Así veló Bojayá a sus muertos
En una ceremonia que tardó medio día, los familiares de las víctimas de la masacre, ocurrida hace 17 años, despidieron los 78 cuerpos identificados. Con una obra de teatro y alabaos le pidieron al Estado que les garantice la no repetición, pues la violencia volvió y temen que haya otra masacre.
Laura Dulce Romero @Dulcederomerooo
Primera escena: campesinos y pescadores sonríen e intercambian maíz, limón y pescado. Algunos reman en el río. Segunda escena: la comunidad está reunida en un almuerzo cuando aparece la muerte, con un bate, para dar su golpe final. Suena un trancazo seco y luego, silencio. Tercera escena: el horror. Los cuerpos tendidos en el suelo tienen que ser recogidos por los heridos. Los apilan en medio de la muchedumbre que llora desesperada. Cuarta escena: un político bien vestido llega a la misma comunidad a prometer energía permanente, seguridad y prosperidad, pero en sus discursos solo se escucha: “blablablá”. A pesar de esto, es electo. Cuando los campesinos le piden comida, porque están casi muertos de hambre y él prometió ayudarlos, el nuevo mandatario les da un pantalón enorme. Los pobladores quieren alimentos. Él insiste con el pantalón enorme. Sin solución a la vista se llevan la ropa, pero más tardan en subirla a la canoa que los grupos armados en intimidarlos. Mientras tanto, las víctimas siguen llorando a sus muertos... ¿Nombre de la obra? Bojayá.
No fue un velorio tradicional. Tampoco debía serlo después de esperar 17 años para despedir a sus muertos. Los habitantes del municipio de Bojayá (Chocó), conocido en el resto del mundo por la masacre del 2 de mayo de 2002, en la que murieron 99 personas a causa de un cilindro bomba lanzado por la guerrilla de las Farc contra la iglesia donde se refugiaban civiles, eligieron una obra de teatro para narrar su historia y reclamar, ante la mirada de algunos funcionarios de entidades del Estado, el dolor que les causa su ausencia y la falta de garantías que siguen teniendo para tener una vida digna.
(Le puede interesar: Comunidad de Bojayá denuncia inminente riesgo de otra masacre)
La entrega de los cuerpos era un hito y por eso acordaron con las autoridades hacer un acto simbólico, reparador, de acuerdo con sus costumbres y tradiciones. Por eso utilizaron el espacio más grande del pueblo, el coliseo, para ubicar los féretros y así despedirlos. La imagen era difícil de digerir: 99 ataúdes blancos y cafés, organizados por orden de exhumación, decorados con flores, fotos y mensajes. Detrás, familiares, agentes del CTI de la Fiscalía y funcionarios de la Unidad de Víctimas hacían los últimos arreglos para arrancar con la misa y los alabaos (los cantos tradicionales del Pacífico para acompañar a los muertos en su último viaje) que planearon durante meses. Todos ellos eran vigilados por el Cristo de Bojayá, el símbolo de la masacre.
De acuerdo con Medicina Legal y la Fiscalía, se pudieron dar explicaciones en 80 casos: 72 cuerpos fueron plenamente identificados; seis previamente identificados, es decir, se sabe que pertenecen a una familia, pero fue imposible determinar con exactitud qué nombre tenían, y finalmente dos no pudieron ser identificados por el deterioro de los huesos. Aún falta estudiar 22 fragmentos óseos, como los llaman los forenses, ubicados en la fosa 75. Allí podrían estar el resto de familiares, al menos 10, que siguen desaparecidos.
Quizá por eso fue una ceremonia de agradecimiento, pero principalmente de reclamos. Leyner Palacios, quien ha sido uno de los líderes de la reparación de los bojayaceños y de la búsqueda de los desaparecidos, la describió como una marea de sentimientos encontrados. Y eso tiene varias explicaciones que, aunque evidentes, se leen en las conversaciones que sostiene con los asistentes: por un lado, la dicha de encontrarlos y la tristeza de despedirlos. Por el otro, la gratitud con las autoridades y la comunidad —organizadores en conjunto un acto digno— mezclada con la impotencia de no identificar a todos por las diversas dificultades de seguridad y negligencia de esas mismas entidades durante años.
