Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Cerca de la vereda Cumare, siete campesinos se encontraron a cinco cajuches o marranos de monte nadando en una orilla del río Guaviare. Son de trompa puntuda y su tronco es más largo que el de los cerdos silvestres. Antes de que expidieran el vaho o veneno con olor fétido que emborracha a su presa, los hombres alistaron la soga para atraparlos. “Si se deja enredar por la hediondez, lo tumba al agua y se lo come a usted”, me dice Leonardo Bustos, el presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda Raudal de Mapiripana (Guainía). Él viene en la embarcación con un grupo de líderes que se reunirá en la vereda Guanapalo, a tres horas (en carro) de San José del Guaviare.
A una distancia de cinco metros lanzaron el ardid, como si fueran a enlazar vacas, y dieron en el blanco. Ahogaron a los cajuches y luego los aliñaron en una playa del río. De esa carne, que debe ser bien lavada rápidamente para quitarle el veneno, comimos con los campesinos los dos días que estuvimos en Cumare.
También puede leer: Los misterios de la guerra en la selva
Este es un caserío ubicado en la margen izquierda del río Guaviare, si se navega contra la corriente rumbo a San José. Es el día 12 de la Expedición Colombia Ciencia y Paz, que recorre este país de bosques y sabanas, desconocido porque fue el campo de batalla de los frentes 1°, 44 y 16 de las Farc, enfrentados con los paramilitares de Miguel Arroyave, Cuchillo y las fuerzas del Estado.
Son 14 investigadores los que caminan la travesía. Una geógrafa, una antropóloga, un literato, cuatro ecólogos, una bióloga, dos periodistas, una socióloga y una enfermera.
Las diez casas de la vereda marcan el inicio de la trocha de 100 kilómetros, que construyeron las Farc durante el proceso de paz con Andrés Pastrana, y que se dirige a la capital del Guaviare y a la inspección de Tomachipán.
Nuestra proa cogió rumbo desde el puerto de San José hacia la vereda Mata de Bambú. En esta época de verano los indígenas nükaks, jiws, puinaves, guayaberos y curripacos se asientan en las playas del río Guaviare. Son puñados de aborígenes seminómadas. Sus chozas son apenas cuatro palos delgados parados en cuadro, enterrados sobre la arena y un plástico negro encima. Para protegerse del inclemente sol, les ponen ramas de palma. El verano lo marcan el nivel del río y la desnudez de los zancos de las casas de palafitos (propiedad de los colonos), hasta donde llega el agua en el invierno.
La voladora o lancha rápida se detiene en el muelle de tierra de la vereda La Ceiba a entregar un sobre para el “capitán” de los indígenas guayaberos. Lo recibe una niña de 14 años de manos de un conductor mestizo de San José, quien se burla de su lengua. “Habla bien”, le dice y tatarea tratando de imitarla. La voladora se desliza por el agua durante siete horas hasta llegar a Mata de Bambú, donde nos encontramos con la expedición.
Contrariando la corriente del agua, la embarcación navega el río en zigzag. Desde Mapiripana se ha detenido en los caseríos que conforman el bajo Guaviare en las márgenes izquierda y derecha del río. Caseríos de Guainía, Inírida, sur del Meta y Guaviare. Caseríos donde aún habita lo que para el mundo externo ya es historia o no existe. Es el hombre sobreviviendo de la selva. Es la selva sobreviviendo con unas leyes distintas a las que se han dictado desde las curules del Congreso de la República.
Muchos indígenas son seminómadas, porque la confrontación armada los sacó de la densa manigua. En febrero de 2000, integrantes del frente 16 de las Farc dieron muerte a seis puinaves, pertenecientes a la comunidad Paujil, cuyos cuerpos fueron encontrados a orillas del río Guaviare, en el municipio de Inírida. Otros se desplazaron hacia los cascos urbanos, como en el municipio de Inírida, donde existen ocho barrios habitados sólo por aborígenes: El Porvenir, Las Américas, Brisas del Palmar, El Limonar, El Paujil, Galán y Primaveras I y II.
De Mata de Bambú pasamos a una vereda con nombre de masacre: Caño Jabón. Allá la historia parece detenida en el tiempo. Hay más de 110 casas vacías, del Telecom aún existe el letrero, pero la casa es un eco. El dolor se refleja cuando los pobladores rompen el silencio. El 4 de mayo de 1998, paramilitares del Urabá y Córdoba desembarcaron en carros desde San Martín (Meta) y se encontraron con los que venían de cometer la otra matanza en Mapiripán. En Caño Jabón o Puerto Alvira murieron 24 personas, entre indígenas y colonos. La cúspide del horror fue ver que en la bomba de gasolina quemaron a muchos de los difuntos.
