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Hace 30 años, el 13 de marzo de 1988, por primera vez los alcaldes de Colombia fueron elegidos por los ciudadanos. Como era de esperarse, esta anhelada conquista democrática le dio un giro de 180° a la política nacional. Sin embargo, también fue el comienzo de un nuevo capítulo en la cronología del conflicto armado desde la perspectiva de la lucha por el poder local. La historia de este momento crucial en la memoria del país es también la explicación de un dolor colectivo que pudo evitarse.
Los antecedentes de la elección de alcaldes se sitúan en los intentos fallidos de varios gobiernos por ponerla en marcha. Hasta que, en el gobierno de Belisario Betancur, en el marco de las negociaciones de paz con los grupos guerrilleros y la búsqueda de nuevos espacios políticos para airear la democracia, se abrió paso en el Congreso a través del Acto Legislativo 01 de 1986. Una vez incorporada esta iniciativa a la Carta Política, ya en el gobierno de Virgilio Barco, se dio un plazo de dos años para hacerla efectiva en las urnas.
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No obstante, a la hora de estrenar la innovación política para las regiones y sus municipios, Colombia vivía una de las secuencias más tensas en su historia contemporánea. Producto de las negociaciones de paz entre el gobierno Betancur y las Farc, en 1985 nació la Unión Patriótica (UP). Un movimiento político que desde sus orígenes fue blanco de la acción criminal de los grupos paramilitares y sus aliados en el Estado y el sector privado. Un panorama que se puso peor cuando fue llegando el 13 de marzo de 1988.
La guerrilla tampoco se quedaba atrás en su arremetida por ganar territorios, de tal modo que mientras en la plaza pública los políticos desplegaban discursos para imponer a sus candidatos a las alcaldías populares, insurgencia y paramilitarismo medían fuerzas con alto costo de víctimas entre la población civil. En el marco de la implementación de la elección popular de alcaldes, el año 1988 pasó a la historia de Colombia como el año de las masacres. Con un agravante: la mayoría quedaron en la impunidad.
En marzo de 1988 estuvieron habilitados para votar 11’ 00.000 personas y se eligieron 1.009 alcaldes quienes ejercieron por un periodo de dos años. Archivo El Espectador.
El viernes 4 de marzo de 1988, a nueve días de la cita democrática, un grupo de hombres armados con sus rostros cubiertos irrumpió violentamente en la hacienda Honduras, situada en el caserío de Currulao, del municipio de Turbo (Antioquia), y masacró a 17 trabajadores bananeros. De inmediato, se trasladó a la finca vecina de La Negra y les causó la muerte a 10 trabajadores más. Casi todos los labriegos masacrados pertenecían a los sindicatos bananeros Sintrainagro y Sintrabanano.
La violenta incursión paramilitar desató una crisis en la región de Urabá, que derivó en un paro cívico y en la parálisis de 22.000 trabajadores de la zona bananera. El consejero de paz del gobierno Barco, el economista Rafael Pardo -hoy ministro del Posconflicto-, tuvo que entrar a mediar con los líderes políticos de la zona, y quedó en evidencia que el origen de esta masacre estaba directamente relacionado con la determinación de las autodefensas de impedir la consolidación política de la UP en la región.
Aunque las masacres de Honduras y La Negra oscurecieron el panorama de cara a los comicios y multiplicaron los reclamos de la UP o de otros grupos políticos surgidos de los acuerdos de paz, como ¡A Luchar! o el Frente Popular, el domingo 13 de marzo los colombianos acudieron a las urnas para escoger a 1009 alcaldes. Sin duda, el principal ganador de la jornada fue el primer mandatario popular de Bogotá, Andrés Pastrana, y entre otros elegidos estuvieron Juan Gómez en Medellín y Carlos Holmes en Cali.