Ni los sacerdotes callaron. En una carta abierta al presidente Iván Duque denunciaron que hoy, cuando se disponen a recibir los cuerpos, “se ciernen nuevamente sobre los pueblos y territorios hechos amenazantes, desplazamientos, confinamientos, masacres, torturas, desapariciones y reclutamientos” que, creían, podían ser superados con el Acuerdo de Paz firmado en 2016 con la extinta guerrilla de las Farc. Los padres de la Diócesis de Quibdó sentenciaron: “La masacre de Bojayá se puede volver a repetir”.
Hasta ahora no ha habido cambios estructurales en esta alejada zona del país, que sigue igual de desconectada que en el siglo XX. Para llegar hasta Bellavista, su cabecera, hay que buscar un cupo en una lancha rápida y contar con al menos $80.000, un precio impagable para esta comunidad mayoritariamente pobre. También es necesario hablar de sus equipamientos deteriorados, de la falta de energía y agua potable permanente en los hogares y de cómo el alcantarillado es una quimera. Sus pobladores les siguen robando baldados de agua a los ríos Atrato y Bojayá para bañarse y descargar sus cisternas.
Pero lo que más preocupa, según la Alcaldía de Bojayá, es que de 100 jóvenes graduados, solo cinco pueden ir a la universidad. Mientras tanto, los grupos armados los acechan. Cuando se firmó el Acuerdo de Paz, dijo Yuber Palacios, miembro del Comité de Víctimas de Bojayá, hubo una tranquilidad temporal y una esperanza de que otros vientos correrían por el Atrato. Pero, agregó, eso “fue una corta ilusión”, porque las Farc fueron rápidamente reemplazadas por el Ejército de Liberación Nacional (Eln) y las estructuras paramilitares se fortalecieron, en especial las autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc). Todos en el coliseo apoyaban su versión de la realidad.
En medio de esas circunstancias y de estar en un hecho hasta ahora inigualado en la reparación de las víctimas en Colombia, los bojayaceños extrañaron la presencia del presidente Iván Duque. “Esperábamos que el presidente de la República estuviera aquí. Desafortunadamente no vino. Tampoco sus consejeros. No están para darle la cara a su pueblo bojayaceño y atratero explicando de qué manera vamos a tratar de evadir situaciones como las que vivió nuestro pueblo”, señaló otra integrante del Comité.
En cambio agradecieron la llegada de los embajadores de Francia, Gautier Mignot; de Noruega, John Petter Opdahl; de la representante de Canadá, Christina Prefontaine; el director de la Unidad de Víctimas, Ramón Rodríguez; el director del Centro Nacional de Memoria Histórica, Darío Acevedo; el presidente de la Comisión de la Verdad, padre Francisco de Roux, y Alberto Brunori, alto comisionado para los derechos humanos de las Naciones Unidas.
“Esta ceremonia sagrada de despedida de sus familiares y este acto político, como lo llaman las mismas víctimas, nos muestra una comunidad viva que participa y lidera la exigencia del disfrute pleno de sus derechos. Bojayá también marca un hito histórico, por la posibilidad de reparación que se brinda a las víctimas”, aseguró Brunori, quien se enfocó en lo que se ha logrado y no en lo que falta.
Brunori resaltó, asimismo, el trabajo de los familiares de las víctimas, quienes aportaron su conocimiento para guiar a la Fiscalía, Medicina Legal, la Unidad de Víctimas y el Centro de Memoria Histórica: “En este proceso de diálogo intercultural de un poco más de dos años, la comunidad aprendió cuán difíciles son los procesos y las instituciones comprendieron lo que significa la dignidad para la cultura negra e indígena”. Esta afirmación fue apoyada por la gente que, como pocas veces, vio a un Estado articulado y solidario con su dolor.
El padre Francisco de Roux, por su parte, reflexionó sobre las causas de esta guerra que ha afectado tanto a Bojayá. Concluyó que se trata de la codicia de una Colombia que vino a estos territorios a saquear los recursos naturales, a apropiarse de ellos pese a que han sido durante décadas de las comunidades afros e indígenas. Y le pidió a la comunidad de Bojayá no olvidar su deber de contar su verdad: “Cuando ustedes hablan no lo hacen desde la memoria sino de las vísceras. Sus palabras pesan más que las de otros. No se bajen de esa responsabilidad”.
No hubo lágrimas. Tampoco aplausos, aunque la obra de teatro, tan mordaz y elocuente, los merecía. A cambio tuvieron un aguacero que cayó sin avisar y una lista de compromisos que la gente le pidió al Gobierno que adquiriera. El más importante, por la amenaza constante, son las garantías de no repetición. Eso implica, para los habitantes de Bojayá, que esa presencia que tuvieron en el proceso de reconocimiento de los cuerpos se extienda para suplir todas sus necesidades. Quinta escena: las víctimas extienden unas telas negras que dicen “Bojayá ama la paz”.