En la vereda Cumare, que ya es Guaviare, nos encontramos con los presidentes de las juntas de acción comunal que llegaron con la carne del cajuche. Allí queda la laguna más transparente que tiene el mimo nombre. No es un nacimiento de agua, es un estanque que dejó el río a su paso. Allí hay esqueletos de ranchos de los nativos. “Aquí estuvo una tribu”, dice Duvar, el campesino que acompaña a la expedición. Caminamos alrededor de la laguna en busca de ranas y otros reptiles. “Son especies que se esconden en el verano”, dice Nicolás Giraldo, un ecólogo de la Universidad Javeriana que forma parte de la Expedición. En dos potrillos o chalupas remamos hasta la otra orilla de la laguna donde duermen miles de garzas blancas junto a murciélagos que buscan comida a las 8 de la noche.
La Expedición ha recorrido ocho veredas y se estaciona en el campamento de visitas de la zona veredal de Charras, donde se concentran 300 hombres y mujeres del Bloque Oriental de las Farc. Ahí, la principal misión es conocer qué piensa la insurgencia de la investigación científica en territorios inexplorados como el bajo Guaviare. A la par, el Centro de Alternativas al Desarrollo (Cealdes), promotor de la Expedición, apoyará la propuesta que tienen los combatientes para quedarse en esa zona: construir una ciudadela ambiental para producir abonos orgánicos, cultivar, preservar el medioambiente y desarrollar la región entre campesinos y guerrilleros que están a punto de dejar las armas.
A este campamento de recepción llegan los indígenas a visitar a sus familiares. Charras es la zona veredal con el mayor número de combatientes indígenas (80 %). Eso dice el encargado de prensa de la guerrilla.
Los aborígenes llegaron descalzos y con niños de brazos. Un hombre mayor llevaba un ramillete de pescado bocachico y bagre. Los consumen en el verano viviendo semanas enteras en las playas de este afluente del Orinoco. La norma que instauró la comunidad (teniendo como ley a las Farc), es que no se debe pescar o cazar en épocas de reproducción de las especies.
“Cuando perseguíamos al Ejército y ellos a nosotros, intentábamos buscar a nuestros familiares y pasarles comida”, comenta un sikuani del frente 44. Sus rasgos indígenas son claros, su castellano, no.
Los colonos y la selva
Como hicieron con los cajuches, los campesinos adoptaron otras formas de cazar marisca, como se conoce la carne de monte. Los salados naturales son lugares en la selva donde el suelo tiene alta concentración de sales, que los animales lamen para obtener minerales. Allí llegan lapas, chaquetos, dantas, chigüiros y venados, y los campesinos aprovechan para esperarlos y cazarlos.
Instalan un camarote alto en medio de dos árboles para esperar con la escopeta hasta que llegue la presa. No hay energía eléctrica para conservar la carne, por eso cuando el campesino caza un animal, lo reparte entre la comunidad. De repente guardan algunos trozos de carne colgados encima del humo para que duren algunas semanas. A la madrugada salen a pescar con atarraya o anzuelo. La ley de subsistencia también la impuso las Farc y sigue vigente: no se puede comerciar ningún tipo de carne de monte.
La herencia de la coca
En estas veredas del bajo Guaviare todavía se usa el trueque de gramos de base de coca por algún producto (por una gaseosa, que vale $3.000, se entregan dos gramos de base). La plata casi no circula y los productos cuestan más que en una ciudad. Un bulto de panela vale $110.000. Para llegar a Mata de Bambú desde San José hay que pagar $165.000 y hasta el raudal de Mapiripana (Guainía), $650.000 por persona. Cada pasajero tiene derecho a cargar 10 kilos de equipaje.
Una de las operaciones contra el narcotráfico que evidenció el poder de la mafia en el territorio, a costa de la esclavitud de los colonos y los indígenas, sucedió el 26 de mayo de 2001. Entre Barrancominas y el Vichada fue capturado Luis Da Costa, alias Fernandinho, el capo brasileño que había construido un imperio en la selva del Guaviare.
Durante la operación se destruyeron 52 laboratorios para procesar la coca, se incautaron 250 toneladas de sustancias químicas y se confiscaron 2.500 armas y 77 vehículos, entre automóviles y embarcaciones. Ese sitio era su predilecto, pues entre los departamentos de Guainía y Vaupés, más hacia el oriente, se formaba el ángulo ciego donde los radares no alcanzaban a detectar los vuelos que salían de las pistas oficiales de Barrancominas, Puerto Alvira o Tomachipán, hacia Brasil o Venezuela. Las mismas que servían para traer la base de coca desde Bolivia o Perú, donde el kilo era más barato.