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Como estaba anunciado, la mayoría de las alcaldías fueron para los partidos tradicionales, pero la novedad de la jornada la constituyó el logro de 16 alcaldías por parte de la Unión Patriótica. En pocos días quedó claro que la decisión del paramilitarismo era impedir que esos mandatos de la UP llegaran a consumarse. Fue así como en la primera semana de abril, el domingo de resurrección, a la vereda Mejor Esquina del municipio de Buenavista (Córdoba), regresaron los asesinos a concretar una nueva masacre.
Ese día se realizaba un fandango en una caseta de la localidad, amenizado por un grupo musical que había llegado de Montelíbano. Hacia las 10 de la noche, un grupo de encapuchados llegó al lugar portando fusiles R15, y sin mediar palabra comenzó a disparar a diestra y siniestra. Ese día 36 personas murieron. Algunos de los sobrevivientes testificaron después que los victimarios escogieron selectivamente a algunos de los inermes festejantes, y de nuevo la mayoría de víctimas fueron trabajadores.
Cuando el Estado y la sociedad trataban de reponerse del golpe dado por las organizaciones criminales, el domingo 10 de abril se repitió la tragedia. Un grupo de encapuchados llegó a la vereda San Jorge, del corregimiento de Nueva Colonia, del municipio de Turbo, y se llevó secuestrados a 23 campesinos. Esa misma tarde, los cadáveres de nueve de los plagiados aparecieron baleados; 48 horas después fueron localizados seis cuerpos más. El día 14, las autoridades hallaron los cadáveres restantes.
Con 323.801 votos, Andrés Pastrana Arango fue elegido alcalde de Bogotá. Su contendor fue Juan Martín Caicedo, que obtuvo 236.212. Archivo El Espectador.
Entre los plagiados en la vereda San Jorge y Punta Coquitos, se sumaron casi medio centenar más de víctimas. La reacción del gobierno Barco fue crear una junta de rehabilitación para que varios ministros de Estado entraran a adoptar medidas de urgencia en Urabá y Córdoba. De manera adicional, con amparo en las facultades del Estado de Sitio, y del recién creado Estatuto para la Defensa de la Democracia (Decreto 180 de 1988), el Ejecutivo creó la Jefatura Militar de Urabá.
Y mientras los dirigentes políticos y las comunidades discutían la viabilidad de esa Jefatura Militar porque sectores de izquierda cuestionaban la neutralidad de las Fuerzas Armadas frente a lo que estaba sucediendo, los asesinos siguieron sueltos cobrando víctimas. La primera semana de mayo, por ejemplo, en Medellín fue acribillado el primer alcalde popular de Remedios (Antioquia), Elkin de Jesús Martínez Álvarez. Le habían advertido que no lo iban a dejar posesionar por ser de la UP, y cumplieron su palabra.
A mediados de 1988, el panorama de orden público era crítico. Paros cívicos en varias regiones, marchas campesinas en otras. Protestas de labriegos, señalamientos desde el Gobierno por supuestas intromisiones terroristas en las manifestaciones públicas, y nuevos magnicidios, crímenes selectivos y masacres. El 27 de mayo, por ejemplo, en Villavicencio fue asesinado el presidente la Asamblea del Meta y coordinador de la UP, Carlos Kovacs Batiste. Junto a él cayeron cinco personas más.
El departamento del Meta, donde también la UP había logrado representación política, vivió horas dolorosas por cuenta de la arremetida paramilitar. El domingo 3 de julio, en el sitio conocido como Caño Sibao, a unos 10 kilómetros del municipio de Granada, un grupo de hombres armados atacó a los ocupantes de un campero de servicio público: 17 personas perdieron la vida. Aunque el comandante de la VII Brigada, general Harold Bedoya, señaló al frente 26 de las Farc, pronto quedó clara la mano de las autodefensas.
