“El Acuerdo de paz, como se negoció en La Habana, ya no existe”: Gutiérrez Sanín
El profesor de la U. Nacional y experto en conflicto armado asegura que hubo modificaciones sin consultar a la contraparte y califica la implementación como “un desastre”. Además, cree probable que Colombia esté entrando a un nuevo ciclo de guerra.
Julián Harruch Morales
A casi cinco años de la firma de los acuerdos de paz, su implementación atraviesa un momento crítico. Mientras el gobierno Duque insiste, principalmente ante la comunidad internacional, en que está cumpliendo y con creces lo pactado, desde diferentes orillas se ha criticado la hostilización por parte del gobierno y su partido a las instituciones creadas como resultado de los acuerdos, así como el lento avance en las reformas sociales contempladas en ellos.
Colombia+20 habló con Francisco Gutiérrez Sanín, profesor de la Universidad Nacional de Colombia y uno de los más destacados expertos en el conflicto armado colombiano, acerca de la implementación de los acuerdos de paz, tema que trató en su último libro, intitulado ¿Un nuevo ciclo de guerra en Colombia?, en el cual sostiene que el Estado colombiano no está cumpliendo con los acuerdos y alerta de los riesgos que ese incumplimiento acarrea para el país.
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Francisco Gutiérrez Sanín presentará una conferencia digital sobre este tema el próximo jueves 16 de septiembre a las 6: 00 p.m. Será la conferencia inaugural de Argumentos, ciclo académico organizado por Fragmentos, Espacio de Arte y Memoria y la Dirección de Patrimonio Cultural de la Universidad Nacional de Colombia. El evento será transmitido a través de las páginas de Facebook de estas dos instituciones.
En su libro ¿Un nuevo ciclo de guerra en Colombia?, publicado en 2020, usted sostiene que el Estado y, en particular, el gobierno actual están incumpliendo el acuerdo de paz. De hecho, dice que este “ya está muerto”, una afirmación a la que se resisten, aunque por distintos motivos, tanto defensores como detractores de los acuerdos entre el Estado y la guerrilla de las FARC. ¿Podría explicarnos las razones que sustentan este balance tan pesimista sobre la implementación de los acuerdos?
Es una valoración que no tiene nada que ver con el pesimismo. El acuerdo, tal como se negoció en La Habana, como resultado del consenso logrado entre las dos fuerzas que firmaron, ya no existe. Esto se debe a que hubo un cambio en las reglas de juego. El Estado colombiano, no solo el gobierno de turno, se atribuyó la capacidad de modificar el acuerdo unilateralmente. Los cambios a la Jurisdicción Agraria y a la Justicia Especial para la Paz, realizados por el Congreso y permitidos por las decisiones de la Corte Constitucional, así lo evidencian: se hicieron modificaciones por fuera de lo negociado en La Habana y sin tener en cuenta a la contraparte.
Por otra parte, la implementación es un desastre. ¿Cuántas hectáreas, por ejemplo, fueron entregadas a los campesinos? O pensemos en cuál ha sido la posición del Gobierno frente a la Comisión de la Verdad y la JEP, dos instrumentos que no han podido hacer trizas solo porque la comunidad internacional los rodeó. O bien, pensemos en qué pasó con los acuerdos de participación política, o en la cantidad de líderes sociales y excombatientes asesinados. Ahora, y esto también lo dije explícitamente en el libro, todo lo anterior no significa que el acuerdo como programa de transformación social esté muerto.
Usted ha señalado que para analizar la deriva del proceso de paz es fundamental considerar el papel que ha desempeñado el uribismo, y que esto es clave para poder desarrollar una política seria y consistente en defensa del acuerdo. ¿Cuáles son las razones de la oposición programática del uribismo al proceso de paz?
