“No queremos seguir escuchando motosierras”: excomisionado Alejandro Castillejo
Entrevista con el profesor que recibió el Premio Nacional de Ciencias Humanas y Sociales Alejandro Ángel Escobar 2023 por liderar, desde la Comisión de la Verdad, la creación de un volumen transmedia basado en testimonios de víctimas y victimarios de la guerra en Colombia, incluso en la naturaleza como testigo, para hacer memoria histórica con visión de futuro.
Nelson Fredy Padilla
Usted es doctor en Antropología y Filosofía, especialista en desarrollo, paz y estudio de conflictos, y ha sido maestro invitado en universidades latinoamericanas, de Estados Unidos, España, Austria, Alemania y África. ¿Por qué ahora está de visitante distinguido del King’s College de la Universidad de Londres?
Necesitaba un poco de espacio y de tiempo para escribir y para pensar todo el trabajo que hicimos con la Comisión de la Verdad. Por todos estos años de investigación recibí con mucho afecto el premio que la Fundación Alejandro Ángel Escobar nos entregó. (Vea una entrevista de Nelson Fredy Padilla al constitucionalista Rodrigo Uprimny).
¿Sobre qué está escribiendo allá? ¿Hace parte de la socialización del trabajo en la Comisión?
Escribo dos o tres capítulos de un libro que se llama La palabra nómada. Violencias y pedagogías de lo irreparable, que es un texto reflexivo sobre mi trabajo como profesor e investigador en varios lugares del mundo. No tiene nada que ver con lo que hice en la Comisión, pero el 1.° de diciembre voy a hacer una gran lectura del volumen de testimonios que ganó el premio, aquí en la capilla de la Universidad.
¿De qué se trató ese trabajo titulado “Cuando los pájaros no cantaban. Historias del conflicto armado en Colombia”, que la Fundación exaltó como una investigación innovadora y disruptiva porque no vuelve a narrar literalmente la violencia que vivimos y, por lo tanto, no revictimiza, sino invita a construir país?
Tomamos muchas decisiones de orden editorial y académico. Hubo consideraciones éticas, morales, políticas y filosóficas, etc. Basado en el trabajo de la Comisión, pero sobre todo en los años de mi trabajo académico, concluimos que el país estaba saturado de la narrativa de las historias de devastación que jamás terminaremos de contar. En muchas conversaciones, la gente siempre me decía: “No queremos seguir escuchando motosierras”. El debate sobre memoria en Colombia había llegado a un punto complejo en el sentido de que lo único que escuchábamos, por lo menos los últimos 20 años, eran historias de horror. Entonces lo que acordamos fue: contémosle a la gente y al país de una manera distinta, incluso cuestionando muchas cosas, qué es la guerra desde la vida cotidiana y eso nos transformó radicalmente. El conflicto en Colombia son múltiples violencias interpuestas unas con otras y uno de los efectos de lo que decidimos fue entender que la violencia no es una cosa que pasa sobre los cuerpos, sino que son muchas otras cosas y eso resulta disruptivo.
¿Cómo hicieron ese trabajo desde la Comisión, gran parte la durante la pandemia, recorriendo el país y recolectando testimonios que son el alma sonora de este aporte?
Nosotros hablamos con toda la gente que tuvo que ver con los testimonios ante la JEP (Jurisdicción Especial para la Paz) para tratar de encontrar una aguja en un pajar, lo que yo llamo historias dentro de historias, no la violencia literal, sino las reverberaciones de eso. Es un volumen que atraviesa todas las áreas investigativas de la Comisión y, como había un proyecto sonoro detrás, monté un grupo de trabajo sobre grabación y sonido para construir la parte que tiene que ver con la naturaleza y el dolor de la naturaleza. Todo se juntó en una serie de métodos de escucha de la investigación para hacer una curaduría de 260 historias. Eso sacado del archivo tan grande que tiene la JEP fue un trabajo descomunal, monumental. Para mí era tener tres empleos simultáneos, porque tenía que rendirle al plenario de la Comisión, leer los informes de los otros comisionados e ir escribiendo sobre todo eso.
