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El día de su grado, Pedro Pablo Silva Bejarano “llegó” con su familia al auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional de Bogotá. Su lugar estaba al frente de la tarima del recinto. Era la primera fila del costado izquierdo que estaba compuesta de seis sillas. Todas fueron ocupadas una a una por cuerpos presentes, ansiosos y a la expectativa de la ceremonia que estaba por iniciar la tarde del miércoles 17 de abril de 2024. Todas, excepto la de él.
La silla de Pedro Pablo estaba ocupada por dos claveles blancos cruzados en el asiento. Un trapo estampado en blanco y negro con una foto suya de cuando tenía 24 años colgaba del espaldar. Hoy, Pedro Pablo tendría 66 años y muy seguramente estaría recibiendo su diploma como enfermero, abrazando a sus hermanas, agradeciendo a sus papás y jurando salvar vidas; si no fuera porque agentes del F2 —antigua estructura de inteligencia de la Policía— lo desaparecieron junto a otros 13 jóvenes en Bogotá en 1982.
Desde esa noche del 4 de marzo en la que Pedro Pablo no regresó a casa, dos preguntas acompañaron su vacío. “¿Por qué no viene? ¿Por qué no regresa?”.
Su hermana, Elsa Silva Bejarano, recuerda que lo primero que hicieron fue buscarlo en anfiteatros y hospitales, pero nunca lo encontraron y nadie les dio pistas de lo que le había pasado. En su mente se repite el recuerdo de un hombre amoroso, inteligente y curioso que arreglaba todas las cosas de la casa. A veces, hace una pausa en sus pensamientos y con el sentimiento profundo del dolor trata de encontrarle una razón al sufrimiento: “¿Cómo una persona tan maravillosa desapareció? Creo que Pedro Pablo venía por tiempo limitado, por eso nos lo quitaron”, dijo.
Aunque en el momento de su desaparición, Pedro Pablo cursaba cuarto semestre de Enfermería, durante 42 años, la Universidad Nacional no lo reconoció como un estudiante, como tampoco lo hizo con Alfredo y Humberto Sanjuán, Édgar Villamizar, Edilbrando Joya, Gustavo Campos, Guillermo Rafael Pardo y Orlando García, los otros siete estudiantes que también fueron desaparecidos en ese tiempo. Tras varios años de lucha y procesos burocráticos en un camino que por momentos fue revictimizante, sus familias —agrupadas en el Colectivo 82— lograron que esa institución les otorgara ese miércoles el grado honorífico y simbólico.
Tuvieron que enviar un derecho de petición y presentar un protocolo para que la Universidad reconociera el trayecto académico y los graduara como una medida de reparación por ser víctimas del primer caso documentado de desaparición forzada colectiva en el país.
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El día de la graduación, la maestra de ceremonias se enjugó las lágrimas, respiró y leyó en el orden del día el nombre completo de Pedro Pablo. Su hermana Elsa se levantó de su silla, recogió el trapo con el rostro de su hermano, lo estrechó entre su pecho como si lo quisiera meter dentro de su corazón y se lo llevó para que recibiera con ella el diploma. Su cara estaba enrojecida por el llanto, se paró unos minutos en la tarima y acarició ese documento blanco como si fuera la mano de Pedro Pablo. Se limpió las lágrimas de las mejillas y sonrió agradecida.
Como antesala a la entrega de los diplomas, el auditorio se unió a una sola voz para entonar la canción “Todavía cantamos”, de Víctor Heredia. Teresa Sanjuán, hermana de Alfredo y Humberto, se dio dos golpes en el pecho cuando pronunció la estrofa que le recuerda a ellos: “que vuelvan al nido nuestros seres queridos”.
Al terminar la canción, el auditorio lanzó una arenga: “Por nuestros desaparecidos, ni un minuto de silencio; toda una vida de combate”. Las paredes del auditorio estaban cubiertas con trapos y banderas. En la pared más alta, desde donde se ve todo el auditorio, un trapo verde extendido a lo ancho con el rostro de las 13 víctimas del colectivo 82 y una frase que resume 42 años de lucha: “Todavía cantamos, pedimos, soñamos, esperamos, por un día distinto con nuestros seres queridos”.