Hay tres datos sobre el uribismo que hay que tener en cuenta para valorar su rol en relación con el acuerdo. El primero es que Álvaro Uribe durante sus dos gobiernos lanzó iniciativas para conversar con las Farc. De hecho, como lo estableció Daniel Coronel, Uribe afirmó que una conversación con la guerrilla tendría que ser distinta a una negociación con los paramilitares. Esas iniciativas no fructificaron. Pero el punto es que ahí había una oportunidad para aplicar un principio de sensatez. El gran problema, y este es el segundo punto, es que en el uribismo anidan grupos de interés muy fuertes que bajo este gobierno han tenido un poder casi de veto sobre las iniciativas críticas relacionadas con la paz, principalmente en dos temas: la tierra y la verdad y la reparación.
Con respecto a la tierra, en el uribismo están explícitamente representados, y no por casualidad, los intereses agrarios más conservadores, más violentos, más asociados con el conflicto armado. Por eso el uribismo ha hostilizado constantemente la restitución de tierras y todo lo relacionado con las transformaciones agrarias. Y también, por atracción mutua y como posición programática, el uribismo ha sostenido que los agentes del Estado deben estar por encima o a cubierto de distintas acusaciones. De ahí que, en términos de verdad y de justicia transicional, se haya opuesto de manera muy acerba al acuerdo.
Y, finalmente, hay un tercer tema: entre 1960 y hoy la sociedad colombiana sufrió una transformación muy profunda, en el sentido de que las lógicas de odio y los llamados a asesinar al adversario político fueron saliendo del juego retórico. Hoy día es muy difícil encontrar un solo ejemplo de alguien en la izquierda, en el centro o en la derecha no uribista que diga o que sugiera que está bueno matar. En cambio, en el uribismo uno encuentra esos discursos con mucha frecuencia. El uribismo se resistió a esa transformación, a pasar por el aro del quinto mandamiento, y estamos viendo las consecuencias. Las vimos en el Paro Nacional de este año, por ejemplo, en el que se disparó una dinámica homicida, con justificaciones abiertas de ataques contra la población civil, de las cuales el uribismo no ha reculado un solo paso. En el contexto de la implementación de un acuerdo de paz, eso es catastrófico, por el tipo personal involucrado y por el tipo de actos que se legitiman.
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Si viramos la atención ahora hacia las fuerzas políticas que han defendido el acuerdo, ¿qué errores han cometido? O, simplemente, ¿qué tareas pendientes tienen para lograr recuperar lo que queda de los acuerdos? Usted ha señalado que hay varias debilidades e inconsistencias en la retórica pacifista…
Desde el principio, el discurso pacifista tuvo muchos errores. Una primera cuestión es la increíble irresponsabilidad de haber lanzado el plebiscito. Esa irresponsabilidad desnuda una profunda incomprensión del voto uribista y de las bases sociales uribistas. Había que interpretar en qué consistían ese voto y esas bases sociales. La idea, un poco trivial, consistía en que ese voto era pura falsa conciencia. Pero había mucho más que eso. Incluso hoy, cuando esa corriente está reducida a su mínima expresión y en medio de la deslegitimación que ha producido su propia dinámica homicida, hay un voto uribista muy fiel que toca entender y conocer.
Un segundo problema es que el discurso pacifista también tenía su cierta contabilidad por partida doble y una tendencia a jugar con los diseños institucionales para obtener ciertos resultados. Eso le generó a la contraparte una serie de demandas genuinas que había que atender y que hasta el sol de hoy no se han atendido. Una tercera cuestión es que había una apelación que tenía un contenido de clase brutal en el que la gente como nosotros, la gente plus, se hablaba entre ella de lo bonita y simpática que iba a ser la paz, y enviaba a los territorios a personas de su propio sector social, muy jóvenes muchas veces, a lidiar con líderes sociales y con actores que habían toreado en mil plazas, lo que redundó en una interacción muy pobre con ellos y en una pedagogía alrededor de la paz muy pobre.
Y un último problema es que hubo un diagnóstico alegre, frívolo, no profesional de dónde estaban las bases sociales de la paz. Había una argumentación que todavía pervive y que afirma que los grandes votantes a favor de la paz iban a ser, o fueron, los sectores de la llamada ‘Colombia profunda’ y los sectores más golpeados por la violencia. Resulta que eso suena muy bonito, pero no cuadra con la evidencia. Lo que sí había era una dinámica pacifista enorme en las grandes ciudades. Pero no hubo un discurso que construyera una conexión explícita entre el acuerdo de paz y la Colombia urbana.
