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Danilson nació en San José del Peñón, un corregimiento de San Juan Nepomuceno, en la casa de los abuelos. Allá creció con ellos, con sus tíos y conmigo, su mamá. Del papá no se volvió a saber nada desde que el niño nació. Nos abandonó. Por eso el abuelo se convirtió en su verdadero padre: le compraba sus potes de leche y su alimento. Fue el que lo crió.
Cuando Danilson tenía dos años me conseguí un nuevo esposo y tuve dos hijos más: Gleidy María y Ancir Alfonso Hernández. Él era un buen papá, eso nadie lo puede negar: no dejaba que los pelaos pasaran hambre y era muy cariñoso con ellos. Pero no era un buen esposo. Por eso terminamos separándonos. Mami, por qué no vuelves con papi y vivimos como antes que éramos muy felices, me decía Danilson.
En el 2002 toda la familia salió desplazada de San José del Peñón. Por allá se aparecían todos los grupos armados. Primero llegaba uno y hacía reuniones en el pueblo. A los dos o tres días llegaba el otro y lo mismo: nos reunía y nos preguntaba con qué bando estábamos, y uno, lleno de miedo, respondía que con ninguno. Pero nos ganó el miedo y decidimos irnos. Ese pueblo quedó vacío.
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Los primeros cuatro o cinco meses nos tocó vivir a todos en un colegio en San Juan. Pero nos cansamos. La abuela de Danilson no estaba en condiciones para vivir ahí. Es que era un espacio muy estrecho, para unas 150 personas que llegamos desplazadas. Finalmente, los tíos consiguieron una casa en un barrio llamado Armero y para allá nos fuimos todos.
A Danilson le decían en el colegio Cantillo. Era muy bueno para las matemáticas; aprendió muy rápido y sacaba cuentas en un dos por tres. Era un niño maravilloso, muy querido. Le gustaban mucho los trompos de palo y aprendió a fabricarlos para regalárselos a sus compañeritos; jamás les cobró un centavo. También le encantaban los barriletes o, como dicen en el interior, las cometas. Cantillo, hazme un barrilete. Cantillo, ayúdame a hacer esta tarea. Cantillo, ayúdame a dibujar este mapa. Cantillo, hazme un mandadito. Todo el mundo le pedía cosas y él nunca se negaba. No era un niño flojo, ni malcriado, ni grosero, ni nada de eso.
Cuando terminó la primaria, el ‘Niño’, como yo le decía, se fue a vivir con la abuela paterna para poder estudiar el bachillerato. Esa fue la vez que pasamos más tiempo sin vernos. Durante cinco meses no tuvimos noticia el uno del otro, hasta que no aguanté más y me fui a visitarlo desesperada. Hijito de mi vida, tenía muchas ganas de verte, le dije apenas lo abracé. Después de ese año no hubo manera de seguirle pagando el colegio; entonces, el muchacho se puso a trabajar en el campo con su tío Eberto: desmontaban la hierba, construían cercas, hacían lo que les ordenaran y se ganaban sus 15.000 pesos diarios.
Danilson y Eberto andaban juntos para arriba y para abajo; parecían hermanos. Lo único en lo que Danilson no seguía al tío era en la parranda. No le gustaba la fiesta porque era evangélico. Nosotros ni nos dimos cuenta en qué momento se metió a esa iglesia, porque nadie en la familia es evangélico. Pero a los 13 años él decidió meterse solo y terminó hasta bautizándose con ellos. Iba a los cultos y a las escuelas dominicales, y allá se enamoró de una muchacha con la que tuvo dos hijos: Eber Alfonso y José David. Estaban enamorados pero se dejaron recién ella alumbró al segundo y cada quien cogió un pelao. Eber, el mayor, se quedó con nosotros.