¿Explíquele a un ciudadano qué encuentra en la página web del Informe final de la Comisión de la Verdad “Hay futuro si hay verdad”?
Aparece un enlace que se llama volumen testimonial y ahí puede acceder tanto a los escritos como a la plataforma sonora que tiene que ver con el porvenir y fue donde montamos más de 30 espacios sonoros que hemos presentado en universidades, comunidades y hasta en bienales de arte.
Usa la palabra porvenir y ese enfoque fue el que más me gustó, porque, más allá de la memoria de lo acontecido, están los testimonios de las víctimas y de actores del conflicto (exmiembros de la fuerza pública, guerrilleros, paramilitares) hablando de un país que debe construir su futuro. O sea, no olvidemos el pasado, pero miremos hacia adelante.
Eso es polémico, pero fue una apuesta que el plenario respaldó ampliamente. Hace parte de lo que lo que llamo una convivencia narrativa, porque aparte de las percepciones políticas y militares, la gente que habla se encuentra en sitios geográficos y culturales que se diferencian. Como decía el colega Alejandro Valencia, ese es un regalo para el país: el esfuerzo tan grande que hizo la Comisión e hicimos entre todos.
Y junto a esas voces ustedes activaron procesos de pedagogía itinerante como el de lectura ritual. ¿Por qué?
La lectura ritual la tenía planeada desde antes de terminar el libro, porque yo he estudiado comisiones de la verdad en países como Perú, Sudáfrica y Sierra Leona, y esa es la noción de cómo la estamos socializando. Es salir a leerle al país un proyecto absolutamente quijotesco y ha sido maravilloso. Lo que hemos hecho es montar sonidos y atmósferas, hablar con la gente, entrar en procesos sociales, leer el texto en voz alta, leer con la gente en un país donde se lee medio libro al año, en promedio.
El gran llamado en ese sentido es a oírnos unos a otros y respetar nuestras diferencias, ¿cierto?
Sí, la filosofía siempre fue: necesitamos que el país guarde silencio para que respetuosamente escuche lo que otros han dicho; esto en un país que no escucha. Entonces vienen los que leen y los que quieren oír y se aguantan una o dos horas. Y piden más. Por ejemplo, en la Sierra Nevada de Santa Marta, en presencia de los sabios mayores arhuacos, nos demoramos seis horas en la lectura. Eso para contarle un poco la dimensión que puede alcanzar esto.
Por ese potencial de conocimiento y curación social, este legado deja mucho para trabajar en el restablecimiento de un diálogo nacional. ¿Qué opina?
Pienso que la verdad es una apuesta de memoria histórica en Colombia y la intención que siempre tuve con eso fue reabrir la discusión sobre ese tema, porque eso se osificó. Tanto debate, todas esas conversaciones... hasta que llegó un momento en que la memoria se estatalizó, se congeló, y nosotros buscamos reanimar esa conversación porque esto no ha terminado y hay mucho por contar.
¿Y cómo fue la incorporación de sonidos de la naturaleza a esta memoria histórica?
Partió de un tremendo debate. Colombia es un país donde las guerras y las violencias atraviesan los territorios en el sentido más material de la palabra y llevan la discusión hasta el nivel de los espíritus, que me fascina. Entonces, la selva, los ríos, las montañas están llenas de entidades que nosotros no reconocemos o algunos no reconocen. Lo que hicimos fue para construir el concepto, al menos, porque creo que a eso todavía le falta trabajo sobre la naturaleza como sujeto de sufrimiento, y si es sujeto de sufrimiento, imagínese lo que quiere decir: que los árboles, que los ríos y las selvas también dan testimonio particular y en conjunto. Es la parte más vanguardista, porque la justicia transicional fundamentalmente gira alrededor de lo humano y no alrededor de lo no humano. Y eso ha dado para unas conversaciones maravillosas que hacen parte del libro en que trabajo, como una puerta que se abre pero que ahora estoy intentando profundizar.