A pesar del estado crítico en que están los acuerdos, ¿qué dividendos ha dejado la paz y por qué es importante insistir en su defensa? Para muchos colombianos, después de todo, pareciera que este no es un tema prioritario y que poca importancia tiene que el Estado no cumpla su palabra a una organización, como la Farc, que tiene muy poco, casi ningún, apoyo popular y en cambio una deuda humanitaria muy alta con el país…
Yo diría que cuatro cosas. La primera es que el acuerdo logró la desmovilización de un grupo de especialistas en violencia muy grande, muy preparado y muy capaz; de hecho, de lejos el más capaz que jugó en el conflicto colombiano. Un segundo dividendo son los efectos indirectos. La implementación ha generado la creación de numerosas agencias estatales que pedalean con entusiasmo. Por ejemplo, en relación con la agenda agraria, la Unidad de Restitución, la Agencia de Renovación del Territorio y la Agencia Nacional de Tierras. No es casual que nunca, o al menos solo muy rara vez, hayamos visto escándalos de corrupción en esas agencias.
Un tercer dividendo muy importante son las entidades de justicia transicional, que han logrado en su conjunto un apoyo internacional que redunda en las posibilidades de paz en Colombia. Y una cuarta cuestión que es que el acuerdo de paz abrió muchas esclusas para la participación ciudadana en distintos escenarios, rurales y urbanos. El problema es que han querido truncar esa participación. Con los niveles de violencia y cierre institucional involucrados perfectamente pueden llegar a hacerlo. Pero sería una tragedia terrible para el país.
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Usted ha señalado que es probable que estemos presenciando el fin de la guerra de guerrillas tal y como la hemos conocido. Y, sin embargo, ha advertido que el país puede estar deslizándose a un nuevo ciclo de guerra política. De nuevo, y por distintos motivos, no solo los detractores del acuerdo, sino también sus defensores, se han apresurado a descartar este escenario. ¿Por qué, en su opinión, podría ser equivocado caracterizar las nuevas violencias que estamos viviendo como un simple fenómeno criminal y narco? ¿En qué sentido y por qué razones podría abrirse un nuevo ciclo de guerra política (con todas sus letras)?
Un nuevo ciclo de guerra no sería una removilización de las Farc, así como la guerra contrainsurgente, en la coyuntura del Frente Nacional, no fue una simple removilización de las guerrillas liberales o de los grupos armados conservadores. Fue una cosa distinta. En un momento de una paz frustrada, una paz con muchos incumplimientos, distintos especialistas en la violencia buscaron nuevas formas de organizarse. En la coyuntura actual, es claro que los dos gobiernos involucrados en el proceso, pero sobre todo el de Duque, empujaron de vuelta al monte a muchos cuadros intermedios que saben mucho de la guerra, que saben combatir, que tienen los contactos en territorio, que tienen el personal y que ya están muy activos. Pensemos en personas como Gentil Duarte, Romaña o como el Paisa.
Ahora bien, calculemos: ¿cuántas personas hay ahora activas en armas? Unas 3.000 o 4.000 del ELN, al menos unas 4.000 o 4.500 de las disidencias de las Farc, incluyendo las de Gentil Duarte y a la Segunda Marquetalia; y otras 3.000 o 4.000 personas en grupos herederos de los paramilitares. Luego en este momento ya hay en Colombia aproximadamente unas 10.000 personas en armas. Decir que es altamente improbable que estemos entrando en un nuevo ciclo de guerra es simplemente antievidente.
