Bojayá en la era de la preverdad
Sobrevivientes de la masacre de 2002 y familiares de las víctimas esperan que la justicia cumplan con la exhumación de los 79 muertos que dejó el ataque de las Farc a su iglesia y que aparezcan responsables políticos.
César Rodríguez Garavito *
Van quedando atrás los caseríos a lado y lado del río Atrato y, más abajo, del curvilíneo Bojayá. Puntuando el borrón de selva y agua durante diez horas en canoa, me viene a la memoria la frase feliz de Alberto Salcedo sobre los lugares más infelices de la violencia nacional. “Los habitantes de estos sitios pobres y apartados solo son visibles cuando padecen una tragedia. Mueren, luego existen”. Se refería a El Salado, Bolívar, pero podría haberlo dicho de esta esquina del Chocó. Busque usted en la red la palabra “Bojayá” y encontrará poco; Google, con su franqueza robótica, le aconsejará buscar más bien “masacre de Bojayá”.
Bojayá existe porque aquí fueron asesinadas 79 personas, incluidos 48 niños, en una sola noche de la guerra hace casi 15 años. Existe en tanto área geográfica, compuesta por Bellavista —la cabecera municipal escenario de la matanza—, 7 resguardos indígenas y 15 corregimientos minúsculos rodeados por una selva mayúscula, para un total de 3.693 kilómetros cuadrados.
Pero Bojayá existe sobre todo, y cada vez más, como símbolo. Representa lo que fue la barbarie de “la guerra sin límites”, de la que habla el título del informe del Grupo de Memoria Histórica sobre el caso. Simboliza también la paz y la reconciliación, encarnadas en el acto de petición de perdón de las Farc a los bojayacenses el 6 de diciembre de 2015 y en la presencia de uno de los líderes de Bojayá, Léyner Palacio, en la ceremonia de entrega del Premio Nobel al presidente Juan Manuel Santos.
Escuchando a Léyner frente a la iglesia de Bellavista, donde perdió 29 parientes aquella noche del 2 de mayo de 2002, entiendo que Bojayá es un símbolo viviente. Así como lo fue del conflicto, hoy lo es de los retos de un posconflicto que avanza, aunque lento e incierto, como nuestra canoa cuando se acerca a los rápidos del río, tan traicioneros que los diestros navegantes emberas bautizaron con nombres rotundos como Mojaculo y Quiebrachampa.
También puede leer: El archivo perdido de la masacre de Bojayá
El reto de la verdad
En un país de juristas, el posconflicto se volvió rápidamente una discusión sobre la ley y la justicia. ¿Qué valor jurídico tiene el acuerdo entre el gobierno y las Farc? ¿Cómo responderán ante la justicia los comandantes de la guerrilla y las Fuerzas Armadas? ¿Quiénes serán los magistrados de la Justicia Especial para la Paz (JEP)? Los protagonistas de los primeros meses de la paz son los abogados: los congresistas, el Fiscal, la Corte Constitucional, el procurador, la Corte Penal Internacional, los analistas que tenemos título de jurisconsultos.
Preguntas y debates cruciales, sin duda. Pero distantes de las angustias de los bojayacenses y otras comunidades de víctimas de la periferia nacional.
—Lo que yo quiero saber es la verdad —dice Máxima Asprilla, líder del Comité de Víctimas, en el solar de su casa en la nueva Bellavista. El ceño fruncido y los ojos entrecerrados eternos delatan su esfuerzo por penetrar el alma de los que nos aparecemos a hurgar en sus tragedias personales.
—¿Y la justicia? — le pregunto, incapaz de dejar la tarjeta profesional en casa.
—Nuestra justicia no es la de la cárcel; de qué nos sirve ver a los victimarios pagando cárcel si las cosas siguen igual. Nuestra justicia es tener derechos.
Justo lo que está quedando entre el tintero en los debates tempranos del posconflicto. Comenzando por la verdad. Mientras que la JEP se ha vuelto una sigla familiar, poco se habla de la Comisión de la Verdad contemplada en el Acuerdo de Paz. ¿La razón? La verdad es incómoda para casi todos: para los actores del conflicto, para los gobernantes presentes y pasados, para los ciudadanos que encontraron refugio de la barbarie en una versión telenovelesca de la guerra donde no hay problemas complejos, sino malos y buenos, y donde ellos están sin duda entre los últimos.
