Las tierras de El Chimborazo tienen palma, pero no verdad de ‘paras’ de las AUC
Después de 25 años de los hechos, la justicia no ha señalado a los responsables de la violencia sexual que despojó a casi un centenar de familias campesinas en Magdalena. Rutas del Conflicto encontró que parte de los predios desplazados están hipotecados por una empresa palmera vinculada al cuñado del excongresista Fuad Rapag, condenado por ‘parapolítica’.
Han pasado 25 años desde cuando comenzaron las violaciones a las mujeres campesinas que se aferraban con sus familias a un pedazo de tierra en Pueblo Viejo, Magdalena. Un cuarto de siglo en el que las víctimas han contado sus historias una y otra vez, recogidas en textos periodísticos, sentencias judiciales e informes de organizaciones sociales y entidades del Estado, y nada ha servido para que los crímenes que sufrieron dejen la impunidad. Ni siquiera, para que se les cumpla la orden judicial que les prometía un suelo propio, ese que cultivaban antes de que la violencia sexual, una de las más crueles formas de agresión, devastara sus cuerpos y sus vidas.
A pesar de que hace seis años un tribunal de restitución le ordenó al Estado priorizar a las víctimas de estos hechos, para que accedieran, por fin, a un pedazo de tierra, ellas siguen desplazadas en medio de la pobreza, de las consecuencias físicas y emocionales de las vejaciones que sufrieron, sin saber quién las ordenó y por qué.
La Comisión de la Verdad y la Unidad de Restitución de Tierras registraron 31 víctimas de violencia sexual: 25 mujeres de entre 17 y 53 años, tres niñas, un niño y dos hombres jóvenes. En su informe, Campesinas, despojo y desplazamiento en Chimborazo, Magdalena, publicado en 2022, la Comisión explica que los paramilitares del Frente William Rivas del Bloque Norte de las Autodefensas Unidad de Colombia (AUC) -con cuyos exjefes el presidente Gustavo Petro anunció hace unos días que abrirá una nueva mesa con el objetivo de reparar a las víctimas- cometieron varios crímenes en contra de esta comunidad del Magdalena, y usaron la violencia sexual como arma de desplazamiento. Justamente, el horror que vivieron estas personas y sus familias entre los años 1999 y 2000 es uno de los casos en Colombia que visibiliza el uso de la violencia sexual en el despojo de predios.
En 1997, varias familias ingresaron a un sector conocido como El Chimborazo, a las fincas Cantagallar, Nigrinis, Chimborazo y Ceibones, que en conjunto suman cerca de 1.500 hectáreas, donde empezaron a construir sus viviendas y a establecer sus cultivos para subsistir. Dos años después, en 1999, se vieron obligados a dejar estas tierras por presión de los paramilitares. A esos predios que trabajaron, no pudieron volver. Tampoco han podido obtener mucha información sobre lo qué pasó con esas tierras, si se vendieron, si se están usando o si quedaron abandonadas.
Sin embargo, Rutas del Conflicto pudo verificar que, en la actualidad, al menos una empresa agrícola figura como propietaria de una hipoteca sobre un porcentaje de la finca Ceibones. Se trata de una sociedad que pertenece a un cuñado del excongresista Fuad Rapag, condenado por ‘parapolítica’ en 2013.
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La violencia sexual para despojar
Luisa* Es una lideresa de la comunidad que sigue esperando uno de esos terrenos prometidos por la ley colombiana, para compensar el despojo del que fue víctima y, también, como forma de reparación por la violencia extrema sufrida durante los años de la presencia paramilitar. “Todo lo que nos pasó es terrible, aquí nos ayudamos para mostrar esto tan duro, porque queremos que algún día nos den una tierra, que podamos volver a trabajar una finca que sepamos que sea nuestra”, dice la lideresa.
Luisa cuenta abiertamente los hechos que tuvieron que vivir ella y sus compañeras, y señala que estos crímenes fueron perpetrados con el deseo expreso de sacar a estas familias de los predios.”’Desocupa, vete mejor, que lo que viene es peor’, escuchó que le decían los paramilitares a una de las mujeres mientras la violaban”, relata el informe de la Comisión de la Verdad.
La lideresa cuenta que inclusive gente que huyó de sus casas no pudo escapar de la violencia, como el caso de una familia que dejó sus pertenencias para irse a una vereda cercana a donde llegaron los paras para asesinar al padre de la familia, violar a la esposa, que estaba embarazada y a sus hijos, un niño de 14 y una niña de 11 años. “Después de todas estas barbaridades, nos reunieron a los que quedábamos, como el 13 de septiembre de 2000, y nos dijeron que teníamos que salir de las fincas. Le dije a los compañeros, ‘nos vamos enseguida’”, recuerda Luisa.
Desde entonces, cerca de 100 familias dejaron las fincas para sobrevivir en medio del desplazamiento. Casi 25 años después, las víctimas permanecen unidas apoyándose entre sí y reclamando unas tierras que compensen el daño que sufrieron. “Se nos han muerto siete mujeres con cáncer en la matriz, de todas las maldades que hicieron con nosotras, esto ha sido muy duro. Seguimos esperando que nos den unos predios, no perdemos la esperanza”, dice la lideresa.
La abogada Alejandra Coll, que tiene una maestría en estudios de género en la Universidad de Hull e hizo parte del equipo de la Comisión de la Verdad que investigó el caso de los campesinos de estas cuatro fincas en Magdalena, señala que esta comunidad tenía mucha resistencia al desplazamiento por toda la lucha que habían tenido que dar para poder conseguir un lugar en el cual asentarse, y la esperanza de que el Estado les entregara los títulos. “La violencia sexual en estos casos tenía características asociadas a la tortura, fueron hechos ejemplarizantes que buscaban generar pánico. Ellos habían soportado amenazas, trabajo forzado, asesinatos, pero la violencia sexual fue un detonante para decir, nos tenemos que ir”, explica Coll.