El único contraargumento frente a ese panorama consiste en la idea de que todos estos grupos son combos de narcos. Pero este argumento no funciona. Aunque todavía no tienen una formulación de libreto, estos grupos tienen su discurso político. Obviamente, están muy financiados por el narcotráfico y no descarto, por supuesto, que muchos de esos grupos (por ejemplo, algunos sectores de las disidencias de Duarte o la Segunda Marquetalia) ya estén centrados en la captura de rentas. Pero eso no es un cambio con respecto a las tres o cuatro últimas décadas. Y el panorama general es que estos grupos están construyendo una agenda mucho menos ecuménica y mucho más localista y orientada a las especificidades del territorio que refleja formas de combate y de discurso de una nueva generación. En síntesis, la guerra contrainsurgente de los sesenta no fue la repetición de La Violencia, y ahora estamos viendo las condiciones para que se formen dinámicas armadas que no son una repetición de la guerra contrainsurgente, pero que sí se basan en gran medida en el viejo personal.
A lo largo de los últimos años hemos visto el fortalecimiento de nuevas formas de autoritarismo en distintos lugares del mundo, de la mano con la ya harto alertada crisis de la democracia liberal. ¿Le preocupa que Colombia pueda tomar también una deriva abiertamente autoritaria en los próximos años?
El uribismo claramente ha tenido una posición doble frente a la democracia. Ha sido típicamente antiliberal, pero pro competencia. Ha estado a favor de las elecciones, porque en las elecciones siempre han ganado. Pero ahora, cuando se ha vuelto un grupo de minorías, perfectamente podríamos tener ahí un factor conducente a una deriva autoritaria. Por otra parte, el uribismo siempre se ha opuesto a los pesos y contra pesos, y sobre todo se ha opuesto al poder judicial. Esa oposición se ha vuelto cada vez más acerba y virulenta.
También tiene un programa para la transformación y el disciplinamiento del aparato educativo. Eso también podría convertirse en factor para un escenario de deriva autoritaria real. Eso en el contexto colombiano sería nuevo. La otra opción, que es el mismo escenario que hemos tenido las últimas décadas y que es muy colombiano, sería la continuación de un sistema político competitivo con pesos y contrapesos, pero a la vez con niveles de violencia cada vez más altos y saturado con discursos de odio y de homicidio, que es el camino hacia la destrucción en masa de seres humanos. La pregunta es cómo vamos a hacer los colombianos para evadir esos dos escenarios, que yo diría son los más probables si seguimos como vamos.
A casi cinco años de la firma de los acuerdos de paz, su implementación atraviesa un momento crítico. Mientras el gobierno Duque insiste, principalmente ante la comunidad internacional, en que está cumpliendo y con creces lo pactado, desde diferentes orillas se ha criticado la hostilización por parte del gobierno y su partido a las instituciones creadas como resultado de los acuerdos, así como el lento avance en las reformas sociales contempladas en ellos.
Colombia+20 habló con Francisco Gutiérrez Sanín, profesor de la Universidad Nacional de Colombia y uno de los más destacados expertos en el conflicto armado colombiano, acerca de la implementación de los acuerdos de paz, tema que trató en su último libro, intitulado ¿Un nuevo ciclo de guerra en Colombia?, en el cual sostiene que el Estado colombiano no está cumpliendo con los acuerdos y alerta de los riesgos que ese incumplimiento acarrea para el país.
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Francisco Gutiérrez Sanín presentará una conferencia digital sobre este tema el próximo jueves 16 de septiembre a las 6: 00 p.m. Será la conferencia inaugural de Argumentos, ciclo académico organizado por Fragmentos, Espacio de Arte y Memoria y la Dirección de Patrimonio Cultural de la Universidad Nacional de Colombia. El evento será transmitido a través de las páginas de Facebook de estas dos instituciones.
En su libro ¿Un nuevo ciclo de guerra en Colombia?, publicado en 2020, usted sostiene que el Estado y, en particular, el gobierno actual están incumpliendo el acuerdo de paz. De hecho, dice que este “ya está muerto”, una afirmación a la que se resisten, aunque por distintos motivos, tanto defensores como detractores de los acuerdos entre el Estado y la guerrilla de las FARC. ¿Podría explicarnos las razones que sustentan este balance tan pesimista sobre la implementación de los acuerdos?
