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La masacre perpetrada en la Horqueta, en el municipio de Tocaima, Cundinamarca, el 21 de noviembre de 1997, todavía está profundamente grabada en la mente de Lucila Barrero. Aquella mañana, hombres armados amarraron fuertemente sus manos. Mientras estaba inmovilizada, presenció cómo paramilitares del bloque Élmer Cárdenas de las Autodefensas Unidas de Colombia torturaban amigos y conocidos delante de sus ojos. Un campesino imploró por misericordia, pues los hombres armados estaban martirizando a un joven al frente suyo. Los paramilitares le pegaron al campesino un tiro en la boca, “por sapo”. Las náuseas recorrieron el cuerpo de Lucila. Minutos después, los paramilitares asesinaron a su esposo. A ella le perdonaron la vida. Hoy, 22 años después de que la masacre se perpetró, Lucila Barrero dice que aún siente una tristeza inmensa al recordar el pasado: "si de verdad en este país hubiera paz, todos, en nuestro interior, deberíamos estar en paz”, afirma.
No obstante, su historia no acaba ahí. Lucila se vio obligada a abandonar su hogar. Junto a su hijo, llegaron a Bogotá el 28 de noviembre de 1997. Ambos pasaron de vivir en el campo a habitar la ciudad más grande de Colombia. Mientras su hijo estudiaba en la universidad, sus compañeros lo aislaron, pues lo juzgaban por ser desplazado. El rechazo social, la falta de alimento y la indiferencia del Gobierno colombiano eran constantes en la vida de Lucila Barrero. A la familia le depararon 19 años sin asistencia por parte del Estado, en donde las imágenes mentales de la masacre los atormentaron día y noche. Finalmente, casi dos décadas después, el Gobierno envió a la familia a un psicólogo. Lucila afirma que el profesional en salud mental no sanó sus heridas: “creo que necesito a una persona que realmente me escuche y me enseñe a dejar el pasado atrás. No sé por qué todavía me da esa tristeza tan grande, cuando ya han pasado tantos años”, afirma.
Actualmente, la Ley 1448 de 2011, o Ley de Víctimas, congrega los distintos requerimientos que se acordaron para poder brindar una reparación integral a las personas damnificadas por el conflicto armado. No obstante, se ha ignorado en gran medida el artículo 137, el cual incluye un componente de reparación psicológica. ¿Qué mecanismos está utilizando el gobierno para mejorar la salud mental de las víctimas del conflicto armado?
El privilegio de unos pocos: acceso a tratamiento psicológico en Colombia
El Programa de Atención Psicosocial y Salud Integral a Víctimas (PAPSIVI) es el conjunto de estrategias que el Ministerio de Salud implementa actualmente para brindar una atención psicosocial a los afectados por el conflicto. No obstante, según datos del Ministerio de Salud, en el periodo de 2013 a 2019, el PAPSIVI solo ha atendido a 24.127 víctimas en Bogotá, de las 339.201 que están registradas en el Registro Único para las Víctimas (RUV) en la capital. A nivel nacional, según su anexo técnico, en el lapso de 2014 a 2017 el programa atendió a 444.062 víctimas en todo el país, de las 7.626.134 que había en total. Además de la falta de cobertura, según Sandra Calvachi, asesora de gestión territorial del PAPSIVI, el programa destina un total de ocho sesiones de atención psicológica por cada víctima del conflicto. Una vez se cumplen el número de atenciones, la víctima no puede volver a ser atendida por el PAPSIVI.
El Ministerio de Salud considera que ocho sesiones son la cantidad necesaria, pues estas cumplen “con el fin de promover una atención breve, intensa, centrada en las afectaciones y necesidades actuales y con el fin de poder llegar al máximo número de personas víctimas”.
Según Silvia Rivera, psicóloga clínica y psicoanalista con experiencia en temas de violencia y conflicto armado, este tratamiento no es suficiente: “uno no ha comenzado a conocer a la persona en ocho sesiones, no es posible dar un diagnóstico certero en este lapso. Además, muchas veces los profesionales que atienden víctimas no tienen el perfil para hacerlo”, afirma. Rivera considera que también es necesario que el Estado contrate psicólogos con formación antropológica, sociológica o histórica, para que tengan una visión multidimensional del conflicto armado y puedan ofrecer soluciones más completas a las víctimas.