Luz Piedad Caicedo, codirectora de la organización feminista Humanas, que realizó la investigación Violencia sexual para despojar, la cual sirvió como base para el trabajo de la Comisión de la Verdad sobre los crimenes que sufrió esta comunidad, señala que los paramilitares fueron aumentando la violencia contra la comunidad para sacarlos de la tierra y quitarles un proyecto colectivo que habían construido con mucho esfuerzo. “Comenzaron saboteándoles la producción agrícola, luego obligaron a las mujeres a que les trabajaran con servicios domésticos, después vinieron las amenazas y, finalmente, llegaron con la violencia sexual contra las lideresas y otras personas de la comunidad indiscriminadamente”, explica Caicedo.
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¿Quiénes son los responsables de la violencia sexual y cuál era su objetivo?
Tanto la Comisión de la Verdad como la Unidad de Restitución de Tierras han documentado el evidente uso de la violencia sexual para desplazar a las víctimas de las tierras que habitaban y trabajaban, pero no existe, hasta la fecha, un proceso legal que permita esclarecer la responsabilidad intelectual ni los motivos de los victimarios. Los documentos de las dos entidades describen ampliamente el contexto de los hechos y de los intereses económicos sobre los predios de los que fueron expulsados los campesinos.
Inclusive la sentencia del Tribunal de Tierras, que le negó la restitución a la mayoría de los reclamantes porque consideró que no cumplieron con algunos requisitos técnicos necesarios, reconoció la violencia sexual y su uso para desplazar a las víctimas. La instancia judicial señaló la necesidad de esclarecer la verdad sobre los crímenes y el despojo de tierras. “Que se cuente quiénes fueron los autores materiales, los determinantes y demás que se beneficiaron con el desplazamiento de dicha comunidad (…) se reconozca públicamente que la comunidad que habita estos predios no eran invasores de tierras ni pertenecían a ningún grupo armado ilegal ni estructura armada que operaba en la zona. Que era una comunidad de campesinos y campesinas”, dice la sentencia.
Hasta octubre de 2024, la única decisión judicial que señala a algún responsable de los hechos es la sentencia dentro del proceso de Justicia y Paz, en contra del exjefe paramilitar Salvatore Mancuso en 2014, por la autoría mediata de algunos de los crímenes relacionados con la violencia sexual en contra de esta comunidad. Mancuso aceptó como jefe del Bloque Norte, que era la estructura en la que se encontraba el Frente William Rivas, cuyos hombres fueron responsables materiales de los hechos.
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Para Caicedo, la codirectora de Humanas, los altos jefes paramilitares terminaron aceptando que les imputaran todos los delitos que cometieron sus hombres sin aportar ningún tipo de verdad sobre quiénes ordenaron las violaciones o el mismo despojo.”La verdad que se espera en estos casos es sobre si alguien les pagó para perpetrar esos crímenes, o por qué querían esas tierras, si tenían un proyecto económico o simplemente si era un lugar estratégico para la guerra”, explica la investigadora y agrega: “Mancuso dice que en general le dio a la justicia una cantidad de información sobre terceros involucrados y sabemos que hay miles de compulsas de copias a la justicia ordinaria. La justicia debería ver si hay algo de estos casos y verificar si lo que se ha dicho es verdad”.
La Comisión Colombiana de Juristas, que representa a las víctimas de los cuatro predios en el proceso de restitución de tierras, publicó en 2020 la investigación Los silencios del despojo en Zona Bananera, en el que se describe en detalle las circunstancias que rodearon el desplazamiento de las víctimas. El informe recoge sentencias de Justicia y Paz y documentos de contexto de la Unidad de Restitución de Tierras (URT), y señala que había un interés particular del Bloque Norte para promover el acaparamiento de tierras para proyectos agroindustriales.
El documento explica que la URT encontró que el despojo en las fincas Chimborazo, Ceibones, Cantagallar y Nigrinis, tiene una relación con un abrupto cambio en el uso de la tierra. “(se convirtieron en) fronteras agroindustriales de la subregión: hacia el norte hasta el sector de Sevillano en Ciénega, los monocultivos de banano; y hacia el sur, hasta el municipio de El Retén, los monocultivos de palma”, dice la investigación.
Luisa dice que cuando llegó junto con el resto de la comunidad campesina a estos predios, en 1997, las fincas no estaban cultivadas y ellos tuvieron que ‘limpiarlas’ para sembrar maíz y construir sus casas. “No sabemos para qué nos sacaron. No sabemos si alguien estuvo interesado en quedarse con estas tierras para un negocio o si era porque esto era un corredor importante para los paramilitares que los conectaba con la Ciénaga Grande de Santa Marta”, asegura.
La Comisión de la Verdad señala en su informe que el exparamilitar Rodrigo Tovar Pupo, conocido como Jorge 40, exjefe del Bloque Norte, tenía un especial interés en “desarrollar la agroindustria de la palma aceitera” en la zona, pero aclalisra que existía una diversidad de actores políticos y económicos que buscaron sacar provecho de las tierras en esa región.
Hay un caso de una familia que dejó sus pertenencias para irse a una vereda cercana a donde llegaron los paras para asesinar al padre de la familia, violar a la esposa, que estaba embarazada y a sus hijos, un niño de 14 y una niña de 11 años.
La falta de claridad sobre los responsables de la violencia sexual y el despojo de tierras en El Chimborazo sigue siendo un pendiente en el proceso judicial. Aunque se reconoce la participación paramilitar y los intereses económicos detrás de los proyectos agroindustriales, no se ha establecido quiénes ordenaron estos crímenes. Las víctimas, especialmente las mujeres, continúan esperando respuestas, mientras que parte de las tierras que reclamaron han sido transformadas para la agroindustria.
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Para muchas mujeres y niñas, esos días dejaron marcas de sufrimiento, abuso y pérdida. A pesar de los esfuerzos de organizaciones de derechos humanos y defensores de género para visibilizar estas violaciones, la respuesta institucional ha sido insuficiente e inadecuada para abordar las necesidades específicas de las sobrevivientes y sus comunidades, pues aunque la sentencia ordenó una atención diferencial, las víctimas sienten que no ha sido suficiente para atender los efectos en la salud mental, física y las afectaciones en sus relaciones interpersonales que les provocó la violencia sexual. “Una compañera se suicidó hace un tiempo, después de vivir con tanto dolor físico. A otras las dejó el esposo cuando se enteraron de la violación, las consecuencias de todo lo que nos hicieron son muy duras”, explica Luisa.
