La historia de los hijos de ex-FARC que crecen entre la paz y la incertidumbre

Luego de dejar las armas, Ana y Segundo tuvieron dos hijos que, aseguran, han sido el motor de su tránsito a la vida civil, aún marcado por dificultades. ¿Qué ha pasado con los niños concebidos por los excombatientes de las FARC? ¿Por qué el 86 % ha tenido que abandonar las zona rurales y trasladarse a las ciudades? Crónica.

Julián Ríos Monroy
24 de noviembre de 2024 - 11:28 p. m.
Desde noviembre de 2016 hasta octubre de 2024 nacieron 2.968 niños y 2.953 niñas, hijos de firmantes de paz.
Desde noviembre de 2016 hasta octubre de 2024 nacieron 2.968 niños y 2.953 niñas, hijos de firmantes de paz.
Foto: Óscar Pérez
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El hombre que cruza el pasillo de cemento esquivando juguetes, zapatos y materas tiene dos sombras. Una es la suya, la de Segundo; la otra, pequeña y delgada, es la de Evelin, su hija de seis años, que lo acompaña a todas partes esta tarde, mientras una lluvia tenue resuena en el tejado de las casas que conforman el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) de Icononzo, Tolima.

Cuando se enteró de que por primera vez sería papá, sintió una mezcla de alegría y preocupación. Apenas un año antes, él y Ana, su esposa, habían entregado las armas que los acompañaron durante su paso por la guerrilla de las FARC, y veían que el proceso para volver a la vida civil iba más lento de lo que les habían prometido y tenía varias trabas por delante.

Pero hoy, ocho años después de la firma del Acuerdo de Paz, ambos están convencidos de que su hija llegó en el momento preciso. “En la guerrilla uno no tenía esas responsabilidades, pero ahorita, en la sociedad, a uno le toca asumir eso. Nadie lo va a mantener a uno. Toca proyectarse y salir adelante por los niños. Yo quiero darles lo mejor, me sueño con que sean profesionales”, dice Ana mientras alimenta a Ian, su segundo bebé, que nació hace cuatro meses.

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Él y su hermana hacen parte de los 5.921 niños concebidos por excombatientes de las FARC desde la firma del Acuerdo de Paz, el 24 de noviembre de 2016, hasta octubre de 2024, según registros de la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN).

De los casi 6.000 “hijos de la paz”, como se les conoce, solo 852 (el 14 %) siguen viviendo en los 24 antiguos ETCR, todos ubicados en zonas rurales.

Los espacios, que enfrentan dificultades de seguridad, acceso a servicios públicos, educación e infraestructura, han ido quedando vacíos a medida que pasa el tiempo, en el afán de los excombatientes por buscar nuevas oportunidades para sus familias en las ciudades o municipios vecinos.

Del “baby boom” a encarar la implementación

Ana tiene claro que está viviendo los mejores amaneceres de toda su vida. No le importa si hay llanto, si no puede dormir hasta tarde o si urge cambiar un pañal.

“Es que es una emoción muy difícil de describir, que uno se levante y sienta a su niño, que le digan mamá, después de tanto tiempo en el que uno veía imposible tener un hijo”, dice mientras le pone a Ian un pantalón del Rayo McQueen.

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Cuando termina de vestirlo, Segundo se acerca, levanta al niño y lo lleva hasta una hamaca en el fondo de la habitación, un rectángulo con piso de mineral rojo y paredes construidas con láminas prefabricadas. Evelin llega detrás, le da una mirada a su hermano y comienza a mecerlo.

Ana —34 años, piel trigueña y ojos achinados— conoció a su esposo en las sabanas del Yarí, en 2016, durante la Décima Conferencia de las FARC, que selló el fin de esa guerrilla para dar el salto a la vida civil.

En ese momento, con la negociación de paz a punto de concluir, varios combatientes comenzaron a pedir permiso para ser padres, algo que no solo estaba prohibido en los estatutos de las FARC, sino que era impensable en medio de la guerra.

