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A patrullar con la alegría
Rafa es un tropero cargado de amor, enamorado de su labor dentro del Ejercito Nacional de Colombia y quien un día no pudo más con la guerra. Decidió retirarse y le apostó a la paz como la única manera para sanar y ser feliz “en un país colmado de odios y rencores”. Llegó con Nina a Guayatá hace 20 años, enamorado del olor a las guayabas, y desde entonces no ha parado su ‘patrullaje’ con la comunidad, su entrega al cuidado de la riqueza hídrica de la zona y su casi fantástica capacidad para construir y diseñar puentes, casas, carrozas con poleas y tablas de madera. Ahora está entregado al proyecto de Café Pizarro, celebrando la vigésima cosecha del grano, convenciendo a los habitantes de que se alejen de la violencia, tomen más café y quieran más.
Juntos por una sociedad tolerante y pacífica
Cuando pienso en Nina y en Rafa recuerdo el olor a café, el sonido de la cascada que queda cerca de El Recuerdo, finca de caminitos verdes donde vivió doña Margoth, la mamá de Nina, quien siempre fue y será una luz en su camino, así como Dado, Lupita, Chaplin, Togo y tantos perros que acompañaron durante mucho tiempo las luchas y ahora ocupan un lugar atesorado en el corazón de ambos.
Con ternura y vitalidad, abrazando cada día con la cabeza en alto, forjan, desde hace 26 años, en cada oportunidad, mil razones para amar la vida. Alguna vez mi papá me explicaría una parte de la vida de Nina, que en ese momento, desconocía totalmente:
-Es la hermana de Carlos Pizarro, estuvo durante 10 años en el M-19 y su pareja, Rafa, es un oficial retirado del Ejército Nacional.
Me enredé, no entendía esa lógica de “malos y buenos” viviendo juntos en una misma casa, soñando juntos con tanta fortaleza. Solo cuando vi en la pared 10 fotos mezcladas de manera casi que reconciliada, al almirante Juan Antonio Pizarro -el papá de Nina-, a Hernando, a Carlos, a sus tíos, quienes ocuparon altos mandos dentro del Ejército, y fotos de ella con Rafa, me dije: “¡Que valientes!... Definitivamente sí es posible entendernos”.
Llevábamos unos años sin hablar debido a los caminos diferentes que se van haciendo con el tiempo y después de mucho pensarlo decidí llamarla para que me contara su historia. En Guayatá (Boyacá) me senté a escucharla durante horas y entender que más allá de cualquier cosa, la existencia de la guerra, sea cual fuere su ‘argumento’, se ha vuelto una apuesta obsoleta.
Los papás de los Pizarro
Margoth nació en Chile; era hija del coronel Eduardo Leongómez Leyva. Fue profesora de inglés en el Colegio Británico de Cali, se dedicó a programas de desarrollo social y lideró una asociación para los derechos humanos con Leonor de Duplat y otras madres de presos políticos que a finales de los setenta y comienzos de los ochenta no tenían personería jurídica ni estatutos.
Juan Antonio Pizarro nació en Palmira, fue almirante de la Armada de Colombia desde 1932 hasta 1959, su carrera fue llena de triunfos, orgullos y satisfacciones. Siempre fue un ejemplo de honestidad y rectitud.
Margoth y Juan Antonio se conocieron en Cartagena, se enamoraron y como matrimonio tuvieron que librar batallas llenas de dolor y sinsabores, pero caminando siempre con la cabeza en alto, mirando con esperanza el horizonte al que la historia los iba acercando.
Un nuevo comienzo
Aunque parezca irónico, una de las personas que más ayudó a que Carlos Pizarro llegara a los diálogos de paz fue su otro enemigo político, el ex presidente Julio Cesar Turbay Ayala, gracias a la gestión de acercamiento entre ambos que hizo su hija Diana. Esa es la magia de la paz: acercarnos. En 1989, doña Margoth recibió una llamada en su casa en Francia. Era Carlos, estaba emocionado y se notaba seguro:
-Mamá, vénganse para Colombia que vamos a firmar la paz.
