25 años de El Billar: los recuerdos de un sobreviviente a ese ataque de las Farc
Hace 25 años, el 1 de marzo de 1998, las Farc propinaron al Ejército uno de los peores golpes de su historia: el ataque de El Billar, que dejó 61 soldados muertos y 43 secuestrados, según la Comisión de la Verdad. Estos son los recuerdos de un soldado que sobrevivió a esta emboscada y también a varios años de secuestro en las selvas.
La tranquilidad del soldado veterano Manuel Fernández Meléndez suele acabarse al despuntar la madrugada, sobre la una o dos de la mañana, “hasta ahí dura mi noche”, dice Manuel.
Durante mucho tiempo soñó con las jaulas de alambre de púas y las cadenas que la guerrilla empleó para mantenerlo amarrado en la mitad de la selva, después de caer secuestrado en los combates de El Billar, Caquetá, hace 25 años. En las madrugadas aquel horror regresa con frecuencia, pero ahora son sus hijos y su esposa quienes aparecen ante sí encadenados en la jaula y él tiene que ir a rescatarlos.
Después de su secuestro, Manuel no se atrevía a beber licor, ni a andar sólo en la calle. “Le tenía miedo a los carros, yo duré un tiempo durmiendo en el piso, en el patio de la casa solo, no me acostumbraba al colchón. Uno sale vuelto un animal, hubo soldados que se fueron por el camino de la droga. Lo que la guerrilla hizo es imperdonable”.
En contexto: Las mujeres que visitaron las jaulas en que las Farc tenían sus secuestrados
Manuel Fernández había nacido en San Jacinto, Bolívar, y se enroló en el Ejército el 4 de enero de 1994 con el Batallón Córdoba de Santa Marta. El asesinato de su padre, un comerciante de San Jacinto, por parte de las Farc, que “le vaciaron una pistola en la cabeza” tras negarse a pagar unas extorsiones, reafirmó su voluntad de convertirse en militar. Fernández fue escogido para integrar la Brigada Móvil No. 3, una de las primeras unidades móviles dotada con una decena de helicópteros, que el Ejército desplegó en su estrategia contrainsurgente buscando contener el avance de las Farc en el sur y oriente del país: “uno nunca estaba tranquilo, éramos un cuerpo élite, donde había enfrentamiento nos mandaban”.
Fernández fue trasladado con la Móvil No. 3 a Cartagena del Chairá, donde el Ejército preveía que la guerrilla iba a sabotear las elecciones del 8 de marzo de 1998. Sus recuerdos de esos días son precisos y describen el que es considerado el peor descalabro militar del Ejército colombiano en épocas recientes.
En contexto: La lucha por la libertad librada por las madres de los soldados secuestrados
Desde febrero de 1998, los hombres de la Móvil No. 3 y también unidades de los batallones 51 y 53 partieron desde el caserío Peñas Coloradas, donde estaban acantonados, para internarse en las selvas del río Caguán bajo la conducción del mayor John Jairo Aguilar, pero la mayoría de efectivos habían salido de permiso días antes. En su momento El Espectador estableció que no había más de 153 hombres de la Brigada Móvil No. 3 en la zona. Desde esos días comenzaron los hostigamientos: “casi todos los días veíamos un muerto o un herido”, dice Manuel.
Ya habían corrido tres semanas en la selva y los víveres comenzaban a agotarse, en ese momento el mayor Aguilar decidió regresar a Peñas Coloradas y reunió a sus hombres a mediodía sobre la quebrada El Billar para comunicarles la decisión. Era el 1 de marzo de 1998.
En la tarde ordenó a una escuadra que saliera a hacer un registro perimetral del área y a 500 metros del campamento chocaron con las unidades del Bloque Sur de la guerrilla, comandadas por Fabián Ramírez, que ya los tenía completamente cercados con medio millar de hombres. Esa escuadra desapareció casi por completo, de acuerdo con Manuel, sólo sobrevivió un soldado de apellido Tabares. Ahí empezó el combate: “era mucho fuego nutrido, no se podía levantar la cabeza porque las balas movían el monte como si fueran brisa”, recuerda Fernández.