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Poco después de que les dieron luz verde, el entonces comisionado de paz del Gobierno, Sergio Jaramillo, estimó que nacerían unos 300 bebés tras la firma del acuerdo de terminación del conflicto.

Pero sus cálculos fallaron, pues la explosión demográfica fue más grande: en 2017 nacieron 608 niños; en 2018, 1.016; en 2019, 950. La cifra más baja se registró en 2023 (472 nacimientos), y en los primeros 10 meses de 2024 hubo otros 222.

Segundo explica el ‘baby boom’ como una respuesta al giro que dieron las vidas de los antiguos guerrilleros.

“Las normas que había en las FARC no permitían conformar una familia. Estábamos siendo perseguidos por las Fuerzas Militares, y en un asalto o un bombardeo podíamos caer tanto combatientes como niños inocentes, entonces por esa situación no era permitido tener hijos. Pero ya cuando dimos este paso a ser civiles con el proceso de paz, varios pensamos: ‘El pasado, pasado. Ya no queremos saber más de la guerra’. Y nos enfocamos en tener una familia”, dice sentado en una banca de madera.

Pero ese camino ha tenido altos y bajos. De un lado, más del 92 % de los 13.000 guerrilleros que firmaron el Acuerdo de Paz han cumplido sus compromisos, y el inicio de una nueva vida junto a sus hijos ha sido uno de los mayores logros del pacto; del otro, estas familias han tenido que enfrentar el rezago de varios puntos de la implementación.

Uno de los principales desafíos ha sido la seguridad: en los últimos ocho años, 435 excombatientes han sido asesinados, y cientos de pobladores de tres antiguos ETCR han tenido que desplazarse por las amenazas de grupos ilegales.

A eso se suman las dificultades en el despegue de los proyectos productivos que les garantizarían autonomía económica, las demoras en la compra de tierras para poner en marcha sus iniciativas, la estigmatización y las trabas para conseguir empleo, y la falta de acceso a derechos básicos como la educación, la salud y la vivienda digna.

La familia de Ana y Segundo tuvo que encarar esas situaciones. En 2018, cuando estaba Ana embarazada de Evelin la diagnosticaron de alto riesgo y, ante la falta de servicios de salud en el Espacio Territorial de Icononzo, tuvieron que trasladarse a un barrio periférico del sur de Bogotá.

“Ahora venimos al ETCR solo de vez en cuando, pero no podemos devolvernos. Acá las casas se quedaron así, en material provisional, y si tuviéramos que mandar a la niña al colegio le tocaría caminar dos horas. Un colegio y vivienda digna hacen falta acá”, dice Ana.

“Yo quiero ser doctora y comprar una casa”

Evelin conserva algunos de los rasgos del pueblo indígena curripaco, al que pertenece su madre. La piel morena, el cabello largo y liso. Cuando se para al lado de su papá, su estatura alcanza el codo de Segundo. Caminan de la mano por las calles destapadas del ETCR, un terreno quebrado que de a poco han ido explanando los exguerrilleros para construir sus casas.

Hasta hace algunos años, las fachadas tenían pintados en colores vivos los retratos de varias figuras de izquierda y de las FARC: el Ché Guevara, Alfonso Cano, el Mono Jojoy, Jesús Santrich, Jacobo Arenas... Pero poco a poco, las paredes se han ido destiñendo y pasan casi desapercibidas.

Ella aún no tiene claro el pasado de armas de sus papás. Segundo y Ana saben que esa conversación llegará, pero ahora mismo su foco está puesto en otros temas.

“Uno les puede decir de dónde viene, y ellos verán si se avergüenzan o no de uno, pero aquí lo que queremos es que estudien, que tengan un futuro. Que lo que no pudimos hacer lo hagan ellos, que salgan adelante y poderles dejar algo”, asegura Segundo.

Evelin, con su voz aguda y los seis años que lleva encima, asegura que ya sabe lo que quiere lograr cuando crezca. “Yo quiero ser doctora y tener una casa con piscina. Me gustan mucho las piscinas”, dice la niña.

