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Los ojos fueron incapaces de ver algo bueno, alguna pista de un futuro mejor o un ápice de bondad. Nada en Tierralta (Córdoba) ni en Macayepo (Carmen de Bolívar) daba esperanza. Los habitantes sentían miedo: habían visto el horror de la matanza. Pero les quedaba la fe, incluso cuando esa misma fe que profesaban había hecho enojar a los asesinos. En estos lugares de la región Caribe ocurrieron dos masacres con una similitud: eran comunidades de fe. Durante el conflicto armado los violentos también arremetieron contra las iglesias, es decir, contra la esperanza más íntima.
En Tierralta fue el 20 de septiembre de 2000, en la vereda La Resbalosa. Un grupo de paramilitares del Bloque Héroes de Tolová de las ACCU (Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá) asesinó a 11 personas, varias de ellas eran líderes religiosos de iglesias evangélicas. A los días, 50 familias, el 80% cristianas, salieron desplazadas. Lo único que las unía era su pastor, quien organizó el recorrido.
En Macayepo la historia se repitió apenas un mes después de lo ocurrido en Tierralta. El 16 de octubre del mismo año, paramilitares del Bloque Héroes de los Montes de María entró al corregimiento con piedras, palos y machetes. Iban comandados por Rodrigo Mercado Pelufo, “Cadena”, precisamente un hijo de este territorio, que, en una cadena de odio contra la guerrilla, se volvió paramilitar y fue responsable de la barbarie de su pueblo. Ese día 12 campesinos fueron asesinados cruelmente porque los señalaban de ser guerrilleros. Apenas una semana después más de doscientas familias abandonaron todo lo que tenían y salieron del pueblo. Cuatro años después retornaron de la mano de sus líderes religiosos.
La historia de la guerra queriendo arrebatar la fe quedó escrita en la publicación Memoria y comunidades de fe en Colombia, del Centro Nacional de Memoria Histórica. Son dos crónicas que fueron producto de más de un año de investigación y talleres de memoria en estas comunidades.
Santiago Espitia, coordinador de esta investigación, explica que la idea de hacer memoria histórica sobre lo que le ha pasado en la guerra a los sacerdotes, pastores, líderes y lideresas nació de varias reuniones con la Iglesia Menonita de Colombia, Justapaz y otras organizaciones de fe que trabajan por la reconciliación. La idea era recordar los casos en los que la iglesia y la fe habían sido factores determinantes de la violencia, como un modo de desarticular una comunidad o eliminando a quienes hacían procesos contra la guerra, pero donde las comunidades habían resistido pacíficamente. “Quisimos ver distintos casos, por ejemplo, casos en los que hubiese guerrilla, paramilitares, pero también fuerza del Estado. También distintos tipos de comunidades, como las campesinas e indígenas, donde la fe y la espiritualidad tuviera algún papel clave en el desarrollo de lo que pasara con estas comunidades”, dice Espitia.
Inicialmente se escogieron dos regiones: Cauca y la región Caribe. Encontraron un caso en Toribío, otro en Corinto, el de Macayepo y el de Tierralta.
Los casos de Toribío, donde los protagonistas eran comunidades indígenas nasa que han trabajado muy de cerca con la iglesia católica, y de Corinto, donde eran comunidades indígenas con vínculos con la iglesia evangélica, no fueron publicados porque había algunos conflictos entre la espiritualidad indígena y la cristiandad, determinó el CNMH. Así, explica Espitia, las crónicas de Macayepo y Tierralta fueron las que quedaron.
¿Por qué las iglesias? Este párrafo, de la crónica de lo ocurrido en Tierralta, lo resume: “Atacar a las iglesias y a sus líderes tiene una intención simbólica clara. Violentarlas es violentar el corazón mismo de los habitantes, diezmar sus esperanzas, asesinar un pedazo de todos ellos. Los sacerdotes y pastores de comunidades pequeñas no son solo guías espirituales, sino que son además ciudadanos activos, líderes de transformación. No cabe duda por qué para los ejércitos al margen de la ley, para quienes el asesinato es una manera de solucionar problemas, acabar a balazos con estas personas es una clara estrategia de amedrentamiento”.
