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La crisis que golpea a las principales regiones productoras de hoja y pasta de coca en el país completa ya siete meses. En este tiempo, cerca de 200.000 familias -según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, UNODC-que tienen como principal sustento esta economía ilegal, han resistido a la caída de los precios y la falta de compradores. El hambre, que no da espera, se asoma como el principal efecto de una larga lista que incluye la parálisis comercial por la falta de ingresos, un desplazamiento silencioso de antiguos cultivadores y el rebusque desesperado en actividades lícitas e ilícitas.
Las consecuencias de esta crisis, que sería mucho más grave que la vivida en la época de las aspersiones con glifosato, se sienten sobre todo a nivel local. “Los campesinos tienen deudas en las tiendas, en los almacenes agrícolas, porque no han podido vender y no está llegando plata. En lugares como estos la coca mueve la economía, y sin esa plata el comercio no se mueve: ni la ropa ni los alimentos ni los insumos, nada”, contó una habitante de Putumayo, uno de los tres departamentos con más siembras de uso ilícito (algo más de 22.000 hectáreas). Sin dinero –y, en muchos municipios cocaleros, sin siembras de pancoger que garanticen la seguridad alimentaria– varios cultivadores resumen la gravedad de esta coyuntura con la misma frase: “Nos estamos muriendo de hambre”.
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Uno de los efectos ha sido que los cultivadores abandonen las siembras de uso ilícito. Lo que a simple vista parece una consecuencia positiva, en realidad es un arma de doble filo. Aunque para algunos líderes y expertos representa la oportunidad de que el Estado impulse el cambio de economía y la transformación territorial que por décadas han esperado en estas zonas, también supone graves riesgos, como el tránsito a actividades ilícitas como la minería ilegal, que al igual que la mata se convierte en combustible del conflicto y que genera graves afectaciones ambientales.
¿Por qué se desató la crisis?
Para Ana María Rueda, investigadora de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), los factores que impulsaron la crisis cocalera son distintos en cada territorio. Aunque la primera causa sería una sobreoferta de pasta base y una caída en los precios, también han afectado hechos como los incumplimientos del Programa Nacional Integral de Sustitución (PNIS); la captura o muerte de líderes de grupos ilegales que regulaban las transacciones como ‘Otoniel’ (jefe del Clan del Golfo) y ‘Mayimbú’ (cabecilla de las disidencias de las Farc en Cauca). También, las disputas territoriales entre estructuras (que generan la ausencia de compradores fijos, la negativa a venderles a algunos por miedo a represalias) y las extorsiones de varios grupos en simultánea.
Otro punto sería la solicitud confidencial del Gobierno a los grupos ilegales para desincentivar la coca como muestra de voluntad para la Paz Total, a lo que se suma la falta de capacidad de las rutas de exportación para recibir una producción tan alta (vale recordar que, en 2021, la medición más reciente de Naciones Unidas, Colombia alcanzó el máximo histórico de producción de clorhidrato de cocaína, llegando a 1.400 toneladas).
Felipe Tascón, quien está a la cabeza de la Dirección de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito del Gobierno Petro, le aseguró a Colombia+20 que la sobreproducción “tiene por origen la salida de la guerrilla de las Farc del territorio, que ejercía regulación el mercado y fijaba un precio”. Eso habría generado, desde el 2017, la desaparición de varios comerciantes de pasta base, que abrió la puerta a que organizaciones de microtráfico de corte más urbano compraran la producción, imponiendo un precio casi 50% inferior ($1,2 millones por kilo) al fijado por las Farc. Luego, con la llegada de mafias mexicanas que mejoraron el precio (pagaban 1.000 dólares por el kilo en puerto de salida), se sobreestimuló la producción. “En paralelo había una rebaja de la demanda en Estados Unidos, pues la cocaína cayó al cuarto lugar de las drogas demandadas”, explica Tascón.