En este mismo territorio se desarrollaron varias operaciones contra Tomas Medina Caracas, alias el Negro Acacio, comandante del frente 16 de las Farc, quien murió el 2 de septiembre de 2007, en combates con el Ejército.
Cuando el cultivo de uso ilícito daba alguna ganancia, del millón ochocientos mil pesos que cuesta un kilo de base de coca, pagando trabajadores, comprando los químicos, pagando el impuesto de $150.000 a las Farc y lidiando con los intermediarios de los capos (los que la cristalizan y la sacan al exterior), podrían ganar unos trescientos mil pesos por kilo. Muchos se quedaron con los brazos cruzados por las operaciones de la Fuerza Naval o porque los mafiosos la pidieron fiada y nunca regresaron.
Si los campesinos no se acogen al plan de sustitución, más temprano que tarde el territorio será lo que es un tarro de azúcar para las hormigas. Un grupo paramilitar que se hace llamar “Bloque Oriental Meta, Guaviare, Vichada” ha anunciado, a través de panfletos, sus intenciones de volver a sembrar el terror. Es la búsqueda de ingresar al territorio, someter al campesino a sembrar la mata y a producir base de coca.
El censo de la Asociación Campesina del Trabajadores y Productores del bajo Guaviare (Asotracagua) dice que existen 10 mil hectáreas en la zona. Duverney Beltrán, el presidente, advierte: “Sin este eslabón de la cadena el narcotráfico tendrá que desaparecer”.
El pasado 23 de febrero en San José del Guaviare firmaron el pacto con el Gobierno. “Si nos cumplen, nosotros nos comprometemos a no volver a sembrar coca”, comenta Beltrán, el representante de la organización que agrupa a 67 juntas de acción comunal de la zona. El acuerdo contempla entregar gradualmente a los campesinos $36 millones para una huerta casera, para sostenerse durante un año y para dos proyectos de mediano y largo plazo. La Gobernación se comprometió a construir un centro de acopio en Cumare y la propuesta es que Asotracagua trabaje con las cooperativas que constituirán los excombatientes de las Farc.
La laguna de Cumare es muy simbólica para indígenas y campesinos. Es la que garantiza la marisca y también fue la que los salvó de que los paramilitares de Miguel Arrroyave y Cuchillo los masacraran. Un día de 2002 intentaron incursionar a la zona del bajo Guaviare por la vía de Charras, pero se encontraron con un ejército de hombres de los frentes 1° y 44 de las Farc, quienes los enfrentaron en las riberas de la laguna. Cuenta Duvar que cuando los paramilitares se sintieron acorralados, muchos se tiraron al agua y murieron ahogados.
En Cumare las mordeduras de culebra y otras enfermedades se curan con rezos de los payés o chamanes, ante la lejanía de los pocos centros de salud que se pierden entre la maleza.
Pero los rezanderos no pudieron controlar el accidente cerebrovascular que paralizó medio cuerpo de la profesora Loly López, que desde hacía cinco días se había caído al piso sin conciencia en la vereda El Olvido. No había probado bocado, ni había mojado los labios con líquido. Venía viajando en voladora hacía tres días. Llegó a Cumare, donde Carolina, una enfermera de la expedición la estabilizó. A las tres horas, una patrulla de la Policía la llevó a San José del Guaviare.
Una mañana acompañamos a Juan Eduardo Ortega a instalar las redes de niebla en la orilla del estanque de agua, para capturar y analizar aves. Durante la expedición identificó más de 120 especies, dentro de las cuales resalta: pava aliblanca (Pipile cumanensis), dos especies de pajuil (Crax alector y Mitu tomentosum) y grandes rapaces (harpía), que habitan entre el bosque espeso del Guaviare y las sabanas del Meta. “Más hacia el bajo Guaviare hemos visto muchos pajuiles. La gente los tiene muy identificados, saben cuándo están en época de reproducción y cuáles son las hembras. También encontramos situaciones de conflicto entre los campesinos y la naturaleza, por ejemplo, con las harpías que se comen las gallinas. La presencia de estos animales también da un indicio del estado de conservación de los bosques”, explica el ecólogo.
El matrimonio eterno entre la selva y el hombre acá es inevitable. Las aves con su canto hablan al oído del colono. La que llora pavoroso en la noche, la que Juan Eduardo no pudo identificar, es la que augura la muerte. Cuando se camina entre el bosque y algunas aves empiezan a hacer ruido, eso se graba en la memoria del campesino o indígena como algo cotidiano. Eso mismo puede ser inusual. Durante la guerra, cuando los campesinos escuchaban que venían cantando bandadas de pájaros, muy ruidosas y en la mañana, era porque mucha tropa venía caminando y rompiendo monte sin parar.