Su versión concuerda con la del soldado Jaime Rodríguez Valbuena, quien estaba raspando los restos de una lata de atún cuando empezó el tiroteo que le rompió una de sus piernas. “Yo le acababa de entregar el relevo a Pabón, que sigue desaparecido”, contó Rodríguez Valbuena, recordando el tiro en el pecho que mató a un soldado herido en ese hostigaiento junto a su cabo de apellido Rincón: “ayúdeme, no me deje morir”, fueron las últimas palabras de su compañero. “Él fue el que nos salvó la vida a nosotros”, apunta Rodríguez.
Tanto Rodríguez Valbuena como el soldado Manuel Fernández coinciden en que el choque inicial con la guerrilla donde murieron los primeros soldados fue, paradójicamente, el que les salvó la vida a ellos, porque los alertó. Creen que de no haber sido así los guerrilleros los hubieran asaltado por la noche con un saldo peor al ocurrido.
De la “guerra sin cuartel” al “desastre militar”
Todas las portadas del El Espectador de aquellos días se llenaron con titulares que fueron descendiendo en la escala del pesimismo, pues la situación empeoraba días tras día: “Cruenta batalla se libra en el Caquetá” tituló el periódico el 4 de marzo cuando trascendió la primera información de los combates, luego “Guerra sin cuartel en Caquetá” el 5 de marzo, “Conmoción por Caquetazo” el 6 de marzo, y al final un subtítulo elocuente, cuando ya era evidente que el Ejército había perdido por completo el control de la situación: “El desastre militar en el río Caguán”.
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Desde el martes 3 de marzo la segunda división del Ejército ya había perdido el contacto con sus hombres en el río Caguán, aunque el diario informó que el mayor John Jairo Aguilar “con cuatro soldados se abre paso en retirada por el Cagúan” mientras sus padres rezaban por su vida en Pereira, su ciudad de origen.
Aguilar logró salir ileso de la zona y al principio fue considerado un héroe, pues resistió durante días entre la selva y rescató la única ametralladora M-60 que no cayó en poder de la guerrilla. Sin embargo, luego sería cuestionado como uno de los responsables de la debacle, pues según algunos sobrevivientes fue suya la decisión de internarse en la selva con pocos hombres en condiciones de evidente desventaja.
Cuatro aeronaves habían sido impactadas y en una de ellas murió el soldado Chaverra cuando un tiro rompió las latas del helicóptero que lo evacuaba. El relato de sus hermanas llorando su muerte llenó una página con la crónica de Elizabeth Yarce desde Medellín. Otra página contaba el drama de un campesino que perdió a sus familiares en los bombardeos de la Fuerza Aérea y en las fotos de Alejandro Rivera, Jairo Higuera y Luis Benavides los soldados aparecen desconsolados, repletos de pertrechos y cananas, rumbo a la incertidumbre. La columna de don José Salgar, veterano editor general de El Espectador, lamentó por enésima vez aquella guerra entre “hermanos que no han encontrado la forma de vivir en paz”.
Una interceptación a las comunicaciones entre Fabián Ramírez y el Mono Jojoy daba cuenta que la cifra de soldados muertos superaba el medio centenar y los batallones en Florencia comenzaron a llenarse de parientes desesperados que viajaban desde todo el país a preguntar por sus familiares: “exigen una razón sobre el paradero de quienes fueron a la selva a servirle a la patria y a las órdenes de los generales que despachan desde la capital”, informó el periódico.
Mil doscientos hombres desembarcaron en la base militar de Tres Esquinas en Caquetá para emprender la contraofensiva y hasta allá fue el general Mario Hugo Galán a coordinar en persona las maniobras. Le dijo a los reporteros que aquella era “la batalla más difícil de los últimos tiempos”. El 7 de marzo apenas 27 militares habían sido rescatados con vida y el general Fernando Tapias impidió el ingreso de la Cruz Roja pues, según él, se trataba de una estrategia de la guerrilla para sacar a sus propios heridos.
Mientras el ministro de defensa de la época, Gilberto Echeverry, se apresuraba a desmentir a la guerrilla asegurando que no había tal cantidad de muertos confirmados, los reporteros de El Espectador, que luego se encontrarían a los guerrilleros en un retén en la carretera entre Neiva y Florencia, descubrieron que el Ejército ya había comprado cuarenta ataúdes en las funerarias de la región.