Se regresaron todas. Nina llegó con su hija, cargada de ilusiones por ver este renacer, por estar de nuevo con su hermano y por acercar a su hija a un país sin guerra. Aunque la paz se firmó, Carlos Pizarro, ya candidato a la presidencia de Colombia, fue asesinado el 26 de Abril de 1990. Era como si la época de los malos sueños no se acabara para un país tan ilusionado. Pero la esperanza y las fuerzas de continuar aún seguían y fue en la empresa de uno de sus tíos, donde conoció a Rafa.
-Yo iba a pedirle trabajo a mi tío, el hermano de Rafa trabajaba en la empresa hacía un tiempo y así lo conocí a él. Comenzamos a hablar y nos dimos cuenta que ambos veníamos de unas experiencias duras con esa guerra que definitivamente no tenía sentido. Y aquí estamos, 26 años después-, explica Nina.
En 1996, Rafa, Nina y Margoth llegaron a Guayatá para transformar El Recuerdo, que antes era una polvorera, en su lugar de resistencia verdadera y convertir su corazón en un lugar invulnerable, alejado de la rabia y del dolor. Iniciaron un camino fuerte de procesos sociales con la junta de acción comunal de la vereda, con mujeres campesinas, y encontraron en las plantas de café que ya estaban sembradas en la finca, una manera para seguir siendo creativos, productivos y vitales.
Descubrieron que el Café de Guayatá tenía un sabor único por todas las condiciones ambientales. Entonces, deciden crear Café Pizarro que, según Rafa, es el aporte de ambos a la paz y también un acto de perdón y reconciliación con todo un país y con ellos mismos, por haber estado inmersos en una guerra que para ellos ya terminó.
Café Pizarro es una marca y un símbolo de esperanza en Boyacá que pone el nombre de Colombia en lo más alto y es ejemplo de cómo deshacerse de la guerra.
“Haber firmado la paz por sobre todas las cosas es el mejor recuerdo que tengo del M-19”: Nina Pizarro.
¿Cómo fue su niñez?Cuando era niña mi mamá quería que yo estuviera muy cercana a la biblia, a Dios, y siempre hubo una actitud de servicio hacia la gente. Uno de mis primeros trabajos comunitarios que hice cuando era niña fue dar clases de inglés a niños del barrio Caldas en Cali con el Padre Alfredo. Aunque parezca imposible, me quería ir de monja, quería ser astronauta para subir a las estrellas y conocer a Dios, y vivía fascinada con las esculturas de Miguel Ángel. A mis 14 años viajé a Estados Unidos y cuando cumplí 15 años decidí volver a Colombia porque me cansé de la distancia.
Y regresó…
Era 1969. Empecé a estudiar secretariado bilingüe y supe de los caminos de mis hermanos. Terminé contagiándome de esa época en la que los jóvenes nos creíamos dueños del mundo. Entré a la Juventud Comunista. Pasé de leer la biblia y de observar a Miguel Ángel a estudiar Marxismo.
Su papá era almirante de la Armada, ¿cómo manejaban los contrastes ideológicos en su casa?
En casa siempre se presentaban discusiones álgidas, pero mi papá era un hombre profundamente ético y siempre manejó la situación con respeto hacia nuestras decisiones. Fue doloroso para mis papás ver los caminos que sus cinco hijos estaban tomando. Sin embargo, él no veía otra opción que dejarnos el camino libre para que asumiéramos las consecuencias.
¿Quién fue el primero en entrar a un grupo revolucionario alzado en armas?
Carlos; él entró primero a las Farc, pero sus propósitos con los grupos revolucionarios eran otros y se retiró con Álvaro Fayad. En 1973, junto a Bateman y otros locos soñadores, fundan el M-19.
¿Cuando entró al M-19?
