza venezolana Polar. “Yo me acuerdo de un viejito que con mucho esfuerzo llegó a la plaza a vender una canasta de Águila. Los guerrilleros lo vieron y le rompieron todas las botellas”.
Para los primeros años de 2000 ocurrió un cambio por la llegada de las Autodefensas Campesinas del Casanare que, comandados por Martín Llanos, comenzaron a perseguir a la guerrilla. Así lo expusieron ante los tribunales de Justicia y Paz los paramilitares Ágapo Gamboa Daza, alias César (comandante del frente), y Rafael Antonio Sáenz, alias el Diablo (coordinador de finanzas y en ese momento encargado de las relaciones con la fuerza pública en Viotá), quienes aseguraron que su llegada al municipio fue para hacerle frente a la guerrilla e iniciar la ‘limpieza social’, por lo que castigaban, con la muerte y la desaparición, a todo el que fuera colaborador o tuviera vínculos con las Farc.
Ante las dudas de por qué se llevaron a Jorge, Ana fue a buscar respuestas a una finca en zona rural donde ella sabía que estaban los paramilitares, y los enfrentó. “Les dije que me devolvieran a mi hijo, pero ellos dijeron que no sabían nada, que no querían problemas y que me callara porque si no nos mataban a todos. Así pasó y, como había fiestas, otro día los enfrenté en el pueblo y les volví a pedir que me devolvieran a mi hijo; aunque me contestaron que, si él no debía nada, no tenía de qué preocuparme, que qué pena, pero que no insistiera más”.
La búsqueda siguió por dos años. No obstante, así como el hostigamiento del grupo armado contra la población fue intenso en 2003, las amenazas hacia la familia no se hicieron esperar, y a los cinco meses Ana tuvo que salir desplazada con sus dos hijas a Bogotá. “Uno les tenía miedo porque mataron mucha gente, como al alcalde y al registrador, y además perseguían bastante a las niñas. Yo me tuve que ir con mis dos hijas para Bogotá, donde una hermana en Fontibón, y solo hasta 2007 me atreví a denunciar”.
El proceso fue largo. Gracias a una tutela, el Estado tuvo que reconocer a Ana y a su familia como víctimas indirectas de desaparición forzada. Y en 2013, la Unidad para las Víctimas los ingresó a los registros por lo que le pasó a Jorge, pero no por el desplazamiento del municipio. “Me hicieron ir muchas veces a Soacha, al barrio Lincoln, y lo único que decían es que esperara. Finalmente, solo me llamaron una vez que encontraron unos restos en Boyacá, para comparar el ADN. Me tomaron la muestra y los resultados fueron negativos”.
De vuelta en Viotá, la familia ha buscado la paz a su manera. Después de un tiempo, Ana soñó con Jorge. “Yo le pedía mucho a Dios que me dejara ver qué pasó con mi hijo, porque casi me vuelvo loca. Un día, en un sueño, mi hijo me dijo que estaba en un sitio muy bien y que no llorara; ahí entendí que él ya no estaba. Aunque no sé dónde me lo dejaron”.
De Jorge quedan solo recuerdos: que era alto, blanco y de cabello negro. Las últimas fotos que le tomaron están en manos de la Fiscalía, por lo que entre la familia solo queda la fotocopia de una, en la que él alza a una niña. El resto son imágenes en la casa de infancia: a los 12 años en su primera comunión, y en otras, mucho más pequeño, celebrando los cumpleaños de sus hermanas. Lo que pasó con Jorge sigue siendo incierto, pues de la Justicia no se ha sabido nada.
El pueblo rojo
En Viotá hace calor. No igual que en otros municipios turísticos como Girardot o Melgar, pero sí lo suficiente como para permitirle ser un territorio cafetero. A esto también le ayuda la altura, pues está incrustado en el piedemonte de la cordillera Oriental, por lo que desde el pueblo, a cualquier lado adonde se mire, se ven grandes montañas, y muy seguramente se oye alguno de los tres afluentes que lo atraviesan (La Pilama, Viotá y Calandaima).