¿Usted, que es experto en justicia transicional, ve ahí una justicia transicional integral?
Yo sí creo que esto es una oportunidad para pensar, una reflexión de fondo sobre qué ha significado la guerra, incluyendo entidades distintas al factor humano, porque, como me dijeron allá en la Sierra, sin ese proceso no habrá paz. Esos espíritus nos falta incorporarlos al mundo académico, occidental. No debemos seguir pensando que los árboles son solo para hacer lápices.
Usted ha trabajado estos conceptos con jóvenes universitarios a partir de su formación antropológica y filosófica, ¿pero me está planteando también lo metafísico?
Es que esto me ha llevado a unas conversaciones tremendas. He hablado frente a auditorios llenos de abogados totalmente incrédulos y hemos terminado conversaciones maravillosas. Lo que pasa es que en este punto de mi carrera personal yo ya no estoy preocupado por el qué dirán académico, entonces eso me ha liberado para poder hablar de estas cosas.
¿Y cómo interpretan esto fuera del país?
Aquí en Inglaterra el tema ambiental es casi obsesivo y hay muchísimo interés y muchísimas sensibilidades. Por eso el gran reto que tenemos ahora con relación a las selvas y los bosques es cómo transmitir unas emocionalidades y afectividades distintas con ayuda, como en este caso, del arte sonoro. La conversación entre arte y ciencias sociales será fundamental.
En resumen, lo que usted y su equipo hicieron es una gran memoria transmedia. ¿Un modelo de las bibliotecas digitales del siglo XXI?
Es un archivo y hay muchas formas de lo archivístico y muchas epistemologías del archivo. Yo creo que hacia el futuro tendremos que permitir la convivencia entre diferentes tipos de archivos, con todas las complejidades de mantenerlos. Estoy aprendiendo la importancia de los archivos de audio.
¿Quiénes integraron su equipo de trabajo?
Quince personas, la mayoría mujeres, para un proceso complejo en medio de grandes afanes y grandes angustias, y terminamos descubriendo cosas maravillosas. Se habrán cometido errores, seguramente, pero no me arrepiento de ninguna de las decisiones. Hubo un momento de crisis muy dura, porque trabajábamos en proyectos distintos y, además de responderle al pleno, había que hacer comentarios sin descuidar el proceso de los sonidos, las grabaciones; parecía mucho para el disco duro.
¿Qué sonidos se quedaron en su mente durante el trabajo de campo?
Jamás se me van a olvidar los sonidos que grabamos en Araracuara, compartiendo con sabios mayores en cinco lenguas distintas. Me acuerdo muchísimo cuando estaban macerando la coca para mambear. Los sonidos de las caminatas por la Sierra Nevada de Santa Marta. Los de los ríos en el Pacífico.
En los documentos que ustedes dejan así como hay un llamado a oír y a dialogar, lo hay también a valorar el silencio. ¿Por qué?
Sí. Estoy convencido de que para poder escuchar primero se necesita silencio. Es un aprendizaje que tomé del filósofo y crítico literario George Steiner, quien decía que no hacerlo es la gran tragedia de este siglo en el mundo; la falta de silencio y el exceso de ruidos. Entonces aprendí también el valor de la gente que da testimonio con el silencio. En Colombia no existe la escucha profunda y desinteresada. Nosotros duramos horas enteras debajo de un árbol en una especie de microsimposio filosófico oyendo a los mayores del mundo arhuaco sobre la importancia del medio ambiente. Infortunadamente, lo que está pasando hoy en Colombia es una cacofonía de gritos impresionantes. Horroroso, realmente.
Acabamos de salir de elecciones regionales y la polarización parece cada vez mayor, así como la intolerancia. ¿Eso qué le dice a usted como filósofo?