A eso se suma que, en regiones estratégicas como el Catatumbo, Norte de Santander (donde se concentra el 21% de las hectáreas de coca del país) la guerra habría llevado a que grupos enemigos destruyeran laboratorios y pistas de aterrizaje claves para producir y movilizar esta mercancía ilegal.
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A pesar de este panorama, que llevó a que cientos de familias abandonaran los cultivos de uso ilícito, los expertos consultados por este diario coincidieron en que no se trata del fin del mercado.
“El mercado va a volver a activarse en algún momento, pero en este interregno hay que, primero, paliar el hambre y asegurar que la gente tenga comida, y luego, empezar todo el proceso de transformación territorial y asentar las bases para la transición económica de estas regiones”, dice la investigadora Estefanía Ciro, del Centro de Pensamiento de la Amazonia Colombiana A la Orilla Del Río.
El desafío es que esa respuesta llegue antes de que la coca vuelva a tomar vuelo. Un dirigente de la Anuc en Putumayo aseguró que “algunos cocaleros se han motivado a sembrar comida. La gente quiere un salvavidas ante el desespero, pero si la coca vuelve a subir de precios, dejarán tirados sus cultivos y volverán a ese. La gente tiene fe de que la coca va a alzar de precio, pero cada vez la ven más lejana”.
Gustavo Ancízar, un productor cacaotero de Sardinata, Norte de Santander, asegura que, aunque algunos corregimientos del municipio estaban “plagados” de cultivos de coca, ahora muchos de los finqueros han dejado perder esas siembras y se han pasado a cultivar café o cacao.
Sin embargo, ese escenario de sustitución voluntaria por cultivos legales es opción solo para unos pocos. En esa región del país, la minería de carbón, legal e ilegal, ha absorbido buena parte de la mano de obra que antes empleaba la cadena del narcotráfico. Muchas de estas minas no tienen títulos ni permisos de operación, pero el boom de los precios internacionales tras la crisis energética que desató la guerra en Ucrania ha hecho rentable su explotación.
Ese tránsito de la economía de la coca a la minería ilegal ya se vivió de forma notoria en 2013, como un el coletazo de las estrategias de erradicación forzosa. Y en la actualidad, según alertaron fuentes del Gobierno, en zonas como el Sur de Córdoba y Bolívar grupos como el Clan del Golfo (o Agc) están propiciando que los cocaleros se dediquen a la minería ilegal de oro.
La coordinadora del área de política de drogas de Dejusticia, Isabel Pereira, explica que “generalmente, las regiones que subsisten de la coca tienen un costo elevado de vida, porque son zonas apartadas, a muchas de las cuales solo se llega por río. Por eso, el reto siempre es que puedan transitar a una economía que pueda competir con la de la coca, y muchas veces no migran a una actividad legal sino a la que les genere esos mismos ingresos”, como la minería ilegal.
Impactos silenciosos
Para Estefanía Ciro, quien participó en las investigaciones de la Comisión de la Verdad sobre narcotráfico, es necesario ver más allá del salto de la coca al oro y otros minerales. “Una variable que no se ha estudiado a profundidad son los impactos silenciosos del deterioro económico en relación con el reclutamiento y el desplazamiento. En la Comisión encontramos muchos relatos de personas que habían sido parte de economías cocaleras, por ejemplo, como raspachines, y por temas económicos transitaron hacia el conflicto y se vincularon a guerrillas”, dice la investigadora.
Sobre el desplazamiento explica que, si bien hay cultivadores que pudieron ahorrar y tienen un plante para negocios en ganadería, en comercio en ciudades u otros cultivos, aquellos que no cuentan con esas capacidades están enfrentando condiciones extremas. “Es muy grave porque se ven obligados a desplazarse y es en estos momentos que llegan los acaparadores. Informes recientes muestran que hay procesos de destrucción de veredas, en los que una vereda entera se convierte en la finca de alguien, generando un desplazamiento soterrado. La gente se está yendo, como pasó por los incumplimientos del Acuerdo de Paz, aunque no haya mediciones al respecto”, dice Ciro.