Es una valoración que no tiene nada que ver con el pesimismo. El acuerdo, tal como se negoció en La Habana, como resultado del consenso logrado entre las dos fuerzas que firmaron, ya no existe. Esto se debe a que hubo un cambio en las reglas de juego. El Estado colombiano, no solo el gobierno de turno, se atribuyó la capacidad de modificar el acuerdo unilateralmente. Los cambios a la Jurisdicción Agraria y a la Justicia Especial para la Paz, realizados por el Congreso y permitidos por las decisiones de la Corte Constitucional, así lo evidencian: se hicieron modificaciones por fuera de lo negociado en La Habana y sin tener en cuenta a la contraparte.
Por otra parte, la implementación es un desastre. ¿Cuántas hectáreas, por ejemplo, fueron entregadas a los campesinos? O pensemos en cuál ha sido la posición del Gobierno frente a la Comisión de la Verdad y la JEP, dos instrumentos que no han podido hacer trizas solo porque la comunidad internacional los rodeó. O bien, pensemos en qué pasó con los acuerdos de participación política, o en la cantidad de líderes sociales y excombatientes asesinados. Ahora, y esto también lo dije explícitamente en el libro, todo lo anterior no significa que el acuerdo como programa de transformación social esté muerto.
Usted ha señalado que para analizar la deriva del proceso de paz es fundamental considerar el papel que ha desempeñado el uribismo, y que esto es clave para poder desarrollar una política seria y consistente en defensa del acuerdo. ¿Cuáles son las razones de la oposición programática del uribismo al proceso de paz?
Hay tres datos sobre el uribismo que hay que tener en cuenta para valorar su rol en relación con el acuerdo. El primero es que Álvaro Uribe durante sus dos gobiernos lanzó iniciativas para conversar con las Farc. De hecho, como lo estableció Daniel Coronel, Uribe afirmó que una conversación con la guerrilla tendría que ser distinta a una negociación con los paramilitares. Esas iniciativas no fructificaron. Pero el punto es que ahí había una oportunidad para aplicar un principio de sensatez. El gran problema, y este es el segundo punto, es que en el uribismo anidan grupos de interés muy fuertes que bajo este gobierno han tenido un poder casi de veto sobre las iniciativas críticas relacionadas con la paz, principalmente en dos temas: la tierra y la verdad y la reparación.
Con respecto a la tierra, en el uribismo están explícitamente representados, y no por casualidad, los intereses agrarios más conservadores, más violentos, más asociados con el conflicto armado. Por eso el uribismo ha hostilizado constantemente la restitución de tierras y todo lo relacionado con las transformaciones agrarias. Y también, por atracción mutua y como posición programática, el uribismo ha sostenido que los agentes del Estado deben estar por encima o a cubierto de distintas acusaciones. De ahí que, en términos de verdad y de justicia transicional, se haya opuesto de manera muy acerba al acuerdo.
Y, finalmente, hay un tercer tema: entre 1960 y hoy la sociedad colombiana sufrió una transformación muy profunda, en el sentido de que las lógicas de odio y los llamados a asesinar al adversario político fueron saliendo del juego retórico. Hoy día es muy difícil encontrar un solo ejemplo de alguien en la izquierda, en el centro o en la derecha no uribista que diga o que sugiera que está bueno matar. En cambio, en el uribismo uno encuentra esos discursos con mucha frecuencia. El uribismo se resistió a esa transformación, a pasar por el aro del quinto mandamiento, y estamos viendo las consecuencias. Las vimos en el Paro Nacional de este año, por ejemplo, en el que se disparó una dinámica homicida, con justificaciones abiertas de ataques contra la población civil, de las cuales el uribismo no ha reculado un solo paso. En el contexto de la implementación de un acuerdo de paz, eso es catastrófico, por el tipo personal involucrado y por el tipo de actos que se legitiman.
