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El 3 de diciembre de 2003, el Tribunal Internacional para Ruanda fue escenario de una histórica sentencia: dos periodistas fueron condenados a cadena perpetua y uno más, a 35 años de prisión, acusados de cometer crímenes contra la humanidad: “Ocupaban posiciones de liderazgo y confianza, eran plenamente conscientes del poder de las palabras (…). Estaban en la posición de informar y orientar a la opinión pública hacia el logro de la democracia y la paz y, en vez de promover los derechos humanos, usaron la radio y la prensa para diseminar el odio y la violencia (…) y envenenaron las mentes de sus lectores. A través de las palabras, sin portar ningún arma, causaron la muerte de miles de civiles inocentes”, dijo la juez Navi Pillay sobre los periodistas de Radio Mil Colinas (RTLM) y el periódico Kangura.
La sentencia reavivó un debate mundial, que también se daba entonces en Colombia y que sigue vigente, sobre el rol de los medios en los conflictos como instigadores del odio y del escalamiento de la violencia. Es inútil negar que una parte de la prensa ha sido funcional a los intereses de los contendientes al convertirse en su caja de resonancia, favoreciendo así, intencionalmente o no, la confrontación entre narrativas que estigmatizan al otro, despojándolo de su humanidad y justificando su aniquilamiento. Sin la artillería de palabras, discursos demonizantes, propaganda, mentiras y medias verdades, las guerras no darían tantos réditos a quienes están interesados en mantenerlas.
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Por eso, un relato que pretenda explicar el porqué de la violencia estaría incompleto sin un análisis juicioso del papel de la prensa que, a su vez, señale y exija responsabilidades y contribuya a una profunda reforma de los medios como uno de los pilares de la transformación cultural y social necesaria para superar buena parte de las causas estructurales del conflicto. Es poco probable que esa transformación pueda darse si estos insisten, por ejemplo, en exaltar a los perpetradores de la violencia.
Pero ese relato también estaría incompleto si no se reconociera que muchos periodistas también han sido víctimas por llevar hasta las últimas consecuencias su compromiso con la verdad, que es lo que define su oficio. Hay un periodismo que, aún en medio del conflicto, permite que se escuchen las voces y las demandas de los silenciados y su trabajo por la paz; propicia y promueve el diálogo entre voces diversas; explica y ayuda a entender; devela, moviliza e impulsa el pensamiento crítico. Ese es un periodismo preocupado por cumplir una función a favor de lo público y por servir a los intereses de los ciudadanos, no de los mercaderes de la muerte y sus patrocinadores.
“La paz consiste en hacer preguntas, y los especialistas en hacer preguntas son los periodistas”, me dijo el sociólogo noruego Johan Galtung durante una entrevista. Como testigos de excepción y mediadores e intérpretes de la realidad, los periodistas tenemos un rol crucial en la construcción de la memoria histórica de un país que necesita conocer y entender su pasado de violencia para no repetirlo; en la búsqueda de la verdad, para identificar las causas, el desarrollo y las consecuencias de esa violencia; y en la construcción de la paz, para cambiar el presente y mirar hacia el futuro, y así lograr tener un país en el que sea posible pensar diferente sin que a nadie le cueste la vida. En ese país la verdad debe dejar de ser la primera víctima, y convertirse en el valor en que reposa la paz.
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Este texto es producto de “Reflexiones sobre la verdad”, una alianza de Colombia2020 con la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición.