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Hace 20 años, cuando Aída Quilcué era invitada a paneles o eventos, los organizadores le pedían que se fuera en un traje formal. Ella se ponía, entonces, su ruana y sombrero, se terciaba la mochila de lana de ovejo y adornaba su vestimenta con collares coloridos de chaquiras con símbolos del pueblo indígena nasa del Cauca, de donde es oriunda. Era su manera de decirles que “lo formal” y “lo elegante” eran construcciones sociales que no encajaban con sus parámetros culturales ni con su historia. Era un mensaje contundente de la necesidad de “descolonizar el pensamiento para volver al origen”.
Esa ha sido su gran lucha como defensora de derechos humanos. Esta mujer de 48 años ha trabajado para que los 102 pueblos indígenas que existen en Colombia sean visibles y tratados con dignidad y respeto. La construcción de paz, las salidas negociadas de los conflictos, la verdad sobre las afectaciones que han vivido los indígenas, la importancia del papel de la mujer en la toma de decisiones y la necesidad de una reparación a las víctimas de la guerra han sido sus banderas.
“Necesitamos una verdad en la que empecemos a descolonizar esa mirada discriminatoria, racista, que en muchas ocasiones nos señalaron como revoltosos, rebeldes, terroristas o salvajes”, dijo en 2018, en uno de los primeros eventos de la Comisión de la Verdad, refiriéndose a la exclusión y discriminación históricas que han vivido los indígenas.
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Aída es una mujer alegre, valiente y fuerte. La respetan los mayores y líderes afros, campesinos e indígenas de todo el país. Es una lideresa innata. Creció en un proceso comunitario, en una familia en la que mamá y papá han sido, hasta hoy, orientadores de sus resguardos; primero en Vitonco, donde vivió hasta 1994, y luego en Piçkwe Tha Fiw, en Tierradentro. “Ese legado ha influido para caminar en ese proceso del movimiento indígena colombiano”, agrega.
Desde pequeña ha tenido que sacar fuerzas por el bienestar de su comunidad. En 1994, “por un llamado de la naturaleza”, dice Aída, tuvieron que dejar Vintocó. Un terremoto de 6,4 grados en la escala de Richter provocó una avalancha en la cuenca del río Páez, que dejó 1.100 muertos y 500 desaparecidos. Además, acabó con las viviendas de miles de personas, incluida la de ella.
Ese mismo año, tras el desplazamiento, asumió su primer cargo como maestra. Luego, en 1996, fue promotora de salud en el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC). Gracias a su orden, su capacidad de escuchar a los más vulnerables y resultados en las tareas que le asignaban, ocupó varios altos cargos. Fue gobernadora y autoridad tradicional del resguardo Piçkwe Tha Fiw, delegada oficial de la Organización Nacional índíegna de Colombia (ONIC), presidenta y representante legal del Consejo Regional Indígena del Huila (CRIHU), consejera mayor del CRIC, vocera de las comunidades indígenas ante reuniones globales de las Naciones Unidas, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y los Acuerdos de La Habana (Cuba).
En cada uno de ellos ha transmitido el mismo mensaje: “Muchos de nuestros mayores y mayoras nos hacen un llamado a no olvidar nuestras raíces. Que estemos donde estemos, independientemente de los cargos, nosotras las autoridades y líderes y quienes representan a las comunidades nos debemos a los pueblos. Ese es el origen al que tenemos que caminar para reafirmar nuestra identidad, nuestros principios, nuestra plataforma de lucha, como es el Consejo Nacional Indígena del Cauca y las demás organizaciones. Nos parece importante que no se olvide nuestro ser, de dónde venimos, porque solo así podemos proyectarnos en esa vida digna que soñamos”.
Por ser mujer e indígena ha tenido más dificultades para ser escuchada. Por eso habla fuerte y alza la voz, dos acciones que le cuestionan solo a las mujeres. Acompañada casi siempre la Guardia Indígena y en medio de mingas, le ha exigido al Gobierno Nacional cesar la guerra en su región, apoyar a las mujeres y generar condiciones de vida dignas, con colegios, centros de salud, abastecimiento de alimentos y respeto por las cosmovisiones. Lo que hoy tienen los indígenas del Cauca y del Huila se debe, en gran medida, a su gestión.
“Su día a día es viajar. Va por todas las comunidades escuchando sus problemáticas y orientando con sus conocimientos. En muchas ocasiones atiende situaciones complejas del Cauca, como el reclutamiento forzado de los jóvenes, los asesinatos de los líderes, el acompañamiento a los desplazamientos, niños con desnutrición, familias enteras aguantando hambre. Ella hace el acompañamiento y pide ayudas a organismos que pueden aportar al cambio”, relata Alejandra Legarda, su hija.
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Para la defensora de derechos humanos, está claro que el mundo no puede seguir girando a la velocidad del siglo XXI y que las formas de relacionarnos con el trabajo y la tierra necesitan un cambio. La producción en exceso está acabando con el planeta, pero también con nuestras vidas. Y señala que la pandemia fue solo una primera gran advertencia que no hemos querido escuchar.