En 1974 viajé a Paris, empecé a estudiar sociología y me encontré con toda la izquierda del mundo. Había uruguayos, argentinos, vietnamitas, chilenos, cubanos, era interesante ver tantos mundos creyendo en esa izquierda hermosa de los setenta. Eso sumado a todo lo que estaba ocurriendo en mi país con el nacimiento de ideas nuevas y de jóvenes que estaban dando la vida por la revolución, hizo que al año siguiente regresara. Cuando volví, Carlos me habló del Eme y tuve fe en ese sueño de luchar por un país mejor para todos. En 1975 entré al M-19. Tenía 21 años y ya no me quería regresar a Francia, quería quedarme en Bogotá con mis hermanos. Era operadora internacional de Telecom y sindicalista dentro de la empresa. Debía convencer a la gente de luchar por nuestros derechos, además era secretaria del Comando Superior (del M-19) y servía de enlace para repartir por toda Colombia el periódico del Eme. La ternura de mis compañeros y el hecho de haber firmado la paz por sobre todas las cosas es el mejor recuerdo que me queda.
¿Cuándo se entregó totalmente a la causa del M?
El 31 de diciembre de 1978, cuando estaba embarazada, con una barriga gigante y me encargaron una de las caletas más grandes en la operación del robo de las armas del Cantón Norte (Bogotá).
¿Qué pasa después de esa operación?
Me detienen el 14 de enero de 1979. Tenía 7 meses de embarazo y fui condenada a 8 años de cárcel en una prisión de aquí de Boyacá. Mis hermanos Carlos y Hernando también estaban en la cárcel, al igual que otros comandantes del Eme. En septiembre de 1982 se levanta el Estado de Sitio y pude salir. Tres meses después se da una amnistía y Carlos, junto con el resto de los compañeros, salen de prisión.
¿Cuándo decide salirse del Eme?
Una mañana estaba con mi hija esperando el bus del colegio. Alejandra tenía como 5 años y como si la vida me estuviera hablando con una patada en el corazón, me miró y dijo: “Mami, tú me abandonaste”. Yo trate de explicarle que no la había abandonado, que estaba en una lucha por la justicia social. Estaba reclamándome por tantas noches que pasó sin mí y con su abuela, ya era hora de que algo cambiara. Ese fue el momento en el que dije: ya, no más. En el 85 salí de la guerra y me fui para Paris con mi mamá a construir un presente nuevo para todas, con la fe puesta en que le podría entregar un camino nuevo a mi hija.
Mirada a un pasado premonitorio
La guerra terminó de estallar en los corazones de la familia Pizarro y Margoth -la mamá- había soportado las situaciones más adversas con dolor y soledad. Comenzó una vida tranquila junto a los cafetales de El Recuerdo. A sus 80 años, una tarde caminaba con su hija por el guayabal, solo había serenidad entre ambas. Nina le preguntó algo que le haría entender el horizonte que había tomado su camino:
-Mamá, ¿tu amas la vida a pesar de todo el dolor que te ha tocado vivir?
-Claro- le dice Margoth –De eso se trata la vida, de abrir los brazos y esperar a que llegue lo que te tenga que llegar.
Nina entendería entonces lo sucedido esa tarde de 1979, cuando entre la multitud de policías y militares que solían entrar a la cárcel de mujeres en Tunja vio pasar frente a sus ojos, vestido de militar, a Rafael, el hombre con el que hoy comparte sus sueños y esperanzas. Fue un instante, no hubo ni una palabra, pero definitivamente la vida le mostraba lo que le esperaba más allá de la guerra.
Con los años, Nina y Rafa se reencontraron, tan iguales y dignos como son ahora, y como siempre lo fueron. Simplemente bastó hablar con el corazón y abrir sus brazos para que la vida trajera lo que les debía traer, como lo sentenció Margoth.
*Este artículo fue publicado en el periódico Utópicos de la Universidad Santiago de Cali.