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El rastro del padre Pachito se perdió en un camino pantanoso que bordea el torrente del Tamaná, el mismo río que se llevó su cuerpo.
Francisco Javier Montoya, Pachito, fue secuestrado por un comando de las Farc cuando iba a pie por esa ruta en noviembre de 2004. La última vez que lo vieron fue cerca e Chitó, en algún punto de la trocha que desde Juntas del Tamaná conduce a Santa María de Urábara (Chocó), aldeas remotas de esa región selvática y aislada que se extiende entre Nóvita y San José del Palmar.
A Montoya los campesinos le decían por cariño “padre catanga” o simplemente “catanguita”, pues tenía la costumbre de cargar sus pertenencias echándose a la espalda uno de esos canastos tejidos que los emberás llaman catangas.
Siempre de sotana blanca sujetada con un fajón negro, Pachito iba a pie a todas partes y portaba consigo un sinfín de artilugios asombrosos que le ayudaban con sus labores de catequesis. De su catanga salían globos para darles a los niños, un clarinete que él tocaba con maestría, pues acompañaba las chirimías locales, y también infinidad de trucos de magia y prestidigitación con los que maravillaba a la comunidad.
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Pachito era paisa y precisamente por eso su figura parece la de un improbable ‘sacerdote culebrero’, capaz de fascinar con el chiste, la ocurrencia y la perspicacia en el verbo, después “hacía oración con los que se encontraba y seguía su camino”, dice recordándolo su compañero Ernesto Zapata.
Montoya llegó a Nóvita, donde lo recibió varios días Gildardo Alzate, párroco de ese pueblo, con quien ofició misas y compartió las viandas. El padre Alzate le habló de los lugares más remotos del río Tamaná y Pachito dijo que allá quería subir.
La tercera semana de noviembre, Alzate se lo encomendó a un peregrino que partía rumbo a la cuenca alta, con él se fue Pachito y alcanzó a oficiar misas en El Tambito y Juntas del Tamaná.
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Su compañero Zapata cree hoy, tras casi 18 años de la desaparición, que esa fue la primera de una serie de fatalidades que desembocaron en lo irremediable.
Aunque el padre Pachito Montoya era un baquiano experto, ducho en orientarse por el monte sin necesidad de brújulas, pues adivinaba los puntos cardinales mirando las sombras y los árboles, Zapata admite que no debieron confiarse cuando se internó en la montaña sin conocer la zona y sin ningún acompañamiento.
Monseñor Alonso Llano, por entonces obispo de Istmina, le había dicho a Pachito que quería trasladarlo de Nauca, una aldea junto al río Baudó, hacia la región del Tamaná, al otro lado del departamento. Para convencerlo le dijo “véngase una temporada, vaya camine, que a usted le gusta caminar y conocer, para que conozca cómo es la zona y me diga si de verdad se acomoda”, recuerda el sacerdote Zapata.
Pachito había nacido el 18 de agosto de 1959 y tenía 45 años cumplidos en el momento de su desaparición. Cursó estudios en el seminario de Istmina hasta que se ordenó cura en 1985.
Salvo por un corto período en el que trabajó en un banco y vivió en un monasterio, casi toda su vida fuera de Medellín la había pasado en el Chocó ejerciendo el sacerdocio con la disciplina de un apóstol de otros tiempos. Fue misionero en algunos de los caseríos más pobres y apartados de la región: Nauca, Puerto Echeverry, Cugucho, Chachajo, Santa Rita de Iró, Virudó, Pie de Pató.
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Caminaba con su sotana blanca encima, de pueblo en pueblo, de rancho en rancho, durmiendo en casas de campesinos, en escuelas o chozas abandonadas, o simplemente a campo descubierto. “No era un novato, él sabía por dónde se metía –recuerda Zapata–, era un hombre experto en andar el monte a pie, usaba poco los vehículos”.
En su última travesía, Montoya se separó del peregrino, que decidió seguir el camino de la derecha bordeando el río Ingará, por una trocha que trepa hacia San José del Palmar y al Valle del Cauca. El cura Pachito tomó la ruta de la izquierda, rumbo a Santa María de Urábara, el último poblado del alto Tamaná.