Es que nosotros gritamos mucho en Colombia. Hizo carrera que el que grita más tiene la razón y eso liquida el silencio, la capacidad de escucha, la capacidad de autocrítica y de reconocer al otro. Ese es uno de los aprendizajes que deja la Comisión de la Verdad, incluida la importancia de la introspección. Y el reconocimiento del otro, porque la Comisión se dedicó a reconocer el dolor de unos que lo sufrieron y que otros lo produjeron.
¿Usted, que ha hecho investigaciones sobre antropología del poder, qué sugiere hacer para que el estamento político se concientice de esto que hablamos?
Mi trabajo con el poder es mucho más microscópico, pero creo que mientras no haya conciencia de no seguir estimulando la mentira o las verdades a medias, lo demás es pura carreta, francamente hablando. Es que la gente hace lo contrario: utilizar el dolor de otros en beneficio de sus intereses políticos. Hay un déjà vu tremendo en Colombia que en parte tiene que ver con la incapacidad que tenemos para reconocer y no olvidar a los demás.
Para sus estudios, utsted ha entrevistado a torturadores en Sudáfrica y ha investigado genocidios. Odiar y no reconocer al otro es una causa de la guerra en Ucrania y en la Franja de Gaza. ¿Es una enfermedad global, también?
Es un mal de la historia de las sociedades. No quiero hacer la apología del olvido, yo sería el último que haría eso, pero también estoy convencido de que si nosotros no olvidamos relativamente —y olvidar no quiere decir clausurar, sino aprender a convivir con los espíritus de los que ya no están—, las sociedades no se mueven hacia el porvenir. Siento que en Colombia no hemos podido aprender a convivir con los espíritus, y no me refiero solo al mundo indígena, me refiero a los muertos que hay alrededor de nosotros.
¿Estos años en la Comisión cambiaron su filosofía de vida?
Por supuesto, mi tránsito por la Comisión me cambió en algunas cosas drásticamente. Sigo pensando esencialmente las mismas cosas sobre el aparato transicional que ha sido parte de mi investigación, pero emocional, afectiva y filosóficamente me ha cambiado en el sentido de que tengo que comenzar a buscar otros caminos distintos para hablar y narrar. Algo telúrico me movió ahí.
Usted es doctor en Antropología y Filosofía, especialista en desarrollo, paz y estudio de conflictos, y ha sido maestro invitado en universidades latinoamericanas, de Estados Unidos, España, Austria, Alemania y África. ¿Por qué ahora está de visitante distinguido del King’s College de la Universidad de Londres?
Necesitaba un poco de espacio y de tiempo para escribir y para pensar todo el trabajo que hicimos con la Comisión de la Verdad. Por todos estos años de investigación recibí con mucho afecto el premio que la Fundación Alejandro Ángel Escobar nos entregó. (Vea una entrevista de Nelson Fredy Padilla al constitucionalista Rodrigo Uprimny).
¿Sobre qué está escribiendo allá? ¿Hace parte de la socialización del trabajo en la Comisión?
Escribo dos o tres capítulos de un libro que se llama La palabra nómada. Violencias y pedagogías de lo irreparable, que es un texto reflexivo sobre mi trabajo como profesor e investigador en varios lugares del mundo. No tiene nada que ver con lo que hice en la Comisión, pero el 1.° de diciembre voy a hacer una gran lectura del volumen de testimonios que ganó el premio, aquí en la capilla de la Universidad.
¿De qué se trató ese trabajo titulado “Cuando los pájaros no cantaban. Historias del conflicto armado en Colombia”, que la Fundación exaltó como una investigación innovadora y disruptiva porque no vuelve a narrar literalmente la violencia que vivimos y, por lo tanto, no revictimiza, sino invita a construir país?
