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Miguel Ángel Beltrán llegó corriendo ese 16 de mayo de 1984 al edificio de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Bogotá desde la entrada de la calle 45. Sus latidos se aceleraban y sus piernas se movían ágilmente para alejarse de los policías que habían entrado con motorizados instantes antes. “Si nos cogen nos van a desaparecer”, esa era la certeza que se movía vertiginosamente en su cabeza. En la década de los años 80, la facultad no tenía los ventanales actuales ni esos módulos arquitectónicos que le dan aire de una obra conceptual. Tenía más bien una fachada blanca desgastada.
Unos kilómetros más allá, Claudia Rodríguez observaba desde los ventanales de un quinto piso cómo entraba la fuerza disponible. Poco antes de las dos de la tarde, había llegado a la universidad para asistir a clase. Desde la altura del auditorio de la Facultad de Medicina, su vista daba hacia las Residencias Femeninas. Al asomar su cabeza, veía con terror cómo sacaban a las muchachas. Recuerda como una de ellas, que se veía como si estuviera desmayada, era arrastrada por el césped.
La Facultad de Artes estaba cerrada. Miguel, junto con otros estudiantes, 12 o quizás más, rompieron el vidrio de una de las puertas del edificio. Se metieron sin saber qué hacer ni dónde esconderse. De pronto alguien les abrió un laboratorio de arte. Allí entraron solo cuatro personas, las demás se metieron en otros recovecos. No se podía ver nada, ellos solo escuchaban gritos, llantos, disparos, vidrios rotos, pisadas y tejas corriéndose. Se imaginaban un exterior en caos, mientras en sus huesos sentían que toda esa violencia se acercaba.
Los celadores que tenían turno en las Residencias Femeninas, fueron amenazados por patrulleros cuando se negaron a abrir las puertas. Esas habitaciones, donde incluso había mamás con sus hijos, fueron abiertas a la fuerza, a las patadas. Los lavamanos, bibliotecas, televisores y ventanas de las residencias se redujeron a añicos. Claudia gritaba junto con sus compañeros que soltaran a las mujeres, hasta que sonidos de ráfagas atacaron fuertemente a sus oídos. Comenzaban a disparar hacia arriba. Tuvieron que tumbarse en el suelo.
El miedo invadió el laboratorio de artes. Miguel Ángel gritaba: “Policías. Hijueputas”. Su indignación lo carcomía y los otros tres que lo acompañaban intentaban acallarla. Los gritos podían convertirse en huellas a seguir para encontrarlos. Pero Miguel Ángel no quería ser como los maniquíes que estaban en ese salón, no quería ser algo inerte y silenciado. Si Miguel Ángel hubiera podido, hubiera querido seguir gritando.
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El 16 de mayo de 1984, los estudiantes de la Universidad Nacional organizaron un plantón en rechazo de la desaparición, tortura y asesinato a Jesús León Patiño. Chucho, como lo llamaban, había nacido en Pasto, Nariño, siempre vestía largos gabanes y tenía una voz pausada. Era estudiante de odontología y muy recordado por su compromiso social.
Para ese año, era representante de Cooperación Estudiantil, un grupo que empezó como un programa de ayudas alimentarias y terminó siendo un sistema de veeduría y movilización en torno al Bienestar Universitario.
A inicios de ese mes, Chucho emprendió un viaje a su ciudad natal, pero su último rastro fue el miércoles 9 de mayo en una parada en Cali, donde vivía uno de sus hermanos. Tras una larga noche de búsqueda su cadáver fue encontrado al día siguiente en un cañaduzal cerca de la Universidad del Valle. Su cuerpo fue trasladado a Pasto. Allí se le hizo un reconocimiento que dio cuenta de heridas mortales de bala, signos de quemaduras con cigarrillos, uso de objetos cortopunzantes y amarraduras.
Después de su entierro, su hermano Jaime y sus compañeros se reunieron en Bogotá para organizar el homenaje del 16 de mayo. Ese miércoles violento quedaría en la memoria de cientos, de estudiantes.
Archivos del Búho, un colectivo investigativo de la Universidad Nacional, se ha dedicado a recopilar datos, voces y a reconstruir la memoria de este día. Su informe “Reventando silencios”, se entregó a la Comisión de la Verdad en el 2021, y en él se consigna “el desmedido tratamiento militar de un hecho en el que mayoritariamente se encontraba involucrada la población civil”, comenta Carolina Gómez, una de las investigadoras. Según sus investigaciones, 46 personas resultaron heridas, algunas con armas de fuego. No hay cifras exactas de asesinatos y desaparecidos. También 81 fueron detenidos, independientemente de si hicieron o no parte del tropel. Durante la detención se registraron torturas, golpes y se realizaron montajes judiciales.
