Escuelas de Palabra: una apuesta educativa para no repetir la guerra
Este proyecto, que buscó promover la verdad como un bien público, dio resultados como documentales y actos de conmemoración.
El 5 de diciembre de 1969 llegó a San José de Uré (Córdoba) el padre Célimo Ávila. Unos meses atrás se había enamorado del que para entonces era un corregimiento de Montelíbano porque los palenqueros de Uré fueron a recibir al obispo con cantos y a él le pareció tan bonito que insistió en trabajar allá hasta que lo mandaron. Al llegar a la población encontró, recuerda, “una comunidad casi que secuestrada bajo el temor de lo que en ese momento se llamaba ‘la guerrilla’. El aspecto educativo, diría yo, que casi en ceros”.
Y lo estaba. En Uré había personas que sabían leer y escribir, pero ningún bachiller. No había colegio. La gente se había educado de la mano de las “Hermanas Lauritas”, es decir, las monjas Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, que llegaron a la región en 1919. Y luego de la mano de la “niña Juana”, una monja negra que educó a decenas de niños, niñas y adultos voluntarios. Pero la educación nunca fue formal ni constante, y por eso cuando llegó el padre Célimo, recuerda, los niños y niñas tenían tantas ganas de estudiar que lo esperaban horas a que terminara sus labores religiosas para que les enseñara.
“Entonces vi la necesidad de abrir un bachillerato”, dice el cura. Gestionó la construcción del colegio Paulo VI al ceder la mitad de una pista de aterrizaje a un vecino que tenía una hacienda para que él le permitiera ensanchar el terreno donde quedaría la escuela. Ese colegio cooperativo que se inventó con gente de la comunidad graduó una primera promoción de bachilleres por la que hicieron una gran fiesta. Una victoria en medio del conflicto. También pensó en que la educación debía llegar a las veredas, aunque le tenían prohibido moverse por muchos sitios. Pero la convicción lo llevó a tomar un caballito que le habían regalado e irse silencioso a cada lugar para, en compañía de la comunidad, hacer una escuela y una cancha de fútbol. Y en todas las hizo.
Aunque el conflicto armado no los ha dejado tranquilos un solo segundo, ahora en Uré hay abogados, médicos, psicólogos y alrededor de cien normalistas. Y las memorias del padre Célimo y de quienes lo ayudaron a labrar el camino de la educación, aunque siguen vivas con ellos, nunca habían sido contadas. Fue en 2019, cuando los estudiantes y maestros de la Institución Etnoeducativa San José de Uré se vincularon a las Escuelas de Palabra, cuando salió a flote esta historia de resistencia que está plasmada en el documental La lucha por la educación en el palenque de Uré.
(Le puede interesar: La Escuela para la Paz de las víctimas del conflicto en Córdoba)
Las Escuelas de Palabra son una estrategia del Programa Nacional de Educación para la Paz (Educapaz), en apoyo a la Comisión de la Verdad, que se desarrolló en 2019 en 33 centros educativos del Caribe colombiano. Se plantearon, a través de un mosaico metodológico, proponer cinco caminos en los que la gente pudiera apropiarse de la verdad a través de sus propios ejercicios y partiendo desde la escuela. Juana Yunis, coordinadora de las Escuelas, explica que esta idea nació porque “no toda la gente estaba interesada en hablar de la verdad del conflicto, pero sí estaba muy interesada en explorar el papel que tiene la verdad en la transformación de los conflictos en general. Nos inventamos una secuencia en la que la gente pueda vivir en pequeña escala lo que la Comisión de la Verdad vive en grande”.
