La boda de Jorge, el hijo del Mono Jojoy, y Catalina Suárez, la youtuber uribista
Jorge Ernesto Suárez, hijo del Mono Jojoy quien fuera uno de los máximos comandantes de las Farc, se casa con la periodista Catalina Suárez, quien es muy cercana al uribismo. El matrimonio se llevará a cabo este viernes, en ceremonia católica, a las afueras de Bogotá, tras un año de relación. La historia de amor empezó en un bar de excombatientes en la capital. La pedida de mano fue en un catamarán en la bahía de Cartagena y tuvo la bendición de Álvaro Uribe y de Pastor Alape.
Gloria Castrillón Pulido
Esta es la historia de un amor imposible, extraño, absurdo o por lo menos impensable. Nació en un bar llamado Lubianka en Bogotá. Los protagonistas son Jorge Ernesto Suárez, hijo del excomandante de las Farc conocido como el Mono Jojoy y Catalina Suárez, una periodista y youtuber uribista. Los dos se criaron en Bogotá y estudiaron en colegios muy tradicionales de estrato medio alto de la capital. Ella, en La Enseñanza (femenino y católico para más señas) y él, en el San Viator. Tuvieron -sin saberlo- amigos comunes en su infancia por la cercanía de los colegios, aunque sus raíces, valores de crianza y formación fueron radicalmente opuestos.
La guerra impidió que Jorge siguiera la vida tranquila que sus padres biológicos habían soñado, mientras que a Catalina la impulsó a hacer política dentro del uribismo. Hoy, cinco años después de la firma del Acuerdo de Paz que él suscribió y que ella atacó ferozmente desde sus redes, se casan en una ceremonia católica, ella de vestido blanco -como siempre lo soñó- y él de frac, con una lista de invitados que no sobrepasa las 100 personas y entre los que están políticos de derecha y de izquierda, generales del Ejército, empresarios y excombatientes de las Farc. Un escenario impensable aún en tiempos de transición.
La boda tiene la bendición de las dos familias y de los mentores políticos de cada uno: el expresidente Álvaro Uribe Vélez ya le dio consejos a Catalina para mantener un matrimonio estable; mientras que Pastor Alape, exjefe guerrillero, le ha insistido a Jorge que debe seguir con el legado de búsqueda de la paz que le dejo su papá sin renunciar al amor de su vida.
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Estas son las historias de dos seres humanos que se cruzan y se distancian para luego volverse a unir, esta vez con bendición sacerdotal y una promesa de amor eterno.
Convencida de que el entonces candidato presidencial Juan Manuel Santos ganaría las elecciones presidenciales en 2010 para continuar con el legado de Uribe Vélez, la joven estudiante de comunicación social de la Universidad de la Sabana, Catalina Suárez, se unió a las juventudes de esa campaña para distribuir volantes en las calles, en los semáforos o donde le tocara. Ese era su primer trabajo, aunque lo hizo gratis por la emoción de sentir que aportaba a la causa de Uribe, el hombre al que admiraba tanto.
Proveniente de una familia de empresarios, a la que no le faltó nada, Catalina creía que el país debía seguir la senda que había marcado Álvaro Uribe. Varios de sus amigos y conocidos habían sido víctimas de secuestro y extorsión por parte de las Farc, estaba convencida de que la seguridad democrática había permitido que familias como la de ella salieran a la calle y volvieran a la finca sin temor y le atribuía a esos buenos resultados de gobierno que su padre se recuperara de una quiebra económica en esos años.
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Por esos días, finales de 2009 y comienzos de 2010, mientras se cocinaba el triunfo de Santos, Víctor Julio Suárez, conocido en la guerra como el Mono Jojoy, seguía su trasegar por el departamento del Meta, huyendo de los fuertes operativos militares que intentaban cercarlo y aniquilarlo. Acababa de recibir la visita de Chepe, su hijo, quien por fin se unía a sus tropas de nuevo, después de varios años de estar separados por la dureza de la confrontación.