En buena medida, estas características fueron las que llamaron la atención de los actores armados que se asentaron en el municipio, ubicado a 86 kilómetros al suroccidente de Bogotá. Viotá fue dominado por grandes latifundistas que se dedicaron al cultivo del café; aunque, según explica Julio Cepeda-Landiño en “Una aproximación histórica al municipio de Viotá”, la gran influencia del Partido Comunista llevó a que se gestara una reforma agraria que “hizo que las haciendas cafeteras como modelo de producción entraran en decadencia y dieran un paso a las pequeñas unidades cafeteras con formas capitalistas en sus unidades productivas”.
El declive cafetero de los años 80 coincidió con la llegada de las Farc a la región, cuya presencia se intensificó en los 90 con el fortalecimiento, primero, del frente 22 y, luego, del 42, como parte de la estrategia de la guerrilla para rodear a Bogotá. Pero el interés por el municipio no solo se centraba en sus condiciones geográficas y en la facilidad que ofrecía para movilizarse en el departamento de Cundinamarca, sino también en que se consolidó como cuna de una importante escuela de formación marxista —en la que se preparó Jaime Bateman, quien fue expulsado de las Farc y posteriormente cofundó el M-19—, y porque, además, allí fue donde Jacobo Arenas, máximo líder de la guerrilla en aquel entonces, preparó la III Conferencia de las Farc, en la que reafirmaron su táctica militar y establecieron su organismo de contrainteligencia.
Para el año 2000, las fuerzas comenzaron a cambiar. En septiembre de ese año, dos sicarios asesinaron al entonces alcalde Rútber José Navarro Grisales, quien llegó al cargo de la mano del Partido Liberal. Algunos habitantes del municipio aseguran que los asesinos esparcieron calendarios alusivos a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) antes de escapar; sin embargo, aún no hay certeza de que se trataba de ellos.
“Éramos comerciantes y a él le picó el bicho de la política. Yo no quería y le dije que en eso era mejor ver los toros desde la barrera, pero me pidió que lo ayudara a hacerlo bien, y ahí comencé a recorrer las veredas, casa a casa, haciendo campaña”, recuerda Luz Dary López, viuda del alcalde Navarro, quien afirma que para ese entonces se dio el tránsito entre los dos frentes.
Nada se hacía sin la autorización de la guerrilla. De hecho, meses antes del asesinato, Navarro le dijo a Luz Dary que creía que era tal su compromiso que lo iban a matar. “Estaba tomándose un tinto con el hermano y escuchando Cristalina —una emisora de la provincia—. Acababan de echarles gasolina a los carros en la bomba, cuando llegó un amigo que les insistió que fueran a la cafetería, y ahí fue donde llegaron los tipos y lo mataron”, relata Luz Dary.
La llegada de los paramilitares al pueblo habría sido una respuesta a que los comerciantes de la región ya estaban cansados de la presión que ejercía la guerrilla. Según Sara Dávila Mesa, abogada de la Corporación Jurídica Yira Castro, esta versión forma parte de lo que se cuenta en el pueblo, aunque está claro que la más grande incursión de los paramilitares fue en 2003: “El periodo más violento fue el primer trimestre de ese año, cuando fueron desplazadas más de 1000 personas y comenzó esa historia de persecución firmada por las Autodefensas Campesinas del Casanare (ACC), en una presunta alianza que hubo con algunos miembros del Batallón Colombia”.
Esto se relaciona con la operación Libertad I, liderada por las Fuerzas Militares y que, de acuerdo con el Codhes, tenía como objetivo desmantelar los dos frentes de las Farc que estaban en el noroccidente de Cundinamarca y que le hacían cerco a Bogotá. Esto se desarrolló en el marco del Plan Patriota, que se intensificó entre el primero de junio y el 31 de diciembre de 2003, momento en que lograron el repliegue de la guerrilla al Caguán y a la cuenca del río Ariari.
