Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Disneida Cuetia Velazco entra a la oficina administrativa de la planta de producción de jugos Ñxuspa vestida toda de blanco: botas de caucho, pantalón, camisa y delantal industrial. No se quitó el tapabocas ni el gorro del cabello. La oficina debe tener unos 12 metros cuadrados, en los que cabe una vitrina pequeña, dos computadores, un estante y algunas sillas plásticas.
Después de hablar unos minutos, Disneida mira esas cuatro paredes y dice que hace 14 años, cuando ella y una veintena de compañeros iniciaron con la microempresa, su sede era así de grande. O más bien: así de pequeña. Tenían una estufa, dos calderos, una mesa y una selladora. El precio de las moras que cultivaban estaba por el piso, y se les metió en la cabeza la idea de producir refrescos en bolsa para venderles a sus vecinos en Caldono, su pueblo enterrado en las montañas del Cauca.
Ahora tienen una planta de producción 20 veces más grande y elaboran, cada mes, 20.000 botellas de jugo, agua y mermeladas que llegan a varios municipios del departamento. Ñxuspa (que significa ‘delicioso’ en nasa yuwe, la lengua originaria de los indígenas de la zona) es una de al menos 162 iniciativas que ha apoyado el Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric) en su apuesta por fortalecer las economías propias y la soberanía alimentaria en el territorio.
Las microempresas de jugos representan el 13,4 % de estos proyectos, pero también hay de plantas medicinales (22,7 %), lacteos (19 %), frutales (16 %), piscicultura (13 %), café (3,5 %) y otros productos, que, en medio de la tormenta de violencia que se vive en el Cauca, resultan siendo también un escudo contra la siembra de cultivos de uso ilícito y el reclutamiento de comuneros indígenas para engrosar las filas de los grupos armados ilegales que hacen presencia en la región.
En contexto: La lucha de los indígenas contra los cultivos de marihuana
“La mayoría de cultivadores de mora vinculados a Ñxuspa son jóvenes que encuentran acá una opción de trabajo y de progreso, y eso los blinda cuando los grupos ilegales les ofrecen unirse”, cuenta un dinamizador del Cric en Caldono, donde se estima que solo en la primera mitad de este año fueron reclutados 70 jóvenes y se ha desatado una ola de violencia contra la juventud con un saldo alarmante: 22 asesinatos en lo corrido de 2022.
Y aunque buena parte de esta guerra se da por el control de los cultivos de uso ilícito –y el Cauca está entre los cinco mayores productores a nivel nacional– varias asociaciones indígenas le han apostado a los usos ancestrales de plantas como la coca y la marihuana para llegar a productos terapéuticos, galletas, harinas, bebidas energizantes y hasta alcohólicas. Ya hay cerveza, ron, vinos y destilados a base de esas matas milenarias que resultaron estigmatizadas por el uso alucinógeno y el narcotráfico.
“Los pueblos indígenas han sido muy resilientes a la guerra. Estamos buscando que en nuestros suelos se encuentren todos los productos y que esa producción vaya de la mano de la conservación y en equilibrio con la madre naturaleza, pero que genere un fortalecimiento económico para apuntarle también a alejar a las comunidades de la pobreza y el conflicto”, dice el indígena yanacona Yiovani Palechor, coordinador del programa Económico Ambiental del CRIC.
Palechor (una suerte de ministro, en la estructura de la organización) es trigueño y no mide más de 1.55. Conversamos en la sede del CRIC en Popayán, que tiene en el primer piso una máquina vending –una dispensadora de comidas– que no contiene los empaquetados ni gaseosas comerciales, sino los frutos de esas microempresas de la comunidad: jugo de piña y mora producido por Ñxuspa, agua embotellada marca Fxinze, harinas de maíz, barras de cereales, maní, chicharrones y hasta energizantes.
***
El rayo del sol que cae sobre el resguardo indígena de López Adentro tiene sudando a Arlex Camayo. Es la una de la tarde y el sonido del molino acompaña su recorrido por la planta de producción de Kwe’sx Arroz. Al fondo, en una planicie sembrada del grano, una máquina combinada gigante y un tractor recogen la cosecha. El predio donde se cultiva, de 1.200 hectáreas, volvió al poder de los indígenas en 1984, y fue una de las primeras victorias del proceso de ‘liberación de la madre tierra’, que en las últimas semanas volvió a sonar en el país por las tensiones que ha desatado la ocupación de fincas en el Cauca. Hace 20 años, cuando los indígenas de la zona empezaron a pensar en dejar de venderle su arroz a las empresas foráneas y crear una propia, apenas lograron convencer a 230 familias. Pero ahora tienen vinculadas a cerca de 1.200, que contribuyen a la producción de 100 a 120 toneladas de arroz al mes, con las que se abastece, sobre todo, la demanda del grano entre los comuneros indígenas del norte del departamento.