Padre e hijo compartieron sus últimos meses juntos a pesar del fragor de los operativos militares. Escondidos en refugios subterráneos, compartían algunas horas en las madrugadas en las que Chepe le leía la prensa y otros reportes. Jojoy estaba ya muy enfermo y agotado. Su hijo era consciente de que el tiempo para los dos se acababa.
A medida que terminaba el mandato de Álvaro Uribe y se veía venir el de Juan Manuel Santos, la posibilidad de una negociación de paz se enredaba más y más. La confrontación empeoraría, sin duda. Al fin y al cabo, Santos había sido el artífice, como ministro de Defensa, de golpes tan fuertes a las Farc como la muerte de Raúl Reyes, el Negro Acacio o Martín Caballero, y había logrado el rescate de varios secuestrados entre ellos Ingrid Betancur, los tres contratistas estadounidenses y varios militares y policías.
Mientras Catalina celebraba el triunfo de Santos, en Bogotá, Chepe sentía que la muerte los arrinconaba a él y a su papá, en un remoto lugar llamado La Escalera, una vereda del municipio de la Macarena, Meta. En cuestión de semanas la vida de los dos jóvenes cambiaría: Catalina iniciaría su carrera de estrategia y comunicación en el uribismo aprendiendo de JJ Rendón y de Ángel Becassino; Chepe perdería a su padre bajo toneladas de explosivos lanzados por la fuerza pública el 22 de septiembre de 2010 e iniciaría una última carrera huyendo de la muerte, una carrera que solo culminaría con la firma del Acuerdo de Paz seis años después.
Ese Acuerdo de Paz fue el que permitió que estos dos jóvenes se conocieran y se enamoraran 10 años después de la Operación Sodoma. Y lo hicieron a pesar de que Chepe, retomando su nombre de pila, Jorge Ernesto Suárez, lo firmara y Catalina lo atacara con todas sus fuerzas promoviendo el No en el plebiscito a través de una rabiosa campaña en redes sociales.
Ese Acuerdo de Paz del que estamos próximos a conmemorar cinco años es el motivo que los une, pero el que por mucho tiempo los separó.
Pero vamos al punto de quiebre de esta historia. Año 1999. El joven Jorge Ernesto Suárez, de apenas 16 años, llevaba una doble vida tan inverosímil que ni el más ingenioso libretista hubiera podido crear: vivía rodeado de comodidades con una amorosa familia católica que lo había adoptado siendo un bebé. Iba a un colegio para privilegiados y tenía un círculo social del mismo talante. Pero en realidad, era hijo de uno de los jefes guerrilleros más temidos, odiados y buscados de la historia del país, el Mono Jojoy.
Él lo sabía desde que tenía uso de razón y desde muy pequeño había hecho un par de visitas clandestinas a los campamentos de las Farc para verse con su papá. Tenía prohibido hablar del tema y debía quedarse callado incluso cuando viera aparecer la imagen de su padre en televisión como uno de los personajes más sanguinarios por el que ofrecían miles de millones de pesos. “Vivos o muertos, también caerán”, rezaba el comercial en horario familiar.
Jorge hizo caso. Nunca contó que había nacido en un campamento guerrillero en las selvas del Caquetá, en 1984 y que había sido entregado a una familia de izquierda, con una larga tradición en las luchas agrarias y sindicales. Aun así, los enemigos de Jojoy lo encontraron y empezaron a perseguirlo. Veía carros y hombres sospechosos que lo esperaban cada vez que tomaba la ruta del colegio. Sabía que Carlos Castaño había ordenado secuestrar y asesinar a los familiares de los jefes guerrilleros y tenía claro que sus días estaban contados. Sin pensarlo mucho se unió a las Farc buscando la protección de su padre.
Tomó un bus hasta Florencia y luego un taxi hasta San Vicente del Caguán. Su padre adoptivo lo acompañó y se lo entregó a Jojoy con una alusión a que había cumplido con el encargo de criar al muchacho, pero las circunstancias lo obligaban a devolverlo, incluso contra su voluntad. Corría el año 2000 y las negociaciones de las Farc con el gobierno de Andrés Pastrana naufragaban en medio de un conflicto cada vez más degradado. La vida del adolescente rodeado de privilegios había terminado y ahora nacía Chepe, un citadino vestido de guerrillero que debía aprender a hacer la guerra.