A Viotá llegó primero el Batallón Colombia, a finales de 2002, lo que dio la sensación de seguridad a la población. Pero pronto comenzaron los allanamientos, y las ACC arribaron en marzo de 2003 con el anuncio de que acabarían con los comunistas e iniciarían su cruzada patriótica, lo que dio paso al desplazamiento forzado de más de 3000 personas provenientes de veredas altas como Puerto Brasil, Florida, Buenavista, Palestina, La Victoria y La Ruidosa. En los siguientes años, al menos 8000 viotunos tuvieron que abandonar sus parcelas y viviendas. En esta época también asesinaron a varios líderes de izquierda, incluidos un candidato a la alcaldía, el registrador y diversos concejales; y fueron desaparecidas 26 personas a manos de actores armados, como recoge el observatorio del Centro Nacional de Memoria Histórica.
La abogada Dávila Mesa expone que, para 2003, las desapariciones forzadas fueron una de las tácticas más recurrentes contra la población civil: “Se llevaban a las personas, pero más adelante, los cuerpos eran encontrados desmembrados, con lo que, en el contexto, se ejercía un tema de control social con un mensaje de dominio y terror para la comunidad”.
Los líderes paramilitares Ágapo Gamboa Daza, alias César, comandante del frente, y Rafael Antonio Sáenz, alias el Diablo, aseguraron en medio del proceso en su contra por la desaparición de dos jóvenes en el municipio que, cuando entraron a Viotá, contaban con el apoyo de población civil, grandes hacendados y el Batallón de Infantería N.° 28 Colombia, que para entonces era comandando por el capitán Édgar Arbeláez Sánchez, quien estableció su base en Viotá en marzo de 2003.
La relación de Arbeláez Sánchez con las autodefensas fue conocida públicamente por interceptaciones telefónicas realizadas en 2003, que dieron cuenta de su participación en la ejecución extrajudicial de dos vendedores ambulantes de Fusagasugá, asesinados en Viotá —suceso que encarna lo que los actores armados denominan ‘limpieza social’—. Por este hecho, el Tribunal Superior de Cundinamarca lo condenó en 2009 a 34 años de prisión. En 2017, el destituido capitán solicitó su ingreso a la JEP.
Otro condenado con responsabilidades en los crímenes cometidos en ese municipio es el sargento Harold William Pejendino Madroñero, a quien acusaron de formar parte de las ACC y de ser el encargado de las labores de inteligencia para encontrar a los presuntos colaboradores de la guerrilla. Por ello, el Tribunal de Cundinamarca lo condenó a 40 años de prisión por los delitos de homicidio agravado (en concurso homogéneo), desaparición forzada, secuestro simple agravado, desplazamiento forzado, y concierto para delinquir agravado en Viotá.
¿Dónde está la justicia?
Viotá es uno de los municipios más golpeados por la violencia en Cundinamarca. Para hacer un comparativo de cifras, mientras que en otros pueblos del departamento, en promedio seis de 100 habitantes fueron víctimas del conflicto armado, en Viotá lo fueron 60 de cada 100, por lo que distintas organizaciones sociales y organismos del Estado han priorizado algunas acciones como la instalación de la Unidad de Víctimas local.
En cuanto a los desaparecidos, un diagnóstico sobre las víctimas en el departamento, elaborado por la Gobernación, señala que durante 2007 se hallaron nueve fosas comunes con igual número de restos, pero se presume que podrían ser más de 300 fosas con al menos 700 cuerpos de personas desaparecidas en la región, tanto por las Farc como por los paramilitares.
El actual alcalde municipal, Wílder Gómez Osorio, manifiesta que se han hecho 45 procesos de reparación. Con respecto a las posibles fosas comunes en el municipio, el funcionario dice que, en el último año, no se han adelantado procesos de búsqueda debido a la pandemia, pero informó que tanto el CTI como la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD) han estado haciendo rastreos y verificaciones. De hecho, esta última entidad reporta un caso que ya tiene plan de intervención, dos más en fase de recolección de datos para precisar hipótesis de localización, y la identificación de nuevos casos que integrarían el plan regional de búsqueda.