El tratamiento a víctimas
Sandra Calvachi ha trabajado en el PAPSIVI por más de tres años. En medio de su trabajo social, comprendió que existen diferentes tipos de violencia, que requieren formas de rehabilitación distintas. Estas reparaciones se dividen en: técnicas narrativas, en donde la víctima sana sus heridas a partir del relato de lo que ocurrió; técnicas expresivas, que consisten en curar las heridas mediante rituales simbólicos, como velorios, incluso si el cadáver del desaparecido nunca se halló. Por último, el método performativo consiste en la representación de las emociones mediante el cuerpo.
La asesora todavía recuerda el largo recorrido que debía realizar para llegar a la casa de Margarita y Diana (nombres ficticios para preservar el anonimato), en Viotá, Cundinamarca. Margarita era una mujer de 62 años. Su hija, Diana, tenía 25 años cuando se comenzó la implementación del tratamiento PAPSIVI. La familia estaba compuesta por madre, padre y dos hijos. El padre fue desaparecido por paramilitares. El hijo intentó descubrir quiénes fueron los culpables, no obstante, los perpetradores también lo desaparecieron. En la puerta de la casa, Margarita recibió a la psicóloga con las siguientes palabras: “usted no me venga a decir que yo perdone a nadie, porque usted no sabe el dolor que yo siento”.
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Cuando la herida es demasiado profunda, hay casos en donde las víctimas no han podido expresar lo que sienten. En este punto se introduce el componente narrativo, que tiene como objetivo poner en palabras el sufrimiento emocional. “Hay personas que al inicio del tratamiento no te dicen nada; son monosilábicas. Pero una vez las víctimas logran contar lo que sienten cuando nunca lo han hecho, o llorar, cuando nunca lo han hecho, realmente se sanan varias heridas internas”, cuenta Calvachi. En el caso de Diana y Margarita, ambas realizaron una carta para sus dos familiares desaparecidos, en donde escribieron todo lo que no habían podido decirles mientras estaban presentes: “duraron leyéndola cerca de 40 minutos, porque habían varias lágrimas de por medio en cada palabra que recitaban. Esta fue su liberación”, afirma Sandra.
En el componente expresivo, se rememora a la persona que no está mediante rituales simbólicos. Margarita trajo la camisa y el sombrero de su esposo. Esta era su ropa característica, y pudo recordar y relatar cómo él se paseaba por el pueblo con ella. “Margarita me contó, con una sonrisa, que su esposo era el guapo del pueblo. Mediante el relato y los símbolos pudo resignificar los recuerdos dolorosos”, afirma Sandra.
Por otro lado, varias víctimas tienen dificultades con el componente performativo, pues el hacinamiento en el que viven dificulta las expresiones corporales. Debido a que varias personas han sido desplazadas, algunas víctimas se ven obligadas a vivir en casas de lata, en donde duermen hasta cinco personas en un cuarto. “Uno no comprende el conflicto armado encerrado en una oficina o atendiendo gente en la ciudad. Uno ve el verdadero conflicto cuando visita las casas de los damnificados”, cuenta Sandra. Con Margarita y Diana, el componente corporal no pudo realizarse debido al pudor que sentían ambas por expresar lo que sentían con su cuerpo.
Existen víctimas que no pueden utilizar uno de los componentes de sanación debido al tipo de daño que recibieron. Ana* es una mujer de 45 años de Caparrapí, Cundinamarca, que fue torturada por paramilitares. Los secuestradores enterraron su cuerpo, dejando solo su cabeza al descubierto. Después de orinar su rostro, dejaron su cuerpo sepultado durante dos días, hasta que finalmente la liberaron. Sandra Calvachi afirma que su proceso de rehabilitación ha sido lento y silencioso: “cuando ella relata lo que le pasó, al receptor le queda una imagen mental bastante difícil de olvidar. Es su decisión si en algún momento quiere contárselo a sus hijos. Ella sabe que si lo hace, les causará un daño inolvidable. Pero, por no contarlo, ella nunca utilizó el componente narrativo, por lo que tiene una carga adicional: tener que callarse el hecho victimizante todo el tiempo”.