Lea también: “Hay interés de la Fiscalía y Policía de generar entrampamientos”: Harold Ordóñez
Si viramos la atención ahora hacia las fuerzas políticas que han defendido el acuerdo, ¿qué errores han cometido? O, simplemente, ¿qué tareas pendientes tienen para lograr recuperar lo que queda de los acuerdos? Usted ha señalado que hay varias debilidades e inconsistencias en la retórica pacifista…
Desde el principio, el discurso pacifista tuvo muchos errores. Una primera cuestión es la increíble irresponsabilidad de haber lanzado el plebiscito. Esa irresponsabilidad desnuda una profunda incomprensión del voto uribista y de las bases sociales uribistas. Había que interpretar en qué consistían ese voto y esas bases sociales. La idea, un poco trivial, consistía en que ese voto era pura falsa conciencia. Pero había mucho más que eso. Incluso hoy, cuando esa corriente está reducida a su mínima expresión y en medio de la deslegitimación que ha producido su propia dinámica homicida, hay un voto uribista muy fiel que toca entender y conocer.
Un segundo problema es que el discurso pacifista también tenía su cierta contabilidad por partida doble y una tendencia a jugar con los diseños institucionales para obtener ciertos resultados. Eso le generó a la contraparte una serie de demandas genuinas que había que atender y que hasta el sol de hoy no se han atendido. Una tercera cuestión es que había una apelación que tenía un contenido de clase brutal en el que la gente como nosotros, la gente plus, se hablaba entre ella de lo bonita y simpática que iba a ser la paz, y enviaba a los territorios a personas de su propio sector social, muy jóvenes muchas veces, a lidiar con líderes sociales y con actores que habían toreado en mil plazas, lo que redundó en una interacción muy pobre con ellos y en una pedagogía alrededor de la paz muy pobre.
Y un último problema es que hubo un diagnóstico alegre, frívolo, no profesional de dónde estaban las bases sociales de la paz. Había una argumentación que todavía pervive y que afirma que los grandes votantes a favor de la paz iban a ser, o fueron, los sectores de la llamada ‘Colombia profunda’ y los sectores más golpeados por la violencia. Resulta que eso suena muy bonito, pero no cuadra con la evidencia. Lo que sí había era una dinámica pacifista enorme en las grandes ciudades. Pero no hubo un discurso que construyera una conexión explícita entre el acuerdo de paz y la Colombia urbana.
A pesar del estado crítico en que están los acuerdos, ¿qué dividendos ha dejado la paz y por qué es importante insistir en su defensa? Para muchos colombianos, después de todo, pareciera que este no es un tema prioritario y que poca importancia tiene que el Estado no cumpla su palabra a una organización, como la Farc, que tiene muy poco, casi ningún, apoyo popular y en cambio una deuda humanitaria muy alta con el país…
Yo diría que cuatro cosas. La primera es que el acuerdo logró la desmovilización de un grupo de especialistas en violencia muy grande, muy preparado y muy capaz; de hecho, de lejos el más capaz que jugó en el conflicto colombiano. Un segundo dividendo son los efectos indirectos. La implementación ha generado la creación de numerosas agencias estatales que pedalean con entusiasmo. Por ejemplo, en relación con la agenda agraria, la Unidad de Restitución, la Agencia de Renovación del Territorio y la Agencia Nacional de Tierras. No es casual que nunca, o al menos solo muy rara vez, hayamos visto escándalos de corrupción en esas agencias.
Un tercer dividendo muy importante son las entidades de justicia transicional, que han logrado en su conjunto un apoyo internacional que redunda en las posibilidades de paz en Colombia. Y una cuarta cuestión que es que el acuerdo de paz abrió muchas esclusas para la participación ciudadana en distintos escenarios, rurales y urbanos. El problema es que han querido truncar esa participación. Con los niveles de violencia y cierre institucional involucrados perfectamente pueden llegar a hacerlo. Pero sería una tragedia terrible para el país.
Le recomendamos: ‘Es desafortunado que ser estudiante sea sinónimo de objetivo militar’: Idárraga
Usted ha señalado que es probable que estemos presenciando el fin de la guerra de guerrillas tal y como la hemos conocido. Y, sin embargo, ha advertido que el país puede estar deslizándose a un nuevo ciclo de guerra política. De nuevo, y por distintos motivos, no solo los detractores del acuerdo, sino también sus defensores, se han apresurado a descartar este escenario. ¿Por qué, en su opinión, podría ser equivocado caracterizar las nuevas violencias que estamos viviendo como un simple fenómeno criminal y narco? ¿En qué sentido y por qué razones podría abrirse un nuevo ciclo de guerra política (con todas sus letras)?