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El desplazamiento tampoco es nuevo. De hecho, las operaciones de erradicación forzosa de coca que se desplegaron hace más de dos décadas, llevaron a que cientos de cultivadores de Caquetá y Putumayo colonizaran terrenos en departamentos como Nariño, donde se multiplicaron estas plantaciones hasta tal nivel que, para 2021, ocupó el primer lugar en hectáreas sembradas con la mata.
“En Nariño el Estado ha incumplido compromisos y expectativas. Muchos cultivadores manifiestan hambre, piden ayuda concreta para la seguridad alimentaria y el desarrollo integral. Acá han llegado muchas inversiones de cooperación internacional y del Estado para solucionar el tema de los cultivos de uso ilícito, pero no han sido efectivas ni duraderas. Ahora se siente zozobra, pero esta es la oportunidad para que se desarrolle una política pública que impacte y se haga, por fin, una transición”, dice el representante a la Cámara por la circunscripción de paz de la zona de Pacífico y Frontera, Gerson Montaño, quien ha estado enrolado en el liderazgo social de Tumaco, uno de los municipios con más coca en el país.
¿Qué soluciones se plantean?
Para líderes en territorio y expertos, la mayor urgencia en medio de la crisis cocalera es atender el hambre que enfrentan las comunidades. De hecho, esa fue una de las peticiones centrales elevadas en una audiencia pública citada por la Comisión de Derechos Humanos del Congreso el pasado jueves 30 de marzo. “Les dijimos que esta es la oportunidad para que el gobierno avance en el cumplimiento del Acuerdo de Paz, pero también en la implementación rápida de un plan de contingencia para responder al hambre”, cuenta Nidia Quintero, vocera de la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam).
El director de Sustitución del Gobierno, Felipe Tascón, aseguró que ya se está diseñando una estrategia para actuar en ese sentido, pero no sería tan inmediata como claman las comunidades, por cuenta de ajustes institucionales en relación con los mecanismo de contratación que dejó sentadas la administración de Iván Duque. “Eso nos ha dificultado una reacción rápida para llegar con proyectos colectivos, ollas comunitarias, todo en el criterio de generar opciones rápidas de ingresos para las comunidades”, explica Tascón.
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Eso sí, el alto funcionario dijo que el Gobierno planea saldar las deudas del PNIS, que representan recursos por más de un billón de pesos “que están en caja” y van a entrar a estos territorios: “Tenemos que contratarlos rápidamente para que haya ingresos”.
Sin embargo, cumplir con el PNIS –que acumula un retraso de más de cuatro años– es apenas una medida de urgencia. Lo que sí tendría efectos en el largo plazo es que se aproveche la crisis cocalera para poner en marcha la nueva política de drogas de la que tanto se ha hablado en el Gobierno Petro, y que pone el foco en sustituir economías, no siembras.
“Los campesinos no están en esto por una vocación delincuencial, sino por una necesidad económica. Ha sido fallido sustituir cultivos, por tanto, vamos a sustituir las economías, los ingresos de las familias campesinas y étnicas que se dedican al cultivo de coca, amapola y marihuana”, dice Tascón.
Para la investigadora Estefanía Ciro, urge que el Gobierno suelte el presupuesto y haga los ajustes institucionales para poner en marcha esa nueva política. La clave, dice, es que se apunte a lo colectivo y lo regional, la construcción de líneas de comercialización seguras que les permitan a los cultivadores vender los nuevos productos que siembren, abrir la ventana a una agroindustralización comunitaria para así empezar una transición económica y una transformación territorial de fondo. Una transformación que fue bandera de campaña de Petro.
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Se trata de implementar, por fin, una estrategia que rompa con el círculo de fracasos en materia de drogas de los últimos 30 años, que tiene al país en sus máximos históricos de producción y a sus comunidades en crisis. El riesgo de no hacerlo sería profundizar los factores generadores del conflicto y mantener el hambre en una población que siempre ha sido la más afectada por las decisiones en materia de drogas y que no solo es el último eslabón de la cadena, sino el más desfavorecido.