La lucha campesina por esas tierras
Luisa llegó al municipio de Zona Bananera siendo niña y de la mano de sus papás, quienes atraídos por el empleo que generaban las bananeras, decidieron asentarse en esta parte del país. “Mi mamá trabajaba en el mercado vendiendo verduras y ahí nos enseñó a nosotros a trabajar como campesinos. Aquí en el corregimiento de Orihueca se hicieron desde hace años unos comités de personas que querían tener una finca, y yo entré como una de las aspirantes. Empezamos a recoger fondos y empezamos la lucha”, cuenta Luisa.
Es así como para 1997, cerca de 100 familias campesinas de Orihueca, en el municipio de Zona Bananera, Magdalena, se unieron a la Asociación Mixta de Campesinos Obreros de La Victoria (Asomvic), para buscar la adjudicación de tierras para campesinos pobres. Se establecieron en la finca Cantagallar, en el corregimiento Tierra Nueva del vecino municipio Puebloviejo.
Ese año, Tomás García y David Viloria, dos líderes de Asomvic le dijeron a los campesinos que unos ganaderos de la región estaban interesados en venderle unas fincas al Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora), para que se las adjudicara a los labriegos. Los propietarios de los predios eran los hermanos Roberto y Carlos Olarte Loaiza, unos ganaderos de la región que habían adquirido la tierra, cerca de 1500 hectáreas, a finales de los setenta.
En el informe de la CCJ se señala que la Unidad de Restitución de Tierras concluyó que en este caso ocurrió una situación frecuente en la zona en esa época: propietarios usaban la presencia de campesinos en sus predios para presionar a que el Incora se los comprara. “Las compras directas (…) de predios no aptos para programas de reforma agraria, porque estaban sin agua, con suelos inapropiados para siembra, de difícil acceso, con condiciones de seguridad críticas. Los propietarios de los predios ofrecían al Incoder y en complicidad con funcionarios que (…) lograban que emitieran un concepto favorable sobre el mismo”, dice el documento.
Para la época en la que los Olarte le ofrecieron el predio al Incora, uno de los dos hermanos estaba pasando por afugias económicas. Según los certificados de tradición y libertad de varios de los predios, las propiedades registran un embargo entre 1997 y 2001, por el porcentaje de derechos que le correspondía a Carlos Loaiza. Este periodo coincide con la época en la que los campesinos ingresaron a la tierra, la trabajaron y luego fueron desplazados de ella.
Luego de permanecer cerca de un año y medio en el predio, los campesinos emprendieron un proyecto de cultivo de maíz, coordinado por los líderes Tomás García y David Viloria. Ellos le pidieron a los miembros de la comunidad sus firmas para solicitar apoyo a la Caja Agraria y para avanzar en el proceso de solicitud de adjudicación de tierra en el Incora. Según el informe de la CCJ, Viloria, sin consultar con los labriegos, usó sus firmas para acordar un arriendo con los hermanos Olarte, propietarios de los predios.
“La URT consideró que el acuerdo celebrado entre el campesinado y los hermanos Olarte fue una estrategia ‘de apuesta sin riesgo’ en la que conjuntamente, con la oferta de venta de los predios al Incora, para que en virtud de la posesión campesina fueran compradas, celebraron también un contrato de arrendamiento firmado por David Viloria en el que el campesinado aparecía como un mero tenedor sin expectativas de adjudicación”, dice el documento de la CCJ.
El contrato de arrendamiento es clave para entender la posterior decisión del Tribunal de Tierras que le negó la restitución de las víctimas en 2018. La sentencia señala que el contrato demostraba que había un acuerdo entre los campesinos y los hermanos Olarte Loaiza, que tipifica a los primeros como ‘tenedores’ y no ‘poseedores’ de esas tierras. El primer término se usa para señalar a las personas que habitan o trabajan en un inmueble y reconocen como dueño al propietario, mientras que el segundo a quienes ingresan a una propiedad privada y tienen la intención expresa de ser sus dueños y señores.
Los campesinos finalmente cultivaron el maíz en las fincas, pero a la hora de recibir el dinero de la cosecha, los líderes García y Viloria se fueron sin avisar. “No supimos qué pasó con el dinero, hasta la fecha no volvimos a saber de ellos”, dice la lideresa Luisa.
A partir de ese momento, todo empeoró para los campesinos. Sin el dinero de la cosecha de maíz tuvieron que soportar la violencia paramilitar que fue aumentando con el tiempo. Al final y luego de los vejámenes y los asesinatos, salieron del predio en 2000. Un año después, se levantó el embargo del porcentaje de algunos de los predios que tenía Carlos Olarte, pero inmediatamente entró un nuevo embargo por su proceso de separación con su exesposa Nury Barahona González, según los certificados de tradición y libertad.
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Las lideresas campesinas entrevistadas en esta investigación dijeron que luego del desplazamiento no volvieron a los predios por el temor a los paramilitares y que nunca supieron sobre las transacciones comerciales que hicieron los hermanos Olarte con las fincas. Las reclamantes dijeron que no tenían conocimiento sobre proyectos agroindustriales en las tierras, pero Rutas del Conflicto pudo establecer que, al menos en la finca Ceibones, sí hay un cultivo agroindustrial de palma aceitera, de acuerdo con las imágenes satelitales que proporciona la herramienta Google Earth.
Los certificados de tradición y libertad muestran que, en 2008, se concretó la separación de bienes entre los esposos Carlos Olarte y Nury Barahona. El predio Ceibones, el más grande de los cuatro, con cerca de 780 hectáreas, quedó con un 50% de derechos a nombre de Roberto Olarte, un 25% a nombre de su hermano Carlos y un 25% a nombre de la exesposa del último.