Yolanda Sanjuán fue la primera en ser llamada a recibir el grado de su hermano Alfredo. Cuando le entregaron el diploma de su hermano extendió una tela con ese rostro estampado, y elevó el puño como si se tratara de una protesta o un gesto de victoria. Eran ambas cosas.
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Luego llegó el grado de Humberto. Su hermana Teresa fue la encargada de recibir el diploma. Al subir al escenario, Teresa alzó el trapo con la cara de Humberto y desfiló como si fuera él el que caminara.
“Si los vuelvo a ver, no sé si los reconocería, o ellos a mí. Ya estamos viejos. Me imagino que ellos llegarían jóvenes y ahí si los reconocería, pero no sé si ellos a mí, que ya estoy tan viejita. Me dirían: ‘Hola, Tere, pero estás como acabadita’, y yo les diría que es por tanta búsqueda, tanta lucha”, pensó Teresa.
Después fue el turno para la familia Campos Guevara. Rosalba Campos todavía no sabe por qué cuando salió de su casa el 23 de agosto de 1982 sintió tanta tristeza. Ese mismo día desaparecieron a su hermano Gustavo, pero desde antes de la tragedia ella sentía algo en el pecho. Ella guarda entre sus cosas un libro que días antes de desaparecer le había prestado Gustavo con el compromiso de que se lo leyera en una semana. Han pasado 42 años y Rosalba no ha logrado llegar a la última página de ese libro. Cada vez que habla de él, Rosalba corrige: “No, mi hermano no se fue. A él lo desaparecieron”. Cuando subió a la tarima para reclamar el grado de su hermano, Rosalba llevaba a Gustavo tejido en el pecho y al lado de su familia leyó un poema que escribió su hermano sobre la injusticia social. Después cantaron la canción que le gustaba a Gustavo: “A desalambrar que esta tierra es tuya, mía y de aquel”.
Luego vino el grado de la familia García Villamizar, la familia Joya Gómez y la familia Prado Useche y el auditorio estalló en aplausos y silbidos. “¡Que los devuelvan vivos porque vivos se los llevaron!”, gritó el recinto tres veces.
Al final, entre sonrisas, el público cantó lo que llaman “El himno de los rebeldes” y recordaron sus épocas de marchas en los años 80. “Antón la lora me dijo: ¿Pa’ que se dejan joder? Si se juntan pa’ peliala, naiden los va a detener”, corearon.
Robarle unas horas a la desaparición
Minutos antes de la ceremonia, una marcha de claveles blancos acompañó a las familias hasta el auditorio gritando los nombres de los ocho estudiantes desaparecidos. La movilización iba liderada por Teresa y Yolanda Sanjuán, hermanas de Alfredo y Humberto, líderes estudiantiles desaparecidos apenas cuatro días después de Pedro Pablo, el 8 de marzo de 1982.
Caminando desde la calle 26 hasta la plaza del Che, las hermanas Sanjuán se alzaron con arengas y puños al aire en señal de lucha. “Por nuestros desaparecidos, ni un minuto de silencio”. “Los queremos vivos, porque vivos se los llevaron”. “Alfredo Sanjuán Arévalo: presente, presente, presente”. Esa procesión de claveles, estudiantes y carteles con las fotos de los desaparecidos les hizo rememorar las marchas de los años 80, cuando su familia rompió las rutinas del hogar para salir a las calles a pedir justicia.
Al llegar al auditorio, Yolanda miraba a los lados con afán queriendo encontrar una sonrisa, mientras Teresa buscaba en los demás una mirada familiar. Desde hace 42 años buscan, pero no encuentran, el abrazo de Humberto ni las palabras de Alfredo.
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Ambas tienen la mirada cansada, pero su memoria se resiste al olvido. Hasta hoy, en medio de suspiros, guardan la esperanza de algún día encontrar alguna pista sobre ellos o sobre cualquiera de los 13 casos de desaparecidos que reúne el colectivo. “Si descanso, ¿quién me los busca? Yo los busco vivos, ellos no están muertos, ni que me digan que están muertos, ellos están desaparecidos”, dijo Teresa.
El día que Humberto desapareció, debía salir a recoger un certificado judicial para ingresar a un trabajo de medio tiempo que había conseguido, pero decidió dormir hasta tarde y quedarse a almorzar por petición de su mamá. Pero Alfredo decidió salir de casa desde temprano para irse a trabajar. “Por eso digo que mi mamá le robó unas horas a la desaparición de Humbertico”, narró Teresa.