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No obstante, en esos días la prioridad del país era la liberación del excandidato presidencial Álvaro Gómez Hurtado, quien había sido secuestrado el 29 de mayo por el grupo guerrillero M-19. Y justamente recobró su libertad el miércoles 20 de julio, dando lugar al comienzo del proceso de paz entre el gobierno Barco y la citada organización insurgente. El gobierno Barco llegaba a su segundo año y a pesar de la crítica situación de orden público en casi todo el país, quería seguirle apostando al diálogo político.
Una titánica tarea a la que siempre se opusieron los violentos que para la época no tenían límites para librar su confrontación. La mayor evidencia se vivió desde la madrugada del martes 23 de agosto cuando un grupo de guerrilleros de dos frentes de las Farc y dos más del Epl, se unieron para atacar una base del Ejército situada en la localidad de Saiza, inspección del municipio de Tierralta (Córdoba). Por más de ocho horas insurgentes y militares se trenzaron en una batalla sin antecedentes. El saldo final fue de 13 uniformados muertos, 13 heridos y 11 prisioneros de guerra.
Acto seguido, los guerrilleros de las Farc y el Epl atacaron el puesto de Policía de la misma inspección. Varios civiles se sumaron en defensa de la Fuerza Pública. Los combates se prolongaron hasta el miércoles 24. Al final, entre militares, guerrilleros y civiles, perdieron la vida 38 colombianos, 22 militares fueron llevados como rehenes y el Estado se vio forzado a crear una comisión internacional para rescatarlos.
El primer alcalde por elección popular en Cali fue Carlos Holmes Trujillo, quien obtuvo 76.395 votos. Participó por el partido Liberal. Archivo El Espectador.
La retaliación paramilitar no se hizo esperar. En la noche del martes 30 de agosto, un grupo armado detuvo un bus de servicio público que cubría la ruta entre Montería (Córdoba) y Arboletes (Antioquia) y obligó a su conductor y al propietario del vehículo a emprender un recorrido trágico. La primera estación fue la hacienda Donaire, donde fueron asesinados seis labriegos. Después el bus, ocupado por los asesinos, se dirigió al corregimiento El Tomate, del municipio de Canalete, donde arrasaron con todo lo que encontraron a su paso.
Escasamente una casa quedó en pie. Hasta la escuela rural fue incendiada: 15 campesinos murieron baleados frente a sus familias. Un niño pereció calcinado en su vivienda. Y cuando los asaltantes concluyeron la masacre, regresaron por la misma ruta por la que llegaron, pero a la altura del kilómetro 23, encadenaron al volante al conductor y al propietario del vehículo y le prendieron fuego. El bárbaro ataque a El Tomate originó un desplazamiento forzado de centenares de familias huyéndole a la muerte.
En medio del desconcierto nacional por la gravedad de los hechos, la administración de justicia comenzó a reaccionar. En aquel momento, en el contexto del Estatuto Antiterrorista, habían surgido los jueces de orden público, y uno de ellos fue una valiente mujer. Se llamaba Martha Lucía González, jueza segunda de orden público, a quien por reparto le correspondió desentrañar el origen de la violencia detrás de las masacres en Córdoba y Urabá. Consciente de su misión y de su deber, la jueza González develó la red de sicarios.
No le bastó mucho tiempo para entender que detrás de esta sucesión de crímenes existía una bien diseñada organización con un poderoso criminal a la sombra. Un individuo a quienes todos conocían como Rambo y cuyo nombre era Fidel Castaño Gil. Un acaudalado personaje que había emigrado del municipio de Amalfi (Antioquia) al municipio de Segovia, donde adquirió más de 400 hectáreas de tierra. Siempre se dijo y se ratificó tiempo después que el origen de esa fortuna eran negocios turbios con el narcotráfico.
A finales de 1981, hombres del IV frente de las Farc secuestraron a su padre, Jesús Castaño, y aunque su hijo Fidel pagó un cuantioso rescate, el plagiado murió en cautiverio. Desde ese momento Fidel Castaño, junto a sus hermanos Vicente y Carlos, y el apoyo de otros propietarios acosados por la guerrilla, decidieron combatirla con las armas. Primero crearon el grupo Muerte a Revolucionarios del Nordeste Antioqueño (MRNA), pero pronto su acción ofensiva se extendió hasta Córdoba y Urabá.