Desde 2008 hasta la fecha existe una hipoteca por el porcentaje que le corresponde a Nelly Barahona, a nombre de la empresa Sociedad Inversiones La Española S.A., que según sus registros en Cámara de Comercio, se dedica al “cultivo de palma para aceite y otros frutos oleaginosos”. Esta empresa fue una de las opositoras a la solicitud de restitución de tierras de las víctimas que fue negada por el Tribunal en 2018.
Rutas del Conflicto pudo establecer que el representante legal de la Sociedad Inversiones La Española S.A. es Dimas Rafael Martínez Morales, quién aparece relacionado en un documento del Consejo de Estado, en un proceso de pérdida de investidura, como socio y cuñado del excongresista Fuad Rapag Matar, condenado en 2013 por vínculos con los paramilitares del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia y su exjefe ‘Jorge 40′.
La otra empresa relacionada con los cultivos de palma en los predios es C.I. Tequendama S.A. que le compró en 2014 al otro hermano, Roberto Olarte, la finca El Chimborazo 2, de 123 hectáreas, según el certificado de tradición y libertad. C.I. Tequendama es una compañía, que según su registro de Cámara de Comercio, se dedica al cultivo de palma y pertenece al poderoso grupo agroindustrial de la costa Caribe Daabon, de la familia Dávila Abondano. El grupo empresarial revirtió la compra en 2016 y regresó la propiedad a Olarte, luego de que la Unidad de Restitución de tierras emitiera una resolución para proteger el predio solicitado por las víctimas. En la sentencia de 2018, el Tribunal menciona a la empresa como opositores en el proceso judicial.
C.I. Tequendama también tenía un proyecto de palma en las tierras de la hacienda Las Pavas, en el sur de Bolívar, que reclaman víctimas de desplazamiento en un caso similar al de los cuatro predios de Pueblo Viejo. En Las Pavas, la comunidad campesina fue desplazada por los paramilitares del Bloque Central Bolívar en 2003.
Rutas del Conflicto intentó comunicarse con los hermanos Carlos y Roberto Olarte para conocer su versión de la historia pero no obtuvo respuesta
La comunidad campesina sigue sin tierras
Las comunidades callaron durante años los vejámenes a los que fueron sometidos. No fue sino hasta 2015 que 102 campesinos solicitaron la titularidad de las tierras que los grupos paramilitares les habían arrebatado. “Este es un proceso de restitución de tierras que inició en el año 2016 por el desplazamiento forzado de toda la comunidad campesina”, explica Daniela Paredes, abogada de la Comisión Colombiana de Juristas.
El proceso se resolvió en 2018, cuando el Tribunal Superior de Cartagena reconoció los hechos victimizantes en contra de la comunidad, pero decidió negar la solicitud a 89 reclamantes por considerar que eran tenedores y no poseedores de los predios. El Tribunal ordenó la restitución a 15, estos últimos de la finca Negrinis, ya que encontró que esta propiedad era un baldío de la Nación y no de los hermanos Olarte.
“La verdad que se espera en estos casos es sobre si alguien les pagó para perpetrar esos crímenes, o por qué querían esas tierras, si tenían un proyecto económico o simplemente si era un lugar estratégico para la guerra”
Luz Piedad Caicedo, codirectora de la organización feminista Humanas
La sentencia también ordenó que la Agencia Nacional de Tierras, la entidad que en la actualidad tiene las funciones del extinto Incora, buscara predios para entregarles a los campesinos que no obtuvieron la restitución. Sin embargo, seis años después, las familias siguen esperando sin tener una tierra propia. “Logramos que la Unidad de Víctimas nos diera plata para proyectos productivos, pero sin fincas no tenemos cómo arrancar”, cuenta la lideresa Luisa.
Las familias campesinas incluso se han capacitado en la producción de harina de plátano y esperan que, cuando les lleguen las tierras, puedan trabajar en el procesamiento de ese alimento. “Incluso hemos buscado fincas por nuestra cuenta, como lo hicimos hace 27 años; hemos conseguido gente que quiere venderle las fincas a la ANT, pero el proceso no avanza”, dice la lideresa.
Rutas del Conflicto consultó con una fuente de la ANT, que prefiere mantener el anonimato, quien señaló que infortunadamente existe una larga fila de miles de solicitudes, como la que le hizo el Tribunal, que la entidad debe resolver.
La forma en la que el Estado le ha fallado a estas víctimas es tan grave, que inclusive las 15 familias reclamantes que ganaron el proceso de restitución no han podido volver a las tierras. La misma ANT encontró que la sentencia que se emitió en 2018 tuvo un error a la hora de delimitar los predios de cada uno de los campesinos solicitantes, entonces tuvieron que esperar seis años para que el Tribunal modulara su decisión. Hasta septiembre de 2024 se resolvió el error y la ANT, en teoría, debería proceder con la adjudicación de las fincas.
A pesar de todos los años de sufrimiento en medio de la ineficiencia estatal, de la falta de verdad y justicia sobre los crímenes que vivieron, las familias de esta comunidad lideradas por Luisa siguen con la esperanza de tener una tierra. “Han pasado los años y muchos ya son mayores, pero seguimos luchando para poder ser campesinos en tierras que sean nuestras. Solo le pedimos al Estado que nos ayude, que ya las decisiones judiciales están tomadas”, concluye Luisa.
Pero su lucha no termina ahí. Las mujeres también esperan la reparación por las torturas que vivieron y que se revele la verdad sobre quiénes ordenaron las violaciones sexuales. No buscan solo tierras, sino justicia por el dolor que les fue impuesto y por las vidas que fueron quebradas.
* Nota de la editora: Esta nota tuvo algunos cambios, entre ellos, precisar que en la actualidad la empresa Tequendama, de propiedad del grupo Daabon, ya no es la propietaria del predio Chimborazo 2. El grupo empresarial revirtió la compra de esas tierras en 2016 tras una medida de protección sobre esos predios emitida por la Unidad de Restitución de Tierras.