Ni el país ni la inteligencia militar se enteraron en ese momento de que el único hijo del Mono Jojoy lo acompañó en los actos públicos donde la guerrilla hizo uno de los mayores derroches de soberbia ante el Estado colombiano. Fue el 8 y 9 de febrero de 2001 durante la visita del presidente Andrés Pastrana a la sede de los diálogos en San Vicente del Caguán en un intento por salvar el agónico proceso de paz. La imagen es icónica: Manuel Marulanda rodeado de los máximos jefes de las Farc caminan por la única calle pavimentada del corregimiento de Los Pozos. Ahí, muy cerca de Marulanda y de su padre, estaba Chepe con uniforme camuflado y una boina verde oliva.
Con el final de las negociaciones, Chepe se vio forzado a adaptarse a su nueva vida, en medio de la ofensiva militar más agresiva que haya emprendido el Estado colombiano contra una guerrilla. Reconoce que adaptarse le tomó casi cuatro de los 16 años que estuvo en el monte.
Es hora de volver a Lubianka, el bar con el sugestivo nombre de la sede de la KGB, la temible policía secreta soviética. Funciona cerca del Park Way y es propiedad de dos excombatientes de las Farc. Allí llegó Catalina, en octubre de 2018, a grabar un formato digital llamado “Polas Opuestas”. En él invitaban a personas opuestas a conversar al calor de una cerveza artesanal. El lugar era el punto de encuentro de jóvenes de las más diversas orientaciones políticas e ideológicas, así que a Catalina le pareció bien la sugerencia del productor Ricardo Pajarito de hacer allí el programa.
Para entonces, ella adelantaba un proyecto personal que denomina ‘Respeto en la diferencia’, que empezó a incubar bajo la tutela del entonces vicepresidente Angelino Garzón, su amigo y mentor. Fue él quien le ayudó a posicionarse en las huestes del Centro Democrático hasta convertirse en una de las youtuber o influencer más reconocidas de la derecha. Tenía miles de seguidores en sus redes y combinaba las asesorías que prestaba congresistas del uribismo con espacios de opinión en medios de comunicación como Canal 13, Blu Radio, Tercer Canal y RCN TV, además de un blog en El Tiempo y columnas en otros medios digitales.
Famosa, glamorosa y muy uribista. Esa fue la Catalina que Jorge conoció en Lubianka, una noche de cervezas en junio de 2020. Jorge ya era públicamente el hijo del Mono Jojoy, pues lo había contado en este diario a finales de 2018 y trabajaba en proyectos de comunicación con los excombatientes en los espacios donde hacían su reincorporación.
Después de la primera noche de cervezas vinieron más encuentros casuales, pero bastaron solo dos para que el amor fluyera. “Muchos nos dijeron que era un amor imposible, que mejor nos separáramos antes de que nos hiciéramos daño”, recuerda Catalina.
No hicieron caso a los malos augurios; todo lo contrario. Con los nervios crispados y al borde de un colapso, Catalina se llenó de valor para contarle a sus papás. “Yo crecí en un hogar lleno de amor, mi familia lo es todo para mí, esperaba que fueran compresivos, pero recibí un apoyo que nunca imaginé”, dice con la voz cortada por la emoción. No importa cuántas veces cuente esta parte de la historia, ella llora hablando de cómo su familia la rodeó en este paso tan importante para su vida.
Para Jorge no fue menos traumático eso de contarle a su familia adoptiva. Hubo un poco más de prevención, hicieron algunas preguntas, pero al final acogieron a Catalina sin reservas. Al final saben que del apoyo que les den a sus hijos depende su estabilidad. Ahora que la noticia se conoce, creen que vendrán ataques en redes sociales y que seguramente algunas personas cercanas dejarán de serlo. “Será un filtro para saber quiénes son los amigos reales”, dicen los dos.
Catalina ha tenido las tradicionales despedidas de soltera con sus amigos, algunos de ellos víctimas directas del accionar de las Farc. “Todos acogieron a Jorge, se dieron la oportunidad de conocerlo y comprobar el ser humano que es”, dice tranquila.