Pero no solo las personas son víctimas de las masacres, sino también sus territorios, Según Natalia Ferrier, psicóloga y Asesora Psicosocial del PAPSIVI durante 2017, asegura: “Cuando trabajé en Caquetá, recuerdo que las personas me decían que los paramilitares tiraron los cadáveres al río y nadie los pudo sacar. Allí, la mayoría de la población vivía de la pesca. Una vez se realizó la masacre, la vida de la comunidad y su identidad cambió radicalmente. Ya nadie volvió a pescar en el río Caquetá; un cuerpo de agua que en el pasado fue sumamente representativo para la comunidad. El río, entonces, también fue una víctima del conflicto”. Actualmente, algunas zonas donde han ocurrido masacres estén desoladas, y la historia de lo que alguna vez fue un territorio importante se borra con el tiempo. Estos procesos, según Ferrier, suelen ser sanados mediante un tratamiento grupal, en donde se resignifican los territorios mediante el diálogo entre sus antiguos pobladores.
Las alternativas: sanar a través del arte
Ante la falta de cobertura por parte de los programas estatales, varios colectivos han unido fuerzas para buscar otras formas de reparar sus heridas. En 2008, 19 jóvenes fueron asesinados por miembros del Ejército, con el objetivo de presentarlos como “guerrilleros” muertos en combate. Un crimen de Estado, conocido como los "falsos positivos". Varias madres cuyos familiares fueron asesinados de este modo se unieron para aliviar el dolor de forma conjunta. Jacqueline Castillo, lideresa del Colectivo Madres Víctimas de los Falsos Positivos (MAFAPO), afirma que el tratamiento psicológico que brinda el Gobierno no ayudó a sanar sus heridas: “perdimos toda la confianza que teníamos por el Estado después de que asesinaran a nuestros hijos; este acabó con toda su legitimidad”, cuenta.
Ante esto, el colectivo se reúne periódicamente para sanar sus heridas mediante el diálogo y el arte. En el Teatro La Candelaria, tres madres de Soacha hacen parte de la obra ‘Antígonas’, en donde, mediante fotografías y narraciones, relatan al público cómo eran sus familiares, para que estos no se queden en el olvido. Del mismo modo, en varias ocasiones, el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, de Bogotá, ha sostenido la exposición ‘Madres Terra’, del fotógrafo Carlos Saavedra, en donde hay retratos de cada una de las madres víctimas enterradas sobre tierra, pues ellas nunca tuvieron el privilegio de sepultar a sus propios familiares.
En un artículo escrito por Camila Builes en el 2018 para El Espectador, Blanca Rubia Monroy, madre víctima, afirmó lo siguiente: “yo sentí tanta tristeza al principio de las fotos. Cuando vi que empezaron a abrir ese hueco y era como la fosa en la que metieron a mi chinito, Julián. (…) pero cuando me metí... qué dolor. Pero, al mismo tiempo, sentí que dejé tantas cosas allá: tantos dolores de cuando estaba niña, una parte de mi corazón que se murió con Julián también se quedó enterrado ahí”.
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En situaciones de desaparición forzada, la reparación simbólica es fundamental para cerrar heridas que, de otra forma, jamás podrían sanar, según Silvia Rivera. “Si hay una mujer que perdió a su hijo y, además, el cuerpo del menor nunca apareció, esta mujer estará en un duelo eterno. El duelo no puede cerrarse hasta que no exista una restitución simbólica: hasta que la muerte de su hijo tenga un sentido, hasta que se le explique a la madre dónde está el cuerpo y por qué fue asesinado”. Jacqueline Castillo considera que el arte y la memoria funcionan como mecanismo de reparación simbólica para las madres de Soacha, quienes ven en el teatro, el baile y los símbolos la única alternativa para disminuir su dolor.
*Cambiamos su nombre para proteger su intimidad e identidad.
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