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Miguel Ángel estudió biología tres años y medio en la Universidad Nacional y a mediados de 1983 hizo el traslado a sociología. Hoy es profesor de esa universidad y mientras recuerda lo ocurrido ese día hace bailar entre sus dedos un lápiz número dos mordisqueado.
Habla con propiedad y un tono carrasposo. Dice que el evento de ese día era, ante todo, un acto de memoria. “Es una práctica simbólica que siempre hicimos en la universidad, en esa época de asesinatos y de crímenes”, cuenta.
En efecto, para muchos estudiantes, el asesinato de Chucho fue la gota que rebozó el vaso. Desde los años 80 se comenzó a exacerbar el conflicto armado y las ideologías contrarias a las del Estado, y las disputas entre grupos armados y estatales marcaron las dinámicas al interior de la universidad. Para el 84, las relaciones entre el Gobierno y los estudiantes terminaron de romperse por cuenta de las fuertes represiones de las movilizaciones, pero también porque ya para entonces empezaban a sonar los casos de desaparición. “El momento estaba bastante agitado”, dice Miguel.
Además, los beneficios del Bienestar Universitario estaba en juego. Las residencias, las cafeterías y los eventos culturales eran garantías para que los estudiantes de provincia pudieran estudiar en la capital. Sin embargo, cuenta Miguel, “había empezado un poco la política de acabar con todo eso”. Esa era la misma denuncia que venía haciendo Chucho.
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El malestar crecía también por los ocho estudiantes desaparecidos de lo que se llamó el colectivo 82, los asesinatos de profesores como Alberto Alava y el del director de la Facultad de Medicina, Luis Armando Muñoz. Todos estos antecedentes convocaron a la movilización y conmemoración.
El plantón fue citado en la emblemática plaza Che de la Nacional que tiene pintado de negro profundo el rostro del revolucionario comunista y que sobresalta sobre las paredes blancas del Auditorio León de Greiff y el verde de los árboles que se mecen con el viento. Aunque lo han querido borrar en diversas ocasiones, hoy todavía se divisa desde lejos. Es un punto sagrado, quizás el más importante dentro de la universidad. El lugar político donde la pluralidad de ideologías, los murales y el debate se reúnen. Además, sus trazos narran una historia de activismo y reivindicación estudiantil. Allí, en ese espacio de resistencia, es donde inicia todo.
La invitación pública se hizo a las 10:00 a.m. Panfletos y poemas se alzaban en la plaza y las cafeterías, mientras que los estudiantes se iban uniendo a la marcha. Miguel expresa que entre facultades había un vínculo, unas eran más activas que otras, pero igual en esa época había “más convocatoria y participación”.
Como en casi todos los enfrentamientos nadie precisa cuál fue el origen del tropel. Algunos testigos cuentan que un bus de la empresa distrital de transportes entró a la universidad y fue incinerado. Las ventanas, las llantas y el metal fue totalmente consumido por el fuego. El humo fue la señal de que el tropel había comenzado y en las distintas entradas de la universidad empezaron los enfrentamientos entre estudiantes y fuerza pública. Cabezas y bocas cubiertas contra uniformes policiales. Rocas y “papas bombas” en las manos, escudos y gases lacrimógenos en las otras.
Muchos estudiantes estaban preparados para enfrentamientos, pero nunca se imaginaron la magnitud de los hechos. De esa forma lo que empezó como un homenaje dejó horas después un asfalto manchado de sangre y a gritos sustituyendo a la voz de Silvio Rodríguez que se escuchaba en la mañana.
Miguel estaba en la entrada de la calle 45 durante la confrontación: “Estuve acompañando, participando también”. Su militancia política, sus palabras y su relato salen de sus labios con mayúsculas y signos de exclamación. Su indignación todavía se siente cuando habla de lo sucedido y el lápiz en su mano se mueve con mayor rapidez.
A los enfrentamientos le siguió, según testigos, la entrada de la “jaula”, como se le dice a las tanquetas de la policía, que tumbó la puerta. El ruido potente y ensordecedor de los motorizados penetró la universidad. “Fue como una invasión, entraron en estampida”, relata Miguel. Comenzaron a arrestar, a golpear, y luego comenzó el sonido de disparos tirados al azar. Todos salieron a correr. Solo años después se supo que era el Grupo de Operativos Especiales (GOES) e inteligencia el que habían realizado ese operativo.