Después de superar varias pruebas creen que su relación es sólida y que no deben dar explicaciones de nada a nadie. Y Catalina es la más locuaz para defenderla: “hay gente que se esconde para amar, pero no le da pena salir a robar o a matar. Nosotros no cometemos ningún delito. El amor es de valientes”.
Esta es la historia de un amor imposible, extraño, absurdo o por lo menos impensable. Nació en un bar llamado Lubianka en Bogotá. Los protagonistas son Jorge Ernesto Suárez, hijo del excomandante de las Farc conocido como el Mono Jojoy y Catalina Suárez, una periodista y youtuber uribista. Los dos se criaron en Bogotá y estudiaron en colegios muy tradicionales de estrato medio alto de la capital. Ella, en La Enseñanza (femenino y católico para más señas) y él, en el San Viator. Tuvieron -sin saberlo- amigos comunes en su infancia por la cercanía de los colegios, aunque sus raíces, valores de crianza y formación fueron radicalmente opuestos.
La guerra impidió que Jorge siguiera la vida tranquila que sus padres biológicos habían soñado, mientras que a Catalina la impulsó a hacer política dentro del uribismo. Hoy, cinco años después de la firma del Acuerdo de Paz que él suscribió y que ella atacó ferozmente desde sus redes, se casan en una ceremonia católica, ella de vestido blanco -como siempre lo soñó- y él de frac, con una lista de invitados que no sobrepasa las 100 personas y entre los que están políticos de derecha y de izquierda, generales del Ejército, empresarios y excombatientes de las Farc. Un escenario impensable aún en tiempos de transición.
La boda tiene la bendición de las dos familias y de los mentores políticos de cada uno: el expresidente Álvaro Uribe Vélez ya le dio consejos a Catalina para mantener un matrimonio estable; mientras que Pastor Alape, exjefe guerrillero, le ha insistido a Jorge que debe seguir con el legado de búsqueda de la paz que le dejo su papá sin renunciar al amor de su vida.
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Estas son las historias de dos seres humanos que se cruzan y se distancian para luego volverse a unir, esta vez con bendición sacerdotal y una promesa de amor eterno.
Convencida de que el entonces candidato presidencial Juan Manuel Santos ganaría las elecciones presidenciales en 2010 para continuar con el legado de Uribe Vélez, la joven estudiante de comunicación social de la Universidad de la Sabana, Catalina Suárez, se unió a las juventudes de esa campaña para distribuir volantes en las calles, en los semáforos o donde le tocara. Ese era su primer trabajo, aunque lo hizo gratis por la emoción de sentir que aportaba a la causa de Uribe, el hombre al que admiraba tanto.
Proveniente de una familia de empresarios, a la que no le faltó nada, Catalina creía que el país debía seguir la senda que había marcado Álvaro Uribe. Varios de sus amigos y conocidos habían sido víctimas de secuestro y extorsión por parte de las Farc, estaba convencida de que la seguridad democrática había permitido que familias como la de ella salieran a la calle y volvieran a la finca sin temor y le atribuía a esos buenos resultados de gobierno que su padre se recuperara de una quiebra económica en esos años.
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Por esos días, finales de 2009 y comienzos de 2010, mientras se cocinaba el triunfo de Santos, Víctor Julio Suárez, conocido en la guerra como el Mono Jojoy, seguía su trasegar por el departamento del Meta, huyendo de los fuertes operativos militares que intentaban cercarlo y aniquilarlo. Acababa de recibir la visita de Chepe, su hijo, quien por fin se unía a sus tropas de nuevo, después de varios años de estar separados por la dureza de la confrontación.
Padre e hijo compartieron sus últimos meses juntos a pesar del fragor de los operativos militares. Escondidos en refugios subterráneos, compartían algunas horas en las madrugadas en las que Chepe le leía la prensa y otros reportes. Jojoy estaba ya muy enfermo y agotado. Su hijo era consciente de que el tiempo para los dos se acababa.