Lea también: El movimiento indígena del Cauca está amenazado de muerte
La historia de Kwe’sx (que significa ‘nuestro’) da cuenta de los embates de emprender una empresa comunitaria en medio de la guerra. En 2009, desconocidos asesinaron a Edgar Arcadio Ocoro Camayo, uno de los fundadores, mientras trabajaba en el tractor que a punta de esfuerzo habían comprado los asociados. “Esa muerte produjo mucho miedo. Estábamos armando una maquinaria para la planta y paramos eso hasta el punto de que se llenó de abejas. Dejamos todo quieto todo durante cinco años, pero luego pensamos que ese asesinato no podía quedar en vano. Los indígenas nasa decimos que las personas no mueren si permanecen sus ideas. Por eso nos volvimos a organizar y a finales de 2015 ya estábamos sacando arroz blanco de muy buena calidad”, cuenta Camayo.
Esa violencia contra quienes impulsan procesos no ha parado. Según reportes de la Comisión Colombiana de Juristas, Cauca, con 298 casos, es la territorialidad más afectada por los asesinatos contra líderes sociales desde la firma del Acuerdo de Paz, en 2016. Solo en lo corrido de este año van 17 homicidios contra esta población, de los cuales nueve eran indígenas.
Y aunque los miembros de Kwe’sx se han sobrepuesto al conflicto, aún tienen que batallar con otro desafío colosal: abrirse camino en el mercado.
Para varias de estas iniciativas,el principal trampolín han sido las ferias y exposiciones. La más reciente fue Expovivir 2022, en Popayán, en la que participaron 336 iniciativas y se reportaron ventas por alrededor de 298 millones de pesos.
“Competir con precios con las marcas grandes es muy duro. Acá la ventaja es la calidad del arroz, por las variedades y el clima y porque le bajamos la carga química y no tiene conservantes, lo que le da un mejor sabor. Los almacenes de cadena nos piden registro Invima, pero aún no lo tenemos, y en las ferias nos preguntan por qué no tenemos una tienda o hacemos publicidad, y ahí el tema es que eso vale mucho”, cuenta Yeni Patricia Ramos, una de las líderes de Kwe’sx.
***
“Guárdese algo, mija: el café y la plata bien administrada alcanzan para todo en la vida”, le decían a Miriam Mosquera sus padres desde que era niña y vivía en el resguardo San Antonio del municipio de Inzá, la tierra del Parque Arqueológico de Tierradentro, declarado patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1995.
Miriam, que nunca abandona su mochila, tiene el rostro redondo y los ojos apagados. Aunque por años se dedicó a la docencia, volvió a las raíces de sus padres y sus abuelos y ahora lidera el equipo de producción y comercialización de la asociación Juan Tama, que nació en 1997 y tres años después, cuando creció la preocupación por fortalecer las economías propias, comenzó a impulsar el cultivo de café con 200 socios fundadores.
Cuando llegamos a la sede donde venden sus productos, en pleno centro de Inzá, Miriam encabeza una cata de café con inversores extranjeros que atravesaron el Atlántico para conocer el proyecto. “Nosotros compramos este café y lo enviamos para Francia y Europa. Vinimos a conocer más del proceso orgánico, porque con Juan Tama compartimos la base de conservar la naturaleza, hacer un trabajo sostenible y que le represente beneficios a la comunidad”, dice –vestido de camiseta polo, pantalón camuflado y botas de senderismo– el francés Joris Pfaff, CEO de Caffés Pfaff.
Lograr la certificación de exportación, que obtuvieron hace 12 años, le costó a este grupo de indígenas varios años de trabajo, burocracia y choques con las federaciones cafeteras más grandes, que en su momento intermediaban en el proceso. Y también lucharon contra los programas para sustituir las variedades tradicionales del café.
“Mucha gente piensa solo en coger más cantidad. No le apuestan a lo orgánico ni a proteger la tierra y se subyugan a lo que algunos Gobiernos fomentaron para tener cafés modificados, pero acá los mayores nos decían que había que mantenernos en nuestras cosechas tradicionales, y eso se está cumpliendo, porque es lo que más demandan los extranjeros y lo que sostiene estas iniciativas”, cuenta Miriam.