Para orientarse conservaba una libreta en la que dibujaba mapas de las regiones que conocía y esta vez no era la excepción. “Hacía mapas, anotaba todo, qué árboles hay, cómo sube o cómo baja el camino”, dice Ernesto Zapata. Esa, cree él, fue la segunda fatalidad, pues los guerrilleros del frente Aurelio Rodríguez de las Farc que lo capturaron hallaron la libreta y pensaron que se trataba de un espía infiltrado que hacía reconocimientos del terreno.
Además, lo habían visto andar solo por la selva, saliendo y entrando de los caseríos sin avisarle ni pedirle permiso a nadie.
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En la primera semana de diciembre sus compañeros en Istmina sospecharon que algo había ocurrido. Un lugareño que llegó a Nóvita dio el aviso de que cerca de Chitó la guerrilla había matado a un cura que nadie conocía.
“Los campesinos dijeron que lo mataron y eso pasó de boca en boca –cuenta Zapata–, hubo muchas versiones, que lo bajaron en un bote y lo habían matado mucho más allá de Nóvita, otros dijeron que lo mataron ahí mismo y lo habían echado al agua”, agrega.
Una comisión de tres sacerdotes y dos religiosas encabezada por el padre Giovany Cardona y la monja Sol Ángel logró penetrar a la zona en la primera semana de diciembre. Allá se toparon un comando de las Farc que confirmó la autoría del asesinato, pero de acuerdo con la versión de Zapata, se negaron a entregar el cadáver: “no lo busquen porque no lo van a encontrar, no sabemos dónde quedó enterrado”, fueron sus explicaciones.
Pachito no pudo celebrar con la comunidad de Santa María de Urábara las fiestas de la Inmaculada Concepción del 8 de diciembre, como parece que era su propósito. Nunca llegó a ese pueblo. La portada del periódico Chocó 7 Días salió a las calles de Quibdó el 31 de diciembre de 2004 con su foto en la primera plana, cuando por fin la Diócesis confirmó la noticia.
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“La información que el grupo guerrillero le dio a la comisión fue que ellos lo habían fusilado y que no entregarían su cadáver, el cual ellos mismos habían sepultado”, decía el periódico, agregando que “la fecha exacta y los pormenores del repudiable crimen se desconocen”.
Esa portada se lee hoy como un resumen de historia chocoana contemporánea. Los otros titulares reseñaban un asalto de las Farc al municipio de Sipí, el incremento de la pobreza y los desplazados en el departamento; en un rincón cupo una nota sobre las fiestas patronales de Quibdó. Las páginas interiores traían una noticia informando que la desmovilización de las Autodefensas se había aplazado en el Chocó.
“Esto que hicieron con el padre Pachito es lo que las Farc vienen haciendo en Chocó, asesinando campesinos inocentes”, declaró a los reporteros de Chocó 7 Días Albeiro Parra, director de la Pastoral Social en Quibdó: “[este hecho] lo deja a uno sin piso, porque era una persona comprometida con la gente. Los pobladores deben estar muy dolidos porque él trabajó allí muchos años y todos saben que era un sacerdote muy entregado a las comunidades”.
Hasta el papa Juan Pablo II condenó el crimen declarándose “profundamente apesadumbrado” por la suerte del sacerdote “víctima de una injustificable violencia”. La Organización de las Naciones Unidas exhortó a la guerrilla a que “de conformidad con los principios de humanidad y las exigencias de la conciencia pública” permitieran “la recuperación del cadáver de la víctima”. No obstante, esto último no ocurrió.
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La búsqueda
No es mucho lo que supieron sus compañeros después, pero hoy podemos contar con certeza que el cuerpo del padre, aún enredado en la sotana blanca, se confundió con la corriente del Tamaná y después cayó al poderoso caudal del río San Juan, que persigue el sur mientras traza curvas por pueblos de nombres misteriosos, cuya pronunciación suena como un conjuro: Dipurdú, Bebedó, Chambacú, Negría, Noanamá, Potedó, Fugiadó, Perrú, Munguidó, Carrá, nombres bellos y tristes, como el destino del sacerdote arrastrado por las aguas.