Primera escena: campesinos y pescadores sonríen e intercambian maíz, limón y pescado. Algunos reman en el río. Segunda escena: la comunidad está reunida en un almuerzo cuando aparece la muerte, con un bate, para dar su golpe final. Suena un trancazo seco y luego, silencio. Tercera escena: el horror. Los cuerpos tendidos en el suelo tienen que ser recogidos por los heridos. Los apilan en medio de la muchedumbre que llora desesperada. Cuarta escena: un político bien vestido llega a la misma comunidad a prometer energía permanente, seguridad y prosperidad, pero en sus discursos solo se escucha: “blablablá”. A pesar de esto, es electo. Cuando los campesinos le piden comida, porque están casi muertos de hambre y él prometió ayudarlos, el nuevo mandatario les da un pantalón enorme. Los pobladores quieren alimentos. Él insiste con el pantalón enorme. Sin solución a la vista se llevan la ropa, pero más tardan en subirla a la canoa que los grupos armados en intimidarlos. Mientras tanto, las víctimas siguen llorando a sus muertos... ¿Nombre de la obra? Bojayá.
No fue un velorio tradicional. Tampoco debía serlo después de esperar 17 años para despedir a sus muertos. Los habitantes del municipio de Bojayá (Chocó), conocido en el resto del mundo por la masacre del 2 de mayo de 2002, en la que murieron 99 personas a causa de un cilindro bomba lanzado por la guerrilla de las Farc contra la iglesia donde se refugiaban civiles, eligieron una obra de teatro para narrar su historia y reclamar, ante la mirada de algunos funcionarios de entidades del Estado, el dolor que les causa su ausencia y la falta de garantías que siguen teniendo para tener una vida digna.
(Le puede interesar: Comunidad de Bojayá denuncia inminente riesgo de otra masacre)
La entrega de los cuerpos era un hito y por eso acordaron con las autoridades hacer un acto simbólico, reparador, de acuerdo con sus costumbres y tradiciones. Por eso utilizaron el espacio más grande del pueblo, el coliseo, para ubicar los féretros y así despedirlos. La imagen era difícil de digerir: 99 ataúdes blancos y cafés, organizados por orden de exhumación, decorados con flores, fotos y mensajes. Detrás, familiares, agentes del CTI de la Fiscalía y funcionarios de la Unidad de Víctimas hacían los últimos arreglos para arrancar con la misa y los alabaos (los cantos tradicionales del Pacífico para acompañar a los muertos en su último viaje) que planearon durante meses. Todos ellos eran vigilados por el Cristo de Bojayá, el símbolo de la masacre.
De acuerdo con Medicina Legal y la Fiscalía, se pudieron dar explicaciones en 80 casos: 72 cuerpos fueron plenamente identificados; seis previamente identificados, es decir, se sabe que pertenecen a una familia, pero fue imposible determinar con exactitud qué nombre tenían, y finalmente dos no pudieron ser identificados por el deterioro de los huesos. Aún falta estudiar 22 fragmentos óseos, como los llaman los forenses, ubicados en la fosa 75. Allí podrían estar el resto de familiares, al menos 10, que siguen desaparecidos.
Quizá por eso fue una ceremonia de agradecimiento, pero principalmente de reclamos. Leyner Palacios, quien ha sido uno de los líderes de la reparación de los bojayaceños y de la búsqueda de los desaparecidos, la describió como una marea de sentimientos encontrados. Y eso tiene varias explicaciones que, aunque evidentes, se leen en las conversaciones que sostiene con los asistentes: por un lado, la dicha de encontrarlos y la tristeza de despedirlos. Por el otro, la gratitud con las autoridades y la comunidad —organizadores en conjunto un acto digno— mezclada con la impotencia de no identificar a todos por las diversas dificultades de seguridad y negligencia de esas mismas entidades durante años.
Ni los sacerdotes callaron. En una carta abierta al presidente Iván Duque denunciaron que hoy, cuando se disponen a recibir los cuerpos, “se ciernen nuevamente sobre los pueblos y territorios hechos amenazantes, desplazamientos, confinamientos, masacres, torturas, desapariciones y reclutamientos” que, creían, podían ser superados con el Acuerdo de Paz firmado en 2016 con la extinta guerrilla de las Farc. Los padres de la Diócesis de Quibdó sentenciaron: “La masacre de Bojayá se puede volver a repetir”.