El piloto se hizo en los siete departamentos de la región Caribe, pero Juana y Esther Polo Zabala, asesora pedagógica del proyecto, acompañaron escuelas en Córdoba, Sucre y Bolívar. En San José de Uré escogieron el camino cinco del mosaico: la escuela como sujeto colectivo en el conflicto armando y la construcción de paz. El mismo camino que escogieron en la Normal Súper Montes de María, en San Juan Nepomuceno (Bolívar), una escuela a la que acompañó Esther. “Una escuela resiliente”, dice sin titubeos. “Tienen mucho que enseñar. Es una gente que se atrevió a cambiar el currículo en medio de la guerra. Les desaparecieron dos rectores, mucha gente se tuvo que ir y es muy tremendo que ellos tuvieran la gallardía de cambiar el currículo hacia lo que ellos llaman un currículo pertinente y de paz”.
Sin embargo, no en todos los sitios había un camino previo hacia la construcción de paz. Esther recuerda mucho su experiencia trabajando en la Institución Educativa Rincón del Mar (San Onofre), un corregimiento en el que se asentaron los paramilitares y donde, de hecho, se presume que hay cuerpos de personas desaparecidas en su cementerio, que se lo está llevando el mar.
Ahí escogieron trabajar el camino uno: el valor de la verdad en la convivencia escolar. Y su pregunta era por las causas de la violencia física y verbal entre los estudiantes. Esther encontró una comunidad con un tejido social destrozado. Y aunque el producto final de este proceso es un corto de ficción titulado “Desterrando al fantasma de mi tierra”, que alude al fantasma de la violencia dentro del colegio, la asesora pedagógica, que también es víctima del conflicto, lideresa y poeta, piensa que ese fantasma es el de Rodrigo Mercado Peluffo, el excomandante paramilitar conocido como “Cadena”. “Cadena destrozó a esta gente, cambió los modos de la gente, los modos de convivir de una manera muy horrible y creo que los ejercicios que proponemos no bastan y que se requieren todo tipo de acompañamientos psicosocial y del Estado”.
A pesar de eso, Esther está convencida de que este trabajo es un aporte a la no repetición del conflicto. “La enseñanza del conflicto armado tiene que pasar por la escuela, es la gran asignatura pendiente, pero hay que encontrar las metodologías. Hay que sacar las memorias personales en los pela’os, porque la gente está desconectada de las memorias de las familias. A veces son cosas que no se quieren poner en discusión ni en diálogo. Con este ejercicio nos dimos a esa tarea para que se generaran esos diálogos intergeneracionales entre padres, estudiantes, la gente del pueblo que sabe lo que pasó, los maestros. Que la gente hable sobre sus hechos, que haga la construcción de su versión de los hechos, de su verdad”, dice.
(Vea: La justicia y la verdad avanzan para las víctimas)
Y pensando en que esta tarea se hiciera sostenible en las escuelas, y a pesar de la pandemia por COVID-19, Educapaz y la Universidad Javeriana de Cali desarrollaron el diplomado en Pedagogías por la Verdad y la no Repetición del que se graduaron 99 maestras y maestros del Caribe y una escuela del Magdalena Medio. De todo este proceso habla, por ejemplo, la experiencia de la profesora Liliana Castro, de la Escuela Normal Superior de Manaure (Cesar). Uno de los módulos del diplomado, dice, le permitió reconocerse “como víctima del conflicto. Esto me llevó a hacer más consciencia sobre mí como sujeto activo en la justicia transicional”.
El trabajo de esos dos años dejó frutos. Uno es, como lo explica Juana Yunis, la propuesta que cada profesor hizo “para seguir trabajando por la verdad y la no repetición con relación al conflicto armado, las problemáticas territoriales y la convivencia diaria en su trabajo final del diplomado”. Y otros fueron los procesos en las comunidades, como la conmemoración de los 25 años del Do Wambura, el adiós al río Sinú. Los estudiantes, maestros y padres de la Escuela Mixta Rural Tundó, en el resguardo embera katío de Tierralta (Córdoba), recordaron la movilización de 1995 en la que, ad portas de la construcción de la represa de Urrá, el desaparecido líder Kimy Pernía y mil indígenas más navegaron por el Sinú para protestar y despedirlo. O el primer homenaje público a las víctimas del conflicto de San José de Uré. Desde la escuela salió una propuesta que incluyó a toda la comunidad para honrar la memoria de quienes padecieron el conflicto. Los niños y adolescentes de Uré no quieren que se siga repitiendo la guerra.
