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El Acuerdo de Escazú va avanzando a paso firme en el Congreso de la República. El pasado 26 de julio pasó al tercero (de cuatro debates) con los que el país ratificaría su compromiso ambiental. Aunque desde 2019 el representante de Colombia ante las Naciones Unidas, Guillermo Fernández de Soto, suscribió este pacto, llevaba más de dos años atascado en el Congreso de la República con una férrea oposición a hacerlo realidad.
Colombia podría convertirse en el país número 14 en ratificarlo. Este es el acuerdo medioambiental más importante de América Latina y busca establecer unos estándares internacionales para la protección de los derechos humanos y el medio ambiente. Lejos de lo que ha expresado la oposición, Escazú no es un riesgo para la soberanía del país sino es más bien, en palabras de la investigadora Laura Santacoloma, son unos “ojos internacionales” que tendría Colombia para garantizar que cumpla lo pactado.
La investigadora de Dejusticia, coordinadora del área de justicia ambiental, en entrevista con Colombia+20 explicó lo que significaría para el país la ratificación de Escazú en casos de conflictos socioambientales como el del páramo de Santurbán o el caso de Cajamarca y su lucha contra la minería a cielo abierto, además de los casos de la represa de Hidroituango y el fracking. Explicó la importancia de que este asunto entre en la agenda de la “Paz Total” del gobierno de Gustavo Petro.
¿Qué significa para Colombia, en materia de derechos humanos, pueda llegar a adherir el Acuerdo de Escazú?
Eso significa que hay un avance enorme en materia de cumplimiento internacional y en derechos fundamentales. Además, es el primer paso para cumplir con lo que ya se había prometido. Hay algo que se llama Pacta sunt servanda que es un principio de Derecho Internacional y dice que los pactos son para cumplirlos, entonces el hecho de que un gobernante, hace más de dos años, hubiera manifestado su interés en suscribir este acuerdo y no lo hubiera hecho, nos dejaba en un limbo jurídico. Ya la experiencia nos ha mostrado que Colombia necesita impulsos, reglas y veeduría internacional. Ahora, este tipo de pactos no son nuevos en el país. Tenemos ya la experiencia del Protocolo de San Salvador y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que han llevado litigios socioambientales. Escazú, entonces, lo que hace es poner un zoom a Latinoamérica por ser una región con alto nivel de conflictos de este tipo, de riesgos para los líderes ambientales, para que disminuya la conflictividad en esta materia.
Lo más importante para Colombia, diría yo, es la obligatoriedad de proteger a los y las defensoras de derechos medioambientales. Eso no tiene antecedentes en el mundo. Es algo necesario para avanzar como país.
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¿Qué es lo que debería priorizar el gobierno entrante luego de que se ratifique el Acuerdo?
Esto no va ser tan rápido ni tan automático. Después de que el Congreso de la República ratifique Escazú (con los dos debates que faltan) eso pasará a sanción presidencial y después a control de constitucionalidad. Una vez termine ese proceso, debe venir un diseño de cuáles serán los compromisos, justamente, para darle desarrollo a los estándares del Acuerdo. No sé quién lo va liderar, si la Presidencia o el Ministerio de Medio Ambiente, lo cierto es que deben establecer metas y acciones concretas para el cumplimiento de Escazú. En este punto es importante entender que el Acuerdo de Escazú no impone hechos específicos sino que propone estándares generalizados, pero será este nuevo Gobierno el que deba explicar cómo va alcanzar esos estándares.
Ahora bien, creo que una de las prioridades será poner la lupa sobre la consulta previa. Hay una legislación sobre este tema, pero a las comunidades ni a la gente se les consulta en los procesos que debería. Entonces, Escazú lo que podría hacer es proponer un tipo de vigilancia y veeduría para que también se puedan recibir recomendaciones sobre cómo avanzar en la protección de las comunidades más afectadas por el conflicto armado y que, constantemente, viven conflictos socioambientales.
Como investigadora en estos temas, ¿qué es lo que en Colombia generan este tipo de conflictos?
Hay referentes muy importantes para entenderlo, como el caso del páramo de Santurbán y Cajamarca, que se oponen a la minería a cielo abierto. También el fracking, el caso de Hidroituango, por ejemplo, en los que hay intereses económicos y empresariales pero también hay comunidades oponiéndose a muchos procesos. Creo que lo que más nos cuestiona es ¿por qué estos conflictos permanecen tanto en el tiempo? ¿Por qué tienen que terminar en mano de jueces? Esa llegada a instancias judiciales debería ser mínima si se cumpliera con los más básicos estándares de derechos humanos: como la consulta previa, como la socialización de los proyectos, la concertación con las comunidades.
(Nota relacionada: Pacto de la Paz Total: la ambiciosa apuesta del gobierno Petro)
Creo que en Colombia hemos sido permisivos en ese tema. No debería haber violaciones a los derechos humanos en, por ejemplo, casos de economía extractivista. ¿Cómo permitimos que se nos volviera paisaje que la extracción de minerales afectara comunidades campesinas, étnicas? ¿Cómo toleramos que en nombre de una actividad económica se pasara por encima de los derechos de la gente? Estamos como la Comisión de la Verdad, cuestionándonos todo el tiempo por qué no evitamos que todo eso pasara.
Muchos de los conflictos socioambientales se dan en zonas de conflicto armado, de presencia de actores ilegales y de victimizaciones para las mismas comunidades. ¿En qué podría incidir Escazú en estos casos?