Pero la cifra iba a ser mucho mayor. De acuerdo con la Comisión de la Verdad, el ataque de El Billar dejó como saldo 61 soldados muertos y 43 secuestrados. Junto a las tomas de Mitú, Miraflores y Las Delicias, El Billar fue una de las acciones de las Farc que dejaron más militares secuestrados y un número indeterminado de desaparecidos.
Secuestros que, según el Informe Final de la Comisión de la Verdad “se usaron para forzar el inicio de procesos de diálogo y de acuerdos para la terminación del conflicto armado; la ocurrencia de otros, en cambio, aceleró la ruptura de las negociaciones”, calificándolos como “una grave violación al Derecho Internacional Humanitario”.
El Billar se convirtió en un caso de investigación entre las propias Fuerzas Militares, que elaboraron un documento llamado “Caso Táctico El Billar” en donde concluyeron que “no se estudió -ni se estudia- al enemigo y no se conocen sus nuevas tácticas de operar, cuando evidentemente el enemigo cualitativamente evolucionó de guerra de guerrillas a una guerra de movimientos y posiciones”.
En otras palabras, El Billar significó el giro en el conflicto armado colombiano a finales de los noventa, en donde los grupos insurgentes pasaron a la ofensiva controlando extensas regiones del territorio nacional.
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La jaula verde
Manuel permaneció un día emboscado junto a la quebrada El Billar con otros compañeros y luego logró atravesar claros en la selva hasta un punto cerca de Peñas Coloradas. Los combates se prolongaron durante una semana completa dejando disgregados a varios centenares de soldados. Junto a otros pocos soldados que recogió en la selva Manuel logró salir al caserío Peñas Coloradas el tercer día, donde también había militares a quienes los campesinos habían escondido en sus casas vistiéndolos de paisanos.
Allá se formó un nuevo tiroteo con guerrilleros que patrullaban el río Caguán en botes, por lo que el corrió a esconderse en una maraña de rastrojos donde estuvo enterrado un día completo mientras los guerrilleros lo buscaban, hasta que pudo salir a las 11 de la noche. El sexto día volvió con otro soldado a Peñas Coloradas cruzando un potrero cercano. “Salió guerrilla de todas partes”, recuerda Manuel. Una señora del pueblo se ofreció como intermediaria y los guerrilleros les prometieron que respetarían su vida si se entregaban. En ese momento comenzó su secuestro, el que sería su mayor suplicio.
“No nos mataron porque no les dio la gana, ellos ya tenían pensado hacer el intercambio humanitario”, dice Manuel, que asegura haber visto la última “civilización” esa misma tarde, cuando los guerrilleros lo metieron trocha adentro con otros cuarenta secuestrados, según él, caminando durante un año completo por la selva.
Después llegaron a las famosas jaulas de alambres de púas que las Farc mantuvieron en lo más profundo de la selva como cárceles para sus secuestrados. Allá los obligaban a hacer sus necesidades en una caneca o delante de los propios guerrilleros, una humillación que varios soldados narran todavía con indignación.
Los mantenían amarrados y encadenados todo el día, salvo cuando los sacaban para darles unos cursos de marxismo, donde les hablaban de la esclavitud y la burguesía, que ellos rechazaron enfáticamente. Manuel nunca quiso escribir cartas a su madre, fue su manera de no aferrarse a ninguna esperanza.
La única vez que envió algo fue un papel en blanco que doña Ruth Marina Meléndez recibió de manos de Amparo Rico en la iglesia del barrio 20 de julio, en Bogotá. Supo que era de su hijo porque el sobre llevaba su nombre. Manuel escuchó a su madre una sóla vez por radio, oyendo “Las Voces del Secuestro”, el célebre programa del fallecido Herbin Hoyos, cuando la entrevistaron en una protesta en la Plaza de Bolívar de Bogotá.
Una foto de aquellos años muestra a doña Ruth Meléndez encadenada a una cruz con la bandera de Colombia en medio de una entre tantas manifestaciones contra el secuestro. Otra foto muestra al soldado Manuel Fernández barbado, con botas pantaneras y un rancho de madera que tiene el rostro del guerrillero argentino Ernesto Guevara pintado sobre las tablas, aunque con un error inverosímil en el apellido: “Ché Guebara”.