El 5 de diciembre de 1969 llegó a San José de Uré (Córdoba) el padre Célimo Ávila. Unos meses atrás se había enamorado del que para entonces era un corregimiento de Montelíbano porque los palenqueros de Uré fueron a recibir al obispo con cantos y a él le pareció tan bonito que insistió en trabajar allá hasta que lo mandaron. Al llegar a la población encontró, recuerda, “una comunidad casi que secuestrada bajo el temor de lo que en ese momento se llamaba ‘la guerrilla’. El aspecto educativo, diría yo, que casi en ceros”.
Y lo estaba. En Uré había personas que sabían leer y escribir, pero ningún bachiller. No había colegio. La gente se había educado de la mano de las “Hermanas Lauritas”, es decir, las monjas Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, que llegaron a la región en 1919. Y luego de la mano de la “niña Juana”, una monja negra que educó a decenas de niños, niñas y adultos voluntarios. Pero la educación nunca fue formal ni constante, y por eso cuando llegó el padre Célimo, recuerda, los niños y niñas tenían tantas ganas de estudiar que lo esperaban horas a que terminara sus labores religiosas para que les enseñara.
“Entonces vi la necesidad de abrir un bachillerato”, dice el cura. Gestionó la construcción del colegio Paulo VI al ceder la mitad de una pista de aterrizaje a un vecino que tenía una hacienda para que él le permitiera ensanchar el terreno donde quedaría la escuela. Ese colegio cooperativo que se inventó con gente de la comunidad graduó una primera promoción de bachilleres por la que hicieron una gran fiesta. Una victoria en medio del conflicto. También pensó en que la educación debía llegar a las veredas, aunque le tenían prohibido moverse por muchos sitios. Pero la convicción lo llevó a tomar un caballito que le habían regalado e irse silencioso a cada lugar para, en compañía de la comunidad, hacer una escuela y una cancha de fútbol. Y en todas las hizo.
Aunque el conflicto armado no los ha dejado tranquilos un solo segundo, ahora en Uré hay abogados, médicos, psicólogos y alrededor de cien normalistas. Y las memorias del padre Célimo y de quienes lo ayudaron a labrar el camino de la educación, aunque siguen vivas con ellos, nunca habían sido contadas. Fue en 2019, cuando los estudiantes y maestros de la Institución Etnoeducativa San José de Uré se vincularon a las Escuelas de Palabra, cuando salió a flote esta historia de resistencia que está plasmada en el documental La lucha por la educación en el palenque de Uré.
(Le puede interesar: La Escuela para la Paz de las víctimas del conflicto en Córdoba)
Las Escuelas de Palabra son una estrategia del Programa Nacional de Educación para la Paz (Educapaz), en apoyo a la Comisión de la Verdad, que se desarrolló en 2019 en 33 centros educativos del Caribe colombiano. Se plantearon, a través de un mosaico metodológico, proponer cinco caminos en los que la gente pudiera apropiarse de la verdad a través de sus propios ejercicios y partiendo desde la escuela. Juana Yunis, coordinadora de las Escuelas, explica que esta idea nació porque “no toda la gente estaba interesada en hablar de la verdad del conflicto, pero sí estaba muy interesada en explorar el papel que tiene la verdad en la transformación de los conflictos en general. Nos inventamos una secuencia en la que la gente pueda vivir en pequeña escala lo que la Comisión de la Verdad vive en grande”.
El piloto se hizo en los siete departamentos de la región Caribe, pero Juana y Esther Polo Zabala, asesora pedagógica del proyecto, acompañaron escuelas en Córdoba, Sucre y Bolívar. En San José de Uré escogieron el camino cinco del mosaico: la escuela como sujeto colectivo en el conflicto armando y la construcción de paz. El mismo camino que escogieron en la Normal Súper Montes de María, en San Juan Nepomuceno (Bolívar), una escuela a la que acompañó Esther. “Una escuela resiliente”, dice sin titubeos. “Tienen mucho que enseñar. Es una gente que se atrevió a cambiar el currículo en medio de la guerra. Les desaparecieron dos rectores, mucha gente se tuvo que ir y es muy tremendo que ellos tuvieran la gallardía de cambiar el currículo hacia lo que ellos llaman un currículo pertinente y de paz”.