A medida que terminaba el mandato de Álvaro Uribe y se veía venir el de Juan Manuel Santos, la posibilidad de una negociación de paz se enredaba más y más. La confrontación empeoraría, sin duda. Al fin y al cabo, Santos había sido el artífice, como ministro de Defensa, de golpes tan fuertes a las Farc como la muerte de Raúl Reyes, el Negro Acacio o Martín Caballero, y había logrado el rescate de varios secuestrados entre ellos Ingrid Betancur, los tres contratistas estadounidenses y varios militares y policías.
Mientras Catalina celebraba el triunfo de Santos, en Bogotá, Chepe sentía que la muerte los arrinconaba a él y a su papá, en un remoto lugar llamado La Escalera, una vereda del municipio de la Macarena, Meta. En cuestión de semanas la vida de los dos jóvenes cambiaría: Catalina iniciaría su carrera de estrategia y comunicación en el uribismo aprendiendo de JJ Rendón y de Ángel Becassino; Chepe perdería a su padre bajo toneladas de explosivos lanzados por la fuerza pública el 22 de septiembre de 2010 e iniciaría una última carrera huyendo de la muerte, una carrera que solo culminaría con la firma del Acuerdo de Paz seis años después.
Ese Acuerdo de Paz fue el que permitió que estos dos jóvenes se conocieran y se enamoraran 10 años después de la Operación Sodoma. Y lo hicieron a pesar de que Chepe, retomando su nombre de pila, Jorge Ernesto Suárez, lo firmara y Catalina lo atacara con todas sus fuerzas promoviendo el No en el plebiscito a través de una rabiosa campaña en redes sociales.
Ese Acuerdo de Paz del que estamos próximos a conmemorar cinco años es el motivo que los une, pero el que por mucho tiempo los separó.
Pero vamos al punto de quiebre de esta historia. Año 1999. El joven Jorge Ernesto Suárez, de apenas 16 años, llevaba una doble vida tan inverosímil que ni el más ingenioso libretista hubiera podido crear: vivía rodeado de comodidades con una amorosa familia católica que lo había adoptado siendo un bebé. Iba a un colegio para privilegiados y tenía un círculo social del mismo talante. Pero en realidad, era hijo de uno de los jefes guerrilleros más temidos, odiados y buscados de la historia del país, el Mono Jojoy.
Él lo sabía desde que tenía uso de razón y desde muy pequeño había hecho un par de visitas clandestinas a los campamentos de las Farc para verse con su papá. Tenía prohibido hablar del tema y debía quedarse callado incluso cuando viera aparecer la imagen de su padre en televisión como uno de los personajes más sanguinarios por el que ofrecían miles de millones de pesos. “Vivos o muertos, también caerán”, rezaba el comercial en horario familiar.
Jorge hizo caso. Nunca contó que había nacido en un campamento guerrillero en las selvas del Caquetá, en 1984 y que había sido entregado a una familia de izquierda, con una larga tradición en las luchas agrarias y sindicales. Aun así, los enemigos de Jojoy lo encontraron y empezaron a perseguirlo. Veía carros y hombres sospechosos que lo esperaban cada vez que tomaba la ruta del colegio. Sabía que Carlos Castaño había ordenado secuestrar y asesinar a los familiares de los jefes guerrilleros y tenía claro que sus días estaban contados. Sin pensarlo mucho se unió a las Farc buscando la protección de su padre.
Tomó un bus hasta Florencia y luego un taxi hasta San Vicente del Caguán. Su padre adoptivo lo acompañó y se lo entregó a Jojoy con una alusión a que había cumplido con el encargo de criar al muchacho, pero las circunstancias lo obligaban a devolverlo, incluso contra su voluntad. Corría el año 2000 y las negociaciones de las Farc con el gobierno de Andrés Pastrana naufragaban en medio de un conflicto cada vez más degradado. La vida del adolescente rodeado de privilegios había terminado y ahora nacía Chepe, un citadino vestido de guerrillero que debía aprender a hacer la guerra.