En este caso, después de la masacre se dio un desplazamiento definitivo. La Iglesia Cristo Rey consiguió transporte para las 50 familias que abandonaron el territorio para dirigirse al casco urbano del municipio. Ahí, el templo “fue su primer refugio en el nuevo hogar. Allí durmieron los primeros ocho días. Fue allí donde comenzó la nueva vida que hoy tienen las personas que dejaron sus tierras del alto Sinú”, dice la crónica. Entonces, de la mano de la organización cristiana Corsoc (Corporación para el Desarrollo Social Comunitario) empezaron la reubicación.
Consiguieron los recursos para comprar los terrenos en los que las familias se asentaron y para comprar la madera con la que la comunidad construyó sus nuevos hogares. Villa Luz, se llamó la primera vereda. Luego vinieron Villa Madeira y Nueva Esperanza.
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Esta crónica la cuenta el hermano del líder religioso que gestionó la reubicación, el pastor no habla porque fue asesinado dos años después de la masacre, cuando había retornado a sus labores de fe en las comunidades que ayudó a construir. Lo acribillaron el 5 de mayo de 2002 en medio de un servicio dominical, en su iglesia, donde había alrededor de 300 personas. “El asesinato del pastor vuelve a generar desconfianza y ruptura, el hermano se va y la gente deja de ir al templo”, explica Santiago Espitia. Una vez más, la comunidad fue atacada mediante su líder.
En Macayepo, después de la masacre (ordenada por el entonces senador Álvaro García Romero) las familias no se reubicaron definitivamente en ningún lugar. Sí se apoyaron y algunas familias vivieron juntas en los primeros momentos del despojo, pero la fe les sirvió para mantenerse juntas. Muchas de ellas eran adventistas y siguieron congregándose.
En 2004 siete líderes religiosos y varios habitantes de Macayepo iniciaron una campaña para retornar al corregimiento. Pero no fue fácil. “Una de las últimas estrategias de las AUC para asegurar el terreno a los usurpadores fue minar las cercanías de Macayepo. Muchos de los campesinos fueron víctimas de estos artefactos diseñados para mutilar a quien les ponga un pie encima”, explica la crónica. Un habitante, Aroldo, reconoció el apoyo que recibieron de parte de las fuerzas militares para poder volver “Ellos iban adelante, como abriendo trocha, para detectar la presencia de minas antipersonal, y nosotros íbamos detrás”.
Llegaron, encontraron ruinas, terrenos sin frutos y una vaga realidad de lo que recordaban. Empezaron la difícil tarea de reconstruir.
Espitia, el investigador, destaca que una de las enseñanzas más importantes de estos casos es el uso de la noviolencia. Es decir, la resistencia pacífica desde los preceptos de la fe y la religión. No devolver la cachetada, no armarse, esperar, de donde viene la esperanza. Un caso es el del hermano del pastor asesinado en Tierralta, que tuvo que irse porque amenazaron a toda la familia. Otro líder logró explicarles a los paramilitares que él no era guerrillero, entonces pudo volver. Además, lo hizo para vivir todo un proceso de perdón.
“Él se encuentra con quienes asesinaron a su hermano, los ve en una tienda y, como ya ha pasado por un proceso, los invita a la iglesia, los abraza. Eso lo encontramos en todos los casos. El perdón lo asumen ellos de una manera trascendental, pero que no es de labios para afuera o político o por quedar bien, es muy sincero”, dice Espitia.
La comunidad adopta una máxima, "Dios los perdonó a ustedes, a todos, yo también los perdono". En Macayepo, que víctima de uno de sus hijos, de “Cadena”, que fue testigo de cómo la guerrilla torturó y asesinó a una prima suya por tener una relación con un soldado, también hablaron de cerrar el ciclo de la violencia. Ellos dicen "Hasta aquí llega esto, no vamos a tomar venganza".