Aun en los casos más conocidos, como el de Bojayá, la verdad-verdad (la compleja, la difícil) es una asignatura pendiente. Si el mundo está en la era de la posverdad, Bojayá (y el país entero) está en la preverdad. Se sabe que las Farc –contra los ruegos de líderes como Léyner y las reglas elementales del derecho de la guerra– lanzaron el cilindro bomba que acabó con la vida de quienes se resguardaban en la iglesia. Se sabe también, aunque menos, que los paramilitares disparaban contra los guerrilleros desde el otro lado del pueblo, usando a la población civil como escudo, también contra las reglas del derecho internacional y la compasión humana. Y muy pocos colombianos saben que todo ello sucedió sin que hubiera un solo policía o soldado para proteger a los bojayacenses, porque el Estado había decidido retirar las tropas de la zona, a pesar de las advertencias de la ONU y la Defensoría del Pueblo. Quien sí lo tiene claro es Máxima Asprilla: “lo que queremos es que responda también el gobierno de Andrés Pastrana por habernos dejado solos”.
Los hechos mismos están en vilo. Por ejemplo, aunque la historia de Bojayá se ha contado muchas veces, no se han contado bien los muertos. Como Medicina Legal y la Fiscalía tardaron una semana en llegar a Bellavista tras la masacre, los habitantes del pueblo enterraron los restos como pudieron. “Eso fue una carnicería. Usted entraba a la iglesia y si no lloraba es porque tenía el corazón de piedra”, nos dijo Domingo Chalá, el sepulturero del pueblo, quien intentó adivinar qué pierna correspondía a qué brazo, cuál jirón de cuerpo debía ir con cuál otro en las bolsas negras que iba arrojando en la fosa común. Apenas a finales del año pasado, la Fiscalía entregó el informe forense a la comunidad, que dejó nuevas preguntas. Preguntas que tendrán que ser respondidas con la exhumación de los cadáveres, prometida por las autoridades forenses para inicios de año pero enredada en los vericuetos de la burocracia estatal que se viene erigiendo, en Bojayá tanto como en otras partes del país, en uno de los principales obstáculos para la implementación del Acuerdo de Paz.
El reto de la reparación
Un logro notable del acuerdo es su noción amplia de justicia transicional, que pone la reparación a las víctimas en el mismo nivel que la justicia, la verdad y la garantía de no repetición. Bojayá muestra que, aunque las víctimas necesitan indemnización material, también requieren formas de compensación inmateriales que varían de caso a caso.
Por ejemplo, los bojayacenses vienen pidiendo hace 15 años un funeral para sus muertos. Conocer con precisión quién y cómo murió, es esencial para darles sepultura a los difuntos conforme a los ritos sincréticos de la comunidad, mezcla de espiritualidad africana y católica. Los niños menores de seis meses que murieron en brazos de sus madres en la iglesia tendrán que ser honrados con el rito del chigualo, “para que se vaya alegre el angelito”, en las palabras de una de las cantaoras de la comunidad. Para los demás niños hay que hacer la ceremonia del gualí, y para los adultos, los nueve días de rosarios, sin los cuales no han podido descansar en paz.
El reto de la participación y los derechos
Fui por primera vez a Bojayá tres semanas después del plebiscito del 2 de octubre. Desde Bellavista hasta el poblado embera de Mojaudó, siete horas río abajo, la gente se dolía tanto del resultado de la votación como de que muchos no hubieran podido siquiera votar. Aunque el Sí ganó en la periferia nacional, el apoyo mayoritario de las víctimas al Acuerdo de Paz terminó siendo subestimado por una razón sencilla: en las regiones más apartadas, pobres y golpeadas por la violencia, la gente no puede votar si los políticos no ponen el transporte. Como ese día no había cargos para repartir, no había tampoco plata para las canoas, ni mucho menos transporte gratuito que el Estado nunca ha proveído.
A esas cosas elementales, creo, se refería Máxima Asprilla con su definición inapelable de justicia: tener derechos. Tener derecho a participar y decidir, que el acuerdo entre el Gobierno y las Farc menciona 313 veces, pero que se está embolatando por el ritmo vertiginoso del fast track. También otros derechos prometidos en el pacto, como acceder a la tierra o recuperarla de los despojadores. Y viejos derechos que los bojayacenses y otras víctimas perdieron por la violencia, o nunca han conocido, como tener agua potable o un puesto de salud cercano, o volver a pescar en los ríos envenenados por el mercurio de la minería ilegal.
“En el avión de vuelta de Oslo veníamos entusiasmados con todo lo que se podría hacer con la implementación del acuerdo”, me contó Léyner Palacio hace poco. “Pero ahora estamos preocupados e inciertos”. Preocupados con el retorno de los paramilitares y la guerrilla del Eln, y con la lentitud de la reparación por la burocracia y politización de la Unidad de Víctimas. Inciertos con lo que pasará con la justicia transicional. “Si eso es con Bojayá, cómo será en otras partes”, me dice al despedirse. “Pero aun así apostamos por la paz, a ver si algún día tenemos derechos”.