Si bien esa línea de exportación es el fuerte de Juan Tama, también le han apostado a la transformación de cafés tostados para distribuir entre los comuneros indígenas de la zona a precios asequibles. “Le hemos ido cambiando la consciencia a la gente, porque acá se usaba mucho café que viene de afuera y no es limpio ni de buena calidad, en lugar de comprar lo que nosotros mismos producimos acá “, dice Miriam.
Lea también: Se hunde la sustitución de cultivos en el sur de Bolívar
***
El primer producto de Coca Nasa, un emprendimiento de indígenas de la zona Tierradentro, fue un tarro plástico lleno de hojas de coca tostadas. Varios universitarios comenzaron a usarlas para infusiones y se fue regando el voz a voz de sus buenos efectos. De eso hace ya 20 años, y con el tiempo esta iniciativa comenzó a mandar la parada en la transformación de la hoja en productos legales de uso cotidiano. Ahora hacen aromáticas, aceites, pomadas, aguardiente, ron, cerveza y hasta un energizante: Coca Sek, que llegó a la fama por una disputa jurídica con Coca Cola por el nombre.
En Coca Nasa han defendido el uso ancestral del cultivo, y dicen que “una hoja para la paz es una hoja menos para la guerra”.
Esa lucha contra la satanización de la hoja también se ha dado en la medicina tradicional. Rossevelt Tombé, un indígena Misak de torso fornido y peluqueado a ras, condena el uso de las plantas sagradas para narcóticos, y dice que quienes están detrás de esa industria ilegal son los culpables de las desarmonías en el territorio y la presencia de grupos armados ilegales.
Tombé se graduó como auxiliar de enfermería y acompaña la línea de sabiduría ancestral en el territorio Sat Tama Kiwe en el tema de salud propia. Y cree tanto en el poder de las plantas que ha combatido el covid-19 con un jarabe hecho por las mayoras de la región a base de 14 tipos de plantas. “Todas con cateadas, tienen trabajo espiritual y sin ningún químico”, cuenta con ese hablar tan sereno.
A base de coca, marihuana y muchas otras plantas, en Sat Tama Kiwe han producido 20 medicamentos: analgésicos, diarreicos, champús, pomadas desvanecedoras y curativas y hasta tinturas para tratar los males de la diabetes.
Vea: Bréiner Cucuñame quería ser guardia indígena
Los Tek Wualas (sabedores ancestrales o médicos tradicionales) son los únicos autorizados para tener matas de coca en sus tules (huertas), pero apenas les tienen permitido cultivar siete plantas.
Pero acá todos son conscientes de que dentro del mismo movimiento indígena hay quienes han incumplido los mandatos de las autoridades y se han metido de lleno en los cultivos de uso ilícito.
Una de las cabezas del CRIC reconoce que aunque la resolución de Vitoncó y el mandato Atea son claros en ordenar que solo se pueden cultivar estas plantas para usos medicinales y ancestrales, el tema se ha salido de control: “Acá incluso lanzamos una minga hacia adentro y empezamos a arrancarles los cultivos a los comuneros que no atendieron, pero los grupos armados que controlan eso le subieron un 60 % al precio de la arroba y eso complicó todo”.
El coordinador del programa económico ambiental, Yiovani Palechor, asegura que en buena medida por toda esa lógica detrás de las rentas de las siembras ilegales de coca y marihuana es clave impulsar las iniciativas que mantienen a los comuneros indígenas en lo lícito.
El territorio ancestral yanacona –de donde proviene Palechor– en la puerta del macizo colombiano, tiene una de las experiencias que demuestran que el Cauca tiene salidas. Desde que las autoridades indígenas lograron acabar con los cultivos de uso ilícito, esa zona del oriente del departamento se convirtió en un oasis de paz en medio del desierto de conflictos de la región.
El coordinador se encoge de hombros y, con su dedo índice, dibuja sobre la mesa una suerte de plano cartesiano con una parábola. Dice que es una representación del conflicto en el Cauca, y cuando señala el vértice (el punto más alto de la curva), menciona que ahí está el departamento ahora mismo. “Pero si logramos que estas iniciativas económicas se impulsen y las comunidades le apuesten a la legalidad, vamos a estabilizarnos e iríamos para arriba. Tenemos barreras, pero si las superamos podemos lograr la paz del territorio y, además, mover la economía de todo el Cauca a la par que conservamos nuestros espacios de vida “, dice Palechor, con la esperanza que aún le mantiene viva la experiencia de su propio pueblo.