Un nuevo ciclo de guerra no sería una removilización de las Farc, así como la guerra contrainsurgente, en la coyuntura del Frente Nacional, no fue una simple removilización de las guerrillas liberales o de los grupos armados conservadores. Fue una cosa distinta. En un momento de una paz frustrada, una paz con muchos incumplimientos, distintos especialistas en la violencia buscaron nuevas formas de organizarse. En la coyuntura actual, es claro que los dos gobiernos involucrados en el proceso, pero sobre todo el de Duque, empujaron de vuelta al monte a muchos cuadros intermedios que saben mucho de la guerra, que saben combatir, que tienen los contactos en territorio, que tienen el personal y que ya están muy activos. Pensemos en personas como Gentil Duarte, Romaña o como el Paisa.
Ahora bien, calculemos: ¿cuántas personas hay ahora activas en armas? Unas 3.000 o 4.000 del ELN, al menos unas 4.000 o 4.500 de las disidencias de las Farc, incluyendo las de Gentil Duarte y a la Segunda Marquetalia; y otras 3.000 o 4.000 personas en grupos herederos de los paramilitares. Luego en este momento ya hay en Colombia aproximadamente unas 10.000 personas en armas. Decir que es altamente improbable que estemos entrando en un nuevo ciclo de guerra es simplemente antievidente.
El único contraargumento frente a ese panorama consiste en la idea de que todos estos grupos son combos de narcos. Pero este argumento no funciona. Aunque todavía no tienen una formulación de libreto, estos grupos tienen su discurso político. Obviamente, están muy financiados por el narcotráfico y no descarto, por supuesto, que muchos de esos grupos (por ejemplo, algunos sectores de las disidencias de Duarte o la Segunda Marquetalia) ya estén centrados en la captura de rentas. Pero eso no es un cambio con respecto a las tres o cuatro últimas décadas. Y el panorama general es que estos grupos están construyendo una agenda mucho menos ecuménica y mucho más localista y orientada a las especificidades del territorio que refleja formas de combate y de discurso de una nueva generación. En síntesis, la guerra contrainsurgente de los sesenta no fue la repetición de La Violencia, y ahora estamos viendo las condiciones para que se formen dinámicas armadas que no son una repetición de la guerra contrainsurgente, pero que sí se basan en gran medida en el viejo personal.
A lo largo de los últimos años hemos visto el fortalecimiento de nuevas formas de autoritarismo en distintos lugares del mundo, de la mano con la ya harto alertada crisis de la democracia liberal. ¿Le preocupa que Colombia pueda tomar también una deriva abiertamente autoritaria en los próximos años?
El uribismo claramente ha tenido una posición doble frente a la democracia. Ha sido típicamente antiliberal, pero pro competencia. Ha estado a favor de las elecciones, porque en las elecciones siempre han ganado. Pero ahora, cuando se ha vuelto un grupo de minorías, perfectamente podríamos tener ahí un factor conducente a una deriva autoritaria. Por otra parte, el uribismo siempre se ha opuesto a los pesos y contra pesos, y sobre todo se ha opuesto al poder judicial. Esa oposición se ha vuelto cada vez más acerba y virulenta.
También tiene un programa para la transformación y el disciplinamiento del aparato educativo. Eso también podría convertirse en factor para un escenario de deriva autoritaria real. Eso en el contexto colombiano sería nuevo. La otra opción, que es el mismo escenario que hemos tenido las últimas décadas y que es muy colombiano, sería la continuación de un sistema político competitivo con pesos y contrapesos, pero a la vez con niveles de violencia cada vez más altos y saturado con discursos de odio y de homicidio, que es el camino hacia la destrucción en masa de seres humanos. La pregunta es cómo vamos a hacer los colombianos para evadir esos dos escenarios, que yo diría son los más probables si seguimos como vamos.