El 8 de marzo de 1982, Alfredo y Humberto no llegaron a la casa. Ninguno de los dos regresó a cenar a la mesa, como era la tradición. Ese día hubo preguntas ¿Qué pasó? No llegaron a almorzar. Tampoco a cenar. ¿No van a llegar a dormir?
Pasaron las ocho de la noche, las nueve, las 10, las 11 y no aparecían. Elcida y Alfredo Sanjuán, los papás, se pasaron a vivir a la ventana de la sala de la casa. Teresa recuerda con lucidez la dirección exacta y el número de teléfono de la casa en donde entonces vivían, los guarda en su memoria por las tantas veces que los tuvo que repetir y las tantas veces que anhelaba que sus hermanos tocaran la puerta o sonara el teléfono con su voz del otro lado. Dice que olvidar algo es como desaparecerlos dos veces.
Ese día, la familia no despegó sus ojos de las calles ni un minuto, querían ver doblar la esquina a Alfredo y Humberto en algún momento, pero dieron las 12 de la noche y no vieron a nadie, solo un operativo extraño en la acera de enfrente. “Eran civiles, pero parecían policías porque se escuchaban los radios para comunicarse y había camionetas tipo panel. En ese momento, mi esposo cogió las placas y luego nos dimos cuenta de que, efectivamente, pertenecían al F2″, explicó Teresa.
Pasaron los días y la sala de la casa de los Sanjuán tenía un tapete hecho de colillas de cigarrillo. Elcida y Alfredo fumaron todas las noches, esperando.
Los planes de búsqueda iniciaron en Medicina Legal, en la Policía, en los hospitales, en las emisoras, en los periódicos y hasta en los buses, pero nadie daba razón de los hermanos Sanjuán. A Teresa el dolor le mantiene vívido el recuerdo de cuándo recibió la noticia. “Me llama mi mamá a las ocho de la mañana y me dice: ‘Teresa, para contarte algo. Alfredito y Humberto no han aparecido y nadie sabe de ellos’. Yo recuerdo el grito que metí”, dijo.
Yolanda relata que su búsqueda era tal que cree que incluso escarbaron en las nubes, en el mar y hasta en el desierto. Los buscaron por todas partes y el dolor comenzó a pasar factura. “Si pesábamos 50 kilos, terminamos pesando 20. La comida no nos pasaba. El dolor, la angustia y la zozobra nos destruyeron”, dijo Yolanda, quien recuerda que su mamá le decía que la desaparición se sentía como si le sacaran el corazón y quedara hueca por dentro.
Los intentos de búsqueda se intensificaron a medida que no llegaban respuestas y entonces se acercaron al F2. “Nos decían: “¿Para qué se preocupan? Algún día aparecen. Vivos o muertos”. Una vez nos pidieron una foto para buscarlos, pero esa foto la utilizaron para reseñarlos como delincuentes”, relató Teresa, quien asegura que toda la información que llevaron al F2 para que se adelantara la investigación terminó escondida y archivada.
Gran parte de esa información más otros papeles fueron guardados meticulosamente por las hermanas Sanjuán en carpetas desde 1982. Todos están en perfecto estado, un poco amarillos por el tiempo y Teresa dice que huelen a viejo. Entre los documentos hay comunicados que las familias enviaron a las Naciones Unidas, a organismos internacionales, e incluso cartas enviadas al entonces presidente Belisario Betancur y al Comité de Solidaridad con los Presos Políticos.
Un día los tantos llamados y publicaciones dieron resultado. A la puerta de la familia Sanjuán llegó el padre Javier Giraldo, la primera persona que les aclaró que los muchachos no estaban perdidos, sino que habían sido desaparecidos forzosamente. El padre venía de un viaje por el Cono Sur en el que se comenzaba a sentir el flagelo de la desaparición. Cuando llegó a Colombia, ese fenómeno no existía, pero comenzó a revisar la prensa y vio los pequeños avisos acompañados con foto, dirección, teléfono y un mensaje para avisar a la familia. El padre Giraldo recortó los avisos y se fue a buscar a todas las familias.
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“Ahí me encontré con ese fenómeno terrible. Cuando tocaba la puerta y decía que había visto el aviso en el periódico, las familias se ponían a llorar. Empecé a ver que se trataba de un grupo significativo de personas desaparecidas, entonces los invité a una reunión”, le dijo el padre Giraldo a Colombia+20.