Hay que entender dos cosas y es que en Colombia estos conflictos se presentan con economías legales e ilegales. El caso del paramilitarismo, por ejemplo, en el que ha quedado en evidencia que hubo indicios de empresas que se asociaban con grupos de autodefensas, por ejemplo, para poder sacar adelante un proyecto económico. Uno de los referentes en el tema está en el Chocó con las comunidades indígenas y el Consejo Comunitario Mayor del Jiguamiandó en el caso del cerro Care Perro. Allá se han presentado desplazamientos y victimizaciones por oponerse a un megaproyecto de minería y es un caso de conflicto socioambiental claro en Colombia.
La pelea a través de Escazú, en estos casos, es sobre la legalidad. Las empresas que quieran trabajar actividades legales en Colombia, como mínimo, no deberían violar los derechos humanos de la gente a los territorios que llegan. Hay unas normas para prever este tipo de situaciones y Escazú, entre otras cosas, podría hacer veeduría a que esto se cumpla y se mitiguen los riesgos. (...) El Estado es quien debe garantizarlo. No se puede ser un Estado violador de los derechos humanos.
La mayoría de estas normas o estándares de protección ya han sido ordenadas por la Corte Constitucional...
Claro. Es que Escazú no es que sea una gran ‘panacea’ o algo muy nuevo e innovador. Lo que pasa es que el Estado no se ha comprometido ni siquiera con su Corte Constitucional, ni con las normas o proyectos de ley que regulan el ingreso de empresas o proyectos a ciertos territorios del país donde hay presencia de comunidades indígenas y actores armados, la diferencia ahora es que vamos a tener unos estándares internacionales altos vinculados a cumplir esos compromisos en materia de derechos humanos. Eso pone a Colombia en una posición en la que debe cumplir porque habrá veeduría internacional. Digamos que en el escenario más lejano, el Estado podría llegar a ser condenado si no cumple con lo que pactó.
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Hasta ahora ningún caso ha llegado a un tribunal por Escazú, pero la Corte Interamericana de Derechos Humanos sí ha litigado procesos de este tipo, por ejemplo, en Perú. Ahora, hay que entender que quienes irían al tribunal son los representantes del Estado, no la empresa o el privado que incumplió, porque es el Estado el que tiene la obligación de contener y poner límites a la empresas o proyectos.
Escazú plantea el concepto de “democracia ambiental”, en el que hablan, entre otras cosas, de la importancia de proteger a los líderes ambientales. ¿Cómo podría incorporarse eso en Colombia?
El concepto de democracia ambiental ya está incorporado en nuestro ordenamiento jurídico. De hecho Colombia es un país democrático y eso se traduce en que el Estado debe proteger los derechos de las personas y garantizar su participación. El tema de que los defensores de Derechos Humanos tengan altos riesgos como pasa acá no es solo un tema de democracia ambiental sino esencialmente de derechos. Yo hablaría, más bien, del concepto de justicia ambiental, entre otras cosas, porque la justicia ambiental pone el foco en la repartición adecuada de cargas y beneficios de la ciudadanía.
Entonces estos asesinatos tienen mucho que ver, de un lado, por el problema de tierras histórico de Colombia en el que hay un acaparador y unas comunidades vulneradas, muchas veces victimizadas por actores armados. Pero de otro lado, los proyectos extractivos que también han originado tantos dilemas de nuestro conflicto armado. En estos puntos la participación de líderes ambientales es fundamental porque el Estado debe garantizar que las comunidades tengan representatividad política y participación directa para plantear esas problemáticas.
El asunto es muy claro: Si los líderes se van (desplazados o son asesinados) se acaba el proceso comunitario en muchas poblaciones. En ese caso nadie los representa y hasta ahí llega cualquier posibilidad de participación y de acceder a una voz en estos escenarios. Hay que tener en cuenta que el contexto del país es complejo: la mayoría del territorio tiene problemas de conectividad, de infraestructura, de acceso a la información. Los líderes no tienen herramientas más que su propia voz, por eso es tan crítica su situación, porque sin ellos no hay sociedad civil en los territorios.
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¿Cómo debe el Gobierno entrante abordar el Acuerdo de Escazú para que sea parte de su agenda de paz territorial?
El Acuerdo de Escazú tiene que entrar en la “Paz Total” del nuevo gobierno, absolutamente, porque tiene todo que ver con las comunidades que han vivido el conflicto. Sin justicia ambiental no podríamos hablar de paz total. (...) Finalmente Escazú es un acuerdo de voluntades, como un contrato. La voluntad de el Estado, que en 2019 dijo que se suscribiría al Acuerdo (en la presidencia de Iván Duque) y de unos países vinculantes también que estarán pendientes de que acá cumplamos con eso. Pero finalmente las reglas de cómo se hará la protección de líderes, el acceso a información y los otros estándares del pacto, los ponemos nosotros como Estado.
¿Esas voluntades se cumplieron en el gobierno Duque?
Hay que recordar que el Estado colombiano en el gobierno Duque no quiso que hubiera una sola visita de las relatorías de derechos humanos, por ejemplo. No quiso, no los invitó ni una vez. Desde Dejusticia nosotros intentamos intervenir y hablar con varios relatores por el tema de la aspersión con glifosato, por ejemplo, y los relatores le dijeron al gobierno Duque que los invitaran a hacer una visita para esa verificación, pero la canciller (Martha Lucía Ramírez) dijo que eso era una invasión de la soberanía del Estado, que era un tema de seguridad nacional y no de derechos humanos. Ese es un antecedente claro.