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Fue en ese momento cuando Miguel y los otros tres estudiantes se metieron en la Facultad de Artes. “Yo tuve suerte”, reconoce. Estuvieron escondidos desde el mediodía que inició hasta muy entrada la noche bajo una mezcla de temor y rabia. No se atrevían a salir por una sola y verdadera preocupación: ser víctimas de desaparición. “Sabíamos que esa práctica se había hecho sistemática por parte de las fuerzas del Estado”, dice Miguel.
En el exterior de la universidad la incertidumbre no era distinta. Fernando, que estaba entre quinto y sexto semestre de medicina en la Universidad Nacional, estaba en un restaurante sobre la calle 26 cuando el tropel comenzó. Por las prácticas, Fernando frecuentaba más el Hospital de la Hortúa (San Juan de Dios), pero no recuerda por qué ese día estaba en la universidad. “Ya sabíamos que iba a ver problemas”, dice Fernando, pero afirma que empezaron a extrañarse cuando vieron tantos policías y a escuchar cada vez más disparos.
A eso se suma que la calle 26 fue errada y, cuentan, la policía empezó a detener a los transeúntes y a pedir documentos. “De todo eso uno se cuidaba”, menciona Fernando, que dice que si algún uniformado se encontraba con un carné de la universidad, podría vincular a esa persona con los enfrentamientos y detenerla.
Así que, dice Fernando, todo el mundo se quedó quieto. Incluso el dueño del restaurante donde estaba almorzando con su novia y sus amigos cerró el establecimiento: “Esperemos a que esto se calme para que puedan salir”, les dijo. Encerrados, las vitrinas se volvieron marcos de televisores que pasaban en sus canales una serie de imágenes violentas. Se habían vuelto espectadores de cómo capturaban y subían a la gente a las jaulas.
Capturaban, golpeaban y subían. Disparaban desde las motos, capturaban, pateaban y volvían a subir. “Yo lo vi”, repite Fernando constantemente junto a expresiones como “horrible”, “feo” y “locura”. Veía un conflicto en el que ambas partes estaban enardecidas. “Ese día se excedieron todos los límites”. Ellos no querían problemas, querían ir a sus casas: “No queríamos terminar por ahí heridos o peor”.
Como el enfrentamiento se prolongó, el dueño del restaurante tomó la decisión de salir. “Yo digo que ustedes son meseros míos. Dejen los carnets acá”, les decía.
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Después del 16 de mayo, la universidad cerró por un año completo. La Plaza Che, los edificios, el césped, las bibliotecas, la filarmónica, los actos políticos, los salones, las tardes de vino y poesía... todo quedó vacío esperando ser ocupado por los estudiantes, sus discursos, su arte y la academia.
Cuando se reabrió la universidad, llegó Marco Palacios como nuevo rector y con él empezaron a hacerse las reformas. Cerraron las residencias y las cafeterías. Todos los beneficios de Bienestar Estudiantil, la lucha de miles de estudiantes que llevaba décadas gestándose, se desarticuló. Para muchos, ese enfrentamiento fue la excusa para terminar con las garantías para que estudiantes de provincia pudieran acceder más fácilmente a apoyos alimentarios y económicos. “Supe de muchos que se devolvieron a sus regiones”, afirma Miguel.
Dos amigas de sociología de Miguel fueron detenidas. Aparecieron como encapuchadas y portadoras de armas. “No fue solo la exposición a los medios, sino también que se les labró un proceso judicial”, cuenta. Hace unos años, Miguel se encontró coincidencialmente con una de ellas. Le contó que a raíz de lo sucedido su otra amiga dejó la carrera, entró en depresión y falleció tiempo después por una enfermedad extraña.
La comisionada Marta Ruiz mencionó durante el diálogo con Archivos del Búho que “a veces se mitifica mucho el Informe Final, como si todo fuese recoger y recoger información”. Sin embargo, concluye que lo verdaderamente importante es el proceso que hay detrás: “El encuentro intergeneracional de quienes intentan entender este pasado y de quienes los protagonizan y enfrentan el olvido, el silencio y la impunidad”.
Han pasado 40 años y todavía el desconocimiento de lo sucedido el 16 de mayo reina insensiblemente desafiando los hechos. El movimiento estudiantil ha sido una de las principales víctimas del conflicto armado y de una narrativa que lo estigmatiza. Hoy se camina por la ciudad universitaria en medio de las “chazas”, los graffitis, los edificios con grietas imprudentes, y otros cuantos construidos recientemente resultado de la persistencia. Hoy los nombres piden ser reivindicados y los hechos esclarecidos.
*Silvia Bravo es estudiante de Periodismo y Opinión Pública de la Universidad del Rosario. Esta crónica fue escrita en el marco de la asignatura Géneros Interpretativos.