Tomamos muchas decisiones de orden editorial y académico. Hubo consideraciones éticas, morales, políticas y filosóficas, etc. Basado en el trabajo de la Comisión, pero sobre todo en los años de mi trabajo académico, concluimos que el país estaba saturado de la narrativa de las historias de devastación que jamás terminaremos de contar. En muchas conversaciones, la gente siempre me decía: “No queremos seguir escuchando motosierras”. El debate sobre memoria en Colombia había llegado a un punto complejo en el sentido de que lo único que escuchábamos, por lo menos los últimos 20 años, eran historias de horror. Entonces lo que acordamos fue: contémosle a la gente y al país de una manera distinta, incluso cuestionando muchas cosas, qué es la guerra desde la vida cotidiana y eso nos transformó radicalmente. El conflicto en Colombia son múltiples violencias interpuestas unas con otras y uno de los efectos de lo que decidimos fue entender que la violencia no es una cosa que pasa sobre los cuerpos, sino que son muchas otras cosas y eso resulta disruptivo.
¿Cómo hicieron ese trabajo desde la Comisión, gran parte la durante la pandemia, recorriendo el país y recolectando testimonios que son el alma sonora de este aporte?
Nosotros hablamos con toda la gente que tuvo que ver con los testimonios ante la JEP (Jurisdicción Especial para la Paz) para tratar de encontrar una aguja en un pajar, lo que yo llamo historias dentro de historias, no la violencia literal, sino las reverberaciones de eso. Es un volumen que atraviesa todas las áreas investigativas de la Comisión y, como había un proyecto sonoro detrás, monté un grupo de trabajo sobre grabación y sonido para construir la parte que tiene que ver con la naturaleza y el dolor de la naturaleza. Todo se juntó en una serie de métodos de escucha de la investigación para hacer una curaduría de 260 historias. Eso sacado del archivo tan grande que tiene la JEP fue un trabajo descomunal, monumental. Para mí era tener tres empleos simultáneos, porque tenía que rendirle al plenario de la Comisión, leer los informes de los otros comisionados e ir escribiendo sobre todo eso.
¿Explíquele a un ciudadano qué encuentra en la página web del Informe final de la Comisión de la Verdad “Hay futuro si hay verdad”?
Aparece un enlace que se llama volumen testimonial y ahí puede acceder tanto a los escritos como a la plataforma sonora que tiene que ver con el porvenir y fue donde montamos más de 30 espacios sonoros que hemos presentado en universidades, comunidades y hasta en bienales de arte.
Usa la palabra porvenir y ese enfoque fue el que más me gustó, porque, más allá de la memoria de lo acontecido, están los testimonios de las víctimas y de actores del conflicto (exmiembros de la fuerza pública, guerrilleros, paramilitares) hablando de un país que debe construir su futuro. O sea, no olvidemos el pasado, pero miremos hacia adelante.
Eso es polémico, pero fue una apuesta que el plenario respaldó ampliamente. Hace parte de lo que lo que llamo una convivencia narrativa, porque aparte de las percepciones políticas y militares, la gente que habla se encuentra en sitios geográficos y culturales que se diferencian. Como decía el colega Alejandro Valencia, ese es un regalo para el país: el esfuerzo tan grande que hizo la Comisión e hicimos entre todos.
Y junto a esas voces ustedes activaron procesos de pedagogía itinerante como el de lectura ritual. ¿Por qué?
La lectura ritual la tenía planeada desde antes de terminar el libro, porque yo he estudiado comisiones de la verdad en países como Perú, Sudáfrica y Sierra Leona, y esa es la noción de cómo la estamos socializando. Es salir a leerle al país un proyecto absolutamente quijotesco y ha sido maravilloso. Lo que hemos hecho es montar sonidos y atmósferas, hablar con la gente, entrar en procesos sociales, leer el texto en voz alta, leer con la gente en un país donde se lee medio libro al año, en promedio.
El gran llamado en ese sentido es a oírnos unos a otros y respetar nuestras diferencias, ¿cierto?