*Abogado, director de Dejusticia. Columnista de El Espectador.
Van quedando atrás los caseríos a lado y lado del río Atrato y, más abajo, del curvilíneo Bojayá. Puntuando el borrón de selva y agua durante diez horas en canoa, me viene a la memoria la frase feliz de Alberto Salcedo sobre los lugares más infelices de la violencia nacional. “Los habitantes de estos sitios pobres y apartados solo son visibles cuando padecen una tragedia. Mueren, luego existen”. Se refería a El Salado, Bolívar, pero podría haberlo dicho de esta esquina del Chocó. Busque usted en la red la palabra “Bojayá” y encontrará poco; Google, con su franqueza robótica, le aconsejará buscar más bien “masacre de Bojayá”.
Bojayá existe porque aquí fueron asesinadas 79 personas, incluidos 48 niños, en una sola noche de la guerra hace casi 15 años. Existe en tanto área geográfica, compuesta por Bellavista —la cabecera municipal escenario de la matanza—, 7 resguardos indígenas y 15 corregimientos minúsculos rodeados por una selva mayúscula, para un total de 3.693 kilómetros cuadrados.
Pero Bojayá existe sobre todo, y cada vez más, como símbolo. Representa lo que fue la barbarie de “la guerra sin límites”, de la que habla el título del informe del Grupo de Memoria Histórica sobre el caso. Simboliza también la paz y la reconciliación, encarnadas en el acto de petición de perdón de las Farc a los bojayacenses el 6 de diciembre de 2015 y en la presencia de uno de los líderes de Bojayá, Léyner Palacio, en la ceremonia de entrega del Premio Nobel al presidente Juan Manuel Santos.
Escuchando a Léyner frente a la iglesia de Bellavista, donde perdió 29 parientes aquella noche del 2 de mayo de 2002, entiendo que Bojayá es un símbolo viviente. Así como lo fue del conflicto, hoy lo es de los retos de un posconflicto que avanza, aunque lento e incierto, como nuestra canoa cuando se acerca a los rápidos del río, tan traicioneros que los diestros navegantes emberas bautizaron con nombres rotundos como Mojaculo y Quiebrachampa.
También puede leer: El archivo perdido de la masacre de Bojayá
El reto de la verdad
En un país de juristas, el posconflicto se volvió rápidamente una discusión sobre la ley y la justicia. ¿Qué valor jurídico tiene el acuerdo entre el gobierno y las Farc? ¿Cómo responderán ante la justicia los comandantes de la guerrilla y las Fuerzas Armadas? ¿Quiénes serán los magistrados de la Justicia Especial para la Paz (JEP)? Los protagonistas de los primeros meses de la paz son los abogados: los congresistas, el Fiscal, la Corte Constitucional, el procurador, la Corte Penal Internacional, los analistas que tenemos título de jurisconsultos.
Preguntas y debates cruciales, sin duda. Pero distantes de las angustias de los bojayacenses y otras comunidades de víctimas de la periferia nacional.
—Lo que yo quiero saber es la verdad —dice Máxima Asprilla, líder del Comité de Víctimas, en el solar de su casa en la nueva Bellavista. El ceño fruncido y los ojos entrecerrados eternos delatan su esfuerzo por penetrar el alma de los que nos aparecemos a hurgar en sus tragedias personales.
—¿Y la justicia? — le pregunto, incapaz de dejar la tarjeta profesional en casa.
—Nuestra justicia no es la de la cárcel; de qué nos sirve ver a los victimarios pagando cárcel si las cosas siguen igual. Nuestra justicia es tener derechos.
Justo lo que está quedando entre el tintero en los debates tempranos del posconflicto. Comenzando por la verdad. Mientras que la JEP se ha vuelto una sigla familiar, poco se habla de la Comisión de la Verdad contemplada en el Acuerdo de Paz. ¿La razón? La verdad es incómoda para casi todos: para los actores del conflicto, para los gobernantes presentes y pasados, para los ciudadanos que encontraron refugio de la barbarie en una versión telenovelesca de la guerra donde no hay problemas complejos, sino malos y buenos, y donde ellos están sin duda entre los últimos.