“La mayoría de los pueblos indígenas, por la globalización y la modernización, hemos sido permeados de distintas formas. Hay una colonización cultural que se dio desde los tiempos de la colonia. Cuando ella habla de volver al origen significa volver a la espiritualidad, a la cosmovisión, a nuestras lenguas, vestuarios y tradiciones, además de reconectarnos con la madre tierra”, explica Alejandra.
Por su manera de pensar, Aída se ha vuelto incómoda para el poder y los grupos armados. Defender la vida la ha llevado a estar en riesgo. Ha tenido que afrontar amenazas y asesinatos de amigos y familiares. En 2008, el Ejército Nacional mató a su esposo, Edwin Legarda Vásquez. Seis militares fueron condenados por el hecho y hoy dos gozan de libertad condicionada por haberse acogido a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
El crimen de Edwin, según las autoridades indígenas, fue un atentado en contra de la exconsejera mayor del CRIC y del movimiento que rechazaba las políticas de la seguridad democrática. Días anteriores al homicidio, como representante de los pueblos indígenas, estaba negociando con el expresidente Álvaro Uribe Vélez el levantamiento de la minga que había bloqueado las vías del departamento. “Fue el momento más difícil de mi vida, del que espero conocer la verdad”, dice Aida.
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Las 101 vainillas de cartucho que quedaron en el suelo demostraron, para la justicia, que hubo una clara intención de acabar con su vida. Sin embargo, esa certeza tardó en llegar. “Los pueblos indígenas hemos sido víctimas de asesinatos, desplazamientos, judicialización, pero lo más grave: de la revictimización. Muchas de las causas de lo que vivimos fueron inventadas, como el caso mío, que me echaron la culpa y dijeron en un principio que lo asesinaron por problemas sentimentales”. En 2018, tras una larga pelea judicial, el Ministerio de Defensa y las Fuerzas Militares reconocieron su inocencia y le pidieron perdón.
A Aída no la detuvo ni el duelo: “Después de su muerte, yo seguí porque venía de una movilización nacional. Sabíamos que la estrategia de quienes quieren rompernos lo hacen estigmatizando, asesinando y judicializando. En ese momento, me acompañaron con mucha fuerza la juventud caucana, la Guardia Indígena, muchas mujeres y organizaciones sociales. Eso conlleva a una responsabilidad moral y política enorme. Me animaron a seguir en la lucha, porque las vulneraciones siguen siendo vigentes. Creo que quienes hemos transitado por el camino de lo colectivo no podemos desfallecer”.
Y esas palabras se conectan con la percepción que tiene su hija sobre ella. “Es una mujer sensible, alegre, que siempre piensa primero en los demás que en ella. Como mujer le ha tocado más difícil moverse en el contexto colombiano, pero ha podido sortear los problemas. Siempre ha sido entregada a su familia. Le gusta llegar a su casa y cocinarnos. Con eso nos enseña que, a pesar de su liderazgo, una debe ser la misma en todos los ámbitos de la vida”, agrega Alejandra.
Desde hace 10 años, para cumplir con su labor, la acompaña un esquema de seguridad integrado por miembros de la Guardia Indígena que no usan armas, sino un bastón de chonta: “Muchos compañeros me decían que cómo voy a andar con hombres que solo tienen palos. Me decían que iba a morir acompañada. Pero llevo 11 años y he logrado sobrevivir y pasar este reto”.
La preocupación tiene bastante peso, pues vive en una de las regiones más peligrosas del mundo para el liderazgo social. En este departamento, hasta abril de este año, se registró el mayor número de asesinatos de líderes sociales en Colombia, con el 28% del total nacional. Y el 50% de esa cifra son indígenas, según el último informe realizado por la Red de Derechos Humanos del Sur Occidente de Colombia “Francisco Isaías Cifuentes”; la Red por la Vida y los Derechos Humanos del Cauca; el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos, y las Organizaciones de la Mesa Territorial de Garantías en el Departamento del Cauca.
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A pesar de este panorama, Aída no para de recorrer municipios ni deja de estar en asambleas comunitarias, locales, nacionales e internacionales. Con su trabajo no solo le ha abierto el camino a las mujeres indígenas que continuarán con su legado, sino que también ha logrado poner en la agenda las peticiones del movimiento indígena, como la tenencia de la tierra, la protección del territorio y que por fin el país vea a sus compañeros y compañeras y la madre tierra como víctimas más del conflicto armado.
Por estas razones, Aída fue galardonada con el Premio Nacional a la Defensa de los Derechos Humanos, entregado por Act Iglesia Sueca y Diakonia, por toda una vida de lucha con las comunidades indígenas. “Este premio significa un reconocimiento a las comunidades a las que pertenezco, al pueblo nasa, a los pueblos indígenas del Cauca, al país. Nuestra labor ha sido velar por la vida y dignidad. Sueño con que un día podamos pervivir para siempre en el tiempo y espacio; que nuestros niños puedan correr alrededor de sus casas o centros educativos, y que se respete la diferencia, lo plural, lo diverso que tiene Colombia. No queremos seguir contando muertos”.