En ese primer encuentro cada familia compartió detalles de su caso y encontraron relaciones. “Al final vimos que era una red. Algunos eran compañeros, otros eran del mismo barrio o se conocían entre sí. Así llegamos a ciertas pistas de que había rasgos de un organismo del Estado que estaba detrás de esto: se trataba de la Policía del F2″, añadió el padre.
La responsabilidad del Estado
En esa época, el narcotraficante José Jáder Álvarez desplegó una intensa búsqueda para rescatar a sus tres hijos que habían sido secuestrados. La búsqueda se hizo con la participación del movimiento MAS (Muerte a Secuestradores), organización paramilitar financiada por el narcotráfico, pero también pidió apoyo al Estado, que ordenó varios operativos de búsqueda en varias ciudades a través del F2. Fue en esos operativos que detuvieron y desaparecieron a muchos jóvenes entre marzo y septiembre de 1982.
A eso se le suma que justo en ese año regía la doctrina de Seguridad Nacional, el concepto de enemigo interno y el Estatuto de Seguridad del expresidente Julio César Turbay Ayala. Para el abogado que lleva el caso desde hace 40 años, Rafael Barrios Mendivil, cofundador del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, ese estatuto fue represivo porque “criminalizaba a los sectores sociales: estudiantes, periodistas, abogados, defensores de derechos humanos y sindicalistas. Es decir que nos equiparaban con la subversión y el terrorismo”.
El informe final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad indica que 588 universitarios fueron asesinados entre 1962 y 2011 a consecuencia del conflicto armado y la lógica del “enemigo interno”. De estas personas, 133 fueron también desaparecidas y 1982 fue el año con la mayoría de los casos.
El caso Colectivo 82 llegó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que en 1991 determinó que el Estado es responsable por el secuestro y la desaparición de los 13 jóvenes. Entre los agentes implicados está el exteniente coronel Nacín Yanine Díaz, quien era el jefe del Departamento de Inteligencia de la Policía en esa época. También el mayor Ernesto Condía Garzón, el mayor Jorge Alipio Vanegas y el capitán Jairo Otálora Durán, entre otros.
En junio de 2022, la desaparición de los jóvenes del Colectivo 82 fue declarada crimen de lesa humanidad, pero no hay mayores avances en la investigación. Tampoco hay alguna persona procesada ni responsabilizada de forma penal ante la justicia colombiana, a pesar de que el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo logró evidenciar que en el caso participaron por lo menos 20 agentes de inteligencia de la Policía, quienes siguen en la impunidad.
“Ya uno no dice por qué no llegan, ahora uno se pregunta por qué lo hicieron. Esa es la verdad que nosotros queremos. Que se haga justicia porque sabemos desde el más mínimo nivel hasta el más alto responsable”, aseguró Teresa.
Ella afirma que espera que la nueva fiscal Luz Adriana Camargo sea más diligente que la administración pasada, porque “no le pusieron interés al caso. Nos decían que había que buscar más pruebas, pero nosotros ya lo tenemos todo. Estamos esperando que con esta fiscal podamos darle continuidad al caso. Que los llamen a juicio, que digan la verdad. Petro dijo que esos muchachos eran de su época. Yo le diría que uno de esos muchachos también hubiera podido ser presidente, embajador, científico, pero nos los quitaron”.
Al final del grado, las hermanas y hermanos de los estudiantes desaparecidos bajaron del escenario con los diplomas en la mano, la mirada agradecida y una sonrisa de victoria. Los inundó una felicidad que solo entrega una batalla ganada, y más cuando es en memoria de los que ya no están. El público les aplaude y los abraza, mientras ellos caminan y reparten las gracias.
Yolanda cree que la injusticia y el dolor se convierten en fortaleza para romper el miedo. “Eso es lo que nos da el coraje para seguir buscando y para que las cosas no queden impunes, para que haya justicia, verdad y no repetición”, dijo.
Mientras tanto, Teresa mira a sus amigos y repite una frase que le produce una mezcla extraña de sentimientos entre nostalgia, felicidad, tristeza y esperanza: “venceremos. Y será hermoso”.
En el escenario, sobre las fotos de los ocho estudiantes desaparecidos llovieron claveles blancos.