La jueza Martha Lucía González detectó que Fidel Castaño tenía a dos colosos del narcotráfico como activos financiadores: Pablo Escobar Gaviria y Gonzalo Rodríguez Gacha. Ambos narcotraficantes tenían, además, un interés común: consolidar su imperio territorial en el Magdalena Medio. Por eso, su punto de enlace también tenía nombre propio, el municipio de Puerto Boyacá (Boyacá), donde se había creado la Asociación de Ganaderos del Magdalena Medio, una organización fachada del paramilitarismo.
En consecuencia, sin temblarle la mano, la jueza González dispuso la captura de Fidel Castaño, los dos capos, el mismísimo alcalde de Puerto Boyacá, Luis Rubio, otros funcionarios y varios individuos integrantes de la Asociación de Ganaderos. Pero no se quedó ahí. Pronto entendió que parte de la estructura criminal eran unidades de las Fuerzas Armadas. Por eso también dicto autos de detención contra dos mayores y un cabo del Ejército y algunos oficiales y suboficiales de Policía.
Para armar el rompecabezas de la violencia que se sembraba de masacres el territorio de Colombia, a la jueza González le costó enfrentarse con muchos opositores, pero también hubo quienes la defendieron. Pero mientras la decisión judicial trataba de tomar forma en medio de las dificultades de las autoridades para hacer efectivas las capturas, los violentos persistieron en su cruzada. Fue así como el jueves 8 de septiembre en Vista Hermosa (Meta) fue asesinado el alcalde Julio Cañón López, elegido por la UP.
El viernes 11 de noviembre, en la población minera de Segovia, la violencia paramilitar llegó a su punto más alto. Hacia las 6:50 de la tarde, en tres camperos que ingresaron a la plaza principal del pueblo, llegaron unos 30 hombres con rostros pintados que una vez se apearon de los vehículos, abrieron fuego contra los pobladores. Mientras la gente trataba de refugiarse en la iglesia, en el teatro o en los recovecos del parque principal, los asesinos seguían disparando. Luego ubicaron objetivos precisos.
Accedieron a la discoteca Johnny Kay y a la calle de La Reina, arrojando granadas o disparando a mansalva. Al término de la incursión criminal, el saldo de víctimas fue de 43 muertos y 54 heridos. El entonces gobernador de Antioquia Antonio Roldán Betancur -asesinado en junio de 1989 en un atentado terrorista en Medellín- solo atinó a comentar: “es la más vergonzosa manifestación de violencia registrada en Antioquia en las últimas décadas”. Por más de una hora hubo asesinatos y nadie salió a defender a la población civil.
El golpe dado a la población de Segovia tenía una explicación: en ella gobernaba Rita Ivonne Tobón, electa por las mayorías de la UP. Como en los demás casos de ese trágico 1988, la justicia intentó procesar a varios civiles y miembros de la Fuerza Pública, pero el denominador común fueron las absoluciones. El abogado Tarsicio Roldán asumió el poder para representar a las familias en una demanda de reparación directa contra el Estado, pero años después fue asesinado junto con su esposa en su propio apartamento.
El año 1988 concluyó en medio del pesar por lo sucedido en Segovia, que duró mucho tiempo en reponerse. El investigador Eduardo Pizarro Leongómez aportó un diagnóstico implacable: “el año que concluye le deja al país los peores niveles de violencia de la última década, pero también la puerta abierta a un proceso de reconciliación más sólido que en el pasado”. Se refería a las masacres y magnicidios que habían ensangrentado al país y al proceso de paz con el M-19 que cobraba su forma.