*El nombre fue cambiado para proteger la identidad de la lideresa por cuestiones de seguridad.
**Esta investigación fue realizada con el apoyo de la Heinrich Böll Stiftung en Colombia
Han pasado 25 años desde cuando comenzaron las violaciones a las mujeres campesinas que se aferraban con sus familias a un pedazo de tierra en Pueblo Viejo, Magdalena. Un cuarto de siglo en el que las víctimas han contado sus historias una y otra vez, recogidas en textos periodísticos, sentencias judiciales e informes de organizaciones sociales y entidades del Estado, y nada ha servido para que los crímenes que sufrieron dejen la impunidad. Ni siquiera, para que se les cumpla la orden judicial que les prometía un suelo propio, ese que cultivaban antes de que la violencia sexual, una de las más crueles formas de agresión, devastara sus cuerpos y sus vidas.
A pesar de que hace seis años un tribunal de restitución le ordenó al Estado priorizar a las víctimas de estos hechos, para que accedieran, por fin, a un pedazo de tierra, ellas siguen desplazadas en medio de la pobreza, de las consecuencias físicas y emocionales de las vejaciones que sufrieron, sin saber quién las ordenó y por qué.
La Comisión de la Verdad y la Unidad de Restitución de Tierras registraron 31 víctimas de violencia sexual: 25 mujeres de entre 17 y 53 años, tres niñas, un niño y dos hombres jóvenes. En su informe, Campesinas, despojo y desplazamiento en Chimborazo, Magdalena, publicado en 2022, la Comisión explica que los paramilitares del Frente William Rivas del Bloque Norte de las Autodefensas Unidad de Colombia (AUC) -con cuyos exjefes el presidente Gustavo Petro anunció hace unos días que abrirá una nueva mesa con el objetivo de reparar a las víctimas- cometieron varios crímenes en contra de esta comunidad del Magdalena, y usaron la violencia sexual como arma de desplazamiento. Justamente, el horror que vivieron estas personas y sus familias entre los años 1999 y 2000 es uno de los casos en Colombia que visibiliza el uso de la violencia sexual en el despojo de predios.
En 1997, varias familias ingresaron a un sector conocido como El Chimborazo, a las fincas Cantagallar, Nigrinis, Chimborazo y Ceibones, que en conjunto suman cerca de 1.500 hectáreas, donde empezaron a construir sus viviendas y a establecer sus cultivos para subsistir. Dos años después, en 1999, se vieron obligados a dejar estas tierras por presión de los paramilitares. A esos predios que trabajaron, no pudieron volver. Tampoco han podido obtener mucha información sobre lo qué pasó con esas tierras, si se vendieron, si se están usando o si quedaron abandonadas.
Sin embargo, Rutas del Conflicto pudo verificar que, en la actualidad, al menos una empresa agrícola figura como propietaria de una hipoteca sobre un porcentaje de la finca Ceibones. Se trata de una sociedad que pertenece a un cuñado del excongresista Fuad Rapag, condenado por ‘parapolítica’ en 2013.
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La violencia sexual para despojar
Luisa* Es una lideresa de la comunidad que sigue esperando uno de esos terrenos prometidos por la ley colombiana, para compensar el despojo del que fue víctima y, también, como forma de reparación por la violencia extrema sufrida durante los años de la presencia paramilitar. “Todo lo que nos pasó es terrible, aquí nos ayudamos para mostrar esto tan duro, porque queremos que algún día nos den una tierra, que podamos volver a trabajar una finca que sepamos que sea nuestra”, dice la lideresa.
Luisa cuenta abiertamente los hechos que tuvieron que vivir ella y sus compañeras, y señala que estos crímenes fueron perpetrados con el deseo expreso de sacar a estas familias de los predios.”’Desocupa, vete mejor, que lo que viene es peor’, escuchó que le decían los paramilitares a una de las mujeres mientras la violaban”, relata el informe de la Comisión de la Verdad.
La lideresa cuenta que inclusive gente que huyó de sus casas no pudo escapar de la violencia, como el caso de una familia que dejó sus pertenencias para irse a una vereda cercana a donde llegaron los paras para asesinar al padre de la familia, violar a la esposa, que estaba embarazada y a sus hijos, un niño de 14 y una niña de 11 años. “Después de todas estas barbaridades, nos reunieron a los que quedábamos, como el 13 de septiembre de 2000, y nos dijeron que teníamos que salir de las fincas. Le dije a los compañeros, ‘nos vamos enseguida’”, recuerda Luisa.
Desde entonces, cerca de 100 familias dejaron las fincas para sobrevivir en medio del desplazamiento. Casi 25 años después, las víctimas permanecen unidas apoyándose entre sí y reclamando unas tierras que compensen el daño que sufrieron. “Se nos han muerto siete mujeres con cáncer en la matriz, de todas las maldades que hicieron con nosotras, esto ha sido muy duro. Seguimos esperando que nos den unos predios, no perdemos la esperanza”, dice la lideresa.
La abogada Alejandra Coll, que tiene una maestría en estudios de género en la Universidad de Hull e hizo parte del equipo de la Comisión de la Verdad que investigó el caso de los campesinos de estas cuatro fincas en Magdalena, señala que esta comunidad tenía mucha resistencia al desplazamiento por toda la lucha que habían tenido que dar para poder conseguir un lugar en el cual asentarse, y la esperanza de que el Estado les entregara los títulos. “La violencia sexual en estos casos tenía características asociadas a la tortura, fueron hechos ejemplarizantes que buscaban generar pánico. Ellos habían soportado amenazas, trabajo forzado, asesinatos, pero la violencia sexual fue un detonante para decir, nos tenemos que ir”, explica Coll.
Luz Piedad Caicedo, codirectora de la organización feminista Humanas, que realizó la investigación Violencia sexual para despojar, la cual sirvió como base para el trabajo de la Comisión de la Verdad sobre los crimenes que sufrió esta comunidad, señala que los paramilitares fueron aumentando la violencia contra la comunidad para sacarlos de la tierra y quitarles un proyecto colectivo que habían construido con mucho esfuerzo. “Comenzaron saboteándoles la producción agrícola, luego obligaron a las mujeres a que les trabajaran con servicios domésticos, después vinieron las amenazas y, finalmente, llegaron con la violencia sexual contra las lideresas y otras personas de la comunidad indiscriminadamente”, explica Caicedo.