Sí, la filosofía siempre fue: necesitamos que el país guarde silencio para que respetuosamente escuche lo que otros han dicho; esto en un país que no escucha. Entonces vienen los que leen y los que quieren oír y se aguantan una o dos horas. Y piden más. Por ejemplo, en la Sierra Nevada de Santa Marta, en presencia de los sabios mayores arhuacos, nos demoramos seis horas en la lectura. Eso para contarle un poco la dimensión que puede alcanzar esto.
Por ese potencial de conocimiento y curación social, este legado deja mucho para trabajar en el restablecimiento de un diálogo nacional. ¿Qué opina?
Pienso que la verdad es una apuesta de memoria histórica en Colombia y la intención que siempre tuve con eso fue reabrir la discusión sobre ese tema, porque eso se osificó. Tanto debate, todas esas conversaciones... hasta que llegó un momento en que la memoria se estatalizó, se congeló, y nosotros buscamos reanimar esa conversación porque esto no ha terminado y hay mucho por contar.
¿Y cómo fue la incorporación de sonidos de la naturaleza a esta memoria histórica?
Partió de un tremendo debate. Colombia es un país donde las guerras y las violencias atraviesan los territorios en el sentido más material de la palabra y llevan la discusión hasta el nivel de los espíritus, que me fascina. Entonces, la selva, los ríos, las montañas están llenas de entidades que nosotros no reconocemos o algunos no reconocen. Lo que hicimos fue para construir el concepto, al menos, porque creo que a eso todavía le falta trabajo sobre la naturaleza como sujeto de sufrimiento, y si es sujeto de sufrimiento, imagínese lo que quiere decir: que los árboles, que los ríos y las selvas también dan testimonio particular y en conjunto. Es la parte más vanguardista, porque la justicia transicional fundamentalmente gira alrededor de lo humano y no alrededor de lo no humano. Y eso ha dado para unas conversaciones maravillosas que hacen parte del libro en que trabajo, como una puerta que se abre pero que ahora estoy intentando profundizar.
¿Usted, que es experto en justicia transicional, ve ahí una justicia transicional integral?
Yo sí creo que esto es una oportunidad para pensar, una reflexión de fondo sobre qué ha significado la guerra, incluyendo entidades distintas al factor humano, porque, como me dijeron allá en la Sierra, sin ese proceso no habrá paz. Esos espíritus nos falta incorporarlos al mundo académico, occidental. No debemos seguir pensando que los árboles son solo para hacer lápices.
Usted ha trabajado estos conceptos con jóvenes universitarios a partir de su formación antropológica y filosófica, ¿pero me está planteando también lo metafísico?
Es que esto me ha llevado a unas conversaciones tremendas. He hablado frente a auditorios llenos de abogados totalmente incrédulos y hemos terminado conversaciones maravillosas. Lo que pasa es que en este punto de mi carrera personal yo ya no estoy preocupado por el qué dirán académico, entonces eso me ha liberado para poder hablar de estas cosas.
¿Y cómo interpretan esto fuera del país?
Aquí en Inglaterra el tema ambiental es casi obsesivo y hay muchísimo interés y muchísimas sensibilidades. Por eso el gran reto que tenemos ahora con relación a las selvas y los bosques es cómo transmitir unas emocionalidades y afectividades distintas con ayuda, como en este caso, del arte sonoro. La conversación entre arte y ciencias sociales será fundamental.
En resumen, lo que usted y su equipo hicieron es una gran memoria transmedia. ¿Un modelo de las bibliotecas digitales del siglo XXI?
Es un archivo y hay muchas formas de lo archivístico y muchas epistemologías del archivo. Yo creo que hacia el futuro tendremos que permitir la convivencia entre diferentes tipos de archivos, con todas las complejidades de mantenerlos. Estoy aprendiendo la importancia de los archivos de audio.
¿Quiénes integraron su equipo de trabajo?