Aun en los casos más conocidos, como el de Bojayá, la verdad-verdad (la compleja, la difícil) es una asignatura pendiente. Si el mundo está en la era de la posverdad, Bojayá (y el país entero) está en la preverdad. Se sabe que las Farc –contra los ruegos de líderes como Léyner y las reglas elementales del derecho de la guerra– lanzaron el cilindro bomba que acabó con la vida de quienes se resguardaban en la iglesia. Se sabe también, aunque menos, que los paramilitares disparaban contra los guerrilleros desde el otro lado del pueblo, usando a la población civil como escudo, también contra las reglas del derecho internacional y la compasión humana. Y muy pocos colombianos saben que todo ello sucedió sin que hubiera un solo policía o soldado para proteger a los bojayacenses, porque el Estado había decidido retirar las tropas de la zona, a pesar de las advertencias de la ONU y la Defensoría del Pueblo. Quien sí lo tiene claro es Máxima Asprilla: “lo que queremos es que responda también el gobierno de Andrés Pastrana por habernos dejado solos”.
Los hechos mismos están en vilo. Por ejemplo, aunque la historia de Bojayá se ha contado muchas veces, no se han contado bien los muertos. Como Medicina Legal y la Fiscalía tardaron una semana en llegar a Bellavista tras la masacre, los habitantes del pueblo enterraron los restos como pudieron. “Eso fue una carnicería. Usted entraba a la iglesia y si no lloraba es porque tenía el corazón de piedra”, nos dijo Domingo Chalá, el sepulturero del pueblo, quien intentó adivinar qué pierna correspondía a qué brazo, cuál jirón de cuerpo debía ir con cuál otro en las bolsas negras que iba arrojando en la fosa común. Apenas a finales del año pasado, la Fiscalía entregó el informe forense a la comunidad, que dejó nuevas preguntas. Preguntas que tendrán que ser respondidas con la exhumación de los cadáveres, prometida por las autoridades forenses para inicios de año pero enredada en los vericuetos de la burocracia estatal que se viene erigiendo, en Bojayá tanto como en otras partes del país, en uno de los principales obstáculos para la implementación del Acuerdo de Paz.
El reto de la reparación
Un logro notable del acuerdo es su noción amplia de justicia transicional, que pone la reparación a las víctimas en el mismo nivel que la justicia, la verdad y la garantía de no repetición. Bojayá muestra que, aunque las víctimas necesitan indemnización material, también requieren formas de compensación inmateriales que varían de caso a caso.
Por ejemplo, los bojayacenses vienen pidiendo hace 15 años un funeral para sus muertos. Conocer con precisión quién y cómo murió, es esencial para darles sepultura a los difuntos conforme a los ritos sincréticos de la comunidad, mezcla de espiritualidad africana y católica. Los niños menores de seis meses que murieron en brazos de sus madres en la iglesia tendrán que ser honrados con el rito del chigualo, “para que se vaya alegre el angelito”, en las palabras de una de las cantaoras de la comunidad. Para los demás niños hay que hacer la ceremonia del gualí, y para los adultos, los nueve días de rosarios, sin los cuales no han podido descansar en paz.
El reto de la participación y los derechos
Fui por primera vez a Bojayá tres semanas después del plebiscito del 2 de octubre. Desde Bellavista hasta el poblado embera de Mojaudó, siete horas río abajo, la gente se dolía tanto del resultado de la votación como de que muchos no hubieran podido siquiera votar. Aunque el Sí ganó en la periferia nacional, el apoyo mayoritario de las víctimas al Acuerdo de Paz terminó siendo subestimado por una razón sencilla: en las regiones más apartadas, pobres y golpeadas por la violencia, la gente no puede votar si los políticos no ponen el transporte. Como ese día no había cargos para repartir, no había tampoco plata para las canoas, ni mucho menos transporte gratuito que el Estado nunca ha proveído.
A esas cosas elementales, creo, se refería Máxima Asprilla con su definición inapelable de justicia: tener derechos. Tener derecho a participar y decidir, que el acuerdo entre el Gobierno y las Farc menciona 313 veces, pero que se está embolatando por el ritmo vertiginoso del fast track. También otros derechos prometidos en el pacto, como acceder a la tierra o recuperarla de los despojadores. Y viejos derechos que los bojayacenses y otras víctimas perdieron por la violencia, o nunca han conocido, como tener agua potable o un puesto de salud cercano, o volver a pescar en los ríos envenenados por el mercurio de la minería ilegal.
“En el avión de vuelta de Oslo veníamos entusiasmados con todo lo que se podría hacer con la implementación del acuerdo”, me contó Léyner Palacio hace poco. “Pero ahora estamos preocupados e inciertos”. Preocupados con el retorno de los paramilitares y la guerrilla del Eln, y con la lentitud de la reparación por la burocracia y politización de la Unidad de Víctimas. Inciertos con lo que pasará con la justicia transicional. “Si eso es con Bojayá, cómo será en otras partes”, me dice al despedirse. “Pero aun así apostamos por la paz, a ver si algún día tenemos derechos”.
*Abogado, director de Dejusticia. Columnista de El Espectador.