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¿Quiénes son los responsables de la violencia sexual y cuál era su objetivo?
Tanto la Comisión de la Verdad como la Unidad de Restitución de Tierras han documentado el evidente uso de la violencia sexual para desplazar a las víctimas de las tierras que habitaban y trabajaban, pero no existe, hasta la fecha, un proceso legal que permita esclarecer la responsabilidad intelectual ni los motivos de los victimarios. Los documentos de las dos entidades describen ampliamente el contexto de los hechos y de los intereses económicos sobre los predios de los que fueron expulsados los campesinos.
Inclusive la sentencia del Tribunal de Tierras, que le negó la restitución a la mayoría de los reclamantes porque consideró que no cumplieron con algunos requisitos técnicos necesarios, reconoció la violencia sexual y su uso para desplazar a las víctimas. La instancia judicial señaló la necesidad de esclarecer la verdad sobre los crímenes y el despojo de tierras. “Que se cuente quiénes fueron los autores materiales, los determinantes y demás que se beneficiaron con el desplazamiento de dicha comunidad (…) se reconozca públicamente que la comunidad que habita estos predios no eran invasores de tierras ni pertenecían a ningún grupo armado ilegal ni estructura armada que operaba en la zona. Que era una comunidad de campesinos y campesinas”, dice la sentencia.
Hasta octubre de 2024, la única decisión judicial que señala a algún responsable de los hechos es la sentencia dentro del proceso de Justicia y Paz, en contra del exjefe paramilitar Salvatore Mancuso en 2014, por la autoría mediata de algunos de los crímenes relacionados con la violencia sexual en contra de esta comunidad. Mancuso aceptó como jefe del Bloque Norte, que era la estructura en la que se encontraba el Frente William Rivas, cuyos hombres fueron responsables materiales de los hechos.
Además: Unidad de Víctimas y pueblos emberá firman histórico acuerdo, ¿de qué se trata?
Para Caicedo, la codirectora de Humanas, los altos jefes paramilitares terminaron aceptando que les imputaran todos los delitos que cometieron sus hombres sin aportar ningún tipo de verdad sobre quiénes ordenaron las violaciones o el mismo despojo.”La verdad que se espera en estos casos es sobre si alguien les pagó para perpetrar esos crímenes, o por qué querían esas tierras, si tenían un proyecto económico o simplemente si era un lugar estratégico para la guerra”, explica la investigadora y agrega: “Mancuso dice que en general le dio a la justicia una cantidad de información sobre terceros involucrados y sabemos que hay miles de compulsas de copias a la justicia ordinaria. La justicia debería ver si hay algo de estos casos y verificar si lo que se ha dicho es verdad”.
La Comisión Colombiana de Juristas, que representa a las víctimas de los cuatro predios en el proceso de restitución de tierras, publicó en 2020 la investigación Los silencios del despojo en Zona Bananera, en el que se describe en detalle las circunstancias que rodearon el desplazamiento de las víctimas. El informe recoge sentencias de Justicia y Paz y documentos de contexto de la Unidad de Restitución de Tierras (URT), y señala que había un interés particular del Bloque Norte para promover el acaparamiento de tierras para proyectos agroindustriales.
El documento explica que la URT encontró que el despojo en las fincas Chimborazo, Ceibones, Cantagallar y Nigrinis, tiene una relación con un abrupto cambio en el uso de la tierra. “(se convirtieron en) fronteras agroindustriales de la subregión: hacia el norte hasta el sector de Sevillano en Ciénega, los monocultivos de banano; y hacia el sur, hasta el municipio de El Retén, los monocultivos de palma”, dice la investigación.
Luisa dice que cuando llegó junto con el resto de la comunidad campesina a estos predios, en 1997, las fincas no estaban cultivadas y ellos tuvieron que ‘limpiarlas’ para sembrar maíz y construir sus casas. “No sabemos para qué nos sacaron. No sabemos si alguien estuvo interesado en quedarse con estas tierras para un negocio o si era porque esto era un corredor importante para los paramilitares que los conectaba con la Ciénaga Grande de Santa Marta”, asegura.
La Comisión de la Verdad señala en su informe que el exparamilitar Rodrigo Tovar Pupo, conocido como Jorge 40, exjefe del Bloque Norte, tenía un especial interés en “desarrollar la agroindustria de la palma aceitera” en la zona, pero aclalisra que existía una diversidad de actores políticos y económicos que buscaron sacar provecho de las tierras en esa región.
Hay un caso de una familia que dejó sus pertenencias para irse a una vereda cercana a donde llegaron los paras para asesinar al padre de la familia, violar a la esposa, que estaba embarazada y a sus hijos, un niño de 14 y una niña de 11 años.
La falta de claridad sobre los responsables de la violencia sexual y el despojo de tierras en El Chimborazo sigue siendo un pendiente en el proceso judicial. Aunque se reconoce la participación paramilitar y los intereses económicos detrás de los proyectos agroindustriales, no se ha establecido quiénes ordenaron estos crímenes. Las víctimas, especialmente las mujeres, continúan esperando respuestas, mientras que parte de las tierras que reclamaron han sido transformadas para la agroindustria.
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Para muchas mujeres y niñas, esos días dejaron marcas de sufrimiento, abuso y pérdida. A pesar de los esfuerzos de organizaciones de derechos humanos y defensores de género para visibilizar estas violaciones, la respuesta institucional ha sido insuficiente e inadecuada para abordar las necesidades específicas de las sobrevivientes y sus comunidades, pues aunque la sentencia ordenó una atención diferencial, las víctimas sienten que no ha sido suficiente para atender los efectos en la salud mental, física y las afectaciones en sus relaciones interpersonales que les provocó la violencia sexual. “Una compañera se suicidó hace un tiempo, después de vivir con tanto dolor físico. A otras las dejó el esposo cuando se enteraron de la violación, las consecuencias de todo lo que nos hicieron son muy duras”, explica Luisa.
La lucha campesina por esas tierras
Luisa llegó al municipio de Zona Bananera siendo niña y de la mano de sus papás, quienes atraídos por el empleo que generaban las bananeras, decidieron asentarse en esta parte del país. “Mi mamá trabajaba en el mercado vendiendo verduras y ahí nos enseñó a nosotros a trabajar como campesinos. Aquí en el corregimiento de Orihueca se hicieron desde hace años unos comités de personas que querían tener una finca, y yo entré como una de las aspirantes. Empezamos a recoger fondos y empezamos la lucha”, cuenta Luisa.
Es así como para 1997, cerca de 100 familias campesinas de Orihueca, en el municipio de Zona Bananera, Magdalena, se unieron a la Asociación Mixta de Campesinos Obreros de La Victoria (Asomvic), para buscar la adjudicación de tierras para campesinos pobres. Se establecieron en la finca Cantagallar, en el corregimiento Tierra Nueva del vecino municipio Puebloviejo.
Ese año, Tomás García y David Viloria, dos líderes de Asomvic le dijeron a los campesinos que unos ganaderos de la región estaban interesados en venderle unas fincas al Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora), para que se las adjudicara a los labriegos. Los propietarios de los predios eran los hermanos Roberto y Carlos Olarte Loaiza, unos ganaderos de la región que habían adquirido la tierra, cerca de 1500 hectáreas, a finales de los setenta.
En el informe de la CCJ se señala que la Unidad de Restitución de Tierras concluyó que en este caso ocurrió una situación frecuente en la zona en esa época: propietarios usaban la presencia de campesinos en sus predios para presionar a que el Incora se los comprara. “Las compras directas (…) de predios no aptos para programas de reforma agraria, porque estaban sin agua, con suelos inapropiados para siembra, de difícil acceso, con condiciones de seguridad críticas. Los propietarios de los predios ofrecían al Incoder y en complicidad con funcionarios que (…) lograban que emitieran un concepto favorable sobre el mismo”, dice el documento.
Para la época en la que los Olarte le ofrecieron el predio al Incora, uno de los dos hermanos estaba pasando por afugias económicas. Según los certificados de tradición y libertad de varios de los predios, las propiedades registran un embargo entre 1997 y 2001, por el porcentaje de derechos que le correspondía a Carlos Loaiza. Este periodo coincide con la época en la que los campesinos ingresaron a la tierra, la trabajaron y luego fueron desplazados de ella.
Luego de permanecer cerca de un año y medio en el predio, los campesinos emprendieron un proyecto de cultivo de maíz, coordinado por los líderes Tomás García y David Viloria. Ellos le pidieron a los miembros de la comunidad sus firmas para solicitar apoyo a la Caja Agraria y para avanzar en el proceso de solicitud de adjudicación de tierra en el Incora. Según el informe de la CCJ, Viloria, sin consultar con los labriegos, usó sus firmas para acordar un arriendo con los hermanos Olarte, propietarios de los predios.
“La URT consideró que el acuerdo celebrado entre el campesinado y los hermanos Olarte fue una estrategia ‘de apuesta sin riesgo’ en la que conjuntamente, con la oferta de venta de los predios al Incora, para que en virtud de la posesión campesina fueran compradas, celebraron también un contrato de arrendamiento firmado por David Viloria en el que el campesinado aparecía como un mero tenedor sin expectativas de adjudicación”, dice el documento de la CCJ.
El contrato de arrendamiento es clave para entender la posterior decisión del Tribunal de Tierras que le negó la restitución de las víctimas en 2018. La sentencia señala que el contrato demostraba que había un acuerdo entre los campesinos y los hermanos Olarte Loaiza, que tipifica a los primeros como ‘tenedores’ y no ‘poseedores’ de esas tierras. El primer término se usa para señalar a las personas que habitan o trabajan en un inmueble y reconocen como dueño al propietario, mientras que el segundo a quienes ingresan a una propiedad privada y tienen la intención expresa de ser sus dueños y señores.
Los campesinos finalmente cultivaron el maíz en las fincas, pero a la hora de recibir el dinero de la cosecha, los líderes García y Viloria se fueron sin avisar. “No supimos qué pasó con el dinero, hasta la fecha no volvimos a saber de ellos”, dice la lideresa Luisa.
A partir de ese momento, todo empeoró para los campesinos. Sin el dinero de la cosecha de maíz tuvieron que soportar la violencia paramilitar que fue aumentando con el tiempo. Al final y luego de los vejámenes y los asesinatos, salieron del predio en 2000. Un año después, se levantó el embargo del porcentaje de algunos de los predios que tenía Carlos Olarte, pero inmediatamente entró un nuevo embargo por su proceso de separación con su exesposa Nury Barahona González, según los certificados de tradición y libertad.
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Las lideresas campesinas entrevistadas en esta investigación dijeron que luego del desplazamiento no volvieron a los predios por el temor a los paramilitares y que nunca supieron sobre las transacciones comerciales que hicieron los hermanos Olarte con las fincas. Las reclamantes dijeron que no tenían conocimiento sobre proyectos agroindustriales en las tierras, pero Rutas del Conflicto pudo establecer que, al menos en la finca Ceibones, sí hay un cultivo agroindustrial de palma aceitera, de acuerdo con las imágenes satelitales que proporciona la herramienta Google Earth.
Los certificados de tradición y libertad muestran que, en 2008, se concretó la separación de bienes entre los esposos Carlos Olarte y Nury Barahona. El predio Ceibones, el más grande de los cuatro, con cerca de 780 hectáreas, quedó con un 50% de derechos a nombre de Roberto Olarte, un 25% a nombre de su hermano Carlos y un 25% a nombre de la exesposa del último.