Para Gómez Osorio, las principales víctimas fueron los civiles. “Cuando llegaron las AUC, muchos de los que estaban en un grupo armado contrario salieron huyendo; entonces los que quedamos fuimos los campesinos, y a muchos los terminaron asesinando por venderles una gallina a los guerrilleros. Pero desde antes muchas personas murieron a causa de las Farc, y por eso se habla de que en el municipio hay tantas fosas comunes, porque en la guerra fueron asesinadas más de 300 personas, a las que dejaban en el Cruce, sobre la vía que conduce a las veredas”.
Desde el Gobierno departamental, Sara García, directora de Atención a Víctimas de la Secretaría de Gobierno, asegura que se ha fortalecido la Mesa Regional de Paz, Reconciliación y Convivencia, en la que confluyen diferentes actores sociales. Así mismo, indica que se han entregado herramientas e insumos a las víctimas para que desarrollen sus procesos productivos.
En cuanto a las desapariciones forzadas, la funcionaria explica que la Gobernación apoya los procesos de entrega de restos cuando la Unidad de Víctimas los asocia con la asistencia humanitaria. “En algunos procesos vinculan a las familias con algunas obligaciones que no todas tienen capacidad económica de cubrir. En el caso específico de Viotá, se construyó el centro de memoria, en el cual reposa la información magnética de los municipios que tuvieron mayor afectación del conflicto armado”.
Sumado a esto, el 19 de noviembre del año pasado, la Corporación Yira Castro presentó ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) un informe sobre la persecución política y las violaciones a derechos humanos que cometieron tanto la guerrilla de las Farc como las Autodefensas Campesinas del Casanare (ACC) entre 1989 y 2004, en el que evidencian que entre 2003 y 2004 la violencia aumentó tras la presunta alianza militar-paramilitar que llevó a crímenes contra la población civil.
Durante 2020 recogieron testimonios de las víctimas en las veredas más afectadas por el conflicto, y desarrollaron talleres para tratar de entender no solo los hechos, sino además las afectaciones derivadas (psicosociales, culturales, morales y físicas), en especial para las mujeres como Ana, la mamá de Jorge, y Luz Dary, la viuda del alcalde, que luego de los hechos tuvieron que rehacer su vida en otros lugares.
Para la abogada Dávila Mesa, es importante reconocer la persecución contra los miembros de los partidos Comunista y de la UP, pero así mismo recordar que entre las principales víctimas están los campesinos. “El rasgo histórico del municipio lo convirtió en un objetivo militar. Han pasado más de diez años y las víctimas nunca fueron resarcidas, y quedan todavía exigencias por el derecho a la verdad y la justicia. Por eso, solicitamos a la JEP abrir un macrocaso, porque en muy poco tiempo se desplazaron masivamente muchas víctimas; pero también buscamos que todo el municipio, no un grupo o una vereda, sea reconocido como víctima”.
El alcalde Gómez señala que en este momento es diferente gobernar Viotá a cualquier otro municipio, no solo por las características del conflicto, sino además porque ahora confluyen en él tanto víctimas como desmovilizados de las AUC y las Farc. Aunque la vida es más armoniosa para sus habitantes, que buscan la reconstrucción mediante el fortalecimiento de cultivos del café y del turismo, los líderes sociales temen que la aparición de panfletos firmados por las Águilas Negras vuelva a victimizar y estigmatizar el municipio. Por lo anterior, es urgente que haya respuestas eficaces de la Justicia, pero en especial, reconocimiento del Estado.
Esta historia fue elaborada con el apoyo de Consejo de Redacción (CdR), la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD) y el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), como parte del proyecto ‘Diálogos con la ausencia. Formación virtual para periodistas que cubren la desaparición en el marco del conflicto armado y la búsqueda de personas’.