Por aquellos pueblos pasó Pachito sin poder mirar a la gente de las orillas, aunque es posible que la gente sí lo hubiera visto a él flotando río abajo. No hay como saberlo.
Fue a casi 200 kilómetros del lugar de su asesinato, arriba de Docordó, muy cerca de la desembocadura del San Juan en el Pacífico, donde un campesino descubrió un cadáver varado en una orilla y llamó al Ejército que estaba cerca para avisar que había rescatado un muerto de la corriente. Pero los soldados andaban atareados buscando un infante de marina ahogado en el río y le pidieron que por favor lo enterrara como pudiera.
Aquel campesino sepultó el cadáver, que venía enredado en una especie de tela blanca, y días después se fue a vivir una temporada fuera del pueblo, olvidando el asunto. Año y medio más tarde, en abril de 2006, durante la Semana Santa, el hombre regresó a Docordó para encontrarse con que había un cura nuevo en el pueblo, que vestía sotana blanca amarrada con fajón negro. Era el padre Saúl Palomino, compañero de ordenación de Pachito.
Este hombre le comentó al padre que, no mucho tiempo atrás, había rescatado un cadáver que el río trajo envuelto en una “bata” igual a la suya.
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“Palomino hace la conexión: alguien con una bata así y con un cinturón negro, era físicamente el padre Pachito, sólo faltaba desenterrarlo para verlo, pero estábamos en Semana Santa”, recuerda Ernesto Zapata, advirtiendo que el padre Saúl Palomino conocía perfectamente a Pachito porque habían sido compañeros de seminario. “Espere que termine Semana Santa –le habría dicho el sacerdote al campesino– y vamos y lo buscamos. Viéndole la dentadura sé si es o no es”.
Palomino, además, era dentista empírico y le había practicado un trabajo dental a Pachito. Sólo necesitó mirar la sotana y examinar el cráneo entre sus manos un instante para confirmar lo que ya presentía, que avisó por teléfono a sus compañeros en Istmina: “es él, no hay duda”.
Las pruebas de cotejo de ADN con uno de los hermanos de Pachito confirmaron la certeza de Palomino. Los restos permitieron determinar que la ejecución del padre sucedió con un único disparo cuando estaba arrodillado y por la espalda, de acuerdo con el padre Ernesto.
Esta historia es famosa en los pasillos del seminario de Istmina y yo la escuché allá por primera vez gracias al sacerdote Jaime Zapata, otro veterano cura de las selvas del Pacífico, curtido en lidiar con todos los grupos armados, quien además sufrió un atentado de los paramilitares.
Jaime Zapata acompañó una concentración de guerrilleros del frente Aurelio Rodríguez de las Farc en el contexto del proceso de paz, ocurrida precisamente en Juntas del Tamaná en 2016, cuando se aprestaban a dejar las armas.
Después de las misas y vigilias con la comunidad, el padre Jaime buscó al comandante del momento, no dudó en reclamarle por el asesinato y la desaparición del sacerdote Javier Francisco Montoya, hechos ocurridos muy cerca del sitio donde conversaban: “ustedes nos mataron un compañero”, le recriminó.
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Otro excomandante que tuvo bajo su mando varias unidades guerrilleras en esa región, al que este diario consultó, negó conocer el caso. Aseguró que tampoco tiene conocimiento de que haya llegado a la Justicia Especial para la Paz.
Ernesto Zapata, quien fuera amigo y discípulo de Pachito, pues lo conocía desde niño en Medellín y eligió el sacerdocio porque aquel lo convenció de inscribirse al seminario, aclara que este crimen supuso “una angustia tremenda” en su familia y sus compañeros, y a la postre causó la muerte de su padre por pena moral.
Con la tristeza acompasando la voz, el padre Ernesto insiste en que Pachito fue en esencia un hombre bueno; nunca sospechó que caminaba rumbo a sus asesinos: “él en su inocencia obró como vivía, no pensó que nadie fuera malo”.
Yo, que no soy creyente, esta vez prefiero creer que su historia es una suerte de revelación, la de un mártir de los montes y los ríos, que vivió y murió cerca de su gente, siguiendo la senda de aquellas palabras que se atribuyen a monseñor Gerardo Valencia Cano: “cerca a sus problemas, cerca a su dolor”.
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