Para Ana, cumplir ese anhelo sería, en parte, lograr una meta propia que ya ve lejana.

Los firmantes, a la espera de oportunidades

Luego de dejar las armas, cuando sonaron promesas de todas partes, se ilusionó con entrar a la universidad y estudiar Derecho, pero no se ha abierto ninguna puerta que se lo permita.

“Para estas alturas ya deberíamos ser profesionales, porque una carrera dura cinco años y acá ya llevamos ocho en el proceso, pero no se ha podido. Varios terminamos el bachillerato y hemos seguido haciendo cursos o diplomados, pero no hay forma de avanzar más. ¿Qué me queda a mí? Tratar de autoeducarme para ayudarles a mis hijos con las tareas, para apoyarlos, trabajar duro y que ellos sí puedan llegar a la universidad”, dice la mujer.

Ante la falta de oportunidades de estudio, Ana está tratando de despegar un proyecto de confecciones en la localidad de Ciudad Bolívar (Bogotá), junto a una mujer que fue víctima del conflicto. Su idea es emplear a otras madres, especialmente cabezas de hogar, y convertirse en un ejemplo de reconciliación.

Las cosas tampoco han sido fáciles para quienes soñaron una vida en el campo tras abandonar la guerra.

La primera vez que fui al ETCR de Icononzo, en 2018, los excombatientes estaban organizándose para iniciar proyectos agropecuarios y microempresas.

Ahora mismo, varios de esos proyectos están estancados o tuvieron que trasladarse. Uno de las que más sonó fue la cervecería artesanal La Roja, que se fabricaba en ese poblado y fue despegando poco a poco hasta comercializarse en las ciudades principales del país. Desde hace algunos meses, la planta de producción tuvo que moverse a Bogotá, entre otras razones, por las dificultades de acceso al ETCR.

Antes, recorrer los 16 kilómetros que separan al espacio del casco urbano tomaba 40 minutos, pero hoy en día, por el mal estado de la vía, el recorrido puede tardar hasta dos horas.

“Nosotros jurábamos que para esta época ya íbamos a tener una autopista para sacar productos a Icononzo y a Bogotá, pero la trocha cada vez está peor. A los compañeros que tienen cultivos les ha tocado pagar hasta el doble en transporte, y ahí se queda toda la ganancia”, dice Segundo, quien aunque consiguió trabajo como escolta, añora regresar al campo.

La guerra, nunca más

Desde 2016, las vidas de Ana y Segundo tomaron un rumbo distinto que ahora tiene el nombre de Ian y Evelin en cada paso.

No solo se trata de pensar en un mejor futuro para ellos, sino de dejar por fuera cualquier posibilidad cercana a la guerra.

Como dice Segundo: “Es que los hijos son el motor de uno. A uno le cambia toda la perspectiva. Algunos compañeros se han devuelto para la mata (a la guerrilla), pero los que tenemos familia pensamos mucho más allá. Yo digo: ‘No, yo tengo quien me espere en la casa para consentirla y que me consienta’, yo no tengo nada que hacer por allá”.

Los ocho años que llevan transitando hacia la vida civil les han servido para convencerse de que la lucha armada es anacrónica e inútil, y sus niños se han convertido en un ancla para reafirmar su compromiso con la paz. Saben que aún hay muchas promesas a mediocamino, pero tienen claro que deben seguir insistiendo. Por ellos y por sus hijos.

Julián Ríos Monroy

Por Julián Ríos Monroy

Periodista y fotógrafo. Es subeditor de Colombia+20 y profesor de cátedra en la Universidad del Rosario.@julianrios_mjrios@elespectador.com

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Sara(d89ha)24 de noviembre de 2024 - 11:33 p. m.
Los hijos son una bendición, un motor que mueve, por ellos se alcanza la fe, la esperanza pervive y todo se multipica, la misericordia de Dios sehace presente donde hay niños y amor y ganas de sacarlos adelante.
pachobarrios(bz384)24 de noviembre de 2024 - 02:38 p. m.
¿Cómo así que "baby boom"? No sean tan banales. (El texto es bueno)
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