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El pastor lo ponía a predicar y él aprendió muy rápido. Oraba con mucha fe. A veces, si a uno le dolía algo, por ejemplo la cabeza, él le ponía las manos encima y empezaba a orar. Y uno no sabía si era por efecto de la oración o porque uno le ponía mucha fe, pero el dolor se iba. Una noche, cuando ya tenía dos años de muerto, lo vi orándome. La verdad no sé si lo vi o si fue un sueño. Eran como las siete de la noche. Yo estaba acostada porque tenía mucho dolor de cabeza y sentí su mano encima. Abrí los ojos y lo vi. Tenía una bata blanca. Decía: Cúrala Señor. Retírale todos los males que tenga, todo lo malo que venga para ella. Y también me hablaba a mí directamente y me decía: Mami, no me llores que estoy bien. No me llores.
Lo que pasa es que, cuando mataron al ‘Niño’, yo me la pasaba llorando. Los dos primeros años me puse flaquita de tanto llorar. No llores más que así no lo vas a dejar descansar, me decía la gente.
El ‘Niño’ tenía los ojos negritos, las cejas pobladas, el cabello indio y negrito; era muy alto –medía como 1,77– y no era ni tan flaco ni tan gordo. A los 13 años se hizo un tatuaje en el brazo izquierdo: un dragón azul enroscado. Yo lo regañé, le dije que eso eran cosas de vagabundos, de bandidos, de periqueros, de mariguaneros. Pero ¿qué podía hacer? Ya lo hecho, hecho estaba. Eso sí, él nunca jamás probó las drogas.
Siempre se vestía muy elegante. Y cuando había algo especial en la iglesia se ponía corbata. Para donde quiera que iba, llevaba la biblia. No la desamparaba. Siempre repetía que la iglesia era un lugar muy bueno y les decía a los pelaos y a la familia que se entregaran a la palabra de Dios. Yo le respondía: No, ‘Niño’, a mí no me gusta esa religión. Eso es una vocación y yo no nací con ella.
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Él alternaba la iglesia con el trabajo en la finca. Cuando sucedió la tragedia, tenía 24 años. Llevaba ya un tiempo trabajando en Los Guáimaros. Venía a la casa los fines de semana y se devolvía los lunes en la madrugada. Allá le tocaba cuidar los terneros y ordeñar las vacas y encerrarlas para que pastaran.
El jueves antes de que lo mataran, tuve un sueño que me dejó muy triste. Soñé que el ‘Niño’ iba por un camino y que, cuando estaba pasando junto a un charco de agua, un hombre flaco, vestido de negro, le disparaba. Él caía al pozo y se levantaba un chapuzón de sangre. Ahí me desperté. Ni me dio tiempo de contárselo porque a los días llegó la noticia de que me lo habían matado. Primero llegó el rumor de que habían matado a tres tipos en Los Guáimaros, entre ellos uno al que le decían la ‘Viga’. Ese era mi hermano Eberto, que le pusieron ese apodo por lo alto. Cuando yo escuché eso, supe que mi hijo también estaba muerto, porque a donde quiera que iban siempre estaban juntos: a trabajar, a pasear, a jugar softbol. Y sí, tenía razón.
Desde que eso pasó nada es igual. Él era el que me daba de comer. Me tocó ponerme a trabajar en casas de familia para que mi nieto Eber, que tenía dos años y medio, no aguantara hambre. Yo ya había trabajado haciendo aseo cuando tenía unos 17 años, pero desde que nacieron los hijos no trabajé más, hasta ese momento que me tocó volver a hacerlo. Él me ayudaba mucho, nunca nos dejó pasar hambre ni necesidades. El luto me duró unos cinco años. Digo luto, porque no iba a fiestas, ni hacía actividades de diversión; sentía que no tenía alegría en el corazón. Va pasando el tiempo y uno se va recuperando, pero nunca vuelve a ser el mismo. Todavía lo lloramos. Incluso el hijo, que casi no lo conoció, hoy lo llora como un pelao chiquito. Él también tiene un tatuaje en el antebrazo derecho con el nombre del papá y, al lado, el nombre mío.
Yo he sido todo para mi nieto: abuela, papá, mamá. Nunca le ha faltado nada ni le faltará mientras yo viva. Por eso, a mis 60 años, sigo trabajando. De los dos nietos, él es el que más se parece a mi ‘Niño’.
*La Asociación de Luchadores por la Verdad y la Justicia de Los Guáimaros son coautores de este texto porque velaron por cada detalle