Desde 2008 hasta la fecha existe una hipoteca por el porcentaje que le corresponde a Nelly Barahona, a nombre de la empresa Sociedad Inversiones La Española S.A., que según sus registros en Cámara de Comercio, se dedica al “cultivo de palma para aceite y otros frutos oleaginosos”. Esta empresa fue una de las opositoras a la solicitud de restitución de tierras de las víctimas que fue negada por el Tribunal en 2018.
Rutas del Conflicto pudo establecer que el representante legal de la Sociedad Inversiones La Española S.A. es Dimas Rafael Martínez Morales, quién aparece relacionado en un documento del Consejo de Estado, en un proceso de pérdida de investidura, como socio y cuñado del excongresista Fuad Rapag Matar, condenado en 2013 por vínculos con los paramilitares del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia y su exjefe ‘Jorge 40′.
La otra empresa relacionada con los cultivos de palma en los predios es C.I. Tequendama S.A. que le compró en 2014 al otro hermano, Roberto Olarte, la finca El Chimborazo 2, de 123 hectáreas, según el certificado de tradición y libertad. C.I. Tequendama es una compañía, que según su registro de Cámara de Comercio, se dedica al cultivo de palma y pertenece al poderoso grupo agroindustrial de la costa Caribe Daabon, de la familia Dávila Abondano. El grupo empresarial revirtió la compra en 2016 y regresó la propiedad a Olarte, luego de que la Unidad de Restitución de tierras emitiera una resolución para proteger el predio solicitado por las víctimas. En la sentencia de 2018, el Tribunal menciona a la empresa como opositores en el proceso judicial.
C.I. Tequendama también tenía un proyecto de palma en las tierras de la hacienda Las Pavas, en el sur de Bolívar, que reclaman víctimas de desplazamiento en un caso similar al de los cuatro predios de Pueblo Viejo. En Las Pavas, la comunidad campesina fue desplazada por los paramilitares del Bloque Central Bolívar en 2003.
Rutas del Conflicto intentó comunicarse con los hermanos Carlos y Roberto Olarte para conocer su versión de la historia pero no obtuvo respuesta
La comunidad campesina sigue sin tierras
Las comunidades callaron durante años los vejámenes a los que fueron sometidos. No fue sino hasta 2015 que 102 campesinos solicitaron la titularidad de las tierras que los grupos paramilitares les habían arrebatado. “Este es un proceso de restitución de tierras que inició en el año 2016 por el desplazamiento forzado de toda la comunidad campesina”, explica Daniela Paredes, abogada de la Comisión Colombiana de Juristas.
El proceso se resolvió en 2018, cuando el Tribunal Superior de Cartagena reconoció los hechos victimizantes en contra de la comunidad, pero decidió negar la solicitud a 89 reclamantes por considerar que eran tenedores y no poseedores de los predios. El Tribunal ordenó la restitución a 15, estos últimos de la finca Negrinis, ya que encontró que esta propiedad era un baldío de la Nación y no de los hermanos Olarte.
“La verdad que se espera en estos casos es sobre si alguien les pagó para perpetrar esos crímenes, o por qué querían esas tierras, si tenían un proyecto económico o simplemente si era un lugar estratégico para la guerra”
Luz Piedad Caicedo, codirectora de la organización feminista Humanas
La sentencia también ordenó que la Agencia Nacional de Tierras, la entidad que en la actualidad tiene las funciones del extinto Incora, buscara predios para entregarles a los campesinos que no obtuvieron la restitución. Sin embargo, seis años después, las familias siguen esperando sin tener una tierra propia. “Logramos que la Unidad de Víctimas nos diera plata para proyectos productivos, pero sin fincas no tenemos cómo arrancar”, cuenta la lideresa Luisa.
Las familias campesinas incluso se han capacitado en la producción de harina de plátano y esperan que, cuando les lleguen las tierras, puedan trabajar en el procesamiento de ese alimento. “Incluso hemos buscado fincas por nuestra cuenta, como lo hicimos hace 27 años; hemos conseguido gente que quiere venderle las fincas a la ANT, pero el proceso no avanza”, dice la lideresa.
Rutas del Conflicto consultó con una fuente de la ANT, que prefiere mantener el anonimato, quien señaló que infortunadamente existe una larga fila de miles de solicitudes, como la que le hizo el Tribunal, que la entidad debe resolver.
La forma en la que el Estado le ha fallado a estas víctimas es tan grave, que inclusive las 15 familias reclamantes que ganaron el proceso de restitución no han podido volver a las tierras. La misma ANT encontró que la sentencia que se emitió en 2018 tuvo un error a la hora de delimitar los predios de cada uno de los campesinos solicitantes, entonces tuvieron que esperar seis años para que el Tribunal modulara su decisión. Hasta septiembre de 2024 se resolvió el error y la ANT, en teoría, debería proceder con la adjudicación de las fincas.
A pesar de todos los años de sufrimiento en medio de la ineficiencia estatal, de la falta de verdad y justicia sobre los crímenes que vivieron, las familias de esta comunidad lideradas por Luisa siguen con la esperanza de tener una tierra. “Han pasado los años y muchos ya son mayores, pero seguimos luchando para poder ser campesinos en tierras que sean nuestras. Solo le pedimos al Estado que nos ayude, que ya las decisiones judiciales están tomadas”, concluye Luisa.
Pero su lucha no termina ahí. Las mujeres también esperan la reparación por las torturas que vivieron y que se revele la verdad sobre quiénes ordenaron las violaciones sexuales. No buscan solo tierras, sino justicia por el dolor que les fue impuesto y por las vidas que fueron quebradas.
* Nota de la editora: Esta nota tuvo algunos cambios, entre ellos, precisar que en la actualidad la empresa Tequendama, de propiedad del grupo Daabon, ya no es la propietaria del predio Chimborazo 2. El grupo empresarial revirtió la compra de esas tierras en 2016 tras una medida de protección sobre esos predios emitida por la Unidad de Restitución de Tierras.
*El nombre fue cambiado para proteger la identidad de la lideresa por cuestiones de seguridad.
**Esta investigación fue realizada con el apoyo de la Heinrich Böll Stiftung en Colombia