Por las jaulas de alambre pasaron revista Simón Trinidad, Joaquín Gómez, El Paisa, Jorge Briceño “el Mono Jojoy”, y según el soldado Fernández, hasta el propio Manuel Marulanda “Tirofijo”, fundador y máximo comandante de las Farc. Una mañana, después de varios años de secuestro y ya con los fallidos diálogos de paz del Caguán avanzando, les dijeron que saldrían para otro lugar. La travesía por tierra y ríos para llegar hasta La Macarena, en el Meta, duró varias semanas. Por eso Manuel Fernández cree que siempre los tuvieron fuera de Colombia, en el Brasil.
“Cuando vimos, no había ningún comandante entre los que salimos, sólo soldados”, recuerda Manuel, “después en un cambuche estaban los guerrilleros que habían salido de las cárceles”, fue entonces cuando comprendieron que los iban a liberar como parte del acuerdo humanitario pactado con el Gobierno: “Ahí nos fuimos reuniendo y nos reconocíamos estos son los de Miraflores, estos los de Las Delicias, nosotros somos los del Billar...”
Vea: La promesa de Esperanza Rojas, encontrar a su esposo militar desaparecido
Hoy, a sus 48 años, no ha perdonado a las Farc por el crimen atroz del secuestro pero reconoce que el proceso de paz ha permitido “que eso que yo sufrí no lo vuelva a sufrir más gente” y que “la sangre que ya se ha derramado no sea en vano”.
Manuel fue evacuado en el último avión Antónov de la Cruz Roja, que aterrizó en La Macarena el 28 de junio de 2001 para recoger a 242 soldados y policías en un intercambio humanitario pactado entre la guerrilla y el Gobierno Nacional. Otro centenar de uniformados fueron liberados en regiones distintas del país. Hasta el último minuto Manuel se sintió prisionero y sólo pudo respirar tranquilo cuando el aparato alzo vuelo desde la pista de tierra de La Macarena.
Pero la libertad nunca volvió completa. Manuel, al que la voz se le rasga un único instante mientras habla de los compañeros que murieron en el combate y el cautiverio, sigue siendo un rehén de su pasado, de sus recuerdos: “Fue una cosa terrible, no fue una hora o un día. Me marcó para toda la vida”.
La tranquilidad del soldado veterano Manuel Fernández Meléndez suele acabarse al despuntar la madrugada, sobre la una o dos de la mañana, “hasta ahí dura mi noche”, dice Manuel.
Durante mucho tiempo soñó con las jaulas de alambre de púas y las cadenas que la guerrilla empleó para mantenerlo amarrado en la mitad de la selva, después de caer secuestrado en los combates de El Billar, Caquetá, hace 25 años. En las madrugadas aquel horror regresa con frecuencia, pero ahora son sus hijos y su esposa quienes aparecen ante sí encadenados en la jaula y él tiene que ir a rescatarlos.
Después de su secuestro, Manuel no se atrevía a beber licor, ni a andar sólo en la calle. “Le tenía miedo a los carros, yo duré un tiempo durmiendo en el piso, en el patio de la casa solo, no me acostumbraba al colchón. Uno sale vuelto un animal, hubo soldados que se fueron por el camino de la droga. Lo que la guerrilla hizo es imperdonable”.
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Manuel Fernández había nacido en San Jacinto, Bolívar, y se enroló en el Ejército el 4 de enero de 1994 con el Batallón Córdoba de Santa Marta. El asesinato de su padre, un comerciante de San Jacinto, por parte de las Farc, que “le vaciaron una pistola en la cabeza” tras negarse a pagar unas extorsiones, reafirmó su voluntad de convertirse en militar. Fernández fue escogido para integrar la Brigada Móvil No. 3, una de las primeras unidades móviles dotada con una decena de helicópteros, que el Ejército desplegó en su estrategia contrainsurgente buscando contener el avance de las Farc en el sur y oriente del país: “uno nunca estaba tranquilo, éramos un cuerpo élite, donde había enfrentamiento nos mandaban”.
