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Once días antes del asesinato del padre José Antonio Beltrán, en la vereda Cucuchonal de Landázuri (sur de Santander), Marien Pinto y Reyes Díaz le cumplieron una promesa: juraron ante Dios su unión para toda la vida. El padre insistía en que los únicos dos maestros de San Ignacio, donde estaba su parroquia, debían dar ejemplo a la comunidad.
El 27 de septiembre almorzaron juntos y recordaron la celebración. Después, el padre emprendió el último de los innumerables recorridos que hizo por la región del Carare Opón para llevar la Iglesia a lomo de mula hasta cada rincón de esas montañas en las que no había ni acueducto ni electricidad ni vías. Por esos mismos caminos reales, el 2 de octubre de 1991, guerrilleros de las Farc al mando de Vladimir bajaron al sacerdote de 69 años de su ‘Macho Moro’, un mulo blanco con negro, lo hicieron caminar cuesta abajo hasta la quebrada Cucuchonales, le pegaron un tiro en el cuello y lo arrojaron al agua.
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El padre Eduardo Rodríguez, un sacerdote de 83 años que lo conocía desde el seminario, recuerda que en esa búsqueda entre la selva participaron casi 100 personas divididas en cuatro grupos. Lo encontraron al día siguiente en medio de una escena dolorosísima: “Vimos el cadáver del mártir encima de unas piedras, boca abajo, con muestras de tortura, con el rostro sobre un brazo y la masa encefálica saliendo por la sien. La gente lloraba y gritaba de terror”.
En esa misma vereda, el pasado viernes 1 de octubre, como parte de la conmemoración de los 30 años del homicidio, Rodrigo Londoño, excomandante de las Farc y ahora jefe del Partido Comunes; Pastor Alape y Carlos Iván Peña, excomandantes del Bloque del Magdalena Medio que operaba en la zona, y otro grupo de excombatientes reconocieron públicamente el crimen y pidieron perdón a la comunidad.
El reconocimiento hace parte de un proceso de construcción de confianza que inició desde febrero como un diálogo entre diferentes actores. En este, los firmantes del Acuerdo de Paz, junto representantes de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), la Comisión de la Verdad, la Universidad Industrial de Santander y la Asociación de Municipios de la Provincia de Vélez recorrieron caseríos, como Plan de Armas, Miralindo, San Ignacio del Opón, la Aragua y Santa Helena del Opón, donde más se vivió el conflicto armado y hablaron con las víctimas para comprender los efectos de esa guerra en la que, además de los frentes 23, 24 y 46 de las Farc, participaron el Frente Capitán Parmenio de la guerrilla del ELN y las autodefensas de San Juan Bosco de La Verde .
El mayor reclamo durante estos diálogos y el acto de reconocimiento fue por el estancamiento del desarrollo social en la región, que además fue el motivo de lucha del padre Beltrán durante sus 40 años de sacerdocio.
“Un gigante en miniatura”
José Antonio Beltrán era ante todo un campesino: sabía sembrar y criar ganado. El año anterior a su asignación al Opón, viajó a Israel para conocer el cooperativismo de los Kibutz, comunidades agrícolas judías. Aprendió y compró terrenos en los que tuvo reses y cacao, donde trabajaban los campesinos de la zona y de cuyas ganancias financiaba la educación de algunos estudiantes que mandó a ciudades como Zapatoca. “Él insistía en que los jóvenes tenían que prepararse y trataba a toda costa de alejarlos de los grupos armados, que incluso hacían sus entrenamientos en la cancha del colegio”, recuerda la profe Marien.
“José Antonio era un verdadero misionero”, dice el padre Eduardo, quien cuenta que Beltrán vivía en el camino y dormía en la casa de quien le diera posada. Ese “gigante en miniatura”, como le decían por su inmensa alma y su baja estatura, escuchaba más de lo que hablaba. Y cuando hablaba, lo hacía con un tono de voz baja y pausada. “Pero también era profundamente calculador e intuitivo: se subía a una loma y desde allá trazaba a ojo caminos y carreteras que luego salían bien”, agrega el padre Eduardo. Así arregló vías, construyó puentes y creó escuelas, no sólo en la región del Carare-Opón, sino en Gambita y La Belleza, donde fue párroco antes.
Le quedó pendiente un sueño: fundar el poblado de Bocas del Opón en la unión de los ríos Quitará y Opón, que sirviera de centro de acopio y abastecimiento, y que tuviera polideportivo y otra escuela para que la gente de la región no tuviera que durar horas o días enteros caminando hasta otros cascos urbanos.
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“No solo mataron a un anciano, a un hombre, sino los sueños de progreso de una comunidad”, aseguró frente a los exmiembros de las Farc Ovidio Burgos, representante de los campesinos de San Ignacio, Miralindo y Plan de Armas durante el evento de reconocimiento. Aunque nadie entiende por qué lo mataron, Monseñor Marco Antonio Merchán, actual obispo de Vélez, dice que a los armados les convenía infundir miedo y el padre Beltrán nunca lo tuvo: “Él infundía esperanza. Si llegaban los violentos, él decía ‘Nosotros estamos en lo que estamos. Somos los dueños de nuestro territorio. Somos los dueños de nuestra vida’”.
Pastor Alape cuenta que él llegó a estructurar el Bloque Magdalena Medio en el año del asesinato del padre y una de sus primeras labores era esclarecer ese hecho. “Desde el inicio aceptamos que fue un crimen contra una persona protegida por el Derecho Internacional Humanitario por su labor como pastor y por su avanzada edad”, reconoce. Pero explica también que el padre se había convertido en blanco de todos los actores armados: “Del río Opón hacia Juan Bosco La Verde (Norte) lo consideraban guerrillero por trabajar con las comunidades del sur y del otro lado lo consideraban paramilitar por no negarse a trabajar con esa población”.
Con la muerte del padre tampoco cesó la violencia. Ovidio Burgos resaltó que esta no fue la única muerte y que las Farc no fueron el único grupo armado que acabó con la vida de los líderes del Opón. Entre tantos, Reyes Díaz, maestro, líder y esposo de Marien, lo mataron los paramilitares 10 años después de la muerte del sacerdote. El conflicto dejó 7.307 desplazados y 831 homicidios entre Landázuri y Santa Helena del Opón.
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El reconocimiento de este hecho no es suficiente, concuerdan víctimas, victimarios e instituciones. Los asistentes al evento tuvieron que llegar caminando porque hace dos años se cayó un puente que permitía el acceso vehicular a la vereda Cucuchonales y nadie les ha dado respuesta. Por eso la comunidad insiste en que debe haber acciones: “Actualmente en la región hay paz pero no hay progreso y eso hace que el riesgo de caer de nuevo en la violencia sea inminente”, añade el líder Burgos.
Al finalizar el evento, la comunidad exigió un trabajo conjunto de la Alcaldía de Landázuri, la Gobernación de Santander e instancias nacionales para plantear un plan de desarrollo rural que recupere, entre otras, las iniciativas del padre Beltrán. Incluso, exigen que el municipio vuelva a ser concebido como territorio de Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial, zonas priorizadas por el Acuerdo de Paz.