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"Es culpa suya, por tercos, brutos y desobedientes”. Así les contestaban los grupos guerrilleros a los campesinos cuando iban a reclamarles por cada víctima que caía muerta o herida por una de las minas antipersonal que habían instalado en sus territorios. Los comandantes pretendían quitarse de encima la responsabilidad argumentando que ellos cumplían con avisar dónde habían puesto los artefactos. La desfachatez de los grupos armados llegó al punto de cobrarles a las víctimas por haber estallado el explosivo. En el peor momento de la guerra, las víctimas terminaron siendo las culpables.
Para corregir semejante distorsión, el último informe del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), titulado La guerra escondida, Minas antipersonal y remanentes explosivos en Colombia, cambia la denominación de los episodios: ya no los llama accidentes sino atentados. De esa manera hace que recaiga la responsabilidad en el victimario, en la persona que instala la mina siendo completamente consciente del daño que puede ocasionar.
El informe, que se lanza este miércoles en la Feria del Libro de Bogotá, se desarrolló entre 2015 y 2016 en las ocho regiones más afectadas por la siembra de minas: los Montes de María y el sur de Bolívar; el Oriente antioqueño y Medellín; Samaniego y Ricaurte, en el departamento de Nariño; Villavicencio, Granada y Vista Hermosa, en el Meta; Cúcuta, en Norte de Santander; el municipio de Manzanares, en Caldas; Ibagué, en el departamento del Tolima; Puerto Asís, en el Putumayo; Tame, en Arauca, y Santander de Quilichao, en el Cauca. Estas zonas han sentido en carne propia el dolor y el terror ocasionados por los explosivos abandonados y las minas enterradas.
Más de 100 personas, entre campesinos, exguerrilleros, miembros de la Fuerza Pública e indígenas, participaron en talleres del CNMH para capturar la memoria, no sólo en una dimensión racional u objetiva, también desde las sensaciones, las impresiones y emociones que permanecen en sus cuerpos.
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Todas las actividades apuntaban a recoger las memorias teniendo en cuenta que las minas afectan los cuerpos, las relaciones familiares y los territorios. “Una región minada afectará completamente la cotidianidad, aun de las personas que no sufran las explosiones directamente”, explica María Elisa Pinto, coordinadora de la investigación. Los investigadores encontraron casos de desplazamiento forzado y desescolarización debido al terror de las comunidades de caer en una mina.
Captar esta compleja realidad requirió innovadores métodos. El equipo de trabajo encontró que si hacían entrevistas convencionales recibían respuestas casi mecanizadas, porque muchas de esas personas han narrado el hecho victimizante una y otra vez. Para resolverlo, el CNMH se alió con la fundación Prolongar y crearon una serie de talleres divididos en tres categorías: la corporal y personal, la familiar y la territorial.
Antes de iniciar el primer taller invitaban a los participantes a soltar el cuerpo, a conectarse con su respiración, a moverse desde sus capacidades y sus posibilidades por el espacio. Por medio de hierbas aromáticas hacían una especie de terapia olfativa y luego comenzaban a indagar en lo que el cuerpo decía con palabras y sin ellas.
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Al llegar a la esfera familiar encontraron que era muy útil crear diálogos entre los sobrevivientes, organizándolos de acuerdo a su edad, región y si eran víctimas directas o indirectas del conflicto. Eso permitía que encontraran puntos en común y exteriorizaran sus recuerdos en un ambiente de hermandad, cuenta Pinto.
Para tratar el componente de la afectación sobre la tierra crearon un personaje de teatro llamado el Viajero. El actor llegaba al pueblo y las personas debían elegir cinco lugares de su zona que le quisieran mostrar. Durante el recorrido él les preguntaba: “¿Es seguro que camine por este territorio? ¿Puedo tomar este camino?”. Ellos le mostraban con su cuerpo cómo se deben mover en el territorio minado, cómo deben caminar, cómo siguen las huellas del que pasó antes que ellos, cómo se agarran de las manos para no desviarse y pisar una mina. El cuerpo complementaba la narración y el relato.
Estas estrategias buscaban ahondar en las lógicas del empleo de minas, los tipos de victimización, su impacto sobre la población civil y la Fuerza Pública, las respuestas institucionales y las resistencias que se han generado desde la sociedad civil frente a esa violencia. Esta información se complementaba con análisis cuantitativos para explicar la problemática.
Evolución de las minas
El estudio narra diferentes cambios, tanto en la atención a los sobrevivientes de las minas como en la fabricación e instalación de los explosivos que grupos como el Eln y el Epl siguen usando. Uno de los cambios más importantes es que Colombia, por primera vez en más de una década, no es uno de los dos países con más víctimas de minas.
“Hasta marzo de 2016, Colombia era el segundo país con más víctimas nuevas después de Afganistán, pero en noviembre de ese año el Land Mine Monitor encontró que pasamos a ser el sexto, después de Afganistán, Libia, Yemen, Siria y Ucrania”, dice María Elisa Pinto. Ese es un logro importante, sobre todo si se tiene en cuenta que entre 2005 y 2006 Colombia ocupaba el primer lugar en esa deshonrosa lista. Ese cambio, concluyen los investigadores, es resultado directo del proceso de paz con las Farc.
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Otra de las conclusiones del estudio es que la victimización por Minas Antipersonales (MAP) y Remanentes Explosivos de Guerra (REG) ha afectado de forma continua al mismo grupo de municipios. De los 491 municipios en los que desde 1990 se han presentado víctimas, 109 han permanecido afectados durante los tres períodos estudiados. En ellos se concentra el 56 % del total de las víctimas registradas, aunque no alcanzan a representar el 10 % del total de municipios del país.
Los investigadores también notaron que, en los últimos años, a los municipios históricamente afectados por minas se han unido otros de las zonas fronterizas con Ecuador y Venezuela. “La guerra se ha trasladado a los bordes del país y las minas se usan cada vez más para proteger los cultivos de uso ilícito que han proliferado en Nariño, Putumayo y Norte de Santander”, explica la coordinadora.
Estas nuevas dinámicas afectaron con especial fuerza a los indígenas awás, que viven en la frontera con Ecuador. Tantos fueron los atentados contra esta etnia que en 2008 la Corte Interamericana de Derechos Humanos ordenó medidas cautelares para que el Gobierno protegiera el pueblo ancestral y sus prácticas. El 42 % de las víctimas de minas entre los pueblos indígenas son awás.
Otra cifra muy diciente es la de víctimas entre la Fuerza Pública. El 60 % de las 11.500 víctimas directas de minas que tiene el país son miembros de la Policía, la Armada y el Ejército.
“Los miembros de la Fuerza Pública sufren cambios profundos en su forma de vida y en la identidad personal. Ellos tienen muy afincada la identidad del guerrero, de ser una figura ejemplar en su comunidad y en su familia. Cuando sucede el atentado, toda esa identidad se trunca”, dice Pinto.
El deporte se convierte entonces en una herramienta muy importante para su rehabilitación, porque les permite seguir con los valores de disciplina y competencia y recibir admiración.
Sin embargo, una gran diferencia entre la Fuerza Pública y los civiles es que la ruta de atención del Ejército y la Armada se ha desarrollado de una forma impresionante, mientras la mayor parte de las víctimas civiles no tienen acceso a los tratamientos necesarios. La rehabilitación y reparación de la Fuerza Pública se hace en hospitales de primera categoría y en grupos, lo que la hace más fácil. En cambio, muchos civiles deben lidiar con la discapacidad solos, con un sistema de salud revictimizante y apático, concluye el estudio.