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Pero la evolución de la violencia fue mayor, de tal modo que apenas despuntando el año 1989, ya el país soportaba nuevos episodios de criminalidad. Como la masacre de La Rochela, en San Vicente de Chucurí (Santander), donde fueron asesinados por el paramilitarismo dos jueces de instrucción criminal, sus respectivos secretarios, seis agentes de Policía Técnica Judicial y dos conductores al servicio de la justicia. Para la Estado quedó claro que no podía seguir negando que el paramilitarismo se había de control.
Desafortunadamente, esta masacre de 12 funcionarios de la justicia en la mañana del 18 de enero fue apenas un capítulo más en la arremetida de los violentos contra la justicia. De manera rápida, quedó claro que los principales blancos de los criminales iban a ser los jueces y los magistrados que trataban en vano de contener la barbarie. Fue la época en la que comenzaron a caer con la misma celeridad con la que eran sacrificados los líderes políticos. Cuando no llegaba la muerte para los jueces, se asomaba el exilio.
Este fue el caso de la jueza Martha Lucía González. Al tiempo que el Estado se veía impotente para capturar a los responsables de las masacres, después de tres atentados fallidos en su contra y de verse sometida a un inclemente asedio, se vio forzada a dejar el país a finales de 1988. Sin posibilidades de actuar, alejada de su familia, y cargando con la zozobra de esperar a que los sicarios llegaran hasta su casa, así esta fuese una vivienda muy lejos de su país, recibió la noticia más dolorosa de su vida.
El jueves 4 de mayo de 1989, en la calle 39 con carrera séptima en Bogotá, frente al Parque Nacional Olaya Herrera, fue asesinado su padre, el abogado y economista Álvaro González Santana. Desde una motocicleta y simulando la espera del cambio del semáforo, dos sicarios acabaron la vida del político, catedrático y exgobernador de Boyacá. Como el narcoparamilitarismo no pudo asesinar a la jueza Martha Lucía González, asesinó a su padre. Este crimen también quedó en la impunidad.
Desde un país asiático, la jueza Martha Lucía González solo recibió el alivio de que su decisión contra Fidel Castaño, Pablo Escobar, Rodríguez Gacha, los funcionarios, los militares y otros, había sido ratificada por la jueza tercera de orden público María Helena Díaz Pérez. Sin embargo, dolorosamente, el 28 de julio le llegó la noticia de que esa jueza había sido asesinada en Medellín junto a sus dos escoltas. El vehículo en el que se movilizaba con sus escoltas recibió más de 60 impactos de fusil.
Tiempo después, las decisiones de la justicia se fueron cayendo, los procesados quedaron a salvo y las investigaciones por las masacres de 1988 quedaron en la impunidad. Solo quedó en la memoria la dolorosa secuencia vivida por el país mientras estrenaba la elección popular de alcaldes. Con el paso de los días quedó claro que apenas fue el comienzo de una crítica situación para muchas regiones de Colombia, donde el poder local fue capturado por los ilegales de distintos bandos.
Los escándalos judiciales de tiempos recientes así lo ratifican. Cuando la violencia no fue suficiente, la captura del Estado a través de acuerdos políticos para repartirse la contratación o corromper funcionarios también fue una fórmula eficaz. Aunque en muchos municipios sus alcaldes populares siguen luchando por nuevos aires políticos para sus comunidades, en otros siguen soportando al asedio de organizaciones al margen de la ley. El poder local, fuente de la democracia actual en Colombia, todavía está en deuda.
Y parte de esa reparación por esperar es hacer memoria y recordar que hace 30 años, cuando Colombia daba un paso trascendental desde su quehacer político, vivía también horas dolorosas que dejaron a 1988 como el año de las masacres. Con circunstancias distintas y una paz por construir, el país vive de nuevo la expectativa de nuevos protagonistas de la política que por estos días libran la lucha de las ideas por los poderes nacionales, pero que en breve emprenderán la disputa pacífica por el poder local.