Quince personas, la mayoría mujeres, para un proceso complejo en medio de grandes afanes y grandes angustias, y terminamos descubriendo cosas maravillosas. Se habrán cometido errores, seguramente, pero no me arrepiento de ninguna de las decisiones. Hubo un momento de crisis muy dura, porque trabajábamos en proyectos distintos y, además de responderle al pleno, había que hacer comentarios sin descuidar el proceso de los sonidos, las grabaciones; parecía mucho para el disco duro.
¿Qué sonidos se quedaron en su mente durante el trabajo de campo?
Jamás se me van a olvidar los sonidos que grabamos en Araracuara, compartiendo con sabios mayores en cinco lenguas distintas. Me acuerdo muchísimo cuando estaban macerando la coca para mambear. Los sonidos de las caminatas por la Sierra Nevada de Santa Marta. Los de los ríos en el Pacífico.
En los documentos que ustedes dejan así como hay un llamado a oír y a dialogar, lo hay también a valorar el silencio. ¿Por qué?
Sí. Estoy convencido de que para poder escuchar primero se necesita silencio. Es un aprendizaje que tomé del filósofo y crítico literario George Steiner, quien decía que no hacerlo es la gran tragedia de este siglo en el mundo; la falta de silencio y el exceso de ruidos. Entonces aprendí también el valor de la gente que da testimonio con el silencio. En Colombia no existe la escucha profunda y desinteresada. Nosotros duramos horas enteras debajo de un árbol en una especie de microsimposio filosófico oyendo a los mayores del mundo arhuaco sobre la importancia del medio ambiente. Infortunadamente, lo que está pasando hoy en Colombia es una cacofonía de gritos impresionantes. Horroroso, realmente.
Acabamos de salir de elecciones regionales y la polarización parece cada vez mayor, así como la intolerancia. ¿Eso qué le dice a usted como filósofo?
Es que nosotros gritamos mucho en Colombia. Hizo carrera que el que grita más tiene la razón y eso liquida el silencio, la capacidad de escucha, la capacidad de autocrítica y de reconocer al otro. Ese es uno de los aprendizajes que deja la Comisión de la Verdad, incluida la importancia de la introspección. Y el reconocimiento del otro, porque la Comisión se dedicó a reconocer el dolor de unos que lo sufrieron y que otros lo produjeron.
¿Usted, que ha hecho investigaciones sobre antropología del poder, qué sugiere hacer para que el estamento político se concientice de esto que hablamos?
Mi trabajo con el poder es mucho más microscópico, pero creo que mientras no haya conciencia de no seguir estimulando la mentira o las verdades a medias, lo demás es pura carreta, francamente hablando. Es que la gente hace lo contrario: utilizar el dolor de otros en beneficio de sus intereses políticos. Hay un déjà vu tremendo en Colombia que en parte tiene que ver con la incapacidad que tenemos para reconocer y no olvidar a los demás.
Para sus estudios, utsted ha entrevistado a torturadores en Sudáfrica y ha investigado genocidios. Odiar y no reconocer al otro es una causa de la guerra en Ucrania y en la Franja de Gaza. ¿Es una enfermedad global, también?
Es un mal de la historia de las sociedades. No quiero hacer la apología del olvido, yo sería el último que haría eso, pero también estoy convencido de que si nosotros no olvidamos relativamente —y olvidar no quiere decir clausurar, sino aprender a convivir con los espíritus de los que ya no están—, las sociedades no se mueven hacia el porvenir. Siento que en Colombia no hemos podido aprender a convivir con los espíritus, y no me refiero solo al mundo indígena, me refiero a los muertos que hay alrededor de nosotros.
¿Estos años en la Comisión cambiaron su filosofía de vida?
Por supuesto, mi tránsito por la Comisión me cambió en algunas cosas drásticamente. Sigo pensando esencialmente las mismas cosas sobre el aparato transicional que ha sido parte de mi investigación, pero emocional, afectiva y filosóficamente me ha cambiado en el sentido de que tengo que comenzar a buscar otros caminos distintos para hablar y narrar. Algo telúrico me movió ahí.