Hasta ahora no ha habido cambios estructurales en esta alejada zona del país, que sigue igual de desconectada que en el siglo XX. Para llegar hasta Bellavista, su cabecera, hay que buscar un cupo en una lancha rápida y contar con al menos $80.000, un precio impagable para esta comunidad mayoritariamente pobre. También es necesario hablar de sus equipamientos deteriorados, de la falta de energía y agua potable permanente en los hogares y de cómo el alcantarillado es una quimera. Sus pobladores les siguen robando baldados de agua a los ríos Atrato y Bojayá para bañarse y descargar sus cisternas.
Pero lo que más preocupa, según la Alcaldía de Bojayá, es que de 100 jóvenes graduados, solo cinco pueden ir a la universidad. Mientras tanto, los grupos armados los acechan. Cuando se firmó el Acuerdo de Paz, dijo Yuber Palacios, miembro del Comité de Víctimas de Bojayá, hubo una tranquilidad temporal y una esperanza de que otros vientos correrían por el Atrato. Pero, agregó, eso “fue una corta ilusión”, porque las Farc fueron rápidamente reemplazadas por el Ejército de Liberación Nacional (Eln) y las estructuras paramilitares se fortalecieron, en especial las autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc). Todos en el coliseo apoyaban su versión de la realidad.
En medio de esas circunstancias y de estar en un hecho hasta ahora inigualado en la reparación de las víctimas en Colombia, los bojayaceños extrañaron la presencia del presidente Iván Duque. “Esperábamos que el presidente de la República estuviera aquí. Desafortunadamente no vino. Tampoco sus consejeros. No están para darle la cara a su pueblo bojayaceño y atratero explicando de qué manera vamos a tratar de evadir situaciones como las que vivió nuestro pueblo”, señaló otra integrante del Comité.
En cambio agradecieron la llegada de los embajadores de Francia, Gautier Mignot; de Noruega, John Petter Opdahl; de la representante de Canadá, Christina Prefontaine; el director de la Unidad de Víctimas, Ramón Rodríguez; el director del Centro Nacional de Memoria Histórica, Darío Acevedo; el presidente de la Comisión de la Verdad, padre Francisco de Roux, y Alberto Brunori, alto comisionado para los derechos humanos de las Naciones Unidas.
“Esta ceremonia sagrada de despedida de sus familiares y este acto político, como lo llaman las mismas víctimas, nos muestra una comunidad viva que participa y lidera la exigencia del disfrute pleno de sus derechos. Bojayá también marca un hito histórico, por la posibilidad de reparación que se brinda a las víctimas”, aseguró Brunori, quien se enfocó en lo que se ha logrado y no en lo que falta.
Brunori resaltó, asimismo, el trabajo de los familiares de las víctimas, quienes aportaron su conocimiento para guiar a la Fiscalía, Medicina Legal, la Unidad de Víctimas y el Centro de Memoria Histórica: “En este proceso de diálogo intercultural de un poco más de dos años, la comunidad aprendió cuán difíciles son los procesos y las instituciones comprendieron lo que significa la dignidad para la cultura negra e indígena”. Esta afirmación fue apoyada por la gente que, como pocas veces, vio a un Estado articulado y solidario con su dolor.
El padre Francisco de Roux, por su parte, reflexionó sobre las causas de esta guerra que ha afectado tanto a Bojayá. Concluyó que se trata de la codicia de una Colombia que vino a estos territorios a saquear los recursos naturales, a apropiarse de ellos pese a que han sido durante décadas de las comunidades afros e indígenas. Y le pidió a la comunidad de Bojayá no olvidar su deber de contar su verdad: “Cuando ustedes hablan no lo hacen desde la memoria sino de las vísceras. Sus palabras pesan más que las de otros. No se bajen de esa responsabilidad”.
No hubo lágrimas. Tampoco aplausos, aunque la obra de teatro, tan mordaz y elocuente, los merecía. A cambio tuvieron un aguacero que cayó sin avisar y una lista de compromisos que la gente le pidió al Gobierno que adquiriera. El más importante, por la amenaza constante, son las garantías de no repetición. Eso implica, para los habitantes de Bojayá, que esa presencia que tuvieron en el proceso de reconocimiento de los cuerpos se extienda para suplir todas sus necesidades. Quinta escena: las víctimas extienden unas telas negras que dicen “Bojayá ama la paz”.