Sin embargo, no en todos los sitios había un camino previo hacia la construcción de paz. Esther recuerda mucho su experiencia trabajando en la Institución Educativa Rincón del Mar (San Onofre), un corregimiento en el que se asentaron los paramilitares y donde, de hecho, se presume que hay cuerpos de personas desaparecidas en su cementerio, que se lo está llevando el mar.
Ahí escogieron trabajar el camino uno: el valor de la verdad en la convivencia escolar. Y su pregunta era por las causas de la violencia física y verbal entre los estudiantes. Esther encontró una comunidad con un tejido social destrozado. Y aunque el producto final de este proceso es un corto de ficción titulado “Desterrando al fantasma de mi tierra”, que alude al fantasma de la violencia dentro del colegio, la asesora pedagógica, que también es víctima del conflicto, lideresa y poeta, piensa que ese fantasma es el de Rodrigo Mercado Peluffo, el excomandante paramilitar conocido como “Cadena”. “Cadena destrozó a esta gente, cambió los modos de la gente, los modos de convivir de una manera muy horrible y creo que los ejercicios que proponemos no bastan y que se requieren todo tipo de acompañamientos psicosocial y del Estado”.
A pesar de eso, Esther está convencida de que este trabajo es un aporte a la no repetición del conflicto. “La enseñanza del conflicto armado tiene que pasar por la escuela, es la gran asignatura pendiente, pero hay que encontrar las metodologías. Hay que sacar las memorias personales en los pela’os, porque la gente está desconectada de las memorias de las familias. A veces son cosas que no se quieren poner en discusión ni en diálogo. Con este ejercicio nos dimos a esa tarea para que se generaran esos diálogos intergeneracionales entre padres, estudiantes, la gente del pueblo que sabe lo que pasó, los maestros. Que la gente hable sobre sus hechos, que haga la construcción de su versión de los hechos, de su verdad”, dice.
(Vea: La justicia y la verdad avanzan para las víctimas)
Y pensando en que esta tarea se hiciera sostenible en las escuelas, y a pesar de la pandemia por COVID-19, Educapaz y la Universidad Javeriana de Cali desarrollaron el diplomado en Pedagogías por la Verdad y la no Repetición del que se graduaron 99 maestras y maestros del Caribe y una escuela del Magdalena Medio. De todo este proceso habla, por ejemplo, la experiencia de la profesora Liliana Castro, de la Escuela Normal Superior de Manaure (Cesar). Uno de los módulos del diplomado, dice, le permitió reconocerse “como víctima del conflicto. Esto me llevó a hacer más consciencia sobre mí como sujeto activo en la justicia transicional”.
El trabajo de esos dos años dejó frutos. Uno es, como lo explica Juana Yunis, la propuesta que cada profesor hizo “para seguir trabajando por la verdad y la no repetición con relación al conflicto armado, las problemáticas territoriales y la convivencia diaria en su trabajo final del diplomado”. Y otros fueron los procesos en las comunidades, como la conmemoración de los 25 años del Do Wambura, el adiós al río Sinú. Los estudiantes, maestros y padres de la Escuela Mixta Rural Tundó, en el resguardo embera katío de Tierralta (Córdoba), recordaron la movilización de 1995 en la que, ad portas de la construcción de la represa de Urrá, el desaparecido líder Kimy Pernía y mil indígenas más navegaron por el Sinú para protestar y despedirlo. O el primer homenaje público a las víctimas del conflicto de San José de Uré. Desde la escuela salió una propuesta que incluyó a toda la comunidad para honrar la memoria de quienes padecieron el conflicto. Los niños y adolescentes de Uré no quieren que se siga repitiendo la guerra.