Fernández fue trasladado con la Móvil No. 3 a Cartagena del Chairá, donde el Ejército preveía que la guerrilla iba a sabotear las elecciones del 8 de marzo de 1998. Sus recuerdos de esos días son precisos y describen el que es considerado el peor descalabro militar del Ejército colombiano en épocas recientes.
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Desde febrero de 1998, los hombres de la Móvil No. 3 y también unidades de los batallones 51 y 53 partieron desde el caserío Peñas Coloradas, donde estaban acantonados, para internarse en las selvas del río Caguán bajo la conducción del mayor John Jairo Aguilar, pero la mayoría de efectivos habían salido de permiso días antes. En su momento El Espectador estableció que no había más de 153 hombres de la Brigada Móvil No. 3 en la zona. Desde esos días comenzaron los hostigamientos: “casi todos los días veíamos un muerto o un herido”, dice Manuel.
Ya habían corrido tres semanas en la selva y los víveres comenzaban a agotarse, en ese momento el mayor Aguilar decidió regresar a Peñas Coloradas y reunió a sus hombres a mediodía sobre la quebrada El Billar para comunicarles la decisión. Era el 1 de marzo de 1998.
En la tarde ordenó a una escuadra que saliera a hacer un registro perimetral del área y a 500 metros del campamento chocaron con las unidades del Bloque Sur de la guerrilla, comandadas por Fabián Ramírez, que ya los tenía completamente cercados con medio millar de hombres. Esa escuadra desapareció casi por completo, de acuerdo con Manuel, sólo sobrevivió un soldado de apellido Tabares. Ahí empezó el combate: “era mucho fuego nutrido, no se podía levantar la cabeza porque las balas movían el monte como si fueran brisa”, recuerda Fernández.
Su versión concuerda con la del soldado Jaime Rodríguez Valbuena, quien estaba raspando los restos de una lata de atún cuando empezó el tiroteo que le rompió una de sus piernas. “Yo le acababa de entregar el relevo a Pabón, que sigue desaparecido”, contó Rodríguez Valbuena, recordando el tiro en el pecho que mató a un soldado herido en ese hostigaiento junto a su cabo de apellido Rincón: “ayúdeme, no me deje morir”, fueron las últimas palabras de su compañero. “Él fue el que nos salvó la vida a nosotros”, apunta Rodríguez.
Tanto Rodríguez Valbuena como el soldado Manuel Fernández coinciden en que el choque inicial con la guerrilla donde murieron los primeros soldados fue, paradójicamente, el que les salvó la vida a ellos, porque los alertó. Creen que de no haber sido así los guerrilleros los hubieran asaltado por la noche con un saldo peor al ocurrido.
De la “guerra sin cuartel” al “desastre militar”
Todas las portadas del El Espectador de aquellos días se llenaron con titulares que fueron descendiendo en la escala del pesimismo, pues la situación empeoraba días tras día: “Cruenta batalla se libra en el Caquetá” tituló el periódico el 4 de marzo cuando trascendió la primera información de los combates, luego “Guerra sin cuartel en Caquetá” el 5 de marzo, “Conmoción por Caquetazo” el 6 de marzo, y al final un subtítulo elocuente, cuando ya era evidente que el Ejército había perdido por completo el control de la situación: “El desastre militar en el río Caguán”.
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Desde el martes 3 de marzo la segunda división del Ejército ya había perdido el contacto con sus hombres en el río Caguán, aunque el diario informó que el mayor John Jairo Aguilar “con cuatro soldados se abre paso en retirada por el Cagúan” mientras sus padres rezaban por su vida en Pereira, su ciudad de origen.
Aguilar logró salir ileso de la zona y al principio fue considerado un héroe, pues resistió durante días entre la selva y rescató la única ametralladora M-60 que no cayó en poder de la guerrilla. Sin embargo, luego sería cuestionado como uno de los responsables de la debacle, pues según algunos sobrevivientes fue suya la decisión de internarse en la selva con pocos hombres en condiciones de evidente desventaja.