Ni el país ni la inteligencia militar se enteraron en ese momento de que el único hijo del Mono Jojoy lo acompañó en los actos públicos donde la guerrilla hizo uno de los mayores derroches de soberbia ante el Estado colombiano. Fue el 8 y 9 de febrero de 2001 durante la visita del presidente Andrés Pastrana a la sede de los diálogos en San Vicente del Caguán en un intento por salvar el agónico proceso de paz. La imagen es icónica: Manuel Marulanda rodeado de los máximos jefes de las Farc caminan por la única calle pavimentada del corregimiento de Los Pozos. Ahí, muy cerca de Marulanda y de su padre, estaba Chepe con uniforme camuflado y una boina verde oliva.
Con el final de las negociaciones, Chepe se vio forzado a adaptarse a su nueva vida, en medio de la ofensiva militar más agresiva que haya emprendido el Estado colombiano contra una guerrilla. Reconoce que adaptarse le tomó casi cuatro de los 16 años que estuvo en el monte.
Es hora de volver a Lubianka, el bar con el sugestivo nombre de la sede de la KGB, la temible policía secreta soviética. Funciona cerca del Park Way y es propiedad de dos excombatientes de las Farc. Allí llegó Catalina, en octubre de 2018, a grabar un formato digital llamado “Polas Opuestas”. En él invitaban a personas opuestas a conversar al calor de una cerveza artesanal. El lugar era el punto de encuentro de jóvenes de las más diversas orientaciones políticas e ideológicas, así que a Catalina le pareció bien la sugerencia del productor Ricardo Pajarito de hacer allí el programa.
Para entonces, ella adelantaba un proyecto personal que denomina ‘Respeto en la diferencia’, que empezó a incubar bajo la tutela del entonces vicepresidente Angelino Garzón, su amigo y mentor. Fue él quien le ayudó a posicionarse en las huestes del Centro Democrático hasta convertirse en una de las youtuber o influencer más reconocidas de la derecha. Tenía miles de seguidores en sus redes y combinaba las asesorías que prestaba congresistas del uribismo con espacios de opinión en medios de comunicación como Canal 13, Blu Radio, Tercer Canal y RCN TV, además de un blog en El Tiempo y columnas en otros medios digitales.
Famosa, glamorosa y muy uribista. Esa fue la Catalina que Jorge conoció en Lubianka, una noche de cervezas en junio de 2020. Jorge ya era públicamente el hijo del Mono Jojoy, pues lo había contado en este diario a finales de 2018 y trabajaba en proyectos de comunicación con los excombatientes en los espacios donde hacían su reincorporación.
Después de la primera noche de cervezas vinieron más encuentros casuales, pero bastaron solo dos para que el amor fluyera. “Muchos nos dijeron que era un amor imposible, que mejor nos separáramos antes de que nos hiciéramos daño”, recuerda Catalina.
No hicieron caso a los malos augurios; todo lo contrario. Con los nervios crispados y al borde de un colapso, Catalina se llenó de valor para contarle a sus papás. “Yo crecí en un hogar lleno de amor, mi familia lo es todo para mí, esperaba que fueran compresivos, pero recibí un apoyo que nunca imaginé”, dice con la voz cortada por la emoción. No importa cuántas veces cuente esta parte de la historia, ella llora hablando de cómo su familia la rodeó en este paso tan importante para su vida.
Para Jorge no fue menos traumático eso de contarle a su familia adoptiva. Hubo un poco más de prevención, hicieron algunas preguntas, pero al final acogieron a Catalina sin reservas. Al final saben que del apoyo que les den a sus hijos depende su estabilidad. Ahora que la noticia se conoce, creen que vendrán ataques en redes sociales y que seguramente algunas personas cercanas dejarán de serlo. “Será un filtro para saber quiénes son los amigos reales”, dicen los dos.
Catalina ha tenido las tradicionales despedidas de soltera con sus amigos, algunos de ellos víctimas directas del accionar de las Farc. “Todos acogieron a Jorge, se dieron la oportunidad de conocerlo y comprobar el ser humano que es”, dice tranquila.
Después de superar varias pruebas creen que su relación es sólida y que no deben dar explicaciones de nada a nadie. Y Catalina es la más locuaz para defenderla: “hay gente que se esconde para amar, pero no le da pena salir a robar o a matar. Nosotros no cometemos ningún delito. El amor es de valientes”.