Cuatro aeronaves habían sido impactadas y en una de ellas murió el soldado Chaverra cuando un tiro rompió las latas del helicóptero que lo evacuaba. El relato de sus hermanas llorando su muerte llenó una página con la crónica de Elizabeth Yarce desde Medellín. Otra página contaba el drama de un campesino que perdió a sus familiares en los bombardeos de la Fuerza Aérea y en las fotos de Alejandro Rivera, Jairo Higuera y Luis Benavides los soldados aparecen desconsolados, repletos de pertrechos y cananas, rumbo a la incertidumbre. La columna de don José Salgar, veterano editor general de El Espectador, lamentó por enésima vez aquella guerra entre “hermanos que no han encontrado la forma de vivir en paz”.
Una interceptación a las comunicaciones entre Fabián Ramírez y el Mono Jojoy daba cuenta que la cifra de soldados muertos superaba el medio centenar y los batallones en Florencia comenzaron a llenarse de parientes desesperados que viajaban desde todo el país a preguntar por sus familiares: “exigen una razón sobre el paradero de quienes fueron a la selva a servirle a la patria y a las órdenes de los generales que despachan desde la capital”, informó el periódico.
Mil doscientos hombres desembarcaron en la base militar de Tres Esquinas en Caquetá para emprender la contraofensiva y hasta allá fue el general Mario Hugo Galán a coordinar en persona las maniobras. Le dijo a los reporteros que aquella era “la batalla más difícil de los últimos tiempos”. El 7 de marzo apenas 27 militares habían sido rescatados con vida y el general Fernando Tapias impidió el ingreso de la Cruz Roja pues, según él, se trataba de una estrategia de la guerrilla para sacar a sus propios heridos.
Mientras el ministro de defensa de la época, Gilberto Echeverry, se apresuraba a desmentir a la guerrilla asegurando que no había tal cantidad de muertos confirmados, los reporteros de El Espectador, que luego se encontrarían a los guerrilleros en un retén en la carretera entre Neiva y Florencia, descubrieron que el Ejército ya había comprado cuarenta ataúdes en las funerarias de la región.
Pero la cifra iba a ser mucho mayor. De acuerdo con la Comisión de la Verdad, el ataque de El Billar dejó como saldo 61 soldados muertos y 43 secuestrados. Junto a las tomas de Mitú, Miraflores y Las Delicias, El Billar fue una de las acciones de las Farc que dejaron más militares secuestrados y un número indeterminado de desaparecidos.
Secuestros que, según el Informe Final de la Comisión de la Verdad “se usaron para forzar el inicio de procesos de diálogo y de acuerdos para la terminación del conflicto armado; la ocurrencia de otros, en cambio, aceleró la ruptura de las negociaciones”, calificándolos como “una grave violación al Derecho Internacional Humanitario”.
El Billar se convirtió en un caso de investigación entre las propias Fuerzas Militares, que elaboraron un documento llamado “Caso Táctico El Billar” en donde concluyeron que “no se estudió -ni se estudia- al enemigo y no se conocen sus nuevas tácticas de operar, cuando evidentemente el enemigo cualitativamente evolucionó de guerra de guerrillas a una guerra de movimientos y posiciones”.
En otras palabras, El Billar significó el giro en el conflicto armado colombiano a finales de los noventa, en donde los grupos insurgentes pasaron a la ofensiva controlando extensas regiones del territorio nacional.
Lea también: Casi $800 millones perdidos por un error en pago de nóminas del Mindefensa
La jaula verde
Manuel permaneció un día emboscado junto a la quebrada El Billar con otros compañeros y luego logró atravesar claros en la selva hasta un punto cerca de Peñas Coloradas. Los combates se prolongaron durante una semana completa dejando disgregados a varios centenares de soldados. Junto a otros pocos soldados que recogió en la selva Manuel logró salir al caserío Peñas Coloradas el tercer día, donde también había militares a quienes los campesinos habían escondido en sus casas vistiéndolos de paisanos.
Allá se formó un nuevo tiroteo con guerrilleros que patrullaban el río Caguán en botes, por lo que el corrió a esconderse en una maraña de rastrojos donde estuvo enterrado un día completo mientras los guerrilleros lo buscaban, hasta que pudo salir a las 11 de la noche. El sexto día volvió con otro soldado a Peñas Coloradas cruzando un potrero cercano. “Salió guerrilla de todas partes”, recuerda Manuel. Una señora del pueblo se ofreció como intermediaria y los guerrilleros les prometieron que respetarían su vida si se entregaban. En ese momento comenzó su secuestro, el que sería su mayor suplicio.
“No nos mataron porque no les dio la gana, ellos ya tenían pensado hacer el intercambio humanitario”, dice Manuel, que asegura haber visto la última “civilización” esa misma tarde, cuando los guerrilleros lo metieron trocha adentro con otros cuarenta secuestrados, según él, caminando durante un año completo por la selva.
Después llegaron a las famosas jaulas de alambres de púas que las Farc mantuvieron en lo más profundo de la selva como cárceles para sus secuestrados. Allá los obligaban a hacer sus necesidades en una caneca o delante de los propios guerrilleros, una humillación que varios soldados narran todavía con indignación.
Los mantenían amarrados y encadenados todo el día, salvo cuando los sacaban para darles unos cursos de marxismo, donde les hablaban de la esclavitud y la burguesía, que ellos rechazaron enfáticamente. Manuel nunca quiso escribir cartas a su madre, fue su manera de no aferrarse a ninguna esperanza.
La única vez que envió algo fue un papel en blanco que doña Ruth Marina Meléndez recibió de manos de Amparo Rico en la iglesia del barrio 20 de julio, en Bogotá. Supo que era de su hijo porque el sobre llevaba su nombre. Manuel escuchó a su madre una sóla vez por radio, oyendo “Las Voces del Secuestro”, el célebre programa del fallecido Herbin Hoyos, cuando la entrevistaron en una protesta en la Plaza de Bolívar de Bogotá.
Una foto de aquellos años muestra a doña Ruth Meléndez encadenada a una cruz con la bandera de Colombia en medio de una entre tantas manifestaciones contra el secuestro. Otra foto muestra al soldado Manuel Fernández barbado, con botas pantaneras y un rancho de madera que tiene el rostro del guerrillero argentino Ernesto Guevara pintado sobre las tablas, aunque con un error inverosímil en el apellido: “Ché Guebara”.
Por las jaulas de alambre pasaron revista Simón Trinidad, Joaquín Gómez, El Paisa, Jorge Briceño “el Mono Jojoy”, y según el soldado Fernández, hasta el propio Manuel Marulanda “Tirofijo”, fundador y máximo comandante de las Farc. Una mañana, después de varios años de secuestro y ya con los fallidos diálogos de paz del Caguán avanzando, les dijeron que saldrían para otro lugar. La travesía por tierra y ríos para llegar hasta La Macarena, en el Meta, duró varias semanas. Por eso Manuel Fernández cree que siempre los tuvieron fuera de Colombia, en el Brasil.
“Cuando vimos, no había ningún comandante entre los que salimos, sólo soldados”, recuerda Manuel, “después en un cambuche estaban los guerrilleros que habían salido de las cárceles”, fue entonces cuando comprendieron que los iban a liberar como parte del acuerdo humanitario pactado con el Gobierno: “Ahí nos fuimos reuniendo y nos reconocíamos estos son los de Miraflores, estos los de Las Delicias, nosotros somos los del Billar...”
Vea: La promesa de Esperanza Rojas, encontrar a su esposo militar desaparecido
Hoy, a sus 48 años, no ha perdonado a las Farc por el crimen atroz del secuestro pero reconoce que el proceso de paz ha permitido “que eso que yo sufrí no lo vuelva a sufrir más gente” y que “la sangre que ya se ha derramado no sea en vano”.
Manuel fue evacuado en el último avión Antónov de la Cruz Roja, que aterrizó en La Macarena el 28 de junio de 2001 para recoger a 242 soldados y policías en un intercambio humanitario pactado entre la guerrilla y el Gobierno Nacional. Otro centenar de uniformados fueron liberados en regiones distintas del país. Hasta el último minuto Manuel se sintió prisionero y sólo pudo respirar tranquilo cuando el aparato alzo vuelo desde la pista de tierra de La Macarena.
Pero la libertad nunca volvió completa. Manuel, al que la voz se le rasga un único instante mientras habla de los compañeros que murieron en el combate y el cautiverio, sigue siendo un rehén de su pasado, de sus recuerdos: “Fue una cosa terrible, no